—¡Imagine el descaro de esa bruja, sugiriendo que yo eché a correr abandonando a Tommy para salvar mi propia piel! ¡Ese miserable saco de mentiras, esa abominación! ¡Emprenderé acciones legales contra ella!
—Hubiera preferido que no revelara usted su identidad.
—Sí, lo siento. —Agitó la cabeza, frunciendo disgustado el ceño—. Pero realmente, Judge, usted oyó lo que dijo de mí.
—Lo oí.
—¡La asquerosa y sucia…!
—Disculpen —dijo una voz de mujer tras ella.
—Oh, Dios —murmuró Larry.
Se volvieron hacia la mujer que avanzaba hacia ellos por la acera, llevando a remolque a una niña rubia. Jud las reconoció a las dos.
—Será mejor que corramos al coche —susurró Larry.
—No creo que sea necesario.
—¡Judge, por favor! Sin duda se trata de una periodista o de algún otro tipo de desagradable fisgona.
—A mí me parece más bien agradable.
—¡Oh, por el amor de Dios! —Dio una patada contra el suelo—. ¡Por favor!
—Vaya usted al coche, yo me encargaré de ella. —Jud le tendió las llaves. Larry las tomó de un manotazo y caminó rápidamente para mantener su distancia con respecto a la mujer—. Discúlpele, siente un saludable terror hacia la prensa —le dijo a ella.
—No soy periodista —dijo la mujer.
—No he creído que lo fuera.
Ella sonrió.
—Pero si no es usted periodista, ¿por qué nos sigue?
—Tenía miedo de que se fueran.
—¿Oh?
—Sí. —Inclinando la cabeza hacia un lado, se alzó de hombros—. Soy Donna Hayes. —Tendió su mano. Jud la estrechó ligeramente—. Y esta es mi hija, Sandy.
—Me llamo Jud Rucker —dijo él, sujetando aún la mano de ella—. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Nos vimos en el desayuno.
—Yo no lo vi —dijo Sandy.
—Bueno, yo sí.
Jud frunció el ceño, disfrutando de la situación y sujetando aún la mano de ella.
—Oh, sí —dijo finalmente—. Estaba usted en una mesa detrás mío, ¿no?
Donna asintió.
—También estábamos en la visita.
—Exacto. ¿Les gustó?
—La encontré horrible.
—A mí me gustó —dijo la niña—. Era todo tan macabro.
—Era macabro, de acuerdo.
Volvió sus ojos hacia Donna y se inmovilizó, aguardando.
—Totalmente —dijo ella. Inspiró profundamente. Pese a su sonrisa, parecía preocupada.
—¿Qué opina de esa loca antes de la visita? —le preguntó Sandy al hombre.
La preocupación desapareció bruscamente del rostro de Donna. Con una voz llena de sinceridad, dijo:
—Es por eso por lo que deseaba verle, por lo que…, bueno, le seguí de esa forma. —Sonrió tímidamente—. Deseaba decirle lo alentador que fue la forma en que salió usted en defensa de aquella mujer. La forma en que la ayudó. Fue algo digno de pensar en ello.
—Gracias.
—Hubiera debido darle usted a ese gallito una buena tunda —le dijo Sandy.
—Eso hubiera traído muchos problemas.
—Hubiera debido hacerle entrar en razón a puñetazos.
—Entró en razón por sí mismo.
—Sandy tiene un gusto especial hacia la violencia —dijo Donna.
—Bien —dijo Jud. Dejó que la palabra colgara entre ellos como un punto y aparte, finalizando aquella parte de la conversación.
—Bien —hizo eco Donna. Aunque mantuvo su sonrisa, Jud se dio cuenta de que empezaba a deshincharse—. Sólo deseaba que supiera… lo mucho que admiraba la forma en que ayudó a la mujer.
—Gracias. Estoy encantado de haberlas conocido.
—Yo también a usted —dijo Sandy.
