12

1

Un alarido asustado despertó a Jud con un sobresalto. Miró a través de la oscuridad a Larry.

—¿Se encuentra bien?

—¡No! —El hombre se sentó en la cama y apretó las rodillas contra su pecho—. No, nunca estaré bien. ¡Nunca! —Y se echó a llorar.

—Una vez todo esto quede arreglado —dijo Jud—, se sentirá bien.

—Nunca quedará todo arreglado. Usted ni siquiera cree que exista una bestia. Vaya ayuda me está resultando.

—Sea lo que sea, lo mataré.

—¿Lo hará?

—Para eso me paga.

—¿Le cortará la cabeza por mí?

—Nada de eso.

—Quiero que lo haga. Quiero que le corte la cabeza, y los testículos, y…

—Deje eso, ¿quiere? Lo mataré. Nada más. Nada de esa mierda de desmembrarlo. Ya he visto bastante de eso.

—¿De veras? —La voz en la oscuridad sonó sorprendida e interesada.

—Hice un trabajo en África. Vi un montón de cabezas rebanadas. Un tipo las conservaba en el congelador, y le gustaba chillarles.

Jud oyó una suave risa en la otra cama. La risa tenía un extraño sonido que le puso nervioso.

—Quizá debiera llevarle a usted de vuelta a Tiburón mañana —dijo Jud—. Puedo terminar solo el trabajo.

—Oh, no. No lo hará.

—Quizá sería mejor que lo dejáramos, Larry.

—Quiero estar aquí cuando usted mate a la bestia. Quiero verla morir.

2

A las seis de la mañana, el despertador despertó a Jud. No pareció molestar a Larry. Saltando de la cama, Jud se puso en pie en el frío suelo y retiró el vendaje de su pierna. Las cuatro laceraciones paralelas eran secas y oscuras marcas de unos ocho centímetros de longitud. Dolían, pero su aspecto era de que iban a curarse sin demasiados problemas. Fue al cuarto de baño, tiró el vendaje manchado de sangre sobre el montón de sus ropas, y puso un nuevo vendaje en su pierna. En el espejo, comprobó el vendaje de su hombro. Se veía algo de sangre a su través, pero parecía también seco. Quizá más tarde pudiera hacer que Larry o Donna se lo cambiaran.

Se lavó. Tras vestirse con ropas limpias, su maleta estaba casi vacía. Colocó el resto de su escaso contenido sobre la cama, y llevó la maleta al cuarto de baño. Allá, apiló sus desgarradas y ensangrentadas ropas dentro. Metió el viejo vendaje y cerró con llave la maleta. Luego la llevó fuera.

La mañana era tranquila, como si nadie se hubiera despertado aún excepto unos cuantos pájaros. Echó una mirada a la cabina 9. Donna estaría allí, probablemente dormida. Era una hermosa mañana, y deseó que ella estuviera con él. Pero no iba a intentar despertarla.

Puso la maleta en el maletero del coche y lo cerró con suavidad. Luego regresó a su cabina. Con un paño y una pastilla de jabón, restregó cuidadosamente cualquier huella visible de sangre en el cuarto de baño. Las toallas blancas parecían estar bien, lo mismo que los demás paños. El que tenía en su mano estaba rosado por la sangre.

Miró en el cesto del cuarto de baño. La bolsa de plástico de su interior contenía restos de esparadrapo y gasa, trozos de vendaje, papel higiénico manchado de sangre. Echó dentro el paño sucio y retiró la bolsa de plástico.

Llevó su botiquín de mano y la bolsa de la basura a su coche. Nadie por los alrededores. Lo puso todo en el maletero.

Luego, terminada la limpieza, se sentó en los peldaños de acceso a la cabina y encendió un purito. Tenía buen sabor, y el aroma de su humo se mezclaba con el aroma de pino del fresco aire.

Se reclinó hacia atrás, apoyando sus codos en el peldaño de arriba, y sonrió. Pese a sus heridas, se sentía excepcionalmente bien.

Cuando hubo terminado el purito, subió al coche y condujo Front Street abajo. El pueblo estaba tranquilo. Frenó para darle tiempo a un desaliñado perro de hirsuto pelaje marrón de apartarse de su camino. Un coche de la policía azul y blanco estaba estacionado frente al Sarah’s Diner. El único coche en marcha que vio fue un Porsche que se acercó reduciendo la velocidad, como si estuviera luchando por mantenerse a una razonable proximidad de la limitación de cincuenta kilómetros por hora establecida para el interior de la población.

A su izquierda, la Casa de la Bestia parecía desierta. A su derecha, nada se movía en la casa sin ventanas. Redujo su marcha cuando pudo ver el promontorio rocoso en la colina detrás de la Casa de la Bestia. Tendría que subir pronto allí y recuperar su equipo.

Pero no ahora.

Más allá de la ciudad, dio media vuelta y regresó. Pasó junto a las dos casas. En la siguiente manzana, estacionó delante de una barbería cerrada. Caminó hacia la cabina de los tickets de la Casa de la Bestia.

En sus paredes había varios recortes de periódicos pegados a la parte interior de los cristales. Algunos hablaban de los asesinatos. Otros se centraban en las visitas. Leyó algunos de los artículos. Deseaba leerlos todos, pero eso le hubiera tomado demasiado tiempo: no deseaba llamar mucho la atención sobre su persona.

