6

1

Pasaron a través del torniquete, y se agruparon en el césped frente a la vieja mujer. Ella aguardó, su bastón de ébano plantado cerca del lado de su pie derecho, su traje estampado a flores agitándose ligeramente contra sus piernas. Pese a lo cálido del día, llevaba un pañuelo de seda verde anudado en torno a su cuello. Acarició levemente el pañuelo, luego empezó a hablar.

—Bienvenidos a la Casa de la Bestia. —Lo dijo reverentemente, con una voz baja y ronca—. Mi nombre es Maggie Kutch, y soy la propietaria. Empecé a mostrar la casa a los visitantes allá por el año treinta y uno, poco después de que la tragedia se llevara las vidas de mi esposo y de tres niños. Puede que se estén preguntando ustedes por qué una mujer desea conducir a la gente a través de la casa que fue escenario de un dolor tan personal. La respuesta es sencilla: di-ne-ro.

Una suave risa agitó al grupo. La mujer sonrió agradablemente, se volvió, y cojeó sendero arriba. Al pie de las escaleras que conducían al porche, apoyó una marmórea mano en el poste de arranque de los peldaños y señaló hacia arriba con la punta de su bastón.

—Ahí es donde ahorcaron al pobre Gus Goucher. Tenía dieciocho años por aquel entonces, e iba de camino a San Francisco para reunirse con su hermano que trabajaba en los Sutro Baths. Se detuvo aquí la tarde del 2 de agosto de 1903, y le partió un poco de leña a Lilly Thorn, la propietaria original de la casa. Ella le dio de comer como pago, y Gus siguió su camino. Aquella noche, la bestia atacó por primera vez. Nadie excepto Lilly sobrevivió al ataque. Echó a correr calle abajo gritando como si se hubiera encontrado con el propio diablo en persona.

«Inmediatamente se organizó una partida armada. Registraron la casa desde el sótano al desván, pero no encontraron nada vivo. Sólo los desgarrados y masticados cuerpos de la hermana de Lilly y los dos niños. El grupo armado dio una batida por las boscosas colinas de los alrededores, y encontraron al joven Gus Goucher profundamente dormido.

»Bien, algunos de los componentes de la partida recordaron haberle visto en la casa de los Thorn aquella tarde, e imaginaron que aquel era su hombre. Celebraron un juicio rápido. No había ningún testigo puesto que todo el mundo había muerto excepto Lilly, que desvariaba. Sin embargo, lo declararon culpable casi en seguida. Una multitud asaltó aquella noche la prisión. Arrastraron al pobre chico hasta este mismo lugar, pasaron una cuerda por encima del soporte del balcón que ven ahí, y lo colgaron.

»Por supuesto, Gus Goucher no había matado a nadie. Fue la bestia quien lo hizo. Sigamos.

Subieron los seis peldaños de madera hasta el porche cubierto.

—Pueden observar que aquí hay una nueva puerta. La original fue rota hace tres semanas. Probablemente lo habrán leído en los periódicos. Uno de nuestros policías locales disparó contra la puerta para entrar. Hubiera sido mejor, por supuesto, que se hubiera quedado fuera.

—Dígame —preguntó el chico crítico—, ¿cómo entraron los Ziegler?

—Como unos ladrones. Rompieron una ventana de la parte de atrás.

—Gracias. —Dirigió una sonrisa hacia el resto del grupo, aparentemente complacido por el servicio que había prestado a todos.

—Nuestra policía —prosiguió Maggie Kutch— destrozó la antigua cerradura que había en esta puerta. Pero hemos conservado los goznes y el llamador. —Golpeó el llamador de bronce con su bastón—. Se supone que representa la pata de un mono. Lilly Thorn fue quien lo instaló. Le gustaban mucho los monos.

Maggie abrió la puerta. El grupo la siguió al interior.

—Uno de ustedes cierre la puerta, por favor. No queremos que entren moscas.

Señaló con su bastón.

—Ahí tienen a otro mono.

Donna oyó a su hija gruñir, y no la culpó por ello. El mono disecado, de pie junto a la pared, con los brazos extendidos, parecía estar riéndose burlonamente, dispuesto a morder.

—Es un paragüero —dijo Maggie. Metió su bastón en el círculo de los brazos del mono, luego volvió a sacarlo.

—Ahora les mostraré la escena del primer ataque. Por aquí, por el recibidor.

Sandy cogió la mano de Donna. Miró nerviosamente a su madre cuando entraron en una habitación a la izquierda del vestíbulo.

