Una suave llamada en la puerta despertó a Donna. Alzando su rostro de la almohada, vio que la ventana estaba en un lugar equivocado: a un lado en vez de directamente frente a la cama. Extraña habitación. Afuera todo estaba oscuro. Alguien llamaba. El miedo aleteó en su vientre.
Entonces reconoció la habitación, y recordó.
Jud. Debía de ser Jud.
Saltó de la cama. Hacía frío. No tenía tiempo, en la oscuridad, de buscar sus ropas. Caminó rápidamente hacia la puerta y la abrió unos centímetros.
Larry estaba allá con un pijama a rayas, protegiéndose como podía del cortante viento.
—¿Qué ocurre? —murmuró ella, sintiendo que la alarma retorcía un nudo en su estómago.
—Judge. Ha vuelto. Está herido.
Ella miró por encima de su hombro a la cama de Sandy, y decidió no despertar a la niña. Girando el botón del seguro interior del pomo, aseguró la puerta. Salió, cerró la puerta a sus espaldas, y comprobó que no podía abrirse desde fuera.
Siguió a Larry a través del aparcamiento, sintiendo la fría brisa y el bamboleo de sus pechos debajo de su camisón como si estuviera desnuda. No importaba. Sólo Jud importaba. Además, podía tomar algo en la otra cabina con lo que cubrirse.
—¿Es serio? —preguntó.
—La bestia lo atacó.
—¡Oh, Dios mío!
Recordó las figuras de cera, desgarradas y sangrantes. Pero no podía ser así. No Jud. Estará herido, pero no muerto. Estará bien.
Larry abrió la puerta de la cabina 12. Había una lámpara entre las dos camas, pero ambas estaban vacías. En una de ellas obviamente no había dormido nadie. Donna revisó la habitación.
—¿Dónde está?
Larry cerró la puerta y la aseguró.
—¿Larry?
Se dio cuenta de cómo él miraba su cuerpo, como sorprendido y distraído por la forma en que se insinuaba bajo el camisón.
—No está aquí —dijo Donna.
—No.
—Si cree que puede…
—¿Qué? —preguntó Larry, y alzó la vista de sus pechos. Sus ojos eran vagos.
—Me voy.
—Espere. ¿Por qué? Lamento haberla molestado. Yo… yo simplemente…
—Sé lo que estaba usted haciendo. Simplemente pensaba en utilizar a Jud como pretexto para atraerme hasta aquí de modo que usted pudiera…
—Oh, cielos, no. Por el amor de Dios. —Rió nerviosamente—. Judge me pidió que fuera a buscarla.
—Bien, ¿dónde está?
—Ahí.
Ella lo siguió a través de la habitación.
—Judge no quería dejar manchas de sangre en la cama, entienda.
Abrió la puerta del cuarto de baño. Donna vio un montón de ropas en el suelo. Luego vio a Jud sentado en la bañera vacía. La sangre cubría su espalda y manchaba la parte de atrás de sus calzoncillos. Estaba terminando de aplicar un ancho vendaje en su muslo.
—Eso ya está arreglado —dijo, y alzó la vista hacia Donna.
Ella se dejó caer de rodillas, se inclinó sobre el borde de la bañera, y le besó. Pasó una mano por su empapado pelo.
—Tu aspecto es horrible —dijo.
—Hubieras debido verme antes de ducharme.
—¿Siempre te bañas con los calzoncillos puestos?
—No deseaba asustarte.
—Entiendo.
Le besó de nuevo, más prolongadamente esta vez, gozando con la cálida oleada de deseo que se extendió por sus ingles y deseando que Larry se fuera.
—Yo no me pasaría toda la noche con besuqueos —dijo Larry—. Después de todo, este hombre está sangrando.
—¿Querrías vendarme el hombro? —le pidió Jud.
—Por supuesto.
—Larry es demasiado aprensivo.
—La sangre me da náuseas —dijo Larry, y abandonó el cuarto de baño.
Donna pasó un paño por encima de las heridas del hombro, limpiando la sangre con agua.
—¿La bestia hizo esto?
—Algo lo hizo —dijo él.
—Parecen como marcas de garras.
—Esa es la sensación que tuve yo también.
Ella palmeó suavemente las heridas con el paño.
—Echa un poco de agua oxigenada —dijo Jud—. La botella está entre tus rodillas.
Ella echó un buen chorro sobre los cortes, contemplando cómo espumeaba. Luego, con una gran gasa que tomó del botiquín de mano que había sobre la tapa de la taza del water, cubrió las heridas.
—Vas bien preparado por el mundo —dijo, asegurando la gasa con esparadrapo.
—Hummm.
—¿Algo más para curar?
—Creo que esto es suficiente. Gracias.
—Ahora limpiemos un poco todo esto. ¿Puedes mantener tu pierna seca, si echo un poco de agua?
—Si no llenas mucho la bañera.
Ella tapó el desagüe y dejó correr los grifos. Alzando su rodilla, Jud mantuvo el vendaje de su muslo por encima del creciente nivel del agua. Donna cerró los grifos, y empezó a frotarle la espalda con un paño enjabonado.
—¿Has entrado en la casa? —preguntó.
Él asintió.
—Amigo, eso fue una locura.
—¿No lo apruebas?
—Hubieras podido resultar muerto.
—Estuve bastante cerca.
—¿Cómo lograste escapar?
—Le eché gasolina por encima. Supongo que tuvo miedo de que la prendiera.
La espalda de Jud estaba limpia y brillante. Inclinándose sobre el borde de la bañera, Donna la besó. La piel mojó su boca.
—Listo —dijo.
—Gracias, madam. ¿Puedes alcanzarme una toalla?
Le dio una, y le contempló mientras la enrollaba en torno a la parte superior de su pierna para que el agua no goteara sobre el vendaje cuando se pusiera en pie.
—Estaré listo en un minuto —dijo, al tiempo que salía de la bañera.
—¿De veras? —preguntó ella, sonriéndole e intentando aparentar que no se daba cuenta de que le estaba pidiendo que saliera del cuarto de baño.
—Oh, ¿prefieres quedarte?
Ella asintió. Tanteando hacia atrás, empujó la puerta y la cerró. Su pomo hizo un sonido restallante cuando hizo girar el seguro.
—Este no es el lugar más cómodo del mundo —dijo Jud.
—Para mí está bien.
Rozando los hombros de ella con sus manos, Jud hizo deslizarse hacia los lados los tirantes de su camisón. Ella dejó que el camisón cayera. El efecto en él fue inmediato. Apoyándose sobre una rodilla, Donna liberó el erecto miembro de sus calzoncillos y hizo descender éstos por las piernas del hombre. Luego volvió a ponerse en pie, desnuda, ante él. Primero, sus ojos la acariciaron. Luego sus manos siguieron la curva de sus hombros, la línea de sus pechos. La atrajo hacia sí, la rigidez de su miembro clavándose en su vientre.
Mientras se besaban, las manos de Donna exploraron los huecos y protuberancias de su espalda, los firmes globos de sus nalgas. Trasladó su mano delante, y acarició su escroto, el largo y suave poste de su pene. Sintió los dedos de él descender por entre sus piernas, y gimió cuando apretaron.
Jud apartó el montón de ropas de una patada. Extendió dos toallas de baño en el suelo, y Donna se tendió sobre ellas, las rodillas altas y separadas. Jud se arrodilló ante ella.
Sintió el ligero contacto de la lengua del hombre, primero en un pezón, luego en el otro. Después se inició el deslizante forcejeo. El penetró profundamente en ella.
Jadeando suavemente a través de su boca abierta, intentó permanecer quieta. No quería que Larry les oyera. Pero su respiración fue haciéndose más afanosa, y no pudo impedir su tembloroso sonido. Luego ya nada importó. Sólo importaba Jud sobre ella, dentro de ella, llenándola, llevándola a golpes de ariete a una insoportable urgencia que se tensaba y se tensaba hasta que finalmente se liberó. Él ahogó el grito con su boca.
—Por el amor de Dios, ¿qué les ha demorado tanto? —preguntó Larry, alzando la vista de la televisión.
—Creí que habíamos ido más bien rápidos —dijo Donna, sonriendo.
Jud, vestido únicamente con una toalla y sus vendajes, tomó una bata del armario de la habitación. Se la puso y se quitó la toalla.
—Bien —dijo Larry—, ahora que estamos los dos aquí y le han vendado tan primorosamente, ¿le importaría decirnos lo que le ha ocurrido?
—¿Deseas quedarte? —preguntó Jud a Donna.
—Quiero saberlo —dijo ella—. Aunque tengo frío. ¿Puedo?
—Ponte cómoda.
Ella apartó las mantas de la cama que no había sido utilizada. Se sentó en ella, apoyó la almohada contra su cabecera y se reclinó.
—Todo listo —dijo, y se subió las mantas hasta los hombros.
Jud les contó lo que había ocurrido: les habló de como había estado vigilando la casa desde la colina, como había visto entrar a la mujer, como la había seguido dentro, como había encontrado la lata de gasolina en la escalera.
—Ah —dijo Larry—. Una mujer inteligente. Iba a reducir a cenizas el asqueroso lugar.
—Me pregunto por qué aguardó tanto —dijo Donna.
—Puedo pensar en un montón de motivos. Probablemente abandonó el pueblo después de los asesinatos, para enterrar a su marido e hijo. ¿Sabe de dónde eran? —le preguntó a Larry.
—De Roseville, cerca de Sacramento.
—Sólo se necesitan unos pocos días para enterrarlos y volver aquí. ¿Qué estaría haciendo el resto del tiempo?
—Intentando pensar en cómo vengarse, quizá. Luego planeándolo, haciendo preparativos. Cuando abandoné el lugar esta noche, utilicé un agujero bajo la verja. Creo que probablemente fue ella quien cavó ese agujero. Una vez hubo hecho sus preparativos, seguramente tuvo que acumular el valor necesario para decidirse y efectuar el trabajo.
Larry frunció el ceño.
—¿Por qué, por el amor de Dios, no intentó usted detenerla?
—No entré en la casa para detenerla. Lo hice para descubrir quién era, y qué pensaba hacer allí. Hasta que oí el grito.
—Oh, Dios mío. —Donna podía sentir el frío, pese a las mantas—. ¿Estaba muy malherida?
—Estaba muerta.
—¿Lo mismo que los demás? —preguntó Larry.
—Lo mismo que la mujer en el recibidor. ¿Ethel? Estaba más o menos en las mismas condiciones, si la figura de cera era exacta. Pude echarle una buena mirada, después de que… el asesino… se marchara.
—¿Puede decir si fue atacada sexualmente? —preguntó Larry.
Jud asintió.
—Resultaba muy evidente.
El pensamiento de aquello hizo que Donna juntara apretadamente las piernas. Fue consciente de que aún podía sentir a Jud dentro de ella, como si hubiera dejado una marca. Su miedo y su repulsión disminuyeron. Se preguntó por un momento cómo se las arreglaría para estar a solas con él de nuevo.
—Sabía que había sido violada —dijo Larry—. La bestia… esta es su motivación. Satisfacer sus impulsos sexuales. Por supuesto, debería sentirme agradecido por ello, supongo. Eso es lo que salvó mi vida. La criatura estaba más interesada en saciar sus ansias con Tommy…
—No creo que el sexo sea el motivo principal.
—¿Oh? —La voz de Larry sonó escéptica.
—Déjeme explicarle mi teoría. Creo que esta bestia es un hombre.
—Entonces su teoría es pura mierda.
—Simplemente escuche. Es un hombre con un disfraz. El disfraz tiene garras.
—No.
—Escuche, maldita sea. Usted también, Donna, y dígame lo que piensa. Los asesinatos originales, la hermana soltera y los chicos de Thorn, fueron obra de Gus Goucher, el hombre al que colgaron.
—No —dijo Larry.
—¿Por qué no?
—Fueron unas garras las que los despedazaron.
—¿Según quién?
—Según las fotos del depósito de cadáveres.
—¿Ha visto usted esas fotos?
—No, pero Maggie Kutch sí las vio.
—Si cree usted en su palabra. ¿Quién posee esas fotos?
—Maggie, supongo.
—Quizá podamos echarles una ojeada.
—Más bien lo dudo.
—De acuerdo, dejemos eso para más adelante. No es tan importante. El jurado que juzgó a Gus Goucher tuvo que ver las fotos, tuvo que oír los testimonios…
—Según las informaciones de los viejos periódicos, lo hizo.
—Y lo que oyó el jurado fue suficiente como para que condenaran al hombre.
—Lo admito.
—Deberíamos comprobar eso, pero tengo la impresión de que, hasta los asesinatos de los Kutch treinta años más tarde, Goucher era aceptado por todo el mundo como el asesino de los Thorn.
—Fue presentado para que pareciera así. Necesitaban un chivo expiatorio.
—No. Necesitaban un sospechoso. Y él era uno. Y fue muy posiblemente el culpable.
—Colgaron a Goucher —dijo Donna—. Así que seguro que no fue el responsable del ataque a Maggie Kutch y su familia.
—En un cierto modo, pudo haberlo sido. Veamos lo que hizo Maggie después de los asesinatos. Se fue de la casa, se unió a Wick Hapson, y abrió a las visitas la Casa de la Bestia. Creo que ella y Wick decidieron que serían más felices sin el señor Kutch, lo mataron utilizando un sistema similar al de los asesinatos Thorn, y montaron todo ese asunto acerca de la bestia para cubrirse. Cuando vieron el interés que despertaba su ficticia bestia, decidieron sacarle provecho abriendo la casa a las visitas.
Larry agitó la cabeza y no dijo nada.
—Una cosa —dijo Donna—. No puedo imaginarme a una mujer matando a sus propios hijos.
—Esa parte también me hizo dudar. Sigue haciéndome dudar, de hecho. Para que su historia de la bestia fuera convincente, sin embargo, los chicos tenían que morir.
—Ella no lo hubiera hecho. Ninguna madre lo haría.
—Digamos más bien que es poco frecuente —corrigió Jud—. Se conocen casos de madres que han asesinado a sus propios hijos. Lo más probable, sin embargo, es que fuera Wick quien se encargara de los chicos.
—Su teoría es ridícula —dijo Larry.
—¿Por qué?
—Porque hay una bestia en esa casa.
—La bestia es un traje de caucho con garras.
—No.
Donna frunció el ceño.
—¿Cree que esta noche era Wick Hapson?
—Si era Wick, es condenadamente fuerte para un hombre de su edad.
—¿Axel?
—No puede ser Axel. Es demasiado bajo, demasiado ancho de hombros, demasiado torpe en sus movimientos.
—¿Quién entonces?
—No lo sé.
—Es la bestia —explicó Larry—. No es un hombre en un traje de caucho, ¡es una bestia!
—Díganos simplemente por qué está usted tan seguro.
—Lo sé.
—¿Cómo?
—Lo sé. La bestia no es humana.
—¿Me creerá usted cuando le muestre su disfraz?
Sonriendo de una forma extraña, Larry asintió.
—Por supuesto. Usted hágalo. Usted muéstreme su disfraz, y yo le creeré.
—¿Qué le parece mañana por la noche?
—Mañana por la noche será…
Fue interrumpido por una llamada en la puerta.
Donna observó a Jud cruzar la habitación hasta la puerta y abrirla.
—Hola —dijo.
—¿Está mi madre aquí?
—Por supuesto que está. Entra.
Sandy, con el pelo revuelto de dormir y su bata azul un poco pequeña para su talla, entró en la habitación. Cuando vio a Donna, suspiró con exagerado alivio.
—Así que estás aquí. ¿Qué estás haciendo en la cama?
—Calentarme un poco. ¿Qué estás haciendo tú fuera de la cama?
—Tú no estabas.
—Salí solamente unos minutos. —Miró a Jud—. Supongo que será mejor que vuelva ahora. —Saltó de la cama, y se dirigió con Sandy hacia la puerta. Jud la abrió para ellas. Donna deseó darle un beso de buenas noches, deseó apretarle fuertemente entre sus brazos, sentir su fuerza y su calor contra su cuerpo. Pero no frente a Sandy. No frente a Larry.
—Nos veremos por la mañana —dijo.
—Os acompaño.
—No es necesario.
—Claro que lo es.
Caminó junto a Donna, sin tocarla. Sandy corrió delante de ellos. Abrió la puerta y aguardó.
—Métete dentro —le dijo Donna—. Estaré contigo en un segundo.
—Esperaré.
—Cierra la puerta, cariño.
La niña obedeció.
Apoyándose contra la pared, Donna tendió sus brazos a Jud. El se acercó y la abrazó. Olía suavemente a jabón.
—Hace frío aquí afuera —dijo ella—. Y tú eres tan cálido.
—Esta mañana le dijiste a Larry que no estabas casada.
—Divorciada —dijo ella—. ¿Y tú?
—Nunca llegué a casarme.
—¿No encontraste a la chica adecuada? —preguntó ella.
—Creo que ha habido muy pocas chicas «adecuadas» en mi camino. Mi trabajo… es demasiado arriesgado. No desearía infligirle a nadie ese tipo de vida.
—¿Cuál es tu trabajo?
—Mato bestias.
Ella sonrió.
—¿Eso es todo?
—Sí. —La besó—. Buenas noches.