Donna Hayes colgó el teléfono. Frotó sus temblorosas y sudadas manos en la colcha, y se sentó.
Sabía que iba a ocurrir. Lo había estado esperando, había hecho planes al respecto, lo había temido. Ahora lo tenía encima.
—Lamento molestarla a esta hora —había dicho el hombre—, pero sabía que deseaba ser informada inmediatamente. Su marido fue puesto en libertad. Ayer por la mañana. Yo mismo acabo de enterarme…
Durante largo rato se quedó mirando a la oscuridad de su dormitorio, incapaz de poner los pies en el suelo. La oscuridad empezó a desaparecer de la habitación. No podía esperar más.
El aire del domingo por la mañana era como agua fría empapando toda su piel cuando se puso en pie. Temblando, se echó una bata por encima. Cruzó el pasillo. Por la pausada respiración que sonaba dentro del cuarto, supo que su hija de doce años seguía durmiendo.
Fue hasta la cama. Un hombro pequeño, cubierto con franela amarilla, emergía de entre las mantas. Donna apoyó sobre él su mano formando copa y lo sacudió suavemente. Volviéndose boca arriba, la niña abrió los ojos. Donna le dio un beso en la frente.
—Buenos días —dijo.
La niña sonrió. Apartó su pálido pelo de delante de sus ojos y se desperezó.
—Estaba soñando.
—¿Era un buen sueño?
La niña asintió seriamente.
—Tenía un caballo que era todo blanco, y tan grande que tenía que subirme a una silla de la cocina para montarlo.
—Eso suena terriblemente grande.
—Era un gigante —dijo la niña—. ¿Cómo te has levantado tan pronto?
—Pensé que tú y yo podríamos hacer las maletas, montarnos en el Maverick, y tomarnos unas vacaciones.
—¿Unas vacaciones?
—Aja.
—¿Cuándo?
—Ahora.
—¡Huau!
Tardaron casi una hora en lavarse, vestirse, y meter en las maletas la ropa suficiente como para pasar una semana fuera del apartamento. Mientras llevaban su equipaje al aparcamiento cubierto, Donna luchó contra la intensa urgencia de confiárselo todo a Sandy, de decirle a la niña que nunca iba a volver allí, nunca iba a pasar otra noche en su habitación u otra tarde haraganeando en Sorrento Beach, nunca volvería a ver de nuevo a sus amigos del colegio. Con una sensación de culpabilidad, Donna se lo guardó todo para sí.
Santa Mónica tenía un aspecto gris con su habitual cielo cubierto de las mañanas de junio cuando Donna hizo retroceder el coche hasta la carretera. Miró a ambos lados del edificio. Ninguna señal de él. Las autoridades de la prisión lo habían dejado en la terminal de autobuses de San Rafael el día anterior por la mañana, a las ocho. Había tenido tiempo suficiente de llegar hasta allí, averiguar su dirección, e ir en su busca. Pero no se veía ninguna señal de él.
—¿Hacia dónde quieres ir? —preguntó.
—Me es igual.
—¿Qué te parece hacia el norte?
—¿Qué es el norte? —preguntó Sandy.
—Es una dirección… como el sur, el este, el oeste…
—¡Mamá!
—Bueno, hacia allí está San Francisco. Podemos ir a ver si han pintado bien el puente. También están Portland, Seattle, Juneau, Anchorage, el Polo Norte.
—¿Podemos llegar hasta allí en una semana?
—Podemos tomarnos más tiempo, si queremos.
—¿Y tu trabajo?
—Puede hacerlo alguna otra persona mientras estamos fuera.
—De acuerdo. Vamos hacia el norte.
La autopista de Santa Mónica estaba casi vacía. También lo estaba la de San Diego. El viejo Maverick funcionaba estupendamente.
—Echa de vez en cuando un vistazo fuera por si ves a Míster Humo —dijo Donna.
Sandy asintió.
—Enterada y corto, Gran Madre.
—Cuidado con ese «Gran».
Lejos y por debajo de ellas, el valle de San Fernando se veía soleado. La amarillenta neblina de la mañana, a aquella hora, era apenas un poco de vapor casi invisible sobre el suelo.
—¿Cómo lo prefieres, entonces? —preguntó Sandy.
—¿Qué te parece «mamá»?
—Oh, no es divertido.
Empezaron a bajar hacia el valle, y Donna condujo hacia la autopista de Ventura. Al cabo de un rato, Sandy pidió permiso para cambiar la emisora de radio. Giró el dial hasta sintonizar la 93 KHL, y escuchó durante una hora hasta que Donna pidió una pausa y apagó el receptor.
