La luz del sol sobre su rostro despertó a Roy. Alzó la cabeza de la almohada formada por sus téjanos enrollados, y se apoyó en sus codos. El fuego de campaña se había apagado. Un gorrión, cerca de los restos del fuego, estaba picoteando pan de un montoncito que probablemente había escupido Joni. La mochila estaba puesta de pie en el lugar donde la había dejado, cerrada y segura.
A la luz del día, el claro no parecía tan aislado como en la oscuridad. Los árboles que lo rodeaban estaban bastante separados unos de otros, y los espacios entre ellos ofrecían una vista más amplia de lo que había pensado. Y lo que era peor, la ladera de una colina dominaba todo el lugar.
Mientras miraba hacia aquella ladera, oyó el ruido de un motor. Vio la capota azul de un coche pasar cerca.
—Oh, mierda —murmuró.
Corrió la cremallera del lado de su saco de dormir y se arrastró fuera. Se puso en pie y desenrolló sus téjanos. Metió la mano dentro y sacó sus calzoncillos. Manteniendo el equilibrio sobre una pierna, luego sobre la otra, se los puso.
Oyó voces.
—Oh, mierda de mierda.
Se sentó rápidamente sobre el saco de dormir y empezó a ponerse los téjanos.
Dos entrometidos, una pareja joven, aparecieron caminando por la ladera justo encima de su campamento. Llevaban sombreros blandos de fieltro, como los que había visto en el armario de Karen y Bob.
Se estaban acercando.
Alzando las posaderas, se subió los téjanos. Abrochó la cintura. Subió la cremallera.
La pareja penetró en el claro.
¡No podía creerlo! ¡El maldito sendero pasaba directamente por en medio de su saco de dormir!
—Oh, hola —dijo el hombre de la pareja. Pareció agradablemente sorprendido de encontrar a Roy.
—Hola —dijo la chica que iba con él. No parecía tener más de dieciocho años.
—Hola —respondió Roy—. Casi me han pillado con los pantalones abajo.
La chica sonrió. Tenía una boca muy grande para sonreír, y unos dientes enormes. También unos buenos pechos. Debían bambolearse una cosa mala dentro de su apretada blusa verde. Llevaba unos shorts blancos. Sus piernas estaban bronceadas y eran macizas.
El hombre extrajo una pipa de brezo de un bolsillo de sus shorts.
—Ha ido a acampar usted en medio mismo del camino —dijo, como si lo encontrara divertido.
—No quería perderme.
El otro sacó una bolsa de piel de su bolsillo de atrás y empezó a llenar la pipa.
—¿Tiene usted agua?
—No, la he acabado toda.
—Hay un campamento público a un kilómetro y medio en esa dirección —señaló con su pipa hacia la colina—. Hay grifos, y retretes.
—Es bueno saberlo. Quizá vaya hacia allí.
El hombre encendió un fósforo y aspiró su llama hacia la cazoleta de su pipa.
—Es ilegal acampar aquí, ¿sabe?
—No lo sabía.
—Aja. En cualquier lugar excepto en los sitios reservados para ello.
—No puedo ir a esos lugares —dijo Roy—. Están demasiado llenos de gente. Para eso prefiero quedarme en casa.
—Sí, son horribles —admitió la chica.
—Aja —dijo el hombre, y echó una bocanada de humo.
—¿Hacia dónde van ustedes? —preguntó Roy, esperando que siguieran pronto su camino.
—A Stinson Beach —dijo el hombre.
—¿Está muy lejos eso?
—Calculamos llegar al mediodía.
—Bien —dijo Roy—, espero que tengan un buen trayecto.
—Tiene usted un estupendo equipo. ¿Dónde lo compró?
—Soy de Los Ángeles —dijo rápidamente.
—¿Ah, sí? ¿Conoce Kelty’s, en Glendale?
—Allí es donde compré la mayor parte.
—Estuve una vez allí. De hecho, allí es donde compré mis botas. Hará unos seis años de ello. —Se miró orgullosamente las botas.
—¿Quién hay en su saco de dormir? —preguntó la chica.
El estómago de Roy se contrajo. Pensó en su cuchillo. Estaba envuelto en su camisa, enrollada, bastante al alcance de su mano derecha.
—Es mi esposa —dijo.
El hombre sonrió, sujetando la pipa con los dientes.
—¿Los dos en el mismo saco?
—Es más agradable así —dijo Roy.
—¿Tienen espacio para moverse? —preguntó el hombre.
—El suficiente.
El hombre se echó a reír.
—Tenemos que probar eso, ¿eh, Jack?
Jack, la chica, no pareció divertida.
—Nuestros sacos pueden unirse por la cremallera —dijo el hombre—. Debería probar usted eso. Proporciona mucho más espacio.
—¿Le ocurre algo a su esposa? —preguntó Jack.
—Nada, ¿por qué? ¿Porque no sale? Oh, tiene un sueño muy profundo.
—¿Puede respirar ahí dentro? —preguntó el hombre.
—Por supuesto. Siempre duerme así. Se mete hasta el fondo. No le gusta sentir frío en la cabeza.
—¿De veras? —La chica llamada Jack parecía escéptica.
—Bien, será mejor que nos vayamos —dijo el hombre.
—Que tengan un buen paseo —les deseó Roy.
—Igualmente.
Pasaron por su lado. Los observó hasta que desaparecieron entre los árboles, luego desenrolló su camisa. Alzó la pernera de su pantalón, y deslizó el cuchillo en la funda atada a su pantorrilla. Luego se puso la camisa.
Tomó la blusa y la falda de Joni de la mochila, y se arrodilló a la cabecera del saco de dormir. Escrutó los árboles. Nadie por los alrededores.
Joni lanzó un gruñido cuando la sacó tirando de su brazo. Abrió un ojo, y volvió a cerrarlo. Roy la depositó boca arriba sobre el saco de dormir.
La visión de su cuerpo desnudo iluminado por el sol lo excitó.
Ahora no.
Mierda, ahora no.
Le metió la falda por las piernas y se la abrochó a la cintura. Luego la alzó hasta dejarla sentada, y le metió la blusa por los brazos. La dejó caer hacia atrás. Rápidamente, abrochó la blusa.
—Despierta —dijo. La abofeteó.
Sus ojos se apretaron fuertemente ante el repentino dolor, luego se abrieron aleteantes.
—Levántate.
Lentamente, ella giró sobre sí misma y se puso de rodillas. Su pelo estaba manchado de sangre y amazacotado en la parte de atrás de su cabeza, allá donde el cuchillo la había golpeado produciéndole un buen hematoma.
Recoger el campamento pareció requerir una gran cantidad de tiempo. Mientras trabajaba, no dejó de vigilar a Joni. Escuchó también por si oía voces. Miraba constantemente hacia la ladera y el sendero y la carretera. Finalmente, todo estuvo metido en la mochila. La cargó en sus hombros, agarró la mano de Joni, y tiró de ella hacia la carretera inferior.
Pasó un Ford familiar.
Saludó con la mano y sonrió.
Cuando la carretera estuvo desierta de nuevo, abrió el maletero del Pontiac.
—Sube, encanto.
Mientras conducía, Roy escuchó las noticias de la radio acerca de una casa incendiada y de un doble asesinato en Santa Mónica. No dieron los nombres de las víctimas, pero mencionaron la ausencia de una niña de ocho años. No oyó nada acerca de Karen y Bob Marston.
Aquello le preocupó.
Repasó mentalmente todo: como Karen lo había soltado todo acerca de Malcasa Point; lo sorprendida que se mostró cuando, en vez de soltarla, él la amordazó y siguió trabajándola a fondo hasta que murió; como aguardó, oculto en el vestíbulo, a que Bob llegara a casa; la forma en que Bob agitó la cabeza y gimió cuando entró en el dormitorio y vio a su mujer colgando en la puerta; el sonido de la cabeza de Bob hendiéndose bajo el hacha; la vela colocada cuidadosamente en medio de un círculo de montones de papel, de la misma forma que lo había hecho en el otro lugar.
Quizá llegó alguna visita y controló el fuego.
Quizá, de algún modo, la vela se apagó.
Si la vela se apagó, quizá los cuerpos aún no habían sido descubiertos.
No podía correr ese riesgo. Mejor actuar como si el coche estuviera caliente, y buscarse otro nuevo.
Giró metiéndose en el arcén, los neumáticos arrojando nubes de amarillo polvo. Detuvo el coche, salió, abrió el capó, y se inclinó sobre el motor, aguardando.
Pronto oyó el ruido de un coche acercándose. Se mantuvo con la cabeza bajo el capó y tendió la mano hacia la correa del ventilador. El coche pasó a toda velocidad. Siguió aguardando. Probó la misma táctica con otros dos coches. Ninguno se detuvo.
La próxima vez que oyó un motor, se mantuvo bajo el capó hasta que el coche estuvo cerca, entonces se irguió y puso cara de disgusto, al tiempo que hacia un gesto con la mano. El conductor agitó la cabeza. Su rostro decía: «No has tenido suerte, amigo».
—¡Que te jodan! —gritó Roy.
Cuando apareció el próximo coche, simplemente alzó el pulgar. Vio al pasajero, una mujer, agitar negativamente la cabeza al conductor. El coche siguió su camino. Lo mismo hizo el siguiente.
Cerró el capó de un manotazo.
Mientras se dirigía hacia la parte de atrás del coche, una camioneta se acercó. Tenía un sol despidiendo artísticos rayos pintado en su parte frontal. El conductor era una mujer de liso y negro pelo. Llevaba una cinta en la cabeza y una chaqueta de piel. Vio su brazo derecho señalar hacia él. Agitó una mano. Le gustó su aspecto.
Pero no le gustó el aspecto del hombre que se asomó por la ventanilla del pasajero.
—¿Problemas con el coche? —La voz del hombre era chillona. Llevaba un sombrero de cowboy desteñido y manchado de sudor, gafas de sol, y un negro e hirsuto bigote. Su chaqueta Levi’s, azul no tenía mangas. En el brazo lucía el tatuaje de un puñal goteando sangre.
—Ningún problema —dijo Roy—. Me he parado para estirar un poco las piernas.
—Que la fuerza sea contigo.
El hombre saludó con un puño cerrado, y la camioneta siguió su camino.
Roy aguardó hasta que estuvo fuera de la vista, luego abrió el maletero. Joni alzó la vista hacia él. El bocadillo de frankfurt que había comprado en Stinson Beach y había echado dentro del maletero a primera hora de aquella mañana había desaparecido. La lata de Pepsi-Cola estaba abierta a su lado, varía. Tenía que haber sido difícil, pensó, beber en el maletero.
—Sal —dijo.
La ayudó a salir y cerró el maletero.
Joni miró a su alrededor como si se preguntara dónde se habían detenido, y por qué. No pareció encontrar la respuesta. Alzó la vista hacia Roy.
—Necesitamos un nuevo coche —dijo él—. Vas a ayudarme a conseguirlo.
La condujo a lo largo del arcén. Cuando estuvieron a quince o veinte metros de la parte trasera del coche, le dijo que se tendiera en el carril de la parte norte.
Joni negó con la cabeza.
Mejor así. Realmente no podía confiar en ella, de todos modos. Probablemente intentaría echar a correr.
Intentó pensar en una forma de hacerlo sin hacerse daño en la mano: una roca, un palo de madera, o el mango de su cuchillo servirían. Quizá servirían demasiado. No quería correr el riesgo de matarla. Todavía no. Así que se decidió por su mano. Agarrando el cuello de su blusa, tiró de ella hacia delante. Mientras caía hacia él, lanzó su puño derecho contra su sien. Las piernas de la niña se aflojaron. La arrastró metiéndola a medias en la carretera, y la dejó caer. Rápidamente arregló sus manos y pies de modo que parecieran desmañadamente abiertos. Luego regresó a su coche, se ocultó entre los árboles próximos, y aguardó.
La espera fue corta.
Sonrió, sorprendido por su buena suerte, mientras contemplaba a un Rolls-Royce negro aparecer por la curva. Conducía un hombre; una mujer iba sentada a su lado en el asiento del pasajero.
El coche hizo un brusco giro para evitar a Joni, luego disminuyó su velocidad, y se detuvo detrás del Pontiac de Roy. El conductor salió. Dejando su portezuela abierta, caminó rápidamente hacia Joni. Era un hombre alto, más de metro ochenta, y de al menos ochenta kilos de peso.
¡Un maldito jugador de fútbol!
Mierda.
El hombre alto se arrodilló junto a Joni. Tocó su cuello, probablemente intentando comprobar su pulso. El Rolls estaba a unos seis metros de Roy. Todas las ventanillas estaban alzadas. La mujer, vuelta hacia atrás, estaba mirando por la ventanilla trasera.
El hombre empezó a quitarse su chaqueta de sport.
Roy saltó de detrás de los árboles. Sus botas hicieron crujir la alfombra de pinaza y hojas secas. El hombre miró por encima de su hombro. La mujer empezó a volver su cabeza. Roy saltó por encima del Rolls, apoyando su bota en el capó delantero para ganar nuevo impulso. El coche se bamboleó bajo su peso. El hombre estaba ya de pie. Roy cayó de nuevo al suelo entre el lado del coche y la abierta portezuela. La mujer gritó cuando Roy se metió en el asiento del conductor. Cerró la puerta de golpe, y echó el seguro un momento antes de que llegara el hombre.
Sin dejar de gritar, la mujer golpeó con el hombro la portezuela de su lado. Roy agarró el cuello de su blusa. La tela se rasgó, pero la detuvo lo suficiente como para que Roy pudiera sujetarla del pelo. Tiró de ella hacia sí. Su mejilla golpeó contra el volante. Obligó a su cabeza a apoyarse contra su pierna, y le golpeó fuertemente el cuello con el canto de su mano.
El rostro del hombre se apretó contra la ventanilla, la rabia en sus ojos, sus puños golpeando el cristal.
Roy se dio cuenta de que el motor del coche estaba aún en marcha. Metió la marcha atrás y pateó el acelerador. El coche retrocedió con una sacudida. El hombre alto, tambaleándose tras dar un rápido paso atrás, lo miró a través de la polvareda que se iba depositando.
Pareció comprender sus intenciones.
Roy metió la primera. Cuando el Rolls se lanzaba hacia delante, el hombre saltó sobre el maletero del Pontiac. Roy se aferró al volante. Golpeó fuertemente contra el Pontiac. El hombre perdió el equilibrio. Cayó pesadamente sobre el capó del Rolls. Con un rápido cambio a marcha atrás, Roy hizo retroceder el Rolls con una sacudida y derribó al hombre.
Justo frente a él.
Se lanzó de nuevo hacia delante. El coche dio una satisfactoria sacudida cuando pasó por encima del hombre.
Tan fácil como pasar por encima de un tronco. Roy sonrió.
Su sonrisa se desvaneció inmediatamente.
¿Y si pasaba otro coche?
La mujer tendida sobre sus rodillas estaba inconsciente, quizá muerta.
Dejó el motor en marcha, y salió. El cuerpo del hombre yacía convenientemente cerca de la parte trasera del Pontiac. Roy abrió su maletero. No sentía deseos de mirar de cerca el cuerpo, y mucho menos de tocarlo… no viendo la forma en que su cabeza había sido horriblemente aplastada. Pero no tenía otra elección. Algo hizo un sonido pastoso, apagado, cuando alzó el cuerpo. Lo echó al maletero del Pontiac, y vomitó encima. Luego cerró el maletero de un golpe.
Corriendo hacia la niña, se miró a sí mismo. Su camisa y sus pantalones chorreaban cuajarones de sangre. Aunque sentía arcadas, siguió corriendo. Alzó a Joni, manchándola con la sangre del hombre muerto, y la llevó al Rolls. La echó en el asiento de atrás. Corrió al Pontiac, tomó su mochila, y la metió en el Rolls al lado de Joni. Luego subió al asiento del conductor, y llevó el coche hasta la carretera.
Roy condujo el Rolls durante cerca de una hora antes de encontrar una carretera lateral que le gustó. Avanzaba por entre desnudas colinas hacia la izquierda. Estaba seguro de que lo llevaría al océano, así que giró hacia allá.
Joni estaba consciente en el asiento de atrás, pero hasta el momento se había limitado a quedarse allí, tendida de lado, mirando al frente. La mujer en el asiento delantero estaba muerta. A Roy no le gustaba la forma en que su cabeza reposaba sobre su pierna, pero decidió no sentarla: aunque no había sangre, sus esfuerzos por aspirar aire habían contorsionado horriblemente su rostro. Su piel tenía un tinte gris azulado. Si la mantenía sentada, la gente podía darse cuenta. Así que simplemente aceptó el repulsivo peso de su cabeza sobre su pierna del mismo modo que aceptaba la sangre en sus manos y camisa y pantalones. Tenía que aceptarlo, al menos hasta que encontrara un lugar desierto junto al agua.
Aquel frente a él parecía prometedor.
La carretera terminaba a un centenar de metros de la orilla. Aparcó a la sombra. No había ningún coche a la vista. Algunas vacas pastaban en una ladera. Salió. A la izquierda de la carretera, el suelo se hundía bruscamente, formando una garganta cubierta de enormes matorrales. Un sendero a lo largo del borde de la garganta conducía hasta una playa.
Le hubiera gustado llevar el cuerpo de la mujer hasta el agua, remolcarlo hasta lejos, y luego soltarlo. Pero arrastrarlo hasta la playa sería duro. Y peligroso además. Era mejor olvidarlo.
Lo tiraría a la garganta.
No ahora, sin embargo. No hasta que él y Joni se hubieran lavado y estuvieran listos para irse. Mientras tanto, no podía dejarla simplemente en el asiento delantero. Podía llegar alguien.
Pensó en el maletero.
Entonces se le ocurrió una idea mejor. Comprobando de nuevo que no estaba siendo observado desde ninguna parte, salió, y tiró de ella a través del asiento delantero. Sus pies golpearon el suelo, y uno de sus zapatos se salió de su pie. La arrastró frente al coche. Allá, la tendió a lo largo sobre el suelo de tierra. Sus brazos y piernas estaban un poco rígidos, pero consiguió ponerlos rectos. Tras situar sus piernas juntas y los brazos pegados a sus costados, Roy volvió al coche.
Condujo lentamente hacia delante.
Observó sobre el negro capó como el coche parecía tragársela.
Frenó y salió. Tenía que agacharse y bajar la cabeza para verla en la oscuridad debajo del coche.
Un magnífico escondite.
Sacó a Joni del asiento trasero. Juntos, caminaron sendero abajo hacia la playa.
El agua, fría al principio, perdió pronto la primera impresión de su baja temperatura y le pareció casi caliente a Roy. Joni seguía de pie en la orilla. Sólo las olas más largas llegaban lo suficientemente lejos como para mojarle los pies.
Roy se quitó la camisa. Frotó la tela con sus nudillos, intentando lavarla. Las olas lo cogían, lo alzaban, lo arrastraban. Cuando lo llevaban demasiado lejos de Joni, nadaba acercándose. Alzó su camisa azul y la estudió a la luz del sol. Si quedaba sangre en ella, lo cual no dudaba, al menos las manchas apenas eran distinguibles.
—Ven, Joni, y lávate.
Ella negó con la cabeza. Reculó, alejándose del agua, y se sentó en la arena.
—Ya sabes lo que ocurre —dijo Roy— cuando no haces lo que yo digo.
Ella miró hacia abajo, donde una prominencia rocosa se metía en el agua. Las olas golpeaban contra las rocas, levantando surtidores de espuma. Miró hacia arriba. En esa dirección, la línea de la costa se curvaba hacia dentro y desaparecía.
—No lo intentes —dijo Roy, chapoteando hacia ella.
Joni se puso en pie y caminó hacia el agua. Cuando le llegó a los tobillos, siguió caminando. Llegó una ola alta, mojándola hasta la cintura, aplastando su falda plisada contra su piel. Entonces se detuvo. El agua retrocedió. Inclinándose, echó agua sobre las manchas de sangre de su blusa. Las frotó. Llegó una ola, derribándola hacia atrás. Cayó de espaldas, y el agua festoneada de blanco cubrió su cabeza.
Roy fue hacia ella. La alzó. Besó su frente. Luego, envolviendo su mano con su camisa, frotó las manchas de sangre en la blusa de la niña. Fueron aclarándose, pero no desaparecieron por completo. Finalmente lo dejó.
La llevó hasta más adentro en el agua, e hizo todo lo que pudo por lavar la sangre de su pelo. Cada vez que tocaba el sensible lugar donde había golpeado el cuchillo, ella apartaba bruscamente la cabeza. Finalmente consideró que el pelo estaba lo suficientemente limpio. La dejó salir del agua.
En la playa, le quitó la blusa y la falda. Las extendió sobre la arena para que se secaran. Luego se quitó sus propias ropas, y las extendió al lado de las de ella.
Se sentaron en la arena. Estaba caliente debajo de Roy, casi quemaba.
—Intenta dormir —dijo.
Joni se tendió de espaldas y cerró los ojos.
Roy la miró. El agua ponía pequeñas perlitas en sus pestañas. Su piel estaba ligeramente bronceada, excepto allá donde el traje de baño de dos piezas la había dejado más pálida. Como una pequeña damita.
Gotas de agua rodaban por su piel, reflejando la luz del sol. Deseó poder disponer de aceite. Aceite bronceador, o aceite para niños. La hubiera frotado completamente con él. Su piel debía de ser suave y caliente.
Se tendió a su lado, y se apoyó sobre un codo para contemplarla. Las pestañas de la niña se agitaron. Únicamente fingía dormir, por supuesto.
Abrió los ojos cuando él la tocó.
Volvió su cabeza y lo miró. Él se preguntó, brevemente, si parecía tan triste por lo que les había ocurrido a sus padres, o por lo que él le había hecho a ella.
Nada de aquello importaba una mierda.
Inclinándose sobre ella, la besó en la boca. Su mano empezó a descender por su piel calentada por el sol.