—Cuando vine a esta casa, allá en el treinta y uno, estaba exactamente igual como la dejó Lilly Thorn la noche del ataque de la bestia, veintiocho años antes. Nadie había vivido en la casa desde entonces. Nadie se había atrevido a ello.

—¿Y por qué usted se atrevió? —preguntó el regordete muchacho crítico.

—Mi esposo y yo fuimos pura y simplemente engañados. Se nos hizo creer que el pobre Gus Goucher fue quien hizo aquel horrible y sucio trabajo con los Thorn. Nadie nos dijo nada acerca de la bestia.

Donna miró al hombre del café. Estaba de pie ante ella, cerca de su amigo del pelo blanco. Donna alzó la mano.

—¿Señora Kutch?

—¿Sí?

—¿Se sabe definitivamente, ahora, que Gus Goucher era inocente?

—No sé lo inocente que era.

Algunos de los reunidos se echaron a reír. El hombre dirigió su mirada hacia ella. Donna intentó evitarla.

—Puede que fuera un camorrista y un ladrón y un mal bicho. Seguramente también era un estúpido. Pero todo el mundo en Malcasa Point supo, al minuto siguiente de echarle el ojo al pobre hombre, que él no había atacado a los Thorn.

—¿Cómo podían estar seguros?

—No tenía garras, querida.

Unos cuantos del grupo rieron entre dientes. El chico regordete arqueó una ceja en dirección a Donna y se volvió despectivamente. El hombre del café seguía mirándola. Sus ojos se encontraron. La sujetaron, la penetraron, derramaron un fluido cálido en sus entrañas. Sostuvo la mirada durante largo rato. Finalmente, con un estremecimiento, Donna intentó recuperar su compostura. Consiguió por fin volver su atención a la visita.

—… a través de una ventana de la cocina. Basta con que rodeen ese biombo que hay ahí.

Mientras avanzaban hacia la otra parte de un biombo de cartón piedra con tres paneles que aislaba un rincón de la estancia, alguien gritó. Varios componentes del grupo jadearon, impresionados. Otros murmuraron algo inconcreto. Algunos hicieron gestos de repugnancia. Donna siguió a su hija al otro lado del biombo, captó la visión de una ensangrentada mano tensa en el suelo, y tropezó con Sandy cuando ésta se echó hacia atrás.

Maggie soltó una risita ante la reacción del grupo.

Donna condujo a Sandy rodeando el extremo del biombo. Tendida en el suelo, con una pierna alzada contra el polvoriento acolchado de un diván, había el cuerpo de una mujer. Sus brillantes ojos miraban fijamente hacia arriba. Su ensangrentado rostro estaba retorcido en una mueca de terror y agonía. Jirones de su bata de lino manchada de sangre rodeaban su cuerpo, apenas cubriendo sus pechos y su pubis.

—La bestia desgarró el biombo —dijo Maggie— y saltó por encima del respaldo del diván, tomando a Ethel Hughes por sorpresa mientras estaba leyendo el Saturday Evening Post. Este es el ejemplar auténtico que estaba leyendo cuando ocurrió todo. —Maggie tendió el bastón por encima del cuerpo y señaló al periódico—. Todo está tal cual estaba aquella horrible noche. —Sonrió satisfecha—. Excepto el cuerpo, por supuesto. Esta réplica fue creada en cera por Monsieur Claude Dubois, a petición mía, el año 1936. Garantizo que cada detalle es auténtico, hasta las más pequeñas señales de mordeduras en el cuello. Utilizamos las fotos del depósito de cadáveres.

»Por supuesto, estos son los restos de la bata que Ethel llevaba realmente aquella noche. Esas manchas oscuras pertenecen a su auténtica sangre.

—¿Hubo agresión sexual? —preguntó el hombre del pelo blanco con una voz tensa.

Los agradables ojos de Maggie se endurecieron, clavándose en él.

—No —dijo.

—Eso no es lo que tengo oído.

—No puedo hacerme responsable de lo que usted haya oído, señor. Únicamente sé lo que sé, y sé más sobre la bestia de esta casa que cualquier otra persona, viva o muerta. La bestia de esta casa jamás ha abusado carnalmente de sus víctimas.

—Entonces pido disculpas —dijo el hombre, con voz fría.

—Cuando la bestia hubo terminado con Ethel, devastó todo este recibidor. Golpeó este busto de alabastro de César, derribándolo de su pedestal y rompiéndole la nariz. —La nariz estaba colocada en el sobre del pedestal, junto al busto—. Arrojó media docena de figurillas a la chimenea. Volcó las sillas. Esa delicada mesilla de palisandro fue arrojada a través de la ventana. El estrépito, por supuesto, despertó a todo el resto de la casa. La habitación de Lilly está precisamente encima de ésta —Maggie apuntó al alto techo con su bastón—. La bestia la debió de oír moverse arriba. Se dirigió a las escaleras.

Silenciosamente, condujo al grupo fuera del recibidor y subiendo una amplia escalera hacia el primer piso. Giraron a la izquierda. Maggie cruzó una puerta lateral y penetraron todos en un dormitorio.

—Ahora nos hallamos encima del recibidor. Aquí es donde estaba durmiendo Lilly Thorn la noche del ataque de la bestia. —Una figura de cera, vestida con una bata de encaje rosa, estaba sentada envaradamente, mirando asustada por encima del ornamentado pie de latón de la cama—. Cuando la conmoción despertó a Lilly, arrastró el tocador desde ahí —apuntó con su bastón a la pesada mesa y espejo de palisandro junto a la ventana— hasta ahí, formando una barricada ante la puerta. Luego escapó a través de la ventana. Saltó al techo del mirador de abajo, y desde allí al suelo.

»Siempre me ha sorprendido que no intentara salvar a sus hijos.

Siguieron a Maggie fuera del dormitorio.

—Cuando la bestia comprobó que no podía entrar en su habitación, regresó al pasillo siguiendo ese camino.

Pasaron junto a las escaleras. Frente a ellos, cuatro sillones Brentwood bloqueaban el centro del pasillo. Una cuerda iba de uno a otro sillón, cerrando el espacio central. Los componentes del grupo pasaron entre una de las cuerdas y la pared.

—Aquí es donde pondremos nuestro último escenario. Las figuras ya están encargadas, pero no creemos poder exhibirlas antes de la primavera próxima.

—Qué lastima —dijo el hombre con los dos niños a su mujer, en un tono sarcástico.

Maggie entró por una puerta a la derecha.

—La bestia encontró esta puerta abierta —dijo.

Las ventanas de la habitación se abrían a la boscosa colina de la parte de atrás de la casa. Las dos camas de latón que ocupaban la estancia eran muy parecidas a la de la habitación de Lilly, pero sus ropas estaban muy revueltas. Un caballo balancín con la pintura deslustrada les miraba desde un rincón, junto al lavamanos.

—Earl tenía diez años —dijo Maggie—. Su hermano, Sam, ocho.

Sus cuerpos de cera, retorcidos y llenos de mordeduras, estaban tendidos boca abajo entre las dos camas. Ambos llevaban los restos de rasgadas camisas de noche que ocultaban muy poco excepto sus nalgas.

—Vamonos —dijo el hombre con los dos niños—. Esta es la más burda y desagradable excusa para el voyeurismo que me he encontrado en mi vida.

Su esposa dirigió una sonrisa a Maggie, como disculpándose.

—¡Doce dólares por esto! —escupió el hombre—. ¡Buen Dios!

Su esposa e hijos le siguieron fuera de la habitación.

Una emperifollada mujer con una blusa blanca y unos shorts sujetó a su hijo de diez años por el codo.

—Nosotros también nos vamos.

—¡Mamá!

—No discutas. ¡Ya hemos visto demasiado!

—¡No quiero irme!

Ella lo arrastró hacia la puerta.

Cuando se hubieron ido, Maggie rió suavemente.

—Se han marchado antes de llegar a lo mejor —dijo.

Una risa nerviosa recorrió a los restantes miembros del grupo.

2

—Vivimos dieciséis noches en esta casa antes de que atacara la bestia. —Les condujo a través del pasillo, más allá de los sillones y de la escalera—. Mi esposo, Joseph, sentía aversión hacia las habitaciones donde se produjeron los asesinatos. Fue en parte debido a eso que las dejamos tal cual estaban y nos instalamos en otra parte. Cynthia y Diana eran tan melindrosas que no hubieran podido dormir en la habitación de los chicos ni un solo minuto.

Condujo al grupo a través de una puerta a la derecha, al otro lado de la habitación de Lilly. Donna escrutó el suelo en busca de cuerpos de cera, pero no encontró ninguno, aunque un biombo de cartón piedra de cuatro cuerpos bloqueaba una ventana y una de las esquinas.