Donna empezó a retirar su mano, pero Jud afirmó su presa.
—¿Tiene tiempo para un Bloody Mary? —preguntó.
—Bueno…
—Sandy —dijo el hombre—, ¿qué te parece una Coca-Cola o una gaseosa?
—¡Estupendo!
—¿Qué le parece a usted? —le preguntó a Donna.
—Bueno, ¿por qué no?
—Creo que el Welcome Inn tendrá lo que necesitamos. ¿Van ustedes a pie?
—Llevamos a pie toda la mañana —dijo Donna.
—En ese caso, yo personalmente las llevaré hasta la puerta. —Caminó junto a ellas hasta su Chrysler, y lo encontró cerrado. Larry le sonrió desde dentro, rebosante de satisfacción. Jud hizo un gesto de que bajara la ventanilla. Con un zumbido, la ventanilla del lado del pasajero se abrió.
—¿Sí? —dijo Larry inocentemente.
—Son amigos.
—Quizá de usted.
Jud se volvió hacia Donna.
—Convénzale.
Ella se inclinó junto al coche. Con los ojos a la misma altura que los de él, dijo:
—Me llamo Donna Hayes.
Tendió una mano a través de la ventanilla. Larry aceptó la mano y la estrechó brevemente, esbozando una sonrisa que pareció tensar su rostro.
—Admítalo —dijo—. Es usted periodista.
—Soy una agente de la TWA encargada del servicio a los pasajeros.
—No lo es.
—Lo soy.
—Lo es —dijo Sandy.
—¿Quién te ha preguntado nada? —restalló el hombre.
Sandy se echó a reír.
—¿Quién es? —preguntó él.
—Es Sandy, mi hija.
—Hija, ¿eh? ¿Cuándo se casó usted?
—No estoy casada.
—¡Aja! ¡Una feminista!
Sandy volvió la cabeza hacia un lado, riendo incontroladamente.
—¿No le gustan a usted las feministas? —le preguntó Donna.
—Sólo con salsa bearnesa —dijo el hombre.
Cuando Donna se echó a reír también, las comisuras de los labios de Larry empezaron a temblar con disimulada hilaridad.
—Supongo… —Tragó saliva—. Supongo que voy a verme relegado al asiento de atrás con la Pequeña Señorita Sonrisas.
Abrió la portezuela y salió.
Donna entró en el coche. Se arrimó a un lado de su asiento.
—La señorita Sonrisas puede arreglárselas ella sola en el asiento de atrás.
—¡Una dama! ¡He encontrado a una dama!
Larry entró junto a ella. Donna abrió el seguro de la puerta del conductor para Jud, mientras Larry se inclinaba hacia atrás para soltar el seguro de la puerta trasera.
—¿Adonde vamos? —preguntó Larry, palmeándose los muslos.
—Al Welcome Inn —dijo Jud—. A beber algo y a comer.
—Maravilloso. Una fiesta. Me encantan las fiestas. —Miró por encima de su hombro—. ¿Te gustan las fiestas, Señorita Sonrisas?
—Las encuentro encantadoras —respondió Sandy, y se sumió en un nuevo estallido de histeria.
Cuando pasaban junto a la estación Chevron, Sandy gritó:
—¡Ahí está nuestro coche!
—¿Se les ha averiado? —preguntó Larry.
—Tuvimos un pequeño accidente ayer por la noche —dijo Donna.
—Nada serio, espero.
—Sólo morados y arañazos.
—¿Quiere que paremos? —preguntó Jud.
—¿Le importa?
Condujo hasta la estación. Larry salió para dejar pasar a Donna. Luego volvió a entrar y cerró la portezuela.
—Supongo que no le resulta muy difícil a una mujer destrozar un coche —dijo Larry, mirando a la niña—. ¿Cómo lo consiguió tu madre?
Jud no escuchó la respuesta de la niña. Toda su atención estaba centrada en Donna: en la forma en que el sol se reflejaba en su mata de cabello castaño, en la curva de su espalda, y en cómo las redondeces gemelas de sus nalgas se marcaban bajo sus pantalones de pana mientras andaba. Frente a la oficina, se encontró con un hombre que llevaba un mono y una sonrisa. Hablaron. Donna apoyó el peso de su cuerpo sobre el pie izquierdo y metió una mano en el bolsillo trasero de su pantalón. Asintió con la cabeza. Con un gracioso giro de sus talones, siguió al hombre hasta su coche; él abrió el capó y agitó la cabeza.
Jud observó cómo su pelo caía hacia un lado de su rostro mientras ella se inclinaba para mirar bajo el capó. Volvió a enderezarse, hablando.
—O-oh —oyó decir a Sandy.
El hombre cerró el capó con un golpe seco.
Donna habló un poco más con él, y luego asintió mientras él hablaba a su vez. Se metió ambas manos en los bolsillos traseros, y volvió a apoyar el peso de su cuerpo sobre su pie izquierdo. Luego giró en redondo. Caminó a largas zancadas hacia el coche de Jud, se alzó de hombros, hizo una mueca exasperada, y sonrió.
Larry salió para dejarla entrar.
—Bien —le dijo ella a Jud—, aún está entre los vivos. Pero han de esperar a que Santa Rosa envíe un radiador nuevo.
—Eso requerirá un par de días, ¿no?
—El hombre ha dicho que quizá pueda estar listo mañana.
—¿Mañana? —Sandy pareció preocupada.
—No hay forma de arreglarlo de otro modo, cariño.
—¿Necesita estar en algún otro lugar? —preguntó Jud, mientras conducía de nuevo hacia la carretera.
—No, no necesariamente. Dos días en este pueblo es simplemente dos días más de los que habíamos planeado quedarnos, pero eso es todo.
—Yo he pasado doce años en este maravilloso iceberg —dijo Larry—. Se quedará sorprendida ante la variedad de actividades que se le ofrecen.
—¿Qué tipo de cosas? —preguntó Sandy.
—El deporte más popular, con gran ventaja sobre todos los demás, es sentarse en la esquina de Front y División y observar como cambia el semáforo.
—Oh, vaya.
—¿Tienen algún lugar donde quedarse? —preguntó Jud.
Donna asintió.
—Tenemos una habitación en el Welcome Inn.
—¡Vaya, qué agradable coincidencia! —proclamó Larry—. ¡Allí estamos también nosotros! ¿Jugamos todos al bridge?
—Yo nunca toco las cartas —dijo Jud.
—¡No fanfarronee!
—Además, ya tenemos hechos planes para esta noche.
—Oh.
—Tenemos que ocuparnos de algunos asuntos —le dijo a Donna.
—¿Están aquí para un solo día? —preguntó ella.
—Puede que nos quedemos unos cuantos días. Es difícil de decir, en este momento. Depende de como vayan las cosas.
—¿A qué tipo de negocios se dedican?
—Nos dedicamos a… —De repente se dio cuenta de que no deseaba mentir. No a aquella mujer. Habría que mantener las apariencias, pero con una cierta dignidad—. Bueno, será mejor dejarlo —dijo.
—Oh, bien. Lamento haber preguntado.
—No, no quería…
—Yo le diré cuál es nuestro negocio.
—¡Larry!
—Vamos a…
—¡No!
—Matar a la bestia.
—¿Qué? —dijo Donna.
—¡Huau! —exclamó Sandy.
—La bestia. El monstruo de la Casa de la Bestia. ¡Judgement Rucker y yo hemos venido a terminar con él!
—¿Es eso cierto? —preguntó Donna, volviéndose hacia Jud.
—¿Cree usted que existe realmente una bestia? —preguntó él.
—Supongo que algo mató a toda esa gente.
—O alguien —dijo Jud.
—El asesino de Tom Bagley no era humano —insistió Larry.
—¿Qué era? —preguntó Sandy.
—Te mostraremos su cadáver —dijo Larry—, y tú misma podrás decidir.
—¿Qué es un cadáver?
—Un muerto, cariño.
—Oh, vaya.
—Lo que planeamos hacer es descubrir qué o quién mató a la gente en esa casa —dijo Jud—. Luego nos enfrentaremos a ello. —Le sonrió a Donna—. Apuesto a que no se había dado cuenta usted de que viajaba en el mismo coche con un par de lunáticos. ¿Sigue deseando un Bloody Mary?
—Ahora creo que necesito dos.
—Discúlpeme —dijo Donna. Echó su silla hacia atrás—. Si llegan las bebidas antes de mi vuelta, no me esperen.
—Yo también voy —dijo la niña.
Jud las contempló cruzar el repleto comedor. Luego se inclinó hacia Larry. En voz baja dijo:
—La ha armado usted buena hace un momento. Si alguna otra persona se entera de lo que estamos haciendo en este pueblo, todo habrá terminado en lo que a mí respecta. Cobraré mi anticipo, conduciré de vuelta a San Francisco, y ese será el final de todo.
—Oh, vamos, Judge. ¿Qué daño puede…?
—Sólo una persona más.
—Está bien, de acuerdo. Si usted lo quiere así.
—Lo quiero.
Nadie habló de la Casa de la Bestia durante el aperitivo o la comida. Cuando estaban terminando, Larry mencionó un sendero que conducía a una playa cruzando una estrecha garganta.
Después de comer, todos fueron a la oficina del motel y se registraron para otra noche. Luego los dos grupos se separaron, dándoles a Donna y a Sandy la oportunidad de ponerse sus trajes de baño. Jud se tendió en su cama, las piernas cruzadas, las manos entrelazadas bajo su cabeza. Se quedó dormido.
—¡Ya estamos! —anunció Larry, despertándole. El nervioso hombre se apartó de la ventana y se miró en el espejo del tocador—. ¿Qué aspecto tengo?
Jud miró la camisa estampada con flores rojas y los shorts blancos.
—¿Dónde está el jipijapa?
—No pude meterlo todo en la maleta en tan poco tiempo.
Abandonaron la cabina. Larry se adelantó para recibir a las dos mujeres, pero Jud se quedó un poco atrás para contemplar largamente a Donna. La mujer llevaba una blusa azul con las mangas arremangadas hasta el antebrazo. Bajo los colgantes faldones sus piernas eran esbeltas y morenas. No era visible ningún traje de baño.
—Espero que no vaya usted au naturel bajo esa blusa —dijo Larry.
—Tendrá que esperar y verlo.
—Oh, por favor, dénos un indicio. Sólo uno pequeñito.
—No.
—Oh, por favor.
Sandy se lanzó riendo hacia delante, y agitó su bolso de dril hacia Larry. Este se apartó, inclinándose. El bolso le golpeó la espalda.
—¡Enanito cruel! —gritó.
La niña volvió a agitar el bolso.
—Ya basta, cariño.
—Pero es retorcido —jadeó Sandy, riendo.
—¿Es siempre así? —preguntó Donna a Jud.
—No sé, lo conocí ayer por la noche.
—¿Es eso cierto?
—Judgement nunca miente —dijo Larry.
Se metieron en el Chrysler de Jud, y Larry fue dando las indicaciones necesarias, que los llevaron Front Street abajo, pasada la estación Chevron y el Sarah’s Diner, y dos manzanas más de casas. La Casa de la Bestia surgió al frente, a la izquierda. Las voces y las risas se detuvieron bruscamente, pero nadie mencionó la casa.
Larry rompió el silencio.
—Tuerza a la derecha en ese camino de tierra.
Jud giró.
—¿Es aquí donde vive la madre de Axel? —preguntó Sandy, señalando hacia la casa de ladrillo.
