2

Roy pulsó el timbre del apartamento 10 y aguardó. No oyó nada dentro. Volvió a pulsar el botón cinco veces, rápidamente.

Maldita puta, ¿por qué no abría?

Quizá no estuviera en casa.

Tenía que estar en casa. Nadie sale el domingo por la noche, no a las once y media.

Quizás estuviera durmiendo.

Golpeó la puerta con los puños. Aguardó. Golpeó de nuevo.

En el fondo del pasillo se abrió una puerta. Un hombre en, pijama se asomó.

—Deje de golpear, ¿quiere?

—Vaya a que lo jodan.

—Oiga, amigo…

—Si lo que quiere es que le patee el culo hasta que la mierda le salga por la boca, simplemente diga otra palabra más.

—Largúese de aquí, o llamaré a la policía.

Roy avanzó hacia él. El hombre cerró de golpe la puerta. Roy oyó el ruido de un cerrojo al correrse.

Bien, el tipo estaría ya llamando por teléfono.

La policía necesitaría unos minutos para llegar hasta allí. Decidió utilizar aquellos minutos.

Apoyándose en la pared opuesta al apartamento 10, tomó impulso y se lanzó hacia delante. El talón de su alzado pie golpeó la puerta, cerca de la cerradura. La puerta se abrió con un crujido. Roy se inclinó, alzó la pernera derecha de sus pantalones, y extrajo de su funda el cuchillo de caza que había comprado aquel mismo día en una tienda de deportes. Con el cuchillo en la mano, entró en el oscuro apartamento.

Encendió una luz. Cruzó el salón. Recorrió un corto pasillo. El dormitorio de la izquierda debía de ser la habitación de Sandy: estaba vacío. Abrió los armarios. La mayoría de las perchas estaban vacías.

¡Mierda!

Salió corriendo del apartamento, bajó las escaleras, y emergió en el callejón de atrás. Al otro lado había una hilera de aparcamientos cubiertos. Corrió hasta su extremo y encontró una puerta. La abrió. Un sendero descendía por entre dos edificios de apartamentos. Lo siguió hasta la calle.

Ningún coche acercándose.

Cruzó la calle.

Aquel lado tenía casitas en vez de edificios de apartamentos. Mucho mejor. Se acurrucó tras un árbol y aguardó a que pasara un coche. Cuando hubo desaparecido calle abajo, caminó por la acera, inspeccionando cada casa, buscando la que pareciera más prometedora.

Eligió una pequeña casa estucada cuyas ventanas estaban a oscuras. No la eligió por la oscuridad, sino por la bicicleta de niña que vio en el patio delantero.

Un descuido, dejarla allí.

Podían robarla. Quizá pensaran que su pequeña verja la protegería.

La verja no protegía absolutamente nada.

Roy se inclinó por encima y alzó cuidadosamente la aldaba. La puerta chirrió cuando la abrió. La cerró suavemente y corrió sendero arriba hacia los escalones delanteros. La puerta no tenía mirilla. Eso haría las cosas más fáciles.

Llamó fuerte y rápido. Aguardó unos cuantos segundos, luego golpeó la puerta tres veces más.

Se encendió una luz en la ventana del salón.

—¿Quién es? —preguntó un hombre.

—La policía.

Roy retrocedió unos pasos y se agazapó ligeramente, el hombro derecho apuntado hacia la puerta.

—¿Qué quieren?

—Estamos evacuando la vecindad.

—¿Qué?

—Estamos evacuando la zona. Se ha producido un escape de gas.

La puerta se abrió.

Roy se lanzó hacia delante. Su cadena de seguridad saltó. Sus fijaciones en el marco se desprendieron. La puerta golpeó contra el hombre al abrirse, echándole hacia atrás. Roy cayó sobre él, cubrió su boca, y hundió el cuchillo en su garganta.

—¿Marv? —llamó una mujer—. ¿Qué ocurre ahí afuera?

Roy cerró la puerta delantera.

—¿Marv? —Había miedo en la voz de la mujer—. Marv, ¿estás bien?

Roy oyó el sonido del disco de un teléfono al ser girado. Corrió al salón. Al otro extremo surgía luz de una puerta abierta. Se lanzó hacia ella. Estaba casi allí cuando una niña apareció en el oscuro umbral de otro dormitorio, lo vio, y jadeó. Roy la cogió por el pelo.

—¡Mamá! —gritó Roy—. Cuelgue el teléfono, o le abro la garganta a su hija.

—¡Santo Dios!

—Déjeme oírlo.

Tiró del pelo de la niña. Ella gritó.

El teléfono resonó.

—¡Está colgado! ¡Acabo de colgarlo!

Roy retorció el pelo de la niña, haciéndola volverse.

—Camina —dijo.

Con la hoja del cuchillo apoyada en su garganta, caminó tras ella hasta el otro dormitorio.

La mujer estaba de pie junto a su cama, rígida y temblando. Llevaba un camisón blanco. Se apretaba convulsivamente sus pálidos brazos, como si intentara darse algo de calor.

—¿Qué…, qué le ha hecho usted a Marv?

—Está bien.

Los ojos de la mujer descendieron hacia la mano de Roy que sostenía el cuchillo. Él miró también. Su mano estaba empapada de rojo.

—Así que he mentido —dijo.

—¡Dios de los cielos! ¡Oh, Dios misericordioso!

—Cállese.

—¡Lo ha matado!

—Cállese.

—¡Ha matado usted a mi Marv!

Empujó bruscamente a la niña hacia la cama, y corrió hacia la histérica mujer. Ella abrió mucho la boca para gritar. Agarrando la parte delantera de su camisón, tiró de ella hacia delante y hundió el cuchillo en su estómago. Ella inspiró aire como si de repente se hubiera quedado sin respiración.

—¿Te callarás ahora? —preguntó Roy, y hundió de nuevo el cuchillo.

Ella empezó a derrumbarse, de modo que Roy soltó su camisón. Cayó de rodillas, apretándose el vientre con las dos manos. Luego cayó de bruces.

La niña en la cama no se movió. Sólo miraba.

—Bien, no creo que quieras que te apuñale también, ¿verdad? —le preguntó Roy.

Ella negó con la cabeza. Estaba temblando. Parecía a punto de empezar a gritar.

Roy se miró a sí mismo. Su camisa y sus pantalones chorreaban sangre.

—Estoy hecho un asco, ¿verdad?

Ella no dijo nada.

—¿Cómo te llamas?

—Joni.

—¿Cuántos años tienes, Joni?

—Cumpliré los diez.

—¿Por qué no vienes conmigo y me ayudas a lavarme?

—No quiero.

—¿Prefieres que te apuñale?

Ella negó con la cabeza. Sus labios temblaban.

—Entonces ven conmigo.

Tomándola de la mano, tiró de ella fuera de la cama. La condujo por el pasillo hasta que encontró el cuarto de baño. Encendió la luz, y la empujó dentro.

El cuarto de baño era completo, con un lavabo y una repisa cerca de la puerta, un espacio, y luego la taza del water. La bañera, situada en la pared opuesta a la taza del water, tenía unas puertas de plástico glaseado.

Roy condujo a la niña hasta la taza del water. La tapa estaba bajada. Su funda de pelo largo hacía juego con la alfombrilla.

—Siéntate ahí.

Joni obedeció.

Arrodillándose frente a ella, Roy le desabrochó los botones de la chaqueta de su pijama. Ella sollozó.

—Quítate eso. —Deslizó la chaqueta del pijama a lo largo de los brazos de la niña—. Vamos a lavarnos bien —dijo.

Aflojó el cinturón de los pantalones del pijama, tiró hacia abajo, primero de debajo de ella, luego de sus piernas. Ella apretó sus rodillas. Cruzó los brazos sobre sus pechos, no más desarrollados que los de un chico, y se inclinó hacia delante hasta que sus hombros tocaron casi sus rodillas.

Roy abrió el grifo del agua caliente. Mientras el agua caía en la bañera, se desvistió. Cuando todas sus ropas formaron un montón en el suelo, tapó el desagüe de la bañera. Graduó el agua de modo que saliera caliente, pero no ardiendo.

Joni seguía sentada en el asiento del water, doblada sobre sí misma, sujetándose las rodillas.

Roy agarró su brazo. Ella intentó liberarse, de modo que él la abofeteó. Ella gritó, pero no se movió. De pie frente a la niña, Roy sujetó sus dos brazos y tiró de ella, obligándola a ponerse en pie.

—¡No! —gritó ella, mientras él la arrastraba hacia la bañera.

Pateó incontroladamente. Sus pies golpearon contra la batería metálica de los grifos, y gritó de dolor. Roy estuvo a punto de perder su presa, pero consiguió evitar que cayera de espaldas. Sentada en la bañera, ella siguió agitando las piernas, salpicando por todos lados. Roy se metió en la bañera frente a ella.

Se arrodilló en el agua.

—Ya basta —advirtió—. Estáte quieta.

Ella siguió pataleando. Uno de sus pies le dio un golpe en la cadera.

—Está bien.

Agarrándola por los tobillos, alzó sus piernas y tiró de ella hacia delante. La cabeza de la niña se hundió en el agua. Cerró desesperadamente los ojos y la boca. Sus manos palmearon los lados de la bañera, buscando ciegamente algo a lo que agarrarse, no encontrando nada, y chapoteando en el agua. Roy observó a la frenética niña, gozando con su debatirse, excitado por su cuerpo aún no desarrollado y la hendidura en la unión desprovista de vello de sus piernas.

Soltó sus tobillos. El rostro de la niña se asomó por la superficie del agua, los ojos y la boca muy abiertos, como sorprendidos. Jadeó en busca de aire. Roy la dejó sentarse.

—No quiero más problemas —dijo.

Ella resopló, y se secó la chorreante nariz con el dorso de su mano. Luego cruzó los brazos y se dobló sobre sí misma.

Roy se volvió hacia un lado y cerró el grifo del agua fría, dejando que el agua caliente brotara durante un rato. El nivel del agua ascendió. Pronto estuvo convenientemente caliente y profunda. Cerró el grifo.

—Cambiemos de lugar —dijo. Se puso en pie y pasó por encima de ella. La niña se deslizó hacia delante, sus nalgas chirriando sobre el esmalte. Roy volvió a sentarse, se reclinó en el frío respaldo de la bañera, y estiró sus piernas a ambos lados de ella.

—Ahora vamos a limpiarnos bien —dijo.

Tomó una pastilla de jabón de su repisa y empezó a frotar la espalda de la niña. Cuando estuvo lo suficientemente enjabonada, la atrajo hacia sí de modo que ella tuviera que apoyarse contra él. Sujetándola por los hombros, enjabonó su pecho, su vientre. Su piel era cálida, flexible, resbaladiza. La atrajo más hacia él. Puso el jabón en la repisa. Metió la mano por entre las piernas de ella.

Fue entonces cuando la madre apareció tambaleándose junto a la bañera, con un cuchillo de cocina alzado en su mano. La mano izquierda de Roy cerró precipitadamente la puerta deslizante. La punta del cuchillo golpeó contra el plástico de la puerta, y descendió arañándolo. Roy empujó a la niña, apartándola con las rodillas. Sujetando fuertemente el borde de la puerta para mantenerla cerrada, se giró para afianzarse sobre sus pies. La madre se inclinó hacia un lado. Su mano izquierda soltó su camisón empapado en sangre y se tendió hacia la otra mitad de la puerta corredera. Roy la mantuvo cerrada con su otra mano. Como si no hubiera puerta, la mujer lanzó el cuchillo contra el rostro de Roy. Su punta se clavó en el plástico, haciendo estremecerse la puerta. Golpeó una y otra vez. El sonido que emitía su garganta era en parte un gruñido, en parte un lamento de dolor o frustración.

Joni agarró la pierna de Roy y se puso a tirar de ella.

—¡Maldita puta! ¡Suéltame!

Apartó su mano derecha de la puerta lo suficiente como para golpear el rostro de Joni con el dorso de su mano cerrada. La cabeza de la niña saltó hacia atrás por el impacto, golpeando contra las baldosas de la pared.

La madre se lanzó hacia la puerta libre. Roy llegó antes y la mantuvo cerrada. Gruñendo de rabia, la mujer se aferró al montante superior de las puertas. Tiró hacia arriba de su cuerpo y consiguió apoyar sus pies sobre el borde de la bañera. Su rostro apareció por encima de Roy, sus ojos alocadamente desorbitados. Lanzó su brazo derecho hacia abajo, acuchillando ciegamente hacia él. Roy se inclinó bajo el arco del cuchillo.

A unos pocos centímetros de sus ojos, el rojo y chorreante camisón de la madre empapaba de sangre toda la puerta. Se apretaba convulsivamente contra ella, sus pies desnudos aferrados al borde de la bañera.

Gruñía. La hoja silbó, swisss, sobre él. Apoyó su rodilla izquierda en el toallero, a media altura de la puerta.

¡Mierda, estaba trepando!

Roy soltó la puerta. La abrió de golpe, haciéndola resonar contra la pared. Adelantando ambas manos, aferró el tobillo derecho de la mujer. Tiró. Sus manos resbalaron sobre la ensangrentada piel, pero mantuvo su presa. Con un grito de horror, ella cayó hacia atrás. Su cabeza fue lo primero que golpeó contra el suelo. Su cuerpo se relajó. Sujetando todavía su tobillo derecho, Roy saltó fuera de la bañera. Agarró su otra pierna y la arrastró lejos de la bañera.

Recogió el cuchillo. Cortó su garganta con él, luego regresó a la bañera.

Joni, acurrucada a un lado, miró a Roy con unos ojos inexpresivos.

Se sentó de nuevo en la bañera. El agua estaba sólo tibia. Abrió el grifo del agua caliente. Cuando la temperatura estuvo de nuevo lo bastante caliente, cerró el grifo y se dirigió a la otra parte de la bañera.

Se sentó y se reclinó.

Tomando a Joni por los sobacos, tiró de ella entre sus piernas abiertas, hasta que pudo sentir la presión del cuerpo de la niña contra su miembro.

—Así —dijo, y tomó el jabón. Sentía como un nudo en la garganta. Aquello era lo que había estado deseando durante tanto, tanto tiempo. Aquello era lo que había estado deseando siempre—. Así —dijo—. Ahora estamos bien.