8

Roy se aseguró, una vez más, de que Joni estaba bien atada. Probablemente no importaba. Obviamente estaba en estado de shock. Pero Roy no deseaba dejar nada al azar.

En la sala de estar, se agachó y encendió la vela. Pateó el montón de periódicos para asegurarse, una vez más, de que tocaban bien la vela. Luego se encaminó a la cocina, pisando fuerte, sus pies arrugando los montones de periódicos y ropas que había esparcido por todo el piso.

Era probable que el fuego no destruyera todas las evidencias, pero ayudaría.

Se puso unas gafas de sol y una gorra Dodger que había pertenecido a Marv, y salió por la puerta de atrás. Cerrándola tras él, giró varias veces la mano en torno al pomo para borrar las huellas dactilares. Bajó tres peldaños hasta el patio, luego se apresuró hacia el sendero de la casa. Mirando hacia la calle, vio que una puerta cerraba el final del camino. Avanzó tranquilamente hacia ella, soltó la aldaba, y la abrió.

La casa contigua estaba muy próxima. Observó sus ventanas, pero no vio a nadie mirando al exterior.

Regresó sendero arriba hacia el garaje. Un garaje para dos coches, con dos puertas separadas por una viga de hierro. Alzó la puerta de la izquierda. Dentro había un Chevy rojo. Subió a él, miró los tres juegos de llaves que había tomado de la casa, e identificó fácilmente las del Chevrolet.

Puso en marcha el coche, e hizo marcha atrás para salir del garaje. Lo detuvo cerca de la puerta de la cocina. Luego salió y abrió el maletero. Sacó a Joni de la casa, la metió en el maletero, y cerró el capó.

El viaje hasta la casa de Karen le tomó menos de diez minutos. Había esperado reconocer la casa, pero no le pareció en absoluto familiar. Comprobó de nuevo la dirección. Luego recordó que ella y Bob se habían mudado poco antes del juicio. Aquella era la casa.

Aparcó frente a ella. Miró su reloj de pulsera… el reloj de pulsera de Marv… suyo ahora. Cerca de las dos y media.

El vecindario parecía muy tranquilo. Miró arriba y abajo del bloque mientras caminaba hacia la puerta delantera. Cuatro casas más allá, a la derecha, un jardinero japonés estaba recortando un seto. A la izquierda, a un césped de distancia, un solitario gato atigrado permanecía agazapado, acechando algo. Roy no se molestó en localizar su presa. Tenía ya su propia presa para él.

Sonriendo, tocó el timbre. Aguardó, y tocó de nuevo. Finalmente, decidió que no había nadie dentro.

Dio la vuelta por un lado de la casa, avanzó un par de pasos más allá de la esquina trasera, y se detuvo bruscamente.

Allí estaba. Quizá no Karen, pero sí una mujer tendida en una hamaca, escuchando la música de un transistor. La hamaca estaba orientada hacia el otro lado, de modo que su cabecera bloqueaba a Roy la vista de la mujer excepto sus esbeltas y bronceadas piernas, su brazo izquierdo y la parte superior dé su sombrero. Un sombrero blanco, como de marino.

Roy examinó el patio. Altos setos cerraban sus lados y su parte de atrás. Conveniente y discreto. Inclinándose, se subió la pernera de sus pantalones y sacó el cuchillo de su funda.

En silencio, se acercó hasta que pudo ver por encima de la cabecera de la hamaca. La mujer llevaba un bikini blanco, con los tirantes de la parte superior atados sobre los hombros. Su piel brillaba aceitosa. Sujetaba una revista doblada en su mano derecha, manteniéndola hacia un lado de modo que no arrojara sombra sobre su vientre.

La mano de la mujer sufrió un sobresalto y dejó caer la revista cuando Roy cubrió rápidamente su boca.

Apretó el filo de su cuchillo contra su garganta.

—No hagas ningún ruido, o te abro el cuello de parte a parte.

Ella intentó decir algo a través de su mano.

—Cállate. Voy a retirar mi mano, y tú vas a quedarte muda. ¿De acuerdo?

Ella asintió una sola vez con la cabeza.

Roy apartó la mano de su boca, retiró el sombrero de marino de su cabeza, y agarró su pelo castaño.

—Está bien, ponte en pie. —La ayudó tirando de su pelo. Cuando ella se hubo levantado, hizo girar su cabeza de un tirón. Su bronceado rostro era el de Karen, sí. Podría asegurarlo, incluso con las gafas de sol—. Ni una palabra —murmuró.

La condujo hacia la puerta de atrás.

—Ábrela —dijo.

Ella tiró de la puerta mosquitera. Entraron en la cocina. Parecía muy oscura después del soleado patio, pero Roy no podía utilizar ninguna mano para quitarse las gafas de sol.

—Necesito cuerda —dijo—. ¿Dónde la tienes?

—¿Quieres decir que puedo hablar?

—¿Dónde hay algo de cuerda?

—No tenemos.

Apretó un poco la hoja.

—Será mejor que tengas. Ahora, ¿dónde está?

—No ten… —jadeó cuando él dio un brusco tirón a su pelo—. Hay un poco con las cosas de camping, creo.

—Muéstramela. —Apartó el cuchillo de su garganta, pero lo mantuvo a un centímetro de distancia, con su muñeca apoyada en el hombro de ella—. Muévete.

Salieron de la cocina, y giraron a la izquierda por un pasillo. Pasaron puertas cerradas: armarios, probablemente. Más allá del cuarto de baño. Una puerta a la derecha. La habitación era un estudio con estanterías, un escritorio lleno de papeles, una mecedora.

—¿Hay niños? —preguntó Roy.

—No.

—Lástima.

Ella se detuvo ante una puerta junto a la mecedora.

—Ahí dentro —dijo.

—Abre.

Abrió la puerta. El armario contenía tan sólo equipo de camping: dos sacos de dormir tipo momia colgados de perchas, botas en el suelo, mochilas apoyadas contra la pared. Un bastón con puntera metálica colgaba de un gancho. A su lado había dos sombreros blandos de fieltro. Colchones de espuma amarillos, cuidadosamente enrollados, estaban puestos de pie al lado de las mochilas. En un estante había una larga bolsa roja, probablemente conteniendo una tienda de campaña. Había ropa colgada de perchas: ponchos para la lluvia, camisas de franela, incluso un par de Liederhosen de piel gris.

—¿Dónde está la cuerda?

—En las mochilas.

Soltó el pelo. Apartó el cuchillo de su garganta y apoyó la punta en su espalda.

—Búscala.

Ella se metió en el armario y se arrodilló. Echó hacia atrás la roja tapa de una de las mochilas. Tiró de la mochila hacia delante, metió la mano, y rebuscó en su interior. Su mano salió con un rollo de rígida cuerda nueva.

—¿Hay más? —La tomó de su mano y la arrojó hacia atrás.

—¿No es suficiente?

—Busca en la otra mochila.

Ella se volvió hacia la otra sin cerrar la primera. Mientras echaba hacia atrás su tapa, su brazo pareció agarrotarse.

—No lo hagas. —Roy deslizó la hoja a través del pelo de Karen hasta que su punta se detuvo contra su nuca. Ella contuvo el aliento. Manteniendo el cuchillo en su nuca, Roy se inclinó. Metió una mano por encima de su hombro y sacó un hacha de mano del interior de la mochila. Su mango era de madera. Una funda de cuero cubría su hoja. Tiró el hacha tras él. Resonó fuertemente al chocar contra el enmoquetado suelo.

—Está bien, ahora busca la otra cuerda.

Ella rebuscó en el interior de la mochila y sacó un rollo de cuerda muy parecido al primero, pero gris y blando por el uso.

—Arriba.

Se puso en pie.

Roy le hizo dar la vuelta para mirarla de frente.

—Las manos delante.

Le quitó la cuerda. Deslizó su cuchillo bajo su cinturón y ató juntas, fuertemente, las manos de la mujer. Se apartó de ella, desenrollando la cuerda. Luego recogió del suelo el hacha de mano y el otro rollo. Tirando de la cuerda, condujo a la mujer fuera del cuarto y al pasillo. Encontró el dormitorio principal al extremo del pasillo. La empujó dentro.

—Imagina lo que va a ocurrirte ahora —dijo.

—¿No soy demasiado vieja para ti?

Sonrió, recordando a Joni.

—Eres absolutamente demasiado vieja para mí —dijo.

La condujo cruzando la enmoquetada habitación hasta un armario. Abrió a medias su puerta, y empujó a Karen contra la pared. Con la puerta entre ellos, pasó la cuerda por encima de la puerta y tiró.

—¡Maldito seas! —murmuró ella.

—Cállate.

—¡Roy!

Tiró de la cuerda. La puerta le golpeó cuando Karen chocó contra el otro lado. Vio las puntas de sus dedos asomar sobre la parte superior. No había empuñadura en la parte de dentro de la puerta. ¡Mierda! Bajó la tensa cuerda hasta la parte inferior. Agachándose, la pasó por debajo de la puerta hasta la parte frontal. Alzó uno de los pies de Karen. Ella le lanzó una patada. Pinchó en la parte de atrás de su rodilla, haciéndole lanzar un grito. Luego subió la cuerda por entre sus piernas y la cruzó sobre su pierna derecha. La ató a la manija, cerca de su cadera.

Retrocedió y admiró su trabajo. Karen permanecía de pie apretada contra la puerta, los brazos tendidos hacia arriba. La cuerda aparecía por la parte inferior de la puerta, cerca del centro, y se torcía hacia la derecha, pasando por encima de su pierna hasta la manija.

—Ahora dime lo que quiero saber.

—¿Qué es?

—¿Dónde están Donna y Sandy?

—¿En su casa? —preguntó.

Pese a su situación, su voz conservaba un tono de sarcasmo.

Roy cortó uno de los tirantes del hombro de su bikini, luego el otro.

—No están allí, y tú lo sabes.

—¿No están?

Cortó el tirante de atrás. Metiendo una mano por el lado, tiró de la parte superior del bikini entre el cuerpo de la mujer y la puerta.

—Dime dónde están.

—Si no están en casa, no sé…

Cortó el lado izquierdo de la parte inferior de su bikini. Los bordes colgaron fláccidos. Ella juntó todo lo que pudo sus piernas para impedir que cayera.

—¿Cuándo viene tu marido a casa?

—Pronto.

—¿A qué hora? —tiró hacia abajo la parte inferior de su bikini.

—Quizás a las cuatro y media.

—Sólo son las tres. Eso nos deja mucho tiempo.

—No sé donde fueron.

—¿Oh? —Se echó a reír—. Puede que seas capaz de soportar mucho dolor. Me hará feliz el proporcionártelo. Pero déjame decirte algo: si quieres a ese marido tuyo, me dirás lo que quiero saber antes de que él llegue a casa. Cuando me digas dónde están, me iré. No te haré daño. No le haré daño a tu marido. Pero si aún estoy aquí cuando él llegue a casa, voy a mataros a los dos.

—No sé dónde está.

—Seguro que lo sabes.

—No lo sé.

—Bien, entonces va a ser una lástima para vosotros dos, ¿no crees?

Ella no dijo nada.

—¿Dónde han ido?

Agachándose, trazó con su cuchillo un signo de interrogación en la blanca carne de su nalga izquierda, y contempló cómo sangraba.