3

1

Los guardias nubios, vestidos como proxenetas, acudieron hacia Rucker desde todos lados. Sus negros rostros relucían por el sudor, sus grandes dientes brillaban muy blancos. Algunos apuntaron sus pistolas hacia su rostro, otros empezaron a dispararle con sus rifles de asalto AK-47 automáticos. Consiguió eludirlos, pero llegaron más, corriendo, gritando, blandiendo machetes. Su American 180 acribilló de agujeros sus brillantes camisas. Cayeron, pero otros venían a sustituirles.

¿De dónde demonios venían?, se preguntó.

Del Infierno.

Siguió disparando. Ciento setenta balas en seis segundos. Seis largos y provechosos segundos.

Pero seguían llegando. Algunos llevaban lanzas. Algunos, ahora, iban desnudos.

Dejó caer el cargador vacío, metió otro en su lugar, y siguió disparando.

Ahora todos iban desnudos, su negra piel brillando a la luz de la luna, con sonrisas enormes y blancas. Ninguno llevaba pistolas. Sólo cuchillos, espadas y lanzas.

He matado a todos los alcahuetes, pensó. ¿Quiénes son esos? Las reservas. Cuando termine con ellos, estaré completamente libre.

Pero el miedo susurró un mensaje de muerte en su oído. Bajando la vista, vio el cañón de aleación de su arma fundirse, doblarse, caer.

Oh Jesús, oh Jesús, ahora me atraparán. Me tirarán al suelo. Me cortarán la cabeza. Oh Jesús.

Jadeando, el corazón latiéndole alocadamente, se alzó con brusquedad. Estaba solo en el dormitorio. Un hilillo de sudor se deslizaba por su espalda. Se pasó una mano por su húmedo pelo y la secó en las sábanas.

Miró al despertador.

Tan sólo las doce y cinco de la madrugada. ¡Maldita sea! Era mucho más pronto de lo habitual. Cuando las pesadillas lo asaltaban a la cuatro o a las cinco, podía levantarse y desayunar y empezar el día. Cuando empezaban tan pronto, era terrible.

Saltó de la cama. El sudor en su desnudo cuerpo se enfrió. En el cuarto de baño, se secó con una toalla. Luego se puso una bata y se dirigió a la sala de estar del apartamento. Encendió todas las luces. Luego la televisión. Fue probando los canales. En uno ofrecían The Bank Dick. Debía de haber empezado a las doce. Fue a buscar una lata de Hamms en la nevera, una lata de cacahuetes en la despensa, y regresó a la sala de estar.

Cuando fue a tirar de la anilla para abrir la lata, observó que su mano temblaba.

Nunca temblaba cuando estaba trabajando.

Judgement Rucker, tú jamás te has acobardado, muchacho.

Si pudieran verle ahora.

Son esas malditas pesadillas.

Bueno, desaparecerían. Siempre terminaban desapareciendo. Tan sólo era cuestión de tiempo.

Mira la película.

Lo intentó.

Cuando acabó la cerveza, fue a la cocina a por otra. Tiró de la anilla y miró por la ventana. La luz de la luna se reflejaba como una mancha de plata en el agua. Al otro lado de la bahía, la niebla cubría las colinas encima de Sausalito con una capa tan blanca como la nieve. La nieve envolvía también la mayor parte del puente Golden Gate. Todo menos la parte superior de su torre norte, con su luz roja parpadeante, estaba oculto por la niebla. Probablemente la otra torre estaba destellando también, pero la isla Belvedere le bloqueaba esa parte de la vista. Escuchó el grave gruñir de una sirena, luego volvió con su cerveza a la sala de estar.

Iba a sentarse en el diván cuando un áspero grito masculino de horror rasgó el silencio y la quietud.

2

Jud escuchó junto a la puerta del apartamento 315. Desde el interior le llegó el sonido de un hombre jadeando afanosamente. Jud tabaleó suavemente en la puerta.

Al extremo del pasillo, una mujer con rulos en la cabeza se asomó por una puerta.

—Deje de hacer ruido, ¿quiere? Si sigue haciendo ruido, llamaré a la policía. ¿No sabe la hora que es?

Jud le ofreció una sonrisa.

—Sí —dijo.

La irritación que fruncía el rostro de la mujer pareció desvanecerse. Esbozó una tentativa sonrisa.

—Usted es el nuevo inquilino, ¿no? El del 308. Yo soy Sally Leonard.

—Vuelva a la cama, señorita Leonard.

—¿Le ocurre algo a Larry?

—Yo me encargaré de ello.

Aún sonriendo, Sally volvió a meter la cabeza en su apartamento y cerró la puerta.

Jud llamó de nuevo al 315.

—¿Quién es? —preguntó un hombre al otro lado de la puerta.

—He oído un grito.

—Lo siento. ¿Le he despertado?

—Ya estaba despierto. ¿Quién gritó?

—Yo. No es nada. Sólo una pesadilla.

—¿Le llama usted nada a eso?

Jud oyó el ruido de una cadena al ser retirada. La puerta se abrió, y un hombre con un pijama a rayas apareció al otro lado.

—Suena usted como si supiera lo que son las pesadillas —dijo el hombre. Aunque su pelo revuelto por el sueño era tan blanco como la niebla, no parecía tener más de cuarenta años—. Me llamo Lawrence Maywood Usher. —Tendió su mano a Jud. Era huesuda, y estaba empapada de sudor. Su débil apretón pareció robarle energías a la mano de Jud.

—Yo soy Jud Rucker —dijo, entrando.

El hombre cerró la puerta.

—Bien, Judson…

—El nombre es Judgement.

Larry se animó inmediatamente.

—¿Juicio? ¿Como en el Día del Juicio?

—Mi padre es ministro baptista.

—Judgement Rucker. Fascinante. ¿Quiere un poco de café, Judgement?

Pensó en la lata abierta de Hamms en su apartamento. Qué demonios, podía utilizarla mañana para cocinar.

—Encantado. Un poco de café me irá estupendamente.

—¿Es usted un connoiseur?

—Oh, no.

—De todos modos, eso va a ser algo que le va a gustar. ¿Ha probado alguna vez el Blue Mountain jamaicano?

—Nunca he oído hablar de él.

—Bien, pues ahora tiene la oportunidad. Su barco acaba de fondear en buen puerto.

Jud sonrió, sorprendido ante la nueva animación del hombre que había gritado.

—¿Me acompaña a la cocina?

—Por supuesto.

En la cocina, Larry abrió una bolsa pequeña de color marrón. Inclinó la bolsa abierta hacia el rostro de Jud. Jud olió el intenso aroma del café.

—Huele bien —dijo.

—Tiene que hacerlo. Es el mejor. ¿En qué trabaja usted, Judgement?

—Ingeniería —dijo, utilizando su tapadera habitual.

—¿Oh?

—Trabajo en Bretch Brothers.

—Suena como una marca alemana de pastillas para la tos.

—Construimos puentes, centrales eléctricas. ¿Y usted?

—Enseño.

—¿Escuela superior?

—¡Dios no lo permita! Tuve bastante de esos rudos, insolentes, deslenguados bastardos hace diez años. ¡Nunca más! ¡Dios no lo permita!

—¿Qué es lo que enseña ahora?

—Enseño a la élite. —Accionó la manivela, moliendo los granos de café—. Lo mejor de las Fuerzas Aéreas. Las lumbreras de América.

—¿Y ellos no son deslenguados?

—Al menos sus maldiciones no van dirigidas a mí.

—Eso debería marcar ciertamente una diferencia —dijo Jud. Observó al hombre echar unas cucharaditas del café molido en una cafetera y cerrarla.

—Todas las diferencias. ¿Nos sentamos?

Regresaron a la sala de estar. Larry ocupó el sofá. Jud se sentó en un sillón, pero no se reclinó.

—Me alegra que se haya dejado caer usted por aquí, Judgement.

—¿Qué le parece Jud?

—¿Qué le parece Judge?

—Ni siquiera soy abogado.

—Por su aspecto, sin embargo, es usted un buen juez. De carácter, de situaciones, de lo que está bien y lo que está mal.

—¿Puede decir todo esto tan sólo por mi aspecto?

—Por supuesto. Así que le llamaré Judge.

—De acuerdo.

—Dígame, Judge, ¿qué le impulsó a llamar a mi puerta?

—Oí el grito.

—¿Se dio cuenta de que estaba motivado por una pesadilla?

—No.

—Quizá pensó que me estaban asesinando.

—Eso es lo que se me ocurrió.

—Y pese a todo, acudió desarmado. Usted debe de ser un hombre valiente, Judge.

—Más bien no.

—O quizás ha conocido usted tanto miedo que la posibilidad de verse enfrentado a un simple asesino le debe parecer una bagatela.

Jud se echó a reír.

—Seguro.

—De todos modos, me alegra que viniera. No hay mejor antídoto para los terrores de la noche como un rostro amigo.

—¿Sufre usted esos terrores a menudo?

—Cada noche desde hace tres semanas. No exactamente tres semanas…, eso serían veintiuna noches. Sufro esas pesadillas desde hace solamente diecinueve. ¡Solamente! Parece que sean años.

—Entiendo.

—A veces me pregunto si hubo algo antes de las pesadillas. Sin duda lo hubo. No estoy loco, entienda, solamente trastornado. Nervioso, muy, muy terriblemente nervioso. Lo he estado y lo estoy. ¿Pero por qué diría usted que estoy loco?

—Yo no lo he dicho.

—No, por supuesto que no. —Sonrió con un lado de su boca—. Fue Poe quien lo dijo. «El corazón delator». Acerca de otro amigo angustiado. Angustiado hasta el punto de la locura. ¿Parezco yo loco?

—Parece usted agotado.

—Diecinueve noches.

—¿Sabe usted qué fue lo que desencadenó sus pesadillas? —preguntó Jud.

—Déjeme mostrárselo. —Tomó un recorte de periódico de debajo de un ejemplar de la revista Time sobre la mesita de café—. Puede leerlo mientras voy a ver como marcha el café. —Se levantó del sofá y le tendió el artículo a Jud.

A solas en la habitación, Jud se reclinó en el sillón y leyó:

TRES ASESINATOS EN LA CASA DE LA BESTIA

(Malcasa Point).— Los cuerpos mutilados de dos hombres y de un niño de once años fueron encontrados el último miércoles en la macabra atracción turística de la Casa de la Bestia, en Malcasa Point.

Según las autoridades locales, el patrullero Daniel Jenson entró en la casa a las 11.45 de la noche para investigar unos posibles merodeadores. Al no comunicarse de nuevo con la central, fue enviado un nuevo coche al lugar. Con la ayuda del servicio voluntario contra incendios, los oficiales acordonaron la zona y entraron en la misteriosa casa.

El cuerpo del patrullero Jenson fue encontrado en el pasillo del primer piso, junto con los cuerpos del señor Matthew Ziegler y su hijo, Andrew. Los tres fueron asesinados, al parecer con un cuchillo.

Según Mary Ziegler, esposa del fallecido, Matthew estaba furioso por la temerosa reacción de su hijo ante una visita efectuada a la Casa de la Bestia poco antes aquel mismo día, y le instó a que «le mostrara la bestia». Poco después de las once de la noche del miércoles, llevó al muchacho a la Casa de la Bestia con la intención de hacerle reaccionar y obligar al joven Andrew a que «se enfrentara» a sus temores.

La Casa de la Bestia, construida en 1902 por la viuda de Lyle Thorn, jefe de la tristemente famosa Banda de Thorn, ha sido escenario de no menos de once muertes misteriosas desde el momento de su construcción. Su actual propietaria, Maggie Kutch, se mudó de la casa en 1931, después de que su esposo y tres hijos fueran «despedazados por una horrible bestia blanca» que, según su versión de los hechos, entró en la casa a través de una ventana del piso bajo. Poco después de los brutales asesinatos, la señora Kutch abrió la casa para que pudiera ser visitada durante el día.

No se supo de más incidentes hasta 1951, cuando dos chicos de doce años, residentes en Malcasa Point, entraron en la casa después del anochecer. Uno de los chicos, Larry Maywood, escapó con heridas leves. El mutilado cuerpo de su amigo, Tom Bagley, fue encontrado al amanecer por los investigadores.

Comentando los más recientes asesinatos, la propietaria durante setenta y un años de la casa explicó: «Después de anochecer, la casa pertenece a la bestia». Según Billy Charles, jefe de policía de Malcasa Point, ninguna bestia es responsable de las muertes del patrullero Jenson y de los Ziegler. Asegura que fueron asesinados por un hombre provisto de un instrumento cortante. Y añadió: «Esperamos capturar al culpable en poco tiempo».

Las visitas a la Casa de la Bestia han sido suspendidas por tiempo indefinido, sujeto a la resolución de las investigaciones sobre los homicidios.

Jud se echó hacia delante en el sillón y observó el nervioso rostro sonriente de Larry mientras el hombre traía las tazas de café a la habitación. Aceptó una de las tazas, esperó a que Larry se sentara y dijo:

—Usted se ha presentado como Lawrence Maywood Usher.

—Siempre he sido un gran admirador de Poe. De hecho, supongo, fue en buena parte su influencia lo que me inspiró a explorar la Casa de la Bestia aquella noche con Tommy. Parecía adecuado, cuando finalmente decidí que un nuevo nombre era algo esencial para mi supervivencia emocional, tomar el nombre del atormentado Roderick Usher de Poe.

3

Lawrence Maywood Usher dio un sorbo a su café en su frágil taza de porcelana traslúcida china. Jud observó que mantenía el líquido en su boca como si fuera vino, saboreándolo antes de tragarlo.

—Ah, delicioso. —Miró ansiosamente a Jud.

Jud alzó su taza. Le gustaba el denso aroma, y tomó un sorbo. Su sabor era más fuerte de lo que le gustaba.

—No está mal —dijo.

—Es usted un maestro de la modestia exagerada, Judge. —La preocupación frunció el delgado rostro del hombre—. ¿Le gusta?

—Está bien. Muy bueno. Sólo que no estoy acostumbrado a este tipo de cosas.

—Uno nunca puede acostumbrarse a algo que le guste. Si lo hace, pierde el sentido de la apreciación.

Jud asintió y tomó otro sorbo. Esta vez el café le supo algo mejor.

—¿Tiene usted pesadillas acerca de la Casa de la Bestia? —preguntó.

—Siempre.

—Me sorprende que haya sido necesario un artículo periodístico para desencadenarlas, teniendo en cuenta que usted ha debido enfrentarse a ello durante todo ese tiempo.

—La historia, más o menos, reactivó las pesadillas. Las tuve constantemente durante los varios meses subsiguientes a mi… encuentro. Los médicos sugirieron tratamiento psiquiátrico, pero mis padres no quisieron oír hablar de ello. Eran gente suspicaz, y consideraban la psiquiatría como la persecución de tontos y locos. Nos mudamos de Malcasa Point, y mis pesadillas perdieron rápidamente intensidad. Siempre lo consideré como una victoria del sentido común sobre la charlatanería.

Sonrió, aparentemente satisfecho de su ingenio, y concediéndose otro sorbo de café.

—Desgraciadamente —prosiguió, no conseguimos dejar enteramente atrás el incidente. De vez en cuando, algún periodista ansioso nos rastreaba para conseguir una historia sobre esa miserable atracción turística. Eso siempre desencadenaba de nuevo las pesadillas. Todas las revistas han publicado la historia.

—He visto un par de ellas.

—¿Las leyó?

—No.

—Puro sensacionalismo. ¡Periodistas! ¿Sabe usted lo que es un periodista? «Un escritor que cree estar en posesión de la verdad y la disipa en una tempestad de palabras». Ambrose Bierce. La única vez que permití que uno de esos recolectores de basura me entrevistara, retorció de tal modo mis palabras que aparecí como un idiota tartamudeante. ¡Terminó diciendo que el encuentro me había desequilibrado! Después de eso me cambié el nombre. Hasta ahora ninguno de esos bastardos ha conseguido localizarme, y he estado libre de pesadillas sobre la bestia hasta ahora…, ahora que ha vuelto a matar de nuevo.

—¿Ella?

—Oficialmente, desde que se produjo el ataque contra los Lyle, ha sido él, un maníaco provisto de un cuchillo, algo del orden de Jack el Destripador. Quieren dar a entender que cada ataque corresponde a un asesino distinto.

—¿Y no es así?

—En absoluto. Se trata de una bestia. Siempre la misma bestia.

Jud no intentó ocultar la expresión de duda que sabía estaba empezando a aparecer en su rostro.

—Permítame que vuelva a llenarle la taza, Judge.

4

—No sé lo que es la bestia —dijo Larry—. Quizá nadie lo sepa. Yo la he visto, sin embargo. Con excepción de la vieja Maggie Kutch, yo soy probablemente la única persona viva que puede decirlo.

»No es humana, Judge. O si es humana, es algún tipo de inexpresable deformidad. Y es muy, muy vieja. El primer ataque conocido ocurrió en 1903. Teddy Roosevelt era presidente por aquel entonces. Fue el año en que los hermanos Wright efectuaron su vuelo en Kitty Hawk. La bestia mató a tres personas aquel año.

—¿El propietario original de la casa?

—Sobrevivió. Era la viuda de Lyle Thorn. Su hermana, sin embargo, fue asesinada. Al igual que los dos hijos de Lilly. Las autoridades culparon de la atrocidad a un enfermo mental que encontraron en las afueras de la ciudad. Fue juzgado, condenado y colgado del balcón de la casa. Incluso entonces, aparentemente, encontrar a toda costa a un culpable estaba a la orden del día. Tenían que saber que el tipo era inocente.

—¿Por qué tenían que saberlo?

—La bestia tiene garras —dijo Larry—. Son afiladas, como uñas. Desgarran a la víctima, sus ropas, su carne. Se clavan en ella para sujetarla mientras la bestia… la viola.

La taza empezó a repiquetear contra su plato. La depositó sobre la mesa y cruzó las manos.

—¿Acaso usted…?

—¡Dios mío, no! Nunca llegó a tocarme. No a mí. Pero vi lo que le hizo a Tommy allá en el dormitorio. Estaba demasiado… ocupada… para preocuparse por mí. Tenía que terminar con Tommy primero. ¡Bien, no dejé que hiciera lo mismo conmigo! La ventana me causó algunos cortes, y me rompí un brazo en la caída, pero me salí de aquello. ¡Me salí de aquello, maldita sea! ¡Sobreviví para poder contarlo!

Dio otro sorbo a su café. Su temblorosa mano volvió a dejar la taza sobre la mesa. El beber parecía ayudarle a recobrar la calma. En voz baja dijo:

—Naturalmente, nadie cree lo que cuento. He aprendido a guardármelo para mí. Ahora supongo que pensará usted que estoy loco.

Miró a Jud, con sus cansados ojos llenos de desesperanza.

Jud señaló el recorte del periódico.

—Aquí dice que han muerto once personas en la Casa de la Bestia.

—Ese dato es correcto, para variar.

—Son muchas muertes.

—Por supuesto.

—Alguien debería poner fin a eso.

—Yo lo haría, si tuviera el valor. ¡Pero Dios mío, pensar en entrar en aquella casa por la noche! Nunca. Jamás seré capaz de hacerlo.

—¿Ha entrado alguien después de eso?

—¿Por la noche? Solamente un estúpido…

—O un hombre con una muy buena razón.

—¿Qué tipo de razón? —preguntó Larry.

—Venganza, idealismo, dinero. ¿No se ha ofrecido nunca una recompensa?

—¿Por matarla? Su existencia no la admite nadie, excepto la vieja Kutch y su loco hijo. Y seguro que ellos no quieren que nadie le haga daño. Esa maldita bestia, y su reputación, es su única fuente de ingresos. Probablemente sea también lo que mantiene a flote a todo el pueblo. La Casa de la Bestia no es el Castillo Hearst o la Casa Winchester, pero se quedaría usted sorprendido si supiera cuánta gente está dispuesta a pagar cuatro dólares por cabeza por una visita con guía a un viejo lugar que no sólo alberga a un monstruo legendario sino que también fue la escena de once brutales asesinatos. Vienen de toda California, de Oregón, de todos los estados de la unión. Una familia que cruce en coche California no puede pasar a menos de ochenta kilómetros de Malcasa Point sin que los chicos pidan a gritos visitar la Casa de la Bestia. Los dólares de los turistas son la sangre que da vida al pueblo. Si alguien matara ala bestia…

—Piense en los turistas que su cadáver podría atraer —sugirió Jud, sonriendo.

—Pero el misterio habría desaparecido. La bestia es el corazón de esta casa. La casa moriría sin ella. Malcasa Point seguiría sus pasos, y la gente no quiere eso.

—¿Prefieren que sigan los asesinatos?

—Por supuesto. Un asesinato de tanto en tanto hace maravillas con el negocio.

—Si el pueblo piensa así, no merece vivir.

—Su padre fue un hombre muy intuitivo, llamándole Judgement.

—Usted dijo que mataría a la bestia con sus propias manos, si pudiera.

—Si tuviera el valor, sí.

—¿Ha pensado alguna vez en contratar a alguien para que lo haga por usted?

—¿Cómo podría contratar a alguien para un trabajo como ese?

—Depende de lo que estuviera usted dispuesto a pagar.

—Lo que pueda valer una buena noche de sueño, ¿eh?

La sonrisa de su delgado rostro parecía grotesca.

—Podría considerarlo usted como una contribución a la humanidad —dijo Jud.

—Supongo que conoce usted a alguien que podría estar dispuesto a hacerlo por una buena suma de dinero: entrar en la casa por la noche y matar a la bestia.

—Creo que conozco a alguien —dijo Jud.

—¿Cuánto costaría eso?

—Depende del riesgo. Tendría que saber mucho más al respecto antes de aceptar el encargo.

—¿Puede darme usted una idea aproximada?

—Su mínimo serían cinco mil.

—¿Y su máximo?

—No hay máximo.

—Mis ahorros son limitados, pero creo que estaría dispuesto a invertir una parte considerable de ellos, si fuera necesario, en un proyecto de ese tipo.

—¿Qué piensa hacer usted mañana?

—Estoy abierto a todo tipo de sugerencias —dijo Larry.

—¿Por qué no vamos los dos en coche hacia la costa, bien temprano, y hacemos una visita a la Casa de la Bestia?

5

Las dos tazas de café no mantuvieron a Jud despierto cuando regresó a su apartamento. Se durmió en seguida, y si soñó algo, no recordó absolutamente nada de ello cuando el despertador sonó a las seis de la mañana del domingo.