—Joseph y yo dormíamos aquí. La noche era el 7 de mayo de 1931. Hace más de cuarenta años desde entonces, pero su recuerdo aún arde en mi memoria. Había llovido mucho aquel día. Paró un poco al anochecer. Teníamos las ventanas abiertas. Podía oír la llovizna fuera. Las niñas estaban profundamente dormidas al extremo del pasillo, y el bebé, Theodore, estaba bien abrigado en su otro cuarto.

»Me quedé dormida, sintiéndome segura y tranquila. Pero bastante después de medianoche fui despertada por un fuerte ruido de cristales rotos. El sonido llegaba de abajo. Joseph, que también lo había oído, se levantó silenciosamente y buscó a tientas en el tocador. Siempre guardaba su pistola ahí. —Abriendo el cajón superior, sacó un Colt 45 de reglamento, automático—. Esta pistola. Hizo un terrible sonido cuando la montó. —Colocándose el bastón bajo un brazo, sujetó el negro cerrojo y lo deslizó hacia atrás y hacia adelante con un chasqueante sonido metálico. Su dedo alzó suavemente el percutor. Devolvió la pistola a su cajón.

»Joseph tomó la pistola con él y abandonó la habitación. Cuando oí sus pasos en las escaleras, yo también salté de la cama. Tan silenciosamente como me fue posible, salí al pasillo. Tenía que ir junto a mis hijos, comprendan.

El grupo la siguió al pasillo.

—Yo estaba exactamente ahí, junto a las escaleras, cuando oí disparos abajo. Oí a Joseph gritar como nunca lo había oído gritar antes. Luego oí sonidos de lucha, después unos pasos rápidos. Me quedé inmóvil ahí, helada por el terror, escuchando los pasos que subían las escaleras. Deseé echar a correr, tomar a mis hijos y ponerlos a salvo, pero el miedo me mantenía inmovilizada.

»De la oscuridad de abajo surgió la bestia. No pude ver su apariencia, excepto que caminaba erguida, como un hombre. Producía un sonido como una risa, y luego saltó sobre mí y me arrojó al suelo. Rasgó mi cuerpo con garras y dientes. Intenté luchar, pero por supuesto no era oponente para aquella cosa. Estaba preparándome para encomendarme al Señor cuando el pequeño Theodore se puso a llorar en su cuarto al final del pasillo. La bestia se apartó de mí y echó a correr hacia allí.

»Herida como estaba, corrí tras ella. Tenía que salvar a mi bebé.

El grupo la siguió hasta el final del pasillo. Maggie se detuvo frente a una puerta cerrada.

—Esta puerta estaba abierta —dijo, y la golpeó con su bastón—. A la luz procedente de las ventanas vi a la pálida bestia arrancar a mi niño de la cuna y caer sobre él. Supe que el pequeño Theodore estaba más allá de todas mis posibilidades de ayuda.

»Estaba contemplando la espantosa escena, llena de horror, cuando una mano tiró de mi camisón. Encontré a Cynthia y a Diana detrás mío, hechas un mar de lágrimas. Tomé a las dos de la mano, y las conduje silenciosamente alejándome de aquella habitación.

Llevó de nuevo al grupo más allá de la zona de los sillones acordonados.

—Estábamos precisamente aquí cuando la gruñente bestia salió de la habitación del bebé. Esta era la puerta más cercana. —La abrió, mostrando una escalera estrecha y empinada con una puerta en la parte superior—. Nos metimos dentro, y conseguí cerrar la puerta tan sólo unos segundos antes de que la bestia llegara a ella. Las tres corrimos escaleras arriba tan rápido como nos permitían nuestras piernas, tropezando y sollozando en la oscuridad. Arriba, cruzamos aquella otra puerta. La cerré y la aseguré detrás nuestro. Luego nos sentamos en la húmeda oscuridad del desván, aguardando.

«Oírnos a la bestia subir las escaleras. Emitía unos sonidos sibilantes, como una risa malévola. Olisqueó la puerta. Y luego, de algún modo, con una brusquedad y una rapidez tales que ni siquiera pudimos movernos, la puerta se abrió de golpe y la bestia saltó entre nosotras. En unos segundos mató a Cynthia y a Diana. Luego saltó sobre mí. Me clavó al suelo con sus garras, y aguardé a que desgarrara mi vida como había hecho con las de mis hijas. Pero no lo hizo. Simplemente se mantuvo quieta encima mío, echándome su aliento fétido sobre mi rostro. Luego se marchó. Echó a correr escaleras abajo y desapareció. Nunca he vuelto a ver a la bestia desde aquella noche. Pero otros sí la han visto.