La autopista seguía la línea de la costa hasta Santa Bárbara, luego se metía tierra adentro cruzando un boscoso paso con un túnel.
—Me estoy muriendo de hambre —dijo Sandy.
—De acuerdo, pararemos en seguida.
Se detuvieron en un Denny’s, cerca de Santa María. Las dos pidieron salchichas y huevos. Donna suspiró con placer mientras tomaba su primer café del día. Sandy, con un vaso de zumo de naranja, la imitó.
—¿Y bien? —preguntó Donna.
—¿Qué te parece «Madre Café»? —sugirió Sandy.
—Dejémoslo en «Madre Exprés», ¿de acuerdo?
—De acuerdo, tú eres «Madre Exprés».
—¿Quién eres tú?
—Mi nombre es cosa tuya.
—¿Qué te parece «Pastel de Dulce»?
—¡Mamá! —Sandy pareció disgustada.
Sabiendo que deberían pararse a poner gasolina antes de una hora, Donna se permitió tres tazas de negro café caliente con el desayuno.
Cuando la bandeja de Sandy estuvo vacía, Donna preguntó si estaba lista para marcharse.
—Tengo que ir a echar una meadita —dijo la niña.
—¿Dónde has aprendido a hablar así?
Sandy se alzó de hombros, sonriendo.
—Apostaría a que es cosa del tío Bob.
—Quizá.
—Bueno, yo también tengo que ir a echar una meadita.
Pronto estuvieron de nuevo en la carretera. Al norte de San Luis Obispo pararon en una estación Chevron, llenaron el depósito del Ford, y utilizaron los servicios. Dos horas más tarde, en el brillante calor del valle de San Joaquín, se detuvieron en un drive-in y tomaron hamburguesas con queso y Coca-Cola. El valle parecía extenderse hasta el infinito, pero finalmente la autopista se curvó hacia arriba y hacia el oeste, y el aire perdió parte de su calor. La radio empezó a captar las estaciones de San Francisco.
—¿Ya casi estamos? —preguntó Sandy.
—¿Dónde?
—En San Francisco.
—Casi. Otra hora o así.
—¿Tanto?
—Me temo que sí.
—¿Nos quedaremos a dormir allí?
—No lo creo. Quiero ir más lejos; ¿y tú?
—¿Hasta dónde? —preguntó Sandy.
—Hasta el Polo Norte.
—Oh, mamá.
Eran pasadas las tres cuando la Autopista 101 desembocó en un sombrío arrabal de San Francisco. Se detuvieron ante un semáforo, giraron, buscaron los indicadores señalando la 101, y giraron de nuevo: avenida Van Ness arriba, a la izquierda hacia Lombard, y finalmente subiendo una carretera en curva hasta el Golden Gate.
—¿Recuerdas lo decepcionada que te mostraste la primera vez que lo viste? —preguntó Donna.
—Sigo decepcionada. Si no es dorado, no deberían decir que lo es, ¿no crees?
—Por supuesto que no. Pero es hermoso.
—Pero es naranja. No dorado. Deberían llamarlo el Orange Gate.
Mirando hacia mar abierto, Donna vio el borde frontal de una masa de niebla. Brillaba con un blanco puro a la luz del sol.
—Mira la niebla —dijo—. ¿No es encantadora?
Dejaron el Golden Gate detrás.
Cruzaron un túnel con la boca pintada como un arcoiris. Aceleraron junto a la rampa de salida de Sausalito.
—Hey, ¿podemos ir a Stinson Beach? —preguntó Sandy, leyendo el indicador de la desviación.
Donna se alzó de hombros.
—¿Por qué no? No iremos tan rápidas, pero será mucho más bonito.
Puso el intermitente, siguió la curva de la rampa, y dejaron la 101 detrás.
Pronto estuvieron en la carretera de la costa. Era estrecha: demasiado estrecha y con demasiadas curvas, teniendo en cuenta el empinado terraplén que había al otro lado, en el carril de la izquierda. Condujo tan pegada a la derecha como se lo permitía la carretera.
La niebla estaba mar adentro, tan blanca y densa como algodón hidrófilo. Parecía estar acercándose lentamente, pero aún estaba a una buena distancia de la orilla cuando llegaron a la ciudad de Stinson Beach.
—¿Podemos pasar aquí la noche? —preguntó Sandy.
—Sigamos todavía un rato, ¿de acuerdo?
—¿Es necesario?
—¿Has estado alguna vez en Bodega Bay?
—No.
—Allí es donde filmaron aquella película, Los pájaros.
—Oh, aquello era para asustarse.
—¿No crees que deberíamos llegar hasta Bodega?
—¿Está muy lejos? —quiso saber la niña.