Miró a la esfera del reloj pintada encima de la taquilla. Luego comprobó su reloj de pulsera. La primera visita no se iniciaría hasta dentro de tres horas, a las diez.

Metiéndose las manos en los bolsillos delanteros de sus pantalones, siguió caminando por la acera. Se detuvo para echar una mirada a la casa victoriana maltratada por el tiempo, luego siguió andando, intentando hacer todo lo posible por parecer un turista con tiempo que emplear en nada y una preferencia hacia los paseos matutinos.

Cuando hubo rebasado la curva, se metió entre los árboles y retrocedió.

A unos metros de la verja, encontró una abertura entre los árboles que le proporcionaba una buena vista de la parte frontal de la Casa de la Bestia, pero le ofrecía al mismo tiempo un buen escondite.

Agachándose, se dedicó a esperar.

Poco después de las nueve y media, un coche con roulotte aparcó en Front Street. Un hombre bajó, comprobó algo en la cabina de los tickets, y volvió al coche. Una mujer y tres niños salieron y se metieron en la roulotte. Poco después llegó una pareja joven en un Volkswagen.

Jud salió a la carretera y caminó hasta la cabina de tickets. Seguía aún vacía.

También lo estaba la casa, a menos que alguien hubiera entrado antes de que Jud empezara su vigilancia: nadie había aparecido por la parte delantera desde que estaba observándola.

Mientras Jud aguardaba cerca de la cabina de los tickets, llegó más gente. Observó la casa sin ventanas al otro lado de la calle. Su puerta estaba cerrada. La furgoneta verde estaba todavía estacionada frente al garaje.

Finalmente, diez minutos antes de la hora fijada para el inicio de la visita, Jud vio a Maggie y Wick abandonar la casa. Sujetándose al brazo de Wick, la mujer llevaba su bastón pero no lo utilizaba. Necesitaron un cierto tiempo para llegar a Front Street. Aguardaron a que pasara un coche familiar, luego cruzaron.

Wick la ayudó a subir el bordillo, y se soltó de su brazo. Ella se apoyó pesadamente en su bastón.

—Bienvenidos a la Casa de la Bestia —dijo en voz baja pero clara—. Mi nombre es Maggie Kutch, y soy la propietaria. Pueden adquirir los tickets a mi ayudante. —Agitó el bastón hacia la cabina de los tickets. Wick estaba abriendo la puerta—. Los tickets valen cuatro dólares los adultos, sólo dos dólares los niños de menos de doce años, todo ello a cambio de la experiencia de toda una vida.

La gente había escuchado, silenciosa e inmóvil. Cuando Maggie dejó de hablar, aquellos que no estaban en la cola se dirigieron hacia la cabina de los tickets.

Maggie liberó el torniquete y pasó por él.

—De vuelta por segunda vez, ¿eh? —le dijo Wick a Jud cuando éste llegó a la taquilla.

—No puedo evitarlo. —Tendió un billete de cinco dólares por debajo del cristal.

—Apuesto a que su amiguita no va a mostrarse hoy.

—¿Quién?

—Su amiguita de ayer. La chica que se puso a gritar en medio de la calle, mostrándonos las tetas. —Wick le tendió el ticket y el cambio.

—Me pregunto dónde estará —dijo Jud.

—Lo más probable en la casa de locos —rió Wick, exhibiendo sus torcidos y amarronados dientes.

Jud pasó el torniquete. Cuando todo el grupo estuvo reunido en el sendero, Maggie empezó a hablar.

—Empecé a mostrar mi casa a los visitantes allá por el año 31, inmediatamente después de que la bestia atacara y matara a mi esposo y a mis tres queridos hijos. Puede que se pregunten ustedes por qué una mujer desea llevar a la gente a través de su propia casa, cuando ha sido el escenario de una tragedia personal tan espantosa. Bien, la respuesta es fácil: di-ne-ro.

Unas cuantas personas rieron inquietas.

Maggie cojeó sendero arriba hasta el pie de las escaleras del porche. Señaló con su bastón hacia el balcón.

—Aquí es donde lincharon a Gus Goucher.

Jud escuchó atentamente la historia de Gus Goucher, comprobando cada detalle contra su teoría de que el hombre era, de hecho, culpable. Nada de lo que ella dijo contradecía su punto de vista. Siguió a Maggie escalones arriba hasta el porche. Ella indicó que la vieja puerta había sido rota de un disparo por el oficial Jenson. Señaló hacia el llamador que era una pata de mono. Luego abrió la cerradura y empujó la puerta.

El intenso olor a gasolina llenó las fosas nasales de Jud.

—Debo pedirles disculpas por el olor —dijo Maggie, entrando—. A mi hijo se le derramó ayer la gasolina. No lo notaremos tanto cuando nos hayamos alejado de la escalera.

Jud entró.

—Pueden ver el lugar donde manchó la alfombra, ahí.

Jud maniobró en torno a los otros del grupo hasta que consiguió una clara visión de la escalera. Nada. Allá donde hubiera debido estar el cuerpo de Mary había tan sólo una mancha oscura. Toda la sangre había sido cuidadosamente limpiada antes de que alguien empapara la alfombra con gasolina.