10

A Roy le dolía el cuerpo. Especialmente los hombros y la espalda. Tenía la sensación de que llevaba una eternidad conduciendo. Sólo siete horas, sin embargo. No debería sentirse tan mal, no después de sólo siete horas.

Rebuscó en la bolsa a su lado y sintió el calor de los Big Macs. Fue a coger uno. Luego volvió a dejarlo. Podía esperar. Pronto debería detenerse para pasar la noche. Entonces sería el momento de comer.

Mientras conducía cruzando el Golden Gate, echó una mirada hacia la derecha, a Alcatraz. Demasiado oscuro. No podía ver mucho excepto la luz de señales. Mejor. ¿Para qué desearía ver una jodida prisión?

No es una prisión, se recordó.

Por supuesto que lo es. Una vez una prisión, siempre una prisión. Nunca podría ser ninguna otra cosa.

Si seguía en la 101 otros dos minutos, podría ver San Quintín. Mierda, como si ya no hubiera visto lo suficiente aquel podrido agujero.

No deseaba pensar en ello.

Se inclinó y tomó un Big Mac. Lo desenvolvió. Comió lentamente, observando los indicadores de la autopista. Mientras tragaba el último mordisco, giró en la señal de desvío y condujo el Pontiac Grand Prix por la salida de Mili Valley.

Suavemente. Le gustaba el vehículo. Bob Mars-lo-que-fuera tenía buen gusto con los coches.

Mili Valley no había cambiado mucho. Seguía teniendo la apariencia de un pequeño pueblo campesino. La marquesina del Tamalpais Theater estaba a oscuras. La vieja terminal de autobuses parecía igual que siempre. Se preguntó si tendrían todavía todos aquellos libros de bolsillo. A la izquierda, los viejos edificios habían sido reemplazados por una enorme estructura de madera. El lugar estaba cambiando, pero lentamente.

Un enorme perro, en parte labrador, vagaba por un cruce. Roy pisó el acelerador y dio un giro al volante para pillarlo, pero el maldito animal dio un salto y se puso fuera de su alcance.

Al final del pueblo, giró hacia una carretera que conducía a Mount Tamalpais, Muir Wood y Stinson Beach. Serpenteaba por entre boscosas colinas. Durante un rato pasó junto a diseminadas y oscuras casas. Luego desaparecieron. Condujo adentrándose más en los bosques, a veces frenando hasta casi pararse para tomar las cerradas curvas.

Cuando llegó a un pequeño desvío de tierra, se metió en él y detuvo el coche. Apagó los faros. La oscuridad envolvió al vehículo. La luz del techo se encendió cuando abrió la portezuela. Abrió la portezuela de atrás y sacó una mochila roja del asiento. Tras tomar una linterna de uno de los bolsillos laterales, se echó la mochila a la espalda. Cerró las portezuelas del coche y echó a andar hacia el borde del bosque.

El terreno ascendía suavemente. Los matorrales se agarraban a sus téjanos mientras subía. Poco después de abandonar la carretera, tropezó con un cabo de alambre espinoso. Una de sus púas se clavó en sus pantalones, arañando su piel. Se soltó del alambre con una patada y siguió hacia arriba.

Al final de la cuesta, buscó entre los árboles de hoja perenne. Parecían muy densos. Estaba a punto de abandonar su búsqueda cuando el haz de su linterna barrió un espacio que parecía bastante despejado. Se dirigió hacia él y sonrió.

El claro, de unos seis metros de diámetro, tenía una buena extensión plana para su saco de dormir. Quedaba aún un círculo de piedras como recuerdo del fuego de acampada que alguien había encendido allí alguna vez. Dentro del círculo había media docena de latas chamuscadas. Arrodillándose, Roy tocó una de ellas. Fría.

Registró la zona con su linterna. Alrededor del claro, todo el bosque parecía oscuro y silencioso.

Aquello era lo que quería.