—Quizás una hora.
Sentía dolor por todo el cuerpo, especialmente en la espalda. Pero era importante seguir adelante, poner más kilómetros tras ellas. Podía soportar el dolor un poco más.
Cuando llegaron a Bodega Bay, Donna dijo:
—Sigamos un poquito más.
—¿Es necesario? Estoy cansada.
—Tú estás cansada. Yo estoy muriéndome.
Poco después de que dejaran atrás Bodega Bay, la niebla empezó a azotar el parabrisas. Brumosos dedos ascendían por el borde de la carretera, serpenteando ante ellas, tanteando ciegamente. Luego, como si les gustara lo que tanteaban, toda la masa de niebla ocupó la carretera.
—¡Mamá, no puedo ver!
Donna apenas podía distinguir la parte delantera del capó a través de la densa masa blanca. La carretera era tan sólo un recuerdo. Pisó el freno, rezando para que no viniera otro coche tras ellas. El vehículo se desvió a la derecha. Sus neumáticos chirriaron sobre grava. Repentinamente, el coche se ladeó y cayó por un terraplén.
Un instante antes de que la brusca parada arrojara a Donna contra el volante, pasó un brazo por delante del pecho de su hija. Sandy se dobló hacia delante por la cintura, apartando su brazo. Su cabeza chocó contra el salpicadero. Se puso a llorar. Donna apagó rápidamente el motor.
—Déjame ver.
El blando salpicadero había dejado una marca rojiza en la frente de la niña.
—¿Te has dado algún golpe en otra parte?
—Aquí.
—¿Donde el cinturón de seguridad te ha retenido?
La niña asintió, tragando saliva.
—Menos mal que lo llevabas puesto.
Su mente imaginó la cabeza de Sandy atravesando el parabrisas, trozos de puntiagudo cristal rasgando su cuerpo, luego la niña desapareciendo en la niebla, perdida para siempre.
—Hubiera preferido no llevarlo.
—Déjame quitártelo. Sujétate.
La niña apoyó las manos en el salpicadero, y Donna soltó su cinturón.
—Ya está. Ahora salgamos. Yo lo haré primero. No hagas nada hasta que yo te diga que todo está bien.
—De acuerdo.
Saltando fuera, Donna se deslizó por la hierba envuelta en húmeda niebla que cubría el terraplén. Se aferró a la portezuela hasta que hizo pie.
—¿Estás bien? —preguntó Sandy.
—Por ahora sí.
Sujetándose firmemente, escrutó la niebla. Aparentemente la carretera había girado a la izquierda sin ellas, y el coche se había hundido de morro en una zanja. La parte de atrás del coche permanecía al nivel de la carretera; a menos que la niebla fuera demasiado densa, sería visible por los coches que pasaran.
Donna bajó cuidadosamente por el resbaladizo terraplén. El parachoques delantero del Maverick estaba hundido en el fondo de la zanja. Brotaba vapor por las ranuras del capó. Cruzó arrastrándose por encima del capó, llegó al otro lado del coche, y subió el terraplén hasta la portezuela de Sandy. Ayudó a la niña a salir. Juntas se dejaron resbalar y cayeron al fondo de la zanja.
—Bien —dijo Donna, con una voz tan alegre como pudo conseguir—. Aquí estamos. Ahora echemos una mirada a tus heridas.
Sandy tiró hacia arriba de su blusa a cuadros, sacándola de los pantalones. Donna, agachándose, bajó los téjanos de la niña. Una amplia franja enrojecida cruzaba su vientre. La piel sobre el hueso de su cadera tenía un aspecto tierno y despellejado, como si hubiera sido frotada con papel de lija grueso.
—Apuesto a que pica.
Sandy asintió. Donna empezó a subirle los téjanos.
—Tengo pis.
—Bien, busca un árbol. Espera un segundo. —Trepó hasta llegar junto al coche y tomó una caja de kleenex de la guantera—. Toma. Úsalos.
Llevando la caja de pañuelos de papel con una mano y sujetándose los téjanos con la otra, Sandy echó a andar a lo largo del fondo de la zanja. Desapareció en la niebla.
—¡Hey, hay un camino aquí! —llamó.
—No vayas muy lejos.
—Sólo un poquito.
Donna oyó los pies de su hija aplastar la alfombra vegetal de ramitas secas y agujas de pino. Los sonidos se hicieron más débiles.
—¡Sandy! No vayas más lejos.
Las pisadas se habían detenido, o bien se habían debilitado tanto por la distancia que se mezclaban con los demás sonidos del bosque.
—¡Sandy!
—¿Qué? —La niña contestó fastidiada. Su voz venía de muy lejos.