3

—¿Por qué no la mató? —preguntó la chica con el rostro lleno de acné.

—Esto es algo que me he preguntado muy a menudo. Aunque sé que nunca lo sabré, al menos de este lado de la tumba, a veces pienso que la bestia me permitió vivir «para informar correctamente de su causa a los insatisfechos», como el agonizante Hamlet le pidió a Horacio que hiciera. Quizá no deseaba que otro Gus Goucher fuera colgado por sus crímenes.

—Me parece —dijo el hombre del pelo blanco— que le da usted mucho crédito a esa bestia.

—Veamos el ático —dijo el crítico muchacho rechoncho.

—No enseño el ático. Lo mantengo cerrado con llave… siempre.

—El cuarto de Theodore, entonces.

—Tampoco lo enseño nunca.

—¿No tiene usted más muñecos?

—No hay figuras de cera de mi familia —dijo la mujer.

Enarcando las cejas, el muchacho observó al grupo como buscando a otros que compartieran su desdén hacia la selectiva presentación de la historia que hacía la mujer.

—Bien, ¿qué hay acerca de esos otros dos tipos? No eran de su familia.

—Los dos tipos a los que se refiere este joven eran Tom Bagley y Larry Maywood. —Cerró la puerta de la escalera al desván y condujo de nuevo al grupo por el pasillo hasta su dormitorio—. Tom y Larry tenían doce años. Los conocía muy bien a los dos. Habían acudido a varias visitas, y probablemente conocían más acerca de la Casa de la Bestia que nadie.

»Sólo Dios sabe por qué cometieron la insensatez de venir aquí de noche. No eran unos ignorantes como los Ziegler: sabían muy bien lo que podían esperar. Pero vinieron forzando una ventana. Eso ocurrió en el 51.

»Estuvieron mucho rato en la casa, yendo de un lado para otro. Intentaron abrir la cerradura del cuarto de Theodore y la del ático, pero no lo consiguieron. Estaban husmeando por esta habitación cuando se presentó la bestia.

»Abatió al pequeño Tom Bagley, y Larry Maywood se tiró por la ventana.

Maggie apartó a un lado el biombo de cartón piedra que bloqueaba la ventana y una parte de la habitación frente a ellos. Varios componentes del grupo retrocedieron. La muchacha del acné se apartó bruscamente, llevándose una mano a la boca.

—¡Dios mío! —murmuró una mujer, su voz rezumando desagrado.

La figura de cera de Larry Maywood, intentando alcanzar la ventana, estaba mirando hacia atrás, hacia el mismo mutilado cuerpo que los demás espectadores en la habitación. Las ropas del cuerpo tendido estaban hechas jirones, dejándole desnudo excepto su trasero. La piel de su espalda estaba profundamente marcada. Su cabeza, separada del tronco, yacía a unos quince centímetros de su cuello reducido a una pulpa sanguinolenta, mirando hacia arriba, los ojos abiertos, la boca retorcida en un espantoso rictus.

—Dejando a su amigo a merced de la bestia, Larry Maywood saltó por…

—¡Yo soy Larry Maywood! —gritó el hombre del pelo blanco—. ¡Y usted está mintiendo! ¡Tommy estaba muerto! ¡Estaba muerto antes de que yo saltara! ¡Vi como la bestia le arrancaba la cabeza! ¡No soy un cobarde! ¡No lo dejé aquí para que muriera!

Sandy apretó fuertemente la mano de Donna.

Uno de los niños se echó a llorar.

—¡Esto es una difamación! ¡Una completa y absoluta difamación!

Dando media vuelta, el hombre salió de la habitación. Su amigo del café le siguió.

—Ya he visto suficiente —susurró Donna.

—Yo también.

—Aquí termina nuestra visita esta mañana, señoras y caballeros. —Maggie abandonó la habitación, seguida por el grupo—. Disponen ustedes de una tienda de souvenirs en la planta baja, donde pueden comprar un libro ilustrado con la historia de la Casa de la Bestia. También pueden comprar diapositivas en color de la casa, incluidas las escenas de los asesinatos. Tenemos camisetas de la Casa de la Bestia, pegatinas, y todo tipo de recuerdos de calidad. La escenificación del asesinato de los Ziegler estará lista la próxima primavera. No se la pierdan.