—Ese es el lugar —dijo Donna.
Jud miró hacia la casa de ladrillo a su izquierda y vio que no tenía ventanas.
—Es extraño —murmuró.
—Lo es —dijo Larry—. ¿Cómo conoce usted a Axel? —preguntó a Donna.
—Nos trajo hasta el pueblo ayer por la noche.
—Es un tipo extraño.
—Es retrasado —explicó Sandy.
—¿Quién no lo sería, con una madre como Maggie Kutch?
—¿Qué? —preguntó Sandy.
—La madre de Axel es Maggie Kutch, la propietaria de la Casa de la Bestia, la guía de la visita.
—¿Ella?
—Exactamente.
—¿Volvió a casarse después de los asesinatos? —preguntó Donna.
—Gire a la derecha, Judge. No, pero recibía visitantes de tanto en tanto. En el pueblo se especula que el padre de Axel es Wick Hapson. Ha estado trabajando con Maggie desde el principio, y viven juntos.
—¿El hombre de la cabina de los tickets? —preguntó Donna.
—Aja.
—Una familia encantadora —dijo Jud—. Parecía como si la casa no tuviera ventanas.
—No las tiene.
—¿Por qué? —preguntó Sandy.
—Así la bestia no podrá entrar, por supuesto.
—Oh. —La voz de la niña sonó como si lamentara haber preguntado.
El sendero de tierra se hizo más amplio y terminó.
—¡Ah, ya estamos! Aparque donde quiera, Judge.
Jud hizo dar media vuelta al coche para la vuelta, y lo aparcó en un lado del camino.
—Van a adorar esta playa, se lo aseguro —dijo Larry, saliendo.
Antes de abrir su portezuela, Jud observó a Donna. Como había supuesto, llevaba un traje de baño bajo la blusa: la parte inferior de uno, al menos. Su tela azul le lanzó un reflejo cuando ella se inclinó para salir.
Se reunió con los demás junto al coche. El viento era suave, cortando el calor como un frío spray.
—¿Partimos? —preguntó Larry a Donna.
—¿Partimos? —preguntó ésta a Jud.
—Yo estoy listo. ¿Estás lista, Sandy?
—Son todos ustedes unos retorcidos.
Echaron a andar en fila india, siguiendo un estrecho sendero que se curvaba hacia abajo entre dos arenosas colinas. Jud se inclinó contra el viento. Azotaba sus oídos, llevándoselo todo menos las palabras más fuertes de Larry contando una experiencia de su niñez en la playa.
Tras un recodo del sendero, el océano apareció a la vista. Su agitado azul estaba festoneado por líneas de blanca espuma. Las olas golpeaban contra un promontorio rocoso. Justo en aquel lado del promontorio, las olas lamían suavemente una extensión de arena. Jud no pudo ver a nadie allí abajo.
—¡Ah, maravilloso! —gritó Larry, abriendo sus brazos y aspirando una profunda bocanada de aire—. ¡El último en llegar a la playa es un huevo podrido! —Echó a correr. Sandy lo persiguió de cerca.
Jud se volvió hacia Donna.
—¿No le apetece correr?
—No.
El viento arrojaba mechones de pelo contra su rostro. Jud los apartó. No podía apartar su mirada de los ojos de ella.
—Apuesto a que sé el porqué —dijo.
—¿Porqué? .
—Tiene miedo de que yo la gane.
—¿De veras?
Sus ojos mostraban una expresión divertida pero seria, como si no quisiera permitirse a sí misma que las bromas de él la distrajeran.
—De veras —dijo él.
—¿Se llama usted realmente Judgement?
—Realmente.
—Me gustaría que estuviéramos solos, Judgement.
Él puso sus manos sobre los hombros de ella y la atrajo hacia sí, sintiendo la presión de su cuerpo, el ligero contacto de las manos de ella contra su espalda, la suave y húmeda abertura de sus labios.
—Pero no estamos solos —dijo ella al cabo de un rato.
—Será mejor que lo dejemos, ¿eh?
—Mientras aún estamos a tiempo.
—Nunca he podido decir cuándo se está a tiempo —dijo Jud.
—Yo tampoco.
Cogidos de la mano, caminaron sendero abajo. Bajo ellos, Sandy estaba corriendo por la playa por delante de Larry. Chapoteó en el agua. Larry se detuvo al borde del agua y se dejó caer de rodillas. La niña le hizo señas con la mano para que acudiera junto a ella, pero el hombre agitó negativamente la cabeza.
—¡Vamos! —oyó Jud que decía ella, por entre el ruido del viento y de las olas.
Sandy dio unos saltos en el agua, se inclinó y salpicó a Larry.
—Será mejor que nos apresuremos antes de que mi encantadora hija vaya y lo arrastre —dijo Donna.
Mientras estaba diciendo esto, la niña corrió a la orilla y empezó a tirar de uno de los brazos de Larry.
—¡Déjalo solo, Sandy!
Larry, aún de rodillas, miró hacia ellos.
—Todo está bien, Donna —gritó—. Puedo manejarla.
Soltando su brazo, Sandy empezó a dar vueltas a su alrededor, y saltó a su espalda.
—¡Yupiii! —gritó.
El empezó a agitarse y se retorció, arrastrándose por la arena sobre manos y rodillas y produciendo un ruido que al principio sonó como el relincho de un caballo. Luego se puso en pie. Sandy, aferrada fuertemente a su cuello, miró hacia atrás, a Donna y Jud. Aunque no dijo nada, su rostro mostraba miedo. Larry giraba en un círculo, tirando de los brazos de la niña, y de pronto Jud vio terror en sus desorbitados ojos. Sus relinchos eran en realidad roncos jadeos de pánico. Saltaba y se agitaba, intentando desesperadamente liberarse.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Donna, y echó a correr.
Jud corrió también hacia la niña, que ahora gritaba horrorizada.
—¡Larry, ya basta! —aulló.
El hombre no pareció oírle. Siguió saltando y agitándose, tirando frenéticamente de los brazos de la niña.
Entonces Sandy cayó hacia atrás, sus piernas aún sujetando la cintura de Larry pero sus brazos sueltos y agitándose. Una de sus pequeñas manos se aferró al cuello de la camisa de Larry. La camisa se deslizó por su espalda, y él gritó. Jud consiguió sujetar a la niña que caía, y tiró de ella para que se soltara.
Larry giró en redondo, mirándoles a todos con ojos alocados. Empezó a retroceder. Cayó. Apoyándose sobre un codo, siguió mirándoles. Lentamente, la expresión extraña desapareció de su rostro. Su jadeante respiración fue calmándose.
Jud dejó a Sandy en brazos de su madre y se dirigió hacia él.
—Ella no debería… haber saltado a mi espalda. —Su voz era un agudo gemido—. No a mi espalda.
—Ya ha pasado todo —dijo Jud.
—No a mi espalda.
Se dejó caer en la arena, cubriéndose los ojos con sus antebrazos, y lloró en silencio.
Jud se arrodilló a su lado.
—Ya ha pasado todo, Larry. Todo está bien.
—No todo está bien. Nunca volverá a estar bien. Nunca.
—Asustó terriblemente a la niña.
—Lo sééééé —dijo, alargando la palabra como un gemido de aflicción—. Lo siento. Quizá… si pido perdón.
—Eso ayudaría.
Sorbió sus lágrimas y se secó los ojos. Cuando se sentó, Jud vio las cicatrices. Se entrecruzaban en sus hombros y a lo largo de toda su espalda en un siniestro dibujo más blanco que su pálida piel.
—No son de la bestia, si es eso lo que piensa. Me las hice en mi caída. La bestia nunca llegó a tocarme. Nunca.