—¿Puedes volver sin problemas?
—Oh, sí, mamá.
—Está bien.
Donna se reclinó hacia atrás hasta que los fondillos de sus pantalones de pana se apoyaron en el coche. Se estremeció. Su blusa era demasiado fina como para soportar el frío del exterior. Esperaría a Sandy, luego buscaría las chaquetas en el asiento de atrás. Hasta que la niña volviera no quería moverse. Aguardó, mirando hacia el grisor por donde Sandy había desaparecido.
De pronto, el viento se llevó de un soplo un jirón de niebla.
—¡Eso es ya más largo que una meadita! —dijo Donna.
Sandy no respondió ni se movió.
—¿Qué ocurre, cariño?
Permaneció inmóvil allí, sobre la zanja, escuchando en silencio.
—Sandy, ¿pasa algo?
Sintiendo un hormigueante estremecimiento en la nuca, Donna giró bruscamente la cabeza. Nada tras ella. Volvió a mirar hacia donde había desaparecido Sandy.
—Dios mío, ¿qué ocurre aquí?
Apartándose del coche, echó a correr. Corrió hacia la paralizada, silenciosa figura en el lindero del bosque. Corrió hacia la gris y creciente oscuridad. Vio la figura de su hija convertirse en una burda imitación al aclararse un poco la niebla hasta que, a una docena de pasos de distancia, no quedó nada de Sandy excepto un pino joven de poco más de un metro.
—¡Oh, Jesús! —murmuró Donna. Y luego gritó—: ¡Sandy!
—Mamá —llegó la distante voz—. Creo que me he perdido.
—No te muevas.
—No lo haré.
—No te muevas. ¡Quédate donde estás! ¡Vengo en seguida!
—¡Apresúrate!
Un estrecho sendero entre los pinos parecía apuntar en la dirección de la voz. Donna se apresuró.
—¡Sandy! —gritó.
—Aquí.
La voz estaba más cerca. Donna caminó rápidamente, escrutando la niebla, saltando por encima del tronco de un pino muerto que bloqueaba el sendero.
—¿Sandy?
—¡Mamá!
La voz estaba muy cerca ahora, pero hacia su derecha.
—Tranquila, ya casi estoy a tu lado.
—Apresúrate.
—Tan sólo un minuto. —Se apartó del camino, deslizándose entre empapadas ramas que parecían querer detener su avance—. ¿Dónde estás, querida?
—Aquí.
—¿Dónde?
—¡Aquí!
—¿Dónde?
Antes de que la niña pudiera responder, Donna se abrió camino a través de una barrera de ramas y la vio.
—¡Mamá!
Sujetaba la caja rosa de kleenex contra su pecho como si de alguna forma aquello pudiera protegerla de todo daño.
—He dado vueltas y vueltas sin encontrar el camino de regreso —explicó.
Donna la abrazó.
—Todo está bien, cariño. Todo está bien. ¿Hiciste tus necesidades?
La niña asintió.
—Está bien. Volvamos al coche.
Si podemos encontrarlo, pensó.
Pero encontró el sendero sin ninguna dificultad, y el sendero las condujo al claro sobre la zanja. Donna mantuvo sus ojos bajos cuando pasaron junto al pino joven que había confundido con Sandy. Era una tontería, lo sabía, pero la sola idea de verlo la hacía estremecer; ¿y si le pareciera que era Sandy de nuevo, o alguna otra persona… un desconocido, o él?
—No pongas esa cara —dijo Sandy.
—¿Yo? No estoy poniendo ninguna cara.
—Tienes una expresión muy rara.
—¿De veras? —Sonrió. Luego las dos bajaron el terraplén de la zanja—. Sólo estaba pensando —dijo Donna.
—¿En papá?
Se obligó a sí misma a no reaccionar. No jadeó, no apretó repentinamente la mano de su hija, no dejó que su cabeza se volviera bruscamente hacia la niña. Con una voz que sonaba muy tranquila, dijo:
—¿Por qué debería estar pensando en papá?
La niña se alzó de hombros.
—Oh, está bien. Olvídalo.
Frente a ellas, la oscura masa del coche apareció entre la niebla.
—Yo estaba pensando en él —dijo Sandy.
—¿Por qué?
—Tuve miedo, ahí.
—¿Es esa la única razón?
—Hacía frío, como aquella vez. Y tenía los pantalones bajados.
—¡Oh, Dios!
—Tuve miedo de que él estuviera mirando.
—Apuesto a que tuviste mucho miedo.
—Sí.
Se detuvieron al lado del coche. Sandy alzó la vista hacia Donna. En voz muy baja, Sandy dijo:
—¿Qué ocurriría si nos encontrