16

1

—Larry y yo tenemos que salir un momento —dijo Jud mientras acompañaba a Donna cruzando el aparcamiento después de comer—. Quiero que tú y Sandy os quedéis en nuestra cabina hasta que regresemos.

—De acuerdo.

Ninguna discusión. Ninguna pregunta. Su total confianza hacía que Jud se sintiera mejor.

La observó volverse hacia Sandy, que se había rezagado un poco con Larry. En vez de abrir un abismo, el incidente del día anterior en la playa había creado una intimidad entre la niña y Larry. Durante la comida, habían hablado como los mejores amigos. Jud encontraba esta proximidad peculiar bajo las circunstancias, pero conveniente.

—Sandy —dijo Donna—, nos quedaremos un rato en la habitación de Jud y Larry. ¿Quieres traerte tus cartas, o un libro, o alguna otra cosa para distraerte?

La niña asintió.

—Vamos a buscarlo —dijo Donna.

Entraron en su cabina, dejando la puerta abierta.

Larry, en voz muy baja, dijo:

—La pobre niña está desolada.

—Ha sido duro.

—Muy duro, por supuesto. Va a quedar marcada para toda su vida. Ese miserable bruto merecería que le dispararan a la primera.

—Probablemente eso es lo que ocurrirá.

—Lo espero, de veras.

—Esta noche, si tenemos suerte.

—¿Esta noche?

—Hay muchas posibilidades de que aparezca por aquí en algún momento, hoy. Si lo hace, yo estaré ahí con un arma.

—¿Y qué hay con la Casa de la Bestia?

—Puede esperar otro día.

—Supongo que tiene razón, aunque me sentiría mucho mejor si termináramos de una vez por todas con…

—No puedo dejar que ese tipo ponga sus manos sobre Donna y Sandy. Ya les ha hecho suficiente daño.

—Por supuesto. No estoy sugiriendo que las abandonemos. En absoluto.

—Además, ir tras la bestia esta noche podría ser prematuro.

—¿Por qué? —preguntó Larry.

—Quiero saber más. Por eso vamos a ir a visitar la casa de los Kutch esta tarde.

—¿La Casa de la Bestia?

—No. La otra. La que no tiene ventanas.

2

Tan pronto como Jud se hubo asegurado de que Donna podía manejar su rifle sin dificultad, él y Larry subieron al coche y se fueron. Giraron a la derecha en Front Street, tomando el estrecho camino de tierra que conducía a la playa. En una zona rodeada de árboles, aparcaron.

Mientras Jud tomaba su 45 automática del maletero, Larry dijo:

—Eso, por supuesto, no detendrá a la bestia.

Jud se metió la automática bajo el cinturón en la parte de atrás de sus pantalones, y la cubrió con su camisa.

—¿Qué le hace pensar que vamos a encontrarnos con la bestia? Sus dominios, ¿no están confinados a la Casa de la Bestia?

—De todos modos…

Observó a Larry tomar un machete del portamaletas.

—¿De todos modos qué?

—Uno nunca sabe, ¿no?

Jud cerró el maletero.

—Puede quedarse en el coche, si lo prefiere.

—No. Está bien así. Vendré con usted. No puedo resistirme a la oportunidad de ver el interior de esa curiosa casa. Y tiene usted razón, por supuesto: deberíamos estar perfectamente a salvo de la bestia.

Jud miró su reloj de pulsera.

—Bien, la visita de la una está a punto de empezar. Adelante.

—¿Qué hay con Axel?

—Si está en casa, yo me ocuparé de él. Usted simplemente manténgase junto a mí.

—Espero que sepa lo que está haciendo.

Jud no respondió a eso. Siguió caminando por entre los árboles hasta que salieron de ellos: Entonces echó a correr por un espacio abierto hasta la parte de atrás del garaje. Larry le siguió.

—¿Sabe si hay una puerta trasera?

—No estoy seguro.

—Busquémosla.

Caminó hacia la parte de atrás, cuidando de mantener el garaje entre él y la cabina de los tickets de la Casa de la Bestia, a un centenar de metros de distancia. Cuando estuvo paralelo con la parte de atrás de la casa de ladrillo, cruzó el espacio que los separaba.

La parte de atrás de la casa era de sólido ladrillo.

—Ninguna puerta —dijo Larry.

Jud caminó a través de un patio lleno de hierbajos hasta la esquina más alejada. Miró por ella. Ninguna puerta en aquel lado tampoco: tan sólo la gris caja metálica del sistema de ventilación de la casa. Al otro lado de Front Street, podía verse la parte sur de la verja y el césped de la Casa de la Bestia, desiertos.

—Quédese pegado a la pared —dijo Jud.

Se secó el sudor de su frente y avanzó.

Se detuvo en la esquina delantera de la casa. Indicando a Larry que permaneciera atrás, miró a la cabina de los tickets al otro lado de la calle. El lado que daba a la calle tenía una puerta cerrada, pero ninguna ventana. Mientras Wick Hapson permaneciera dentro, no podría ver a Jud.

Más allá de la cabina de los tickets, el grupo de visitantes estaba apiñado cerca del porche de la Casa de la Bestia, probablemente oyendo la historia de Gus Goucher. Jud aguardó a que entraran.

—Quédese aquí hasta que le haga una señal.

—¿Está Axel en casa?

—Su furgoneta está aquí.

—Oh, cielos.

—Tranquilícese. Eso puede hacer las cosas más fáciles.

—Por el amor de Dios, ¿cómo?

—Si es un alma cándida, la puerta no estará cerrada por dentro.

—Estupendo. Maravilloso.

—Espere aquí.

Jud comprobó de nuevo la cabina de los tickets, luego caminó rápidamente cruzando el patio delantero hasta la puerta.

La puerta interior estaba abierta de par en par. Jud apretó el rostro contra la puerta mosquitera, intentando ver dentro. No pudo ver mucho. Excepto la luz que entraba por el umbral, el interior estaba oscuro. Suavemente, abrió la puerta mosquitera y entró.

Se apartó rápidamente de la zona iluminada. Durante al menos un minuto entero permaneció sin moverse, escuchando. Convencido de que estaba solo, palpó las paredes cerca de la puerta y encontró un interruptor. Lo accionó. Se encendió una lámpara, llenando el vestíbulo de entrada con una suave luz azul.

Directamente frente a él, unas escaleras conducían al piso superior. A su derecha había una puerta cerrada, a su izquierda una habitación. Se metió en la habitación. A la débil luz del vestíbulo encontró una lámpara. La encendió. Más bombillas azules.

Una alfombra oscura enmoquetaba el suelo. La cubrían almohadones y cojines. Había una lámpara de pie en el otro rincón. Ningún otro mueble.

Jud se dirigió a la puerta mosquitera. Mirando a su través, escrutó la zona cercana a la cabina de los tickets en busca de Wick Hapson. Ningún signo del hombre. Abrió unos centímetros la puerta y llamó a Larry con una seña.

Antes de que Larry alcanzara la puerta, Jud apretó un índice contra sus propios labios. Larry asintió y entró.

Jud señaló hacia la habitación con los almohadones. Luego se dirigió a la puerta cerrada a la derecha de la entrada. La abrió y localizó un interruptor. Lo accionó. Un candelabro sobre una mesa de comedor cobró vida. Las bombillas del candelabro eran azules.

Excepto la luz, Jud no encontró nada anormal en el comedor. Había una vitrina en un rincón. Un gran espejo ocupaba la pared del fondo sobre el aparador. La mesa tenía seis sillas, pero las mesas de comedor normales tenían a menudo ese mismo número de sillas. Vio otras dos sillas haciendo juego a ambos lados del aparador.

Más allá de la cabecera de la mesa había otra puerta. Jud se dirigió hacia ella y la abrió. La cocina. Entró, cuidando de andar suavemente en el suelo de linóleo. Miró en la nevera. Incluso su luz interior era azul. Señalando el estante del fondo, sonrió a Larry. El estante contenía al menos dos docenas de latas de cerveza.

Cerca de la nevera había una puerta.

Cuando empezaba a abrirla, Jud vio luz al otro lado. Una luz azul. La abrió un poco más, y bajó la vista hacia un empinado tramo de escaleras que conducían al sótano.

La cerró suavemente. Pasando por el lado de Larry, regresó al comedor. Tomó una de las sillas de respaldo recto, la llevó a la cocina y la colocó contra la puerta, apuntalándola debajo del pomo.

Luego le hizo señas a Larry de que le siguiera.

Pasaron de la cocina al vestíbulo y subieron silenciosamente las escaleras. Justo en el arranque del pasillo de arriba había un amplio dormitorio. Entraron en él, y Jud encendió la luz azul del techo. Larry se agazapó, palmeando la empuñadura de su machete. Luego rió en voz baja, nerviosamente.

—Qué exótico —susurró.

Los espejos ocupaban todas las paredes, y había uno pegado al techo, directamente encima de la amplia cama. No había mantas en la cama, únicamente sábanas azules de satén.

Mientras Larry se arrodillaba para mirar debajo de la cama, Jud comprobó el armario. Las perchas no contenían otra cosa más que batas y más de una docena de camisones. Extrajo uno de los camisones que se llenó de aire, oscilando como si no pesara nada en absoluto. Delicados lazos rosas en los hombros y las caderas eran todo lo que conectaba la parte delantera y trasera del camisón. A través de la diáfana tela, Jud pudo ver a Larry inclinándose sobre el tocador. Volvió a dejar el camisón en su sitio.

—¡Oh, Dios mío! —murmuró Larry.

Jud corrió al lado de Larry. El cajón que había abierto contenía cuatro pares de esposas. Mirando en otro cajón, él y Larry encontraron un montón de cadenas de acero con candados. En otro había un surtido de bragas y sujetadores, portaligas y medias de nilón. Dos de los cajones contenían solamente piel: pantalones y chaquetillas, sucintos bikinis de piel, chalecos y guantes. De un gancho a un lado del tocador colgaba un látigo de montar.

Cerraron todos los cajones y se marcharon.

El cuarto de baño olía a desinfectante. Lo revisaron rápidamente, no encontrando nada fuera de lo común excepto la bañera empotrada en el suelo. Era grande, quizá dos metros por metro veinte, con varias anillas de metal clavadas a las baldosas de la pared a la altura de la cabeza.

—¿Para qué servirán? —preguntó Larry.

Jud se alzó de hombros.

—Parece como para sujetarse.

Al extremo del pasillo, entraron en una habitación pequeña con estanterías con libros, un escritorio, y un sillón acolchado. A la luz del techo, Jud se dirigió hacia una lámpara detrás del sillón. La encendió.

—Ah, luz —susurró Larry cuando una luz blanca llenó la habitación. Empezó a inspeccionar los títulos de los libros.

Jud examinó lo que había encima del escritorio, luego los cajones. El superior de la izquierda estaba cerrado con llave. Arrodillándose, sacó un estuchito de piel de su bolsillo. Extrajo una ganzúa y una palanca tensora, y trabajó en la cerradura. No tuvo ningún problema.

El cajón estaba vacío excepto un único libro encuadernado en piel. Una lengüeta con cerradura lo mantenía cerrado como un diario. Hurgó rápidamente en el cierre, y abrió el libro por su primera página. «Mi diario: un relato verídico de mi vida y mis más íntimos asuntos, volumen 12, en el año del señor de 1903.» El nombre debajo de la inscripción era Elizabeth Masón Thorn.

—¿Qué hay aquí? —preguntó Larry.

—El diario de Lilly Thorn.

—¡Dios de los cielos!

Hizo pasar las páginas. A una cuarta parte del final encontró la última anotación con fecha de 2 de agosto de 1903: Ayer por la noche aguardé hasta que Ethel y los chicos estuvieron dormidos. Entonces llevé un trozo de cuerda abajo al sótano. Cerró el diario.

—Nos lo llevaremos —susurró—. Ahora echemos una mirada a la otra habitación y salgamos de aquí.

La puerta de la habitación al otro lado del pasillo estaba cerrada. Jud hizo girar el pomo. La abrió unos centímetros.

Larry aferró su brazo.

De dentro de la habitación surgió un extraño sonido como de viento. Jud escuchó atentamente, acercando el oído a la rendija. Oyó silbidos, suspiros, un sonido resoplante como el que hace el viento atravesando un cañón. Cerró silenciosamente la puerta.

Mientras bajaban las escaleras, Larry susurró:

—Era la bestia. Estaba ahí dentro, durmiendo.

—Creo que era simplemente Axel.

—¡Axel, tonterías!

—Pero no estaba solo —dijo Jud.

—¡Por supuesto que no!

—Oí al menos a tres personas en esa habitación. Salgamos de aquí.

—Maravillosa sugerencia. La apruebo al cien por cien.