Dejó la mochila en el suelo y la abrió. Encima de todo lo demás había un gran trozo de plástico grueso. Lo extendió. Luego sacó un saco azul, desató el cordón que lo cerraba, y extrajo el saco de dormir de Bob. Lo colocó encima del plástico.

Hubiera debido traer uno de aquellos colchones de espuma, pensó. Si hubiera pensado en ello.

Se metió entre los árboles, recogiendo leña. Reunió un puñado de ramillas y las llevó al círculo de piedras. Luego acumuló brazadas de ramas secas hasta formar un buen montón. Echó las latas quemadas entre los árboles.

Con papel higiénico que sacó de la mochila encendió el fuego. Fue echando ramillas. El fuego creció, crujiendo y chisporroteando. Las llamas calentaron sus manos y lanzaron una oscilante luz por todo el claro. Añadió ramas más grandes. A medida que la madera iba prendiendo, fue echando más.

—Bien, este sí es un fuego sano —murmuró.

Tres buenos fuegos en un solo día. Estaba cogiendo mucha práctica.

Se puso en pie junto al fuego, observando sus llamas alzarse y retorcerse, sintiendo su calor en la parte delantera de su cuerpo. Luego retrocedió, alejándose de su calor. Tomó la linterna.

De tanto en tanto, mientras regresaba al coche por entre los densos árboles, fue mirando hacia atrás por encima del hombro. Durante largo rato pudo ver el fuego, iluminando las hojas por encima del claro. Cuando alcanzó la cuesta que dominaba su coche, comprobó que ya no era visible el menor rastro del fuego.

Descendió lentamente, con cuidado, hasta el coche. Tomó del asiento delantero la bolsa de McDonald’s. Luego fue al maletero. Lo abrió. El capó se alzó de golpe.

Joni desvió la mirada cuando el haz de luz se posó sobre sus ojos. Estaba tendida de lado, cubierta con una manta a cuadros.

—¿Hambrienta? —preguntó Roy.

—No —dijo ella con voz resentida.

Las otras veces que había abierto el maletero, una vez cada hora desde que habían abandonado Santa Mónica, ella no había hablado ni se había movido. De hecho, no había dicho ni una sola palabra desde la noche antes en el cuarto de baño.

—Bien, así que no estás ida después de todo.

Tiró de la manta. Joni intentó sujetarla, pero no pudo. Se escapó de sus manos.

Se acurrucó más sobre sí misma.

—Sal fuera —dijo Roy.

—No.

—Hazlo, o te haré daño.

—No.

Él metió la mano bajo su falda plisada y pellizcó fuertemente su muslo. Ella empezó a gritar.

—¿Qué te he dicho? Ahora, sal de aquí.

Poniéndose de rodillas, ella trepó por el borde del maletero y saltó al suelo.

Roy cerró el maletero. Tomó la mano de la niña.

—Vamos a pasar una deliciosa noche de acampada —dijo.

Empezó a subir la ladera, tirando de Joni tras él. Por sus movimientos y gritos, comprendió que la maleza le estaba arañando sus desnudas piernas.

—¿Quieres que te lleve en brazos? —preguntó.

—No.

—Te llevaré sobre los hombros. Así la maleza no te dañará.

—No quiero. Eres malo.

—No soy malo.

—Sí lo eres. Sé lo que hiciste.

—No hice nada.

—Tú…

—¿Qué?

—Tú…

Y repentinamente estalló en fuertes y desgarradores sollozos, como un bebé.

—Mierda —murmuró Roy.

Joni interrumpía sus sollozos tan sólo para recuperar de vez en cuando el aliento, reanudándolos inmediatamente después. No había indicios de que aquello fuera a terminar. No hasta que Jud le dio un revés en la mejilla. Eso detuvo su llanto, dejando únicamente unos sofocados sollozos.

—Siéntate —ordenó Roy cuando alcanzaron el campamento.

Joni se dejó caer sobre el saco de dormir y clavó sus rodillas contra su pecho. Empezó a balancearse hacia delante y hacia atrás, sorbiendo de tanto en tanto por la nariz.

Jud partió unas cuantas ramas con su rodilla y avivó el fuego. Cuando estuvo alto y chisporroteante, se sentó al lado de Joni.

—Es hermoso, ¿eh?

—No.

—¿Has ido alguna vez de camping antes?

Ella agitó negativamente la cabeza.

—¿Sabes lo que traigo aquí dentro? —Alzó la bolsa blanca de McDonald’s hacia el rostro de ella. La niña apartó rápidamente la cara, pero no antes de que Roy viera el ansia en sus ojos. Olió la bolsa. El aroma de las patatas fritas era irresistible. Metió la mano, palpó las patatas fritas, sacó una.

—Mira lo que tengo aquí —dijo.

La alzó, agitándola como un pálido gusano.

—Es toda tuya. Abre la boca.

Ella apretó fuertemente los labios y negó con la cabeza.

—Tú misma. —Roy echó la cabeza hacia atrás, abrió la boca, y dejó caer en ella la patata. Estaba muy salada.

Tomó una lata de cerveza de la mochila. Estaba seca y caliente. Recordó lo frías que estaban las latas cuando las tomó de la nevera de Karen, lo mojadas que habían dejado sus manos. Bien, una cerveza caliente era mejor que ninguna cerveza. Cuando abrió la lata, la cerveza salpicó a Joni. Ella se echó hacia atrás, pero no se secó la cara. Roy bebió, borrando el gusto salado de su boca.

—Toma una patata frita —dijo, y le ofreció otra—. ¿No? De acuerdo. —Se la comió. Sacó la bolsa de patatas fritas de la otra bolsa más grande—. Hay también un Big Mac aquí. Es para ti. —Masticó las patatas, acompañándolas de cerveza—. Yo no voy a comérmelo. Es tuyo.

—No lo quiero.

—Seguro que sí.

—No.

—Lo compré para ti. Vas a comértelo.

—Tú no eres mi padre.

Un territorio peligroso. No deseaba que se pusiera a llorar de nuevo.

—Tú misma. Es tuyo, si lo quieres.

—No. Seguramente lo has envenenado.

—No he envenenado nada.

Comió más patatas fritas, bebió más cerveza. Terminó las patatas y la cerveza al mismo tiempo. Echó la aceitosa bolsa al fuego, y contempló cómo las llamas la consumían. Luego tomó otra cerveza. Esta vez agitó la lata y la apuntó hacia Joni, rociando intencionadamente su rostro con la espuma al abrirla. Ella se mordió el labio inferior. La cerveza goteaba por su nariz y barbilla. Roy se echó a reír.

—Deberías verte.

Tomó el Big Mac que quedaba en la bolsa y lo desenvolvió.

—¿Lo quieres?

—No.

Lo alzó. Abrió mucho su boca. Los ojos de Joni lo miraron ansiosamente unos segundos, luego se apartaron de nuevo.

—Lo quieres.

Ella negó con la cabeza.

—Sí lo quieres. Toma. —Lo acercó a su rostro. Ella apretó los labios—. Abre la boca.

De nuevo negó con la cabeza.

Roy aplastó el bocadillo de hamburguesa contra su boca cerrada, dejando un húmedo rastro de jugo y salsa. Luego lo apartó y esperó a ver como ella se pasaba la lengua.

Su boca permaneció cerrada.

—Vamos, ábrela ya. —De nuevo restregó el bocadillo contra su boca cerrada—. Haz lo que digo.

—Mmmm-mmm.

Roy dejó en el suelo su lata de cerveza. Se puso de rodillas.

—Come, Joni.

Ella negó con la cabeza.

Con su mano izquierda, Roy le tapó la nariz y la echó hacia atrás. La mantuvo firmemente sujeta contra el saco de dormir. Durante largo rato, ella permaneció con la boca cerrada. Finalmente, con un jadeo, la abrió en busca de aire. Roy metió la hamburguesa; retorciéndola, rompiéndola, aplastándola contra su boca y barbilla y nariz. Cuando ella empezó a atragantarse, la soltó. Tiró los restos de la hamburguesa contra los árboles.

Joni se sentó, tosiendo. Sus dedos extrajeron trozos de carne y pan de su boca.

—No eches basura sobre el saco de dormir —advirtió Roy. La empujó hacia delante.

Sobre sus manos y rodillas, la cabeza cerca del fuego, Joni tosió y escupió.

Roy contempló desde atrás su falda corta plisada, y recordó cuando la vistió aquella mañana. Había elegido una blusa blanca limpia, y una falda verde. Joni, en la cama, no se había resistido ni había cooperado. Había sido como vestir a una muñeca. Solo que distinto. Las partes de esta muñeca eran reales, y él había gozado con su contacto. No le había puesto ropa interior. Le gustaba la idea de saberla desnuda bajo la falda.

Joni dejó de toser, pero se quedó allá sobre sus manos y rodillas, sollozando.

Roy palmeó la parte de atrás de su muslo. Su contacto hizo que ella se pusiera rígida. Deslizó su mano hacia arriba y hacia abajo, gozando de la suave curvatura de la pierna y de la fría suavidad de la piel. Subió más su mano. Ella se volvió y le lanzó una patada.

Sujetando su brazo, Roy tiró de ella hacia sí. Su boca chorreaba. Se la secó con su pañuelo, y tiró el pañuelo al fuego.

Ella puñeó sus manos mientras él le desabrochaba la blusa. La ignoró. Luego le golpeó la nariz. Eso dolió. La sujetó del pelo y se lo retorció fuertemente hasta que el dolor la hizo jadear. Siguió sujetándola del pelo. Ella no volvió a golpearle. Cuando le hubo quitado la blusa, la soltó. Ella se cubrió con los brazos, temblando, mientras él doblaba la blusa y la metía dentro de la mochila.

—¿Tienes frío?

Ella no dijo nada.

Roy se situó detrás de ella. Le palmeó los hombros y la espalda. Luego desabrochó su falda y bajó la cremallera.

—Ponte en pie.

Ella negó con la cabeza.

Roy pellizcó fuertemente su espalda.

—Ponte en pie.

Ella obedeció. Roy tiró hacia abajo de su falda.

—Sigue de pie.

—Tengo frío —murmuró ella.

—Acércate al fuego.

Ella pareció dudar en apartarse del suave nilón del saco de dormir, pero obedeció. Se acercó al menguante fuego.

—Échale un poco más de leña, si quieres.

La contempló inclinarse, tomar unas ramas del montón, y echarlas al fuego. Contempló crecer las llamas. Contempló el vacilante resplandor naranja reflejarse en su piel. Contempló como se acurrucaba cerca del fuego, ofreciéndole tan sólo una vista lateral de su cuerpo.

Desató los cordones de sus botas. Unas Pivatta. Bob tenía buen gusto eligiendo su equipo de camping. Se sacó las botas.

—Ponte del otro lado —dijo—. Mirándome de frente.

Fue entonces cuando ella echó a correr.

Roy alzó la pernera de su pantalón, tomó su cuchillo. Dándole la vuelta, cogió la hoja entre el índice y el pulgar. Lanzó el cuchillo. Giró una y otra vez en el aire, su hoja lanzando reflejos a la luz del fuego.

La niña había alcanzado casi el borde del claro cuando el cuchillo la golpeó. Roy oyó el sordo golpe de su impacto. Oyó el sorprendido jadeo de la niña, y la vio caer de bruces.

Roy se tomó su tiempo en ponerse de nuevo las botas. No se molestó en apretar los cordones ni en atárselos. Simplemente metió las puntas de los cordones en las solapas de los lados, y se puso en pie.

Las ramillas y las agujas de pino crujieron bajo sus suelas mientras avanzaba hacia el desmadejado y blanco cuerpo de la niña.