5

1

La luz del sol y los chillidos de las gaviotas despertaron a Donna. Intentó dormirse de nuevo, pero la estrecha cama, con el somier hundido por el uso, se lo impidió. Se levantó y estiró sus anquilosados músculos.

Sandy seguía durmiendo en la otra cama.

Suavemente, Donna cruzó el frío suelo de madera hasta la ventana. Alzó la persiana y miró fuera. Al otro lado, un hombre cargado de maletas estaba abandonando una pequeña cabina pintada de verde. Una mujer y un par de chiquillos muy parecidos entre sí le aguardaban dentro de un coche familiar. La mitad de las cabinas de Welcome Inn tenían un coche frente a ellas. En algún lugar, cerca, un perro se puso a ladrar. Bajó la persiana.

Luego buscó el teléfono. No había ninguno en la habitación. Mientras se estaba vistiendo, Sandy se despertó.

—Buenos días, cariño. ¿Has dormido bien?

—Estupendamente. ¿Dónde vamos?

—Quiero buscar un teléfono y llamar a tía Karen. —Se ató las zapatillas de lona—. No quiero que se preocupe por nosotras.

—¿Puedo venir?

—Puedes quedarte aquí y vestirte. Sólo tardaré un minuto, luego iremos a desayunar.

—Está bien.

Se abrochó su blusa de algodón a cuadros y tomó su bolso.

—No abras la puerta a nadie, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

Fuera, el aire matutino era fresco y con olor a pino, un aroma que le recordó las agradables y sombreadas pistas forestales de la Sierra donde acostumbraba a acampar con su hermana. Antes de Roy. La forma en que Roy actuaba en las montañas le había hecho perder rápidamente el gusto por la naturaleza. Una vez se hubo librado de él, hubiera debido volver a las acampadas de nuevo, con Sandy. Quizá pronto…

Subió los peldaños del porche de la oficina del motel y vio una cabina telefónica al otro extremo. Se encaminó hacia ella. La madera crujió bajo sus pies, sonando como el entarimado azotado por la intemperie de un viejo muelle.

Se metió en la cabina, echó monedas en la ranura, y marcó el número de la Operadora. Cargó la llamada al teléfono de su casa. No tardó en conseguir línea.

—¿Hola?

—Buenos días, Karen.

—Oh.

—¿Es eso algún tipo de saludo?

—No me lo digas: se te ha estropeado el coche.

—Eres clarividente.

—¿Necesitas una grúa?

—No, me temo que hoy he de pedirte disculpas.

—No puedes venir, lo siento.

—No, no es eso.

—¿Te han cambiado los días libres? Con lo bien que nos lo pasábamos los domingos. ¿Cuáles tienes ahora, viernes y sábado, martes y miércoles?

—Tu clarividencia te ha fallado.

—¿Oh?

—Te llamo desde el encantador pueblo turístico de Malcasa Point, sede de la tristemente famosa Casa de la Bestia.

—¿Estás colocada?

—Sobria, desgraciadamente. Por lo que calculo, estamos a unos ciento cincuenta kilómetros al norte de San Francisco.

—¿Qué demonios estás haciendo en ese lugar perdido? —Antes de que Donna pudiera contestar, Karen añadió—: ¡Oh, Dios mío! ¿Ha salido?

—Ha salido.

—¡Oh, Dios mío!

—Creímos que era mejor desaparecer.

—Correcto. ¿Qué quieres que haga?

—Diles a mamá y a papá que estamos bien.

—¿Y tu apartamento?

—¿Puedes hacer que recojan y guarden todas nuestras cosas?

—Por supuesto, supongo.

—Llama a Beacon, o a quien creas mejor. Hazme saber lo que ha costado, y te enviaré un cheque.

—¿Cómo lo haré para hacértelo saber?

—Me mantendré en contacto contigo.

—¿No vas a volver?

—No lo sé.

—¿Cómo han podido dejarle salir? ¿Cómo han podido?

—Creo que se portó bien ahí dentro.

—¿Cuándo voy a poder verte de nuevo?

Sonaba como si estuviera a punto de echarse a llorar.

—Todo esto acabará algún día.

—Seguro que acabará. Si Roy cae muerto de un ataque al corazón, o se tira por algún puente conduciendo, o… —un sollozo cortó su voz—. Cristo, ese tipo de cosas… ¿cómo pueden permitir que pasen?

—Hey, no llores. Todo va a ir bien. Simplemente llama a mamá y a papá y diles que estoy bien, y nos mantendremos en contacto.

—De acuerdo. Y yo… me cuidaré de lo de tu apartamento.

—Cuida también de ti misma.

—Seguro que lo haré. Y tú también. Dale un beso a Sandy de mi parte.

—Lo haré. Adiós, Karen.

—Adiós.

Donna colgó. Inspiró profundamente, luchando por recuperar el control de sus agitadas emociones. Luego cruzó el porche. Cuando bajaba los peldaños, oyó el chirriar de una puerta al abrirse.

—¿Señora?

—Miró a su alrededor. Una chica de unos quince años estaba de pie en la puerta de la oficina. Probablemente la hija del dueño.

—¿Sí?

—¿Es usted la señora que tenía un problema con el coche?

Donna asintió.

—Bix, de la Chevron, llamó. Él y Kutch fueron a buscarlo. Bix me dijo que ya le comunicará cuando lo tenga aquí.

—Pero no tienen las llaves.

—Bix no las necesita.

La muchacha llevaba una blusa sin tirantes, obviamente sin sujetador debajo, puesto que sus pezones se marcaban oscuros y túrgidos bajo la fina tela. Donna se preguntó por qué los padres de la chica le permitían vestirse así.

—De acuerdo. Gracias por el mensaje.

—De nada.

La chica dio media vuelta y desapareció. Sus téjanos cortos estaban abiertos por los lados, revelando sus bronceadas piernas casi hasta la cadera.

Esa chica está pidiendo ser violada, pensó Donna. Si alguna vez Sandy se vestía así…

Bajó los peldaños del porche y cruzó la zona de aparcamiento hacia su cabina. Tuvo que esperar mientras Sandy terminaba en el cuarto de baño.

—¿Quieres desayunar aquí en el Inn? —preguntó Donna—. ¿O quizá deberíamos probar suerte en el pueblo?

—Vayamos al pueblo —dijo Sandy con voz ansiosa—. Espero que haya algún Dunkin’ Donuts. Me muero por un donut.

—Yo me muero por una taza de café.

—Mamá Exprés.

Salieron. Sandy, mirando a su madre de reojo, abrió su bolso de dril y sacó sus gafas de sol. Sus redondos cristales eran enormes para su rostro. Donna, que raramente llevaba gafas de sol, pensó que hacían que su hija pareciera un bicho…, un bicho encantador, pero un bicho pese a todo. Siempre había cuidado de no mencionar el parecido.

—¿Qué dijo tía Karen? —preguntó Sandy.

—Dijo que te diera un beso de su parte.

—¿Ibas a jugar a tenis con ella hoy?

—Sí.

—Apuesto a que se sorprendió.

—Lo comprendió.

Llegaron a la carretera. Donna señaló hacia la izquierda.

—El pueblo está hacia este lado —dijo. Echaron a andar hacia allí—. Por la forma de hablar de tía Karen, no creo que haya oído hablar nunca de Malcasa Point. Y sin embargo es un hermoso lugar, ¿no?

Sandy asintió. Sus gafas de sol se deslizaron por su nariz abajo. Las devolvió a su lugar con un dedo.

—Es bonito, pero…

—¿Qué?

—Oh, nada.

—No, dímelo. Adelante.

—¿Por qué se lo dijiste a tía Karen?

—¿Le dije qué?

—Dónde estamos.

—Pensé que debía saberlo.

—Oh. —Sandy asintió y se ajustó las gafas.

—¿Por qué?

—¿Crees que fue una buena idea, decírselo? Quiero decir, ahora sabe dónde estamos.

—No se lo va a decir a nadie.

—No, a menos que él la obligue.

Salieron de la carretera y aguardaron al borde del arcén hasta que el coche que se acercaba pasó zumbando por su lado.

—¿Qué quieres decir con eso de que «la obligue»? —preguntó Donna.

—La obligue a decírselo. Del mismo modo que te obligaba a ti a decirle cosas.

Donna caminó en silencio, sin gozar ya del frío aire con aroma a pinos. Imaginó a su hermana tendida desnuda en una cama, firmemente atada, con Roy a su lado utilizando un mechero para calentar el metal de un destornillador.

—Tú nunca viste lo que me hacía, ¿verdad? Siempre cerraba la puerta.

—Oh, nunca vi eso. No lo que te hacía en el dormitorio. Tan sólo cuando te pegaba. ¿Qué te hacía en el dormitorio?

—Me hacía daño.

—Debía de ser horrible.

—Sí.

—¿Cómo te hacía daño?

—De muchas maneras.

—Apuesto a que sería capaz de hacerle eso a tía Karen.

—No se atrevería —dijo Donna—. No se atrevería.

—¿Cuándo podremos irnos de aquí?

—Tan pronto como esté listo el coche.

—¿Y cuándo estará?

—No lo sé. Axel fue a buscarlo esta mañana con un hombre de la estación de servicio. Si no necesita ninguna reparación, podremos irnos tan pronto como lo traigan aquí.

—Será mejor —dijo Sandy—. Será mejor marcharnos lo antes posible.

2

Eligieron para desayunar el Sarah’s Diner, al otro lado de la estación Chevron. Tras ver el surtido de donuts exhibido en la barra, Sandy decidió pasar de ellos. En su lugar pidió huevos con tocino.

—Este lugar no me gusta —dijo.

—No volveremos a comer en él a partir de ahora.

—Ja, ja.

Sandy metió una mano bajo la mesa, y frunció disgustada la nariz.

—Hay chicle debajo de la mesa.

—Siempre hay chicle debajo de las mesas. Algunos de nosotros tenemos el suficiente buen juicio como para mantener nuestras manos apartadas de él.

Sandy se olió los dedos.

—No me gusta.

—¿Por qué no vas a lavarte las manos?

—Apuesto a que el water es simplemente un agujero —dijo la niña, y se levantó de la mesa como si estuviera ansiosa por verificar su teoría.

Sonriendo, Donna la contempló mientras se alejaba briosamente hacia el extremo más alejado del comedor. La camarera vino y llenó la pesada y descascarillada taza de Donna con café.

Observó como la camarera se dirigía a otra mesa. Luego, el abrirse de la puerta de entrada atrajo su atención.

Dos hombres entraron en el comedor. El más delgado parecía ser demasiado joven para tener el pelo blanco. Aunque correctamente vestido con un traje de sport de color azul, tenía una expresión inquieta, como un refugiado. El hombre que iba con él podía haber sido su guardián. Con unos ojos de un azul profundo en un rostro que hacía pensar en madera tallada y muy pulida, tenía el aspecto confiado de un policía. O de un soldado. O del guía en Colorado, hacía muchos años, que había permitido que ella y Karen participaran en una cacería de venados con su padre.

Los dos hombres se sentaron en la barra. El más fuerte de los dos tenía el pelo castaño claro escrupulosamente cortado por encima del cuello de su camisa. Sus anchas espaldas llenaban su camisa color canela, tensándola. El cinturón negro parecía rígido y nuevo en unos téjanos tan viejos que una de las trabillas colgaba suelta sobre su bolsillo trasero. Sus botas camperas con suela de goma parecían más viejas aún que los téjanos.

Como si se sintiera atraído por la intensidad de su mirada, el hombre observó por encima de su hombro. Donna luchó contra la urgencia de desviar su vista. Sus ojos se encontraron por un momento, luego ella miró al otro hombre, luego de una manera casual a la barra. Alzó su taza de café. Ya no brotaba vapor de ella. Una capa aceitosa sobre la oscura superficie reflejaba turbulentos colores como un arcoiris, o un rosbif estropeado. Bebió, de todos modos. Volviendo a dejar la taza, se permitió echarle otra mirada al hombre.

Ya no estaba mirándola.

La decepción ensombreció el alivio de Donna.

Bebió más café y lo observó. Su cabeza estaba ligeramente inclinada mientras escuchaba al nervioso hombre del pelo blanco. Uno de sus hombros le bloqueaba la visión de su boca. Vio una leve indentación en el borde de su nariz, aparentemente debida a una antigua rotura. Una cicatriz bajaba oblicuamente desde su ceja hasta su pómulo. Volvió a mirar su café, temerosa de atraer de nuevo su atención.

Cuando oyó unos rápidos pasos familiares, vio que el hombre volvía la cabeza. Miró a Sandy, luego a Donna, después volvió su atención a su amigo.

—¿Te has lavado bien? —preguntó Donna, con una voz quizá demasiado fuerte.

—No había nada para secarme las manos —le dijo Sandy, y se sentó.

—¿Qué has utilizado?

—Mis pantalones. ¿Dónde está la comida?

—Quizá seamos afortunadas y no venga.

—Estoy muerta de hambre.

—Está bien, les daremos una última oportunidad.

La camarera vino pronto, trayendo bandejas con huevos, ristras de salchichas y picadillo de carne. Por extraño que parezca, la comida tenía buen aspecto. Cuando Donna cortó un trozo de su primera salchicha, su estómago gruñó audiblemente.

—¡Mamá! —Sandy dejó escapar una risita.

—Debe de estar acercándose una tormenta —dijo Donna.

—No puedes engañarme. Fueron tus tripas.

—Tripas no es una palabra correcta, cariño.

La niña volvió a dejar escapar una risita. Luego, con una expresión de fruncido desagrado, cogió una ramita de perejil de encima de su carne picada y la depositó en el borde de la bandeja.

Donna miró al hombre. Estaba bebiendo café. Mientras comían y hablaba con Sandy, alzó la vista a menudo hacia él. Se dio cuenta de que no estaba comiendo. Aparentemente él y su amigo habían entrado en el Sarah’s tan sólo para tomar café. Pronto se levantaron de la barra.

El hombre rebuscó en el bolsillo de sus pantalones mientras se encaminaba hacia la caja registradora. Su nervioso amigo protestó, y perdió. Después de pagar la cuenta, sacó un purito delgado del bolsillo de su camisa. Lo desenvolvió. Mientras arrugaba el papel celofán hasta convertirlo en una pequeña bola, miró en la zona cercana a la barra, probablemente buscando una papelera. No encontrando ninguna, se metió la bolita en el bolsillo de su camisa. Sujetó el purito entre sus dientes. Sus ojos se desviaron bruscamente hacia Donna. Se clavaron en ella, dejándola aturdida como un conejo ante los faros de un coche. Los ojos permanecieron clavados en ella mientras el hombre encendía un fósforo y sorbía su llama hacia la punta del purito. Apagó el fósforo agitándolo. Luego se volvió y se dirigió hacia la puerta.

Donna dejó escapar un profundo y tembloroso suspiro.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Sandy.

—Estupendamente.

—¿Qué ha pasado?

—Nada. Todo va perfectamente.

—No tenías ese aspecto.

—¿Has acabado ya de comer?

—Todo está en el buche —dijo Sandy.

—¿Lista para irnos?

—Yo estoy lista. ¿Pero has terminado tú?

—No, pero no quiero más. Será mejor que nos vayamos.

Tomó la cuenta. Su mano tembló ligeramente cuando la tendió hacia su bolso. Metió tres monedas de un cuarto de dólar bajo el borde de su bandeja, y se alzó rápidamente.

—¿Qué ocurre, mamá?

—Tengo ganas de salir fuera.

—Está bien —dijo la niña, dubitativa, mientras seguía a Donna a la caja registradora.

Afuera, Donna miró acera abajo. A una manzana de distancia, una mujer vieja con un perro de lanas estaba subiendo torpemente el bordillo. Ninguna señal de los dos hombres del café. Miró en la otra dirección.

—¿Qué estás buscando? —preguntó Sandy.

—Estoy intentando decidir qué dirección es la mejor.

—Ya hemos estado por ese lado —dijo la niña, y señaló hacia la izquierda.

—De acuerdo. —Así que se volvieron hacia la derecha, y empezaron a andar.

—¿Crees que podremos irnos esta mañana? —preguntó Sandy.

—No sé cuanto tiempo requerirá todo eso. Creo que estamos a poco más de una hora de distancia de donde dejamos el coche. La muchacha del motel no dijo a qué hora se había ido Axel a buscarlo.

—Si no nos vamos ahora mismo, podemos ir a ver la Casa de la Bestia.

—No sé, cariño.

—Yo sólo pago media entrada.

—¿Estás segura de que quieres ver realmente un lugar como ese?

—¿Qué es, exactamente?

—Se supone que es el hogar de una horrible bestia que mata a la gente y la despedaza. Es allá donde fueron asesinadas esas tres personas hace unas pocas semanas.

—Ohhhh, ¿es ese lugar?

—Aja.

—¡Huau! ¿Podemos verlo?

—No estoy segura de que me entusiasme la idea.

—Oh, vamos. Casi estamos ahí. ¿Por favor?

—Bueno, no perdemos nada mirando a qué hora empiezan las visitas.

3

De pie en la esquina norte de la verja de hierro forjado, Donna miró a la sombría casa maltratada por el tiempo y se sintió invadida por la repugnancia.

—No estoy segura de tener ganas, cariño.

—Dijiste que podíamos comprobar el horario de las visitas.

—No estoy segura de tener ganas de entrar ahí, en absoluto.

—¿Por qué no?

Donna se alzó de hombros, incapaz de ponerle palabras a su aprensión.

—No lo sé —dijo.

Trasladó sus ojos del inclinado mirador al porche con su balaustrado balcón encima, pasando por un aguilón y hasta una torre en el extremo sur. Las ventanas de la torre reflejaban vacío. Su techo era un pronunciado cono: un sombrero de bruja.

—¿Tienes miedo de que sea algo demasiado vulgar para ti?

—Tu lenguaje ya es lo suficientemente vulgar para mí.

Sandy se echó a reír, y se ajustó sus resbaladizas gafas de sol.

—De acuerdo, echaremos un vistazo al horario de las visitas. Pero no estoy garantizándote nada.

Echaron a andar hacia la cabina de los tickets.

—Iré yo sola, si tú tienes miedo.

—No vas a entrar ahí dentro sola, jovencita.

—Sólo pago medio billete.

—No se trata de eso.

—¿De qué se trata, entonces?

«Podrías no volver a salir nunca», pensó sin saber por qué Donna. Inspiró profundamente. El aire, aromático como un pinar de alta montaña, la calmó.

—¿De qué se trata?

Donna esbozó una sonrisa tan malvada como le fue posible, y murmuró:

—No quiero que la bestia se te coma.

—¡Eres horrible!

—No tan horrible como la bestia.

—¡Mamá! —Riendo, Sandy agitó hacia ella su bolso de dril.

Donna lo bloqueó con su antebrazo, alzó la vista, y vio al hombre del café. Sus ojos estaban posados en ella. Sonriéndole, Donna paró otro ataque de su hija.

Vio un ticket azul en la mano del hombre.

—Está bien, cariño, ya basta. Iremos a visitarla.

—¿Podemos? —preguntó la niña, encantada.

—Hombro contra hombro, nos enfrentaremos a la horrible bestia.

—La aplastaré con mi bolso —dijo Sandy.

Mientras se acercaban a la cola de la puerta, Donna vio que el hombre se volvía casualmente hacia su nervioso amigo y se ponía a hablar con él.

—Mira. —Sandy señaló hacia una esfera de reloj pintada sobre madera en la parte superior de la cabina de los tickets. El letrero encima de la esfera rezaba: «Próxima visita a las», y el reloj señalaba las diez.

—¿Qué hora es?

—Casi las diez —dijo Donna.

—Estupendo. Pongámonos en la cola.

Se situaron detrás de la última persona de la cola, un rechoncho muchacho de unos quince años con las manos juiciosamente cruzadas sobre su barriga. Sin mover los pies, se volvió lo suficiente como para echar una ojeada crítica a Donna y Sandy. Pronunció un suave «Hump», como si se sintiera insultado por su presencia, y volvió de nuevo sus hombros hacia el frente.

—¿Cuál es su problema? —susurró Sandy.

—Chisst.

Mientras aguardaban, Donna contó catorce personas en la cola. Aunque ocho parecían ser niños, solamente vio a dos que supuso podían acogerse al descuento para «niños menores de doce años». Si ninguno de los demás poseía invitación, calculó que la visita recaudaría en total cincuenta y dos dólares.

No estaba mal, pensó.

El hombre del café era el tercero de la fila.

Una joven pareja con dos niñas rubias se dirigió a la cabina de los tickets.

—Eso hace sesenta y cuatro —dijo Donna.

—¿Qué?

—Dólares.

—¿Qué hora es?

—Faltan aún dos minutos.

—Odio esperar.

—Mira a la gente.

—¿Para qué?

—Es interesante.

Sandy alzó la vista hacia su madre. Incluso con las gafas de sol ocultando la mayor parte de su rostro, el escepticismo de Sandy era obvio. Pero se salió un par de pasos de la cola para mirar más atentamente a los demás.

—¡Monstruos! —chilló de pronto alguien desde atrás—. ¡Necrófagos!

Donna se dio la vuelta. Semiagachada en medio de la calle, una mujer delgada y pálida la señalaba a ella, a Sandy…, y a todos ellos. La mujer no tendría más de treinta años. Llevaba el pelo cortado como un muchacho. Su traje amarillo sin mangas estaba arrugado y manchado. La suciedad tiznaba sus blancas piernas. Iba descalza.

—¡Tú y tú y tú! —chilló—. ¡Necrófagos! ¡Husmeadores de tumbas! ¡Todos vosotros vampiros, chupando la sangre de los muertos!

La puerta de la cabina de los tickets se abrió de golpe. Un hombre salió corriendo, su flaco rostro enrojecido.

—¡Lárgate de aquí, maldita seas!

—¡Gusanos! —siguió gritando la mujer—. ¡Gusanos todos, pagando para ver esa inmundicia! ¡Cobardes!

El hombre se arrancó de los pantalones su ancho cinturón de cuero y lo dobló.

—¡Te lo advierto por última vez!

—¡Guarros!

—Eso ya es demasiado —murmuró el hombre.

La mujer retrocedió cuando el hombre avanzó a grandes zancadas hacia ella, el cinturón alzado y dispuesto. Tropezando, cayó de espaldas sobre el pavimento.

—¡Sigue, gusano! ¡A los necrófagos les gusta eso! ¡Contempla como te miran con las bocas abiertas, babeando! ¡Dales un poco de sangre! ¡Para eso están aquí! —Poniéndose de rodillas, abrió, desgarrándola, la parte frontal de su vestido. Sus pechos eran grandes para una mujer tan pequeña. Colgaron sobre su barriga como fláccidos sacos—. ¡Dales un buen espectáculo! ¡Dales sangre! ¡Desgarra mi carne! ¡Eso es lo que les gusta!

El hombre alzó el cinturón por encima de su cabeza, preparado para dejarlo caer.

—No lo haga. —La voz restalló no muy alta, pero seca e imperativa.

El hombre miró a su alrededor.

Volviéndose, Donna vio al hombre del café salirse de la cola. Avanzó unos pasos.

—Quédese donde está, amigo —dijo el hombre de los tickets.

Siguió avanzando.

—No necesitamos interferencias de nadie.

No dijo nada al hombre con el cinturón, sino que pasó por su lado, dirigiéndose hacia la mujer. La ayudó a ponerse en pie. Alzó su vestido, cubriéndole los hombros, y se lo cerró suavemente por delante. Con mano temblorosa, la mujer mantuvo juntos los desgarrados bordes.

Él le habló suavemente. Ella se reclinó contra él, le besó alocadamente en la boca, y se apartó.

—¡Corred! —chilló—. ¡Corred si queréis salvar vuestras vidas! ¡Corred si queréis salvar vuestras almas! —Y se alejó apresuradamente calle abajo.

Algunas personas de la cola se echaron a reír. Alguien murmuró que aquella loca formaba parte del espectáculo. Otros se mostraron en desacuerdo. El hombre del café volvió a su sitio y se inmovilizó en silencio junto a su amigo en la cola.

—¡De acuerdo, muchachos! —dijo el hombre de los tickets. Caminó hacia ellos, mientras se colocaba de nuevo el cinturón pasándolo por sus trabillas—. Pido disculpas por el retraso, aunque estoy seguro de que todos ustedes han disfrutado con el espectáculo de esa mujer. Hace tres semanas, la bestia se cargó a su marido y a su único hijo, los hizo pedazos. La experiencia le ha aflojado los tornillos a la pobre mujer. Lleva un par de días merodeando por aquí, desde que reanudamos las visitas. Pero tenemos a otra mujer, una mujer que pasó a través del fuego purificador de la tragedia y salió mejorada de él. Esta mujer es la propietaria de la Casa de la Bestia, y su guía personal para la visita de hoy. —Con un gesto grandilocuente, atrajo las miradas de la gente hacia el césped de la Casa de la Bestia, donde una encorvada y gruesa mujer cojeaba hacia ellos.

—¿Todavía sigues queriendo entrar? —preguntó Donna.

Sandy se alzó de hombros. Su rostro estaba pálido. Obviamente se había sentido impresionada por la histérica mujer.

—Sí —dijo—. Supongo que sí.