9

1

Desde su posición en Front Street, cerca de la esquina sur de la verja de hierro forjado, Jud observó a media docena de personas abandonar la Casa de la Bestia. La visita final del día había terminado. Miró su reloj de pulsera. Casi las cuatro.

Maggie Kutch abandonó la casa la última, y cerró la puerta. Bajó lentamente los peldaños del porche, apoyándose pesadamente en su bastón. El cansancio de guiar a los turistas se reflejaba claramente en la lentitud de su caminar.

En la caseta de los tickets, se unió a Wick Hapson. Terminaron de cerrar. Luego, tomando el brazo de ella, Wick caminó a su lado cruzando Front Street. Subieron lentamente el camino de tierra y finalmente desaparecieron en la casa sin ventanas.

Jud sacó un purito del bolsillo de su camisa. Le quitó el papel celofán, lo arrugó hasta formar una pequeña bola, y lo tiró al suelo del coche. Luego tomó una caja de fósforos del mismo bolsillo. Encendió el purito y aguardó.

A las cuatro y veinticinco, una vieja furgoneta salió marcha atrás del garaje situado al lado de la casa de los Kutch y descendió el sendero dejando tras ella una nube de polvo. Giró en Front Street y se encaminó hacia Jud. Este fingió estar estudiando un mapa de carreteras. La furgoneta disminuyó su marcha y cruzó la calle.

Alzando la vista del mapa, Jud vio a un hombre saltar al suelo y renquear hacia la verja. En la esquina había una amplia puerta, cerrada con una cadena y un candado. El bajo y robusto hombre abrió el candado, quitó la cadena, y empujó la puerta, abriéndola. Entró la furgoneta, luego volvió a cerrar la puerta.

Jud observó la furgoneta mientras subía por las roderas marcadas en el césped y aparcaba a un lado de la Casa de la Bestia. El conductor volvió a saltar al suelo. Abrió la puerta trasera de la furgoneta y saltó dentro. Inclinándose, deslizó una plancha que colocó formando rampa hasta el suelo. Luego sacó rodando una máquina cortacésped.

Tan pronto como el hombre puso en marcha la cortacésped, Jud hizo dar media vuelta a su coche. Condujo lentamente, estudiando el lado izquierdo de la carretera. A tres kilómetros al sur de Malcasa Point, encontró un cortafuegos que se adentraba en el bosque. No había nada cerca. No servía. Lo utilizó para dar media vuelta, y regresó al pueblo.

A un centenar de metros más atrás del lugar donde había estacionado para observar el frente de la casa, sacó completamente el coche de la carretera. Salió. No se veía nada excepto la curva de la carretera y las boscosas laderas. Permaneció de pie sin moverse durante algunos segundos, para asegurarse.

Oyó el lejano motor de la máquina cortacésped. Oyó el viento agitar las hojas muy por encima de su cabeza, y el sonido de incontables pájaros. Una mosca zumbó cerca de su rostro. La alejó agitando la mano y abrió el maletero de su coche.

Primero se puso la parka. Luego se ató un cinturón de tela en torno a la cintura debajo de su chaqueta, y se aseguró de que la tapa de la funda pistolera estuviera bien cerrada. Tomó una mochila y se la echó a los hombros. Tomó el estuche con su rifle. Luego cerró el maletero.

Su camino por entre el bosque carente de senderos le llevó ladera arriba de una colina, por encima de amontonamientos de rocas y árboles caídos, y finalmente a la luz del sol de un claro en la cima. Se secó el sudor que cubría sus ojos, que le escocían. Bebió agua tibia de su cantimplora. Luego empezó a bajar el lado izquierdo de la colina, buscando una prominencia rocosa que había observado aquella mañana a través de las ventanas de abajo de la Casa de la Bestia.

Finalmente vio las rocas frente a él. El camino resultó fácil, y no le costó nada trepar por la prominencia, saltando de una roca a la siguiente. Cuando miró desde arriba, una clara vista de la Casa de la Bestia se abrió bajo él.

El bajo y renqueante hombre, terminado aparentemente el césped delantero, estaba trasladándose ahora a la parte de atrás. Jud lo observó caminar lentamente por el césped, desaparecer detrás de un mirador maltratado por el tiempo, y volver a aparecer.

Iba a ser una larga espera.

Pero no pretendía pasarla así, acuclillado y observando por encima del borde de una roca. Demasiado incómodo. Retrocedió. Encontró una zona plana entre un par de pinos pequeños a unos cuantos metros de distancia de la cima. Allí dejó el estuche con su rifle. Se quitó la mochila de los hombros y la apoyó contra uno de los pinos. Luego se quitó la chaqueta. La brisa enfrió su sudada camisa. Se la quitó también, la utilizó para secarse el rostro, y la tendió sobre una roca para dejar que el sol la secara.

Luego abrió su mochila. Sacó el estuche de sus prismáticos, y un bocadillo de una bolsa de papel. Donna se lo había preparado poco antes aquella tarde.

Habían regresado al Welcome Inn tras la escena con Larry en la playa. Donna y Sandy se habían ido a quitarse sus trajes de baño, y Larry había desaparecido, probablemente a beber algo en el bar del motel. Luego Jud, acompañado por las dos mujeres, había ido a pie al pueblo. Compró ingredientes para bocadillos en una tienda de comestibles cerca del Sarah’s Diner. De regreso a la cabina de Donna en el Inn, ella preparó los bocadillos. Cuatro. Cuando le preguntó dónde iba a pasar la noche, él le dijo solamente que estaría de regreso por la mañana.

Con los prismáticos y el bocadillo, buscó un lugar adecuado de observación. Agachado en la cima, lo descubrió: una zona plana a mitad de camino hacia abajo, protegida por un saliente rocoso.

Antes de bajar hasta allí, desenvolvió su bocadillo, un panecillo de pan integral con mahonesa, queso y salami. Comió, contemplando a través de la distancia la parte de atrás de la Casa de la Bestia.

El tipo seguía cortando el césped.

Jud lo observó a través de sus prismáticos Bushnell. La cabeza sin pelo del hombre brillaba de sudor. Pese al calor, llevaba una camiseta de chandal y guantes. Ocasionalmente se secaba el rostro con una manga.

Pobre bastardo.

Jud siguió mirando al sudoroso hombre, apreciando su propia comodidad: la sensación de la brisa en su piel desnuda, el olor a pino del aire, el sabor de su bocadillo, y la agradable y sólida sensación de que hoy había encontrado a una mujer que realmente le importaba.

Terminado el bocadillo, regresó a la zona plana donde había dejado su mochila y su rifle. Su camisa todavía estaba húmeda. La metió en la mochila, junto con sus prismáticos y su parka, y luego regresó a su punto de observación.

2

Después de que la furgoneta abandonara los terrenos de la Casa de la Bestia, nada se movió dentro del perímetro de la verja… nada dentro del área visible para Jud, al menos. Eso incluía toda la parte de atrás de la casa, y su lado sur.

Jud no estaba muy preocupado acerca del frente. En los asesinatos Thorn y Kutch, aparentemente los intrusos habían penetrado forzando las ventanas de atrás. Debían haber cruzado el césped desde el bosque detrás de la casa.

Si alguien entraba esta noche, Jud podría echarle una buena mirada.

Pero no le dispararía.

Eso debería esperar. Uno no le dispara a un tipo simplemente porque entre en una casa por la noche, o porque esté llevando un disfraz de mono. Hay que asegurarse antes.

Examinó la zona con sus prismáticos. Luego se comió otro bocadillo, ayudándolo a bajar con el agua de la cantimplora.

Cuando el sol estaba ya demasiado bajo como para mantener su calor, se puso la camisa. Ahora estaba seca, y ligeramente acartonada. Se la metió en la cintura bajo los téjanos.

Encendiendo otro purito, se reclinó contra la superficie rocosa casi vertical. El saliente protector de roca frente a él bloqueaba una parte de su vista. Toda la parte de atrás de la casa seguía siendo visible, sin embargo. Se conformaría con eso. De otro modo tendría que estar echado hacia delante o de cuclillas durante toda la noche.

Tras observar la casa durante una hora, dobló su parka y se sentó sobre ella. Su espesor no solamente acolchaba el duro suelo, sino que le proporcionaba una cierta altura extra, mejorando su visión.

Mientras observaba, pensó en un montón de cosas. Se concentró en lo que había aprendido de la bestia, buscando la explicación más plausible a su identidad. Siempre terminaba desembocando en el elemento tiempo: los primeros asesinatos en 1903, los más recientes en 1977. Evidentemente, eso parecía eliminar la posibilidad de que un mismo hombre hubiera realizado todos los asesinatos.

Sin embargo, no podía acabar de aceptar la idea de que el asesino era algún monstruo sin edad y provisto de garras. Pese a lo que Larry había dicho. Pese a las historias de Maggie Kutch.

¿Pese a las cicatrices en la espalda de Larry?

Un ser humano podía haber causado esas cicatrices. Si no con sus uñas, sí con las uñas de unas garras artificiales. Un ser humano vestido con la piel de un mono… o la piel de una bestia.

¿Pero y el elemento tiempo? Casi setenta y cinco años.

De acuerdo: varios seres humanos disfrazados de bestia.

De acuerdo: ¿quiénes, y por qué?

De pronto tuvo una teoría. Cuanto más rumiaba en ella, mejor parecía. Cuando empezaba a reflexionar acerca de la forma de reunir pruebas, sin embargo, se dio cuenta de que ya era oscuro.

Se arrastró rápidamente hasta el borde de piedra. La casa estaba a oscuras. Su césped era una extensión negra, vacía de detalles, como la superficie de un lago en una noche nubosa. Buscando en su mochila, Jud extrajo un estuche de piel. Abrió su cierre y sacó un Starlight Noctron IV. Llevándoselo a los ojos, hizo un rápido examen de la casa y el césped. A la fantasmal luz rojiza generada por su alcance infrarrojo, nada parecía fuera de lugar.

Cuando empezaron a dolerle las piernas a causa de su posición, se echó de nuevo hacia atrás. Bajó el Starlight lo suficiente como para ponerse la chaqueta. Luego se puso en pie, reclinándose contra la superficie rocosa, y continuó su vigilancia.

Si su teoría era correcta, no iba a ganar nada perdiendo una fría noche ahí arriba. No iba a ver a ninguna bestia.

Bueno, no haría ningún daño quedarse.

Deberíamos poner a alguien dentro de la casa. Un cebo.

¿Pero quién?

Yo, por supuesto.

Demasiado pronto en el juego para eso. Este es el momento de la vigilancia, de echar una buena mirada desde una distancia segura. Conocer la naturaleza del enemigo.

Aunque no consiga nada más, sabré que el enemigo no ha entrado esta noche en la casa por la parte de atrás.

El infrarrojos se estaba haciendo pesado en su mano. Lo dejó en el suelo, y sacó el último bocadillo de su mochila. Mientras lo comía, observó sin la ayuda de su sofisticado instrumento, y pudo ver muy poco excepto oscuridad. Terminó rápidamente el bocadillo y volvió a usar el infrarrojos.

Al cabo de un rato, se arrodilló y apoyó sus codos en el reborde de roca. Examinó el césped, los bordes del bosque, el mirador, incluso las ventanas de la casa, aunque sus cristales bloqueaban la mayor parte del calor que el infrarrojos podía captar.

Dejando el instrumento sobre la roca, rodeó su mochila y orinó en la oscuridad.

Regresó a su vigilancia. Registró los alrededores. Nada. Miró su reloj de pulsera. Apenas pasadas las diez y media. Se acomodó lo mejor que pudo, y observó durante casi una hora sin cambiar de posición.

Durante aquel tiempo, pensó en la bestia. Pensó en su teoría. Pensó en las otras noches que había pasado solo con un Starlight y un rifle. Pensó mucho en Donna.

Pensó en su aspecto aquella mañana, con sus pantalones de pana y su blusa, las manos metidas en los bolsillos de atrás. Se convirtieron en sus propias manos, apretando las cálidas y suaves curvas de su trasero. Luego vio sus manos desabrochando los botones de su blusa, abriéndola lentamente, tocando los pechos que nunca había visto pero que se imaginaba vividamente.

Su miembro se tensó duramente contra la parte delantera de sus pantalones.

Piensa en la bestia.

En su mente apareció el grueso rostro negro del Mariscal General De Campo y Emperador De Por Vida Eufrates D. Kenyata. Uno de sus grandes y redondos ojos desapareció cuando una bala lo arrancó de su sitio, llevándose al mismo tiempo toda la parte de atrás del cráneo del Emperador.

La Bestia de Kampala estaba muerta.

Y la erección de Jud también.

Los guardias… si hubieran conseguido atraparle. Pero no lo hicieron. Ni siquiera se le habían acercado. No más cerca de lo que él les permitió, al menos. Sin embargo, si hubieran conseguido atraparle…

¡Allí!

Justo a aquel lado de la verja.

Sujetó firmemente su infrarrojos. Aunque algo —probablemente un arbusto— bloqueaba porciones de la imagen formada por el calor, podía ver que la figura agazapada tenía la forma básica de un ser humano.

Permanecía tendida en el suelo. Empujaba algo hacia delante, aparentemente a través de una abertura bajo la verja. Luego la propia figura se deslizó bajo la verja. En el otro lado, recogió el objeto y se puso en pie sobre dos piernas. Miró a ambos lados, girándose.

De perfil, tenía pechos.

Corrió hacia la parte de atrás de la casa, subió unos peldaños, y desapareció en el porche.

Pasaron algunos segundos. Luego Jud oyó el rápido y débil chasquido de un cristal rompiéndose.

3

Cuando Jud alcanzó la verja, jadeando y resoplando tras su carrera colina abajo, no se molestó en buscar la abertura. Lanzó su linterna a través de los barrotes de la verja, saltó hacia arriba, y agarró con ambas manos el alto travesaño. Se izó. Con los brazos rígidos, pasó su cuerpo por encima del travesaño. Un grito ahogado llegó desde la casa. Su propio peso le hizo inclinarse demasiado hacia delante, y sintió la punta de una de las púas rozar su vientre. Se echó hacia atrás, y alzó hacia arriba su pierna izquierda, tanteando. Su pie encontró el travesaño. Dio una fuerte patada. Su pierna derecha pasó por encima de las púas. Cayó durante un largo tiempo. Cuando golpeó el suelo, dio una voltereta, se puso en pie, y recuperó su linterna. Luego echó a correr hacia la parte de atrás de la casa.

Mientras subía a toda velocidad los peldaños del porche, sacó de la funda su colt 45 automático. Se preguntó brevemente si no debería cambiar cargadores… sustituir el almacén estándar de siete tiros por el más grande de veinte tiros que llevaba en su parka. Infiernos, si no podía abatirlo con siete disparos… fuera lo que fuese…

En el porche, la puerta de la casa estaba abierta. Uno de sus cristales estaba roto.

Entró. Encendió su linterna, hizo girar su haz. La cocina. Cruzó corriendo una puerta que conducía a un estrecho pasillo. Enfrente vio el mono disecado que era un paragüero y la puerta delantera. Dirigió su luz por encima de su hombro izquierdo. Iluminó el arranque de la escalera. Echó a correr hacia allá, miró a derecha e izquierda, luego lanzó su haz hacia arriba.

A medio camino de la escalera, iluminó el rojo de una lata de gasolina caída de lado. Subió hasta ella. Su tapón estaba todavía en su lugar. Un trozo de cuerda de un metro aproximadamente había sido pasado por su asa y atado, formando un lazo. El líquido chapoteó dentro de la lata cuando la puso en pie. Enfundó su pistola y desenroscó el tapón. Se lo metió en el bolsillo de su camisa y olió la abertura. Gasolina, por supuesto. Mientras buscaba de nuevo el tapón en su bolsillo, oyó una respiración encima de él. Luego el sonido de una seca risa.

Su haz de luz ascendió por la escalera, iluminó una pierna desnuda chorreando sangre, una cadera, un lacerado pecho, un rostro. El pelo colgaba sobre el rostro. La sangre goteaba de su barbilla. Un trozo de piel de la frente colgaba libre, ocultando un ojo.

Brotó otra risa, como si borboteara de la abierta boca junto con la sangre.

—¿Mary? —llamó Jud en voz baja, escaleras arriba—. ¿Señora Ziegler?

Ella avanzó de una extraña forma deslizante, sus brazos colgando sueltos, sus piernas como si no se movieran apenas.

Jud bajó el haz de su linterna lo suficiente como para ver que sus pies estaban a cinco centímetros del suelo.

—Oh, Dios —murmuró, y buscó su pistola.

El cuerpo cayó sobre él.

Se agachó, juntando los brazos. El cuerpo le golpeó, rodó sobre su espalda con blandos sonidos líquidos, y cayó alejándose. Fue dando golpes sordos a medida que rebotaba contra los peldaños bajo él.

Luego otra cosa golpeó su espalda.

Lanzó su codo contra blanda carne, y oyó una explosión de aire siendo expulsado. Esforzándose por no sentir el ácido hedor, lanzó su codo una vez más hacia atrás y retorció su cuerpo. Algo afilado rastrilló su hombro, desgarrando su parka y su piel al tiempo que el enorme peso abandonaba su espalda. Abrumado por el dolor, dejó caer su automática.

Tanteó los peldaños, intentando encontrarla de nuevo. En vez de ella encontró la lata de gasolina. La agarró. De más abajo le llegaron jadeos y gruñidos.

Agitando la lata, derramó gasolina en la oscuridad. Apareció una forma pálida, trepando agachada las escaleras. Oyó que la gasolina la alcanzaba. Agitó violentamente los brazos y chilló. Arrebató de un manotazo la lata de manos de Jud. Éste retrocedió unos peldaños hacia arriba, buscando en el bolsillo de su camisa. Detrás de la caja de los puritos estaba la de los fósforos.

Unas garras se clavaron en su muslo.

Sacó un fósforo, sin dejar de subir de espaldas las escaleras. Lo frotó contra el rascador, y vio un pequeño estallido azul.

El fósforo no se encendió.

Pero la cosa estaba ya en el aire, chillando, saltando por encima de la barandilla.

Gruñó, golpeando el suelo allá abajo. Luego echó a correr hacia la cocina.

Jud tanteó los peldaños hasta que encontró la linterna y su pistola. Luego se sentó, en algún lugar encima del destrozado cuerpo de Mary Ziegler, y escuchó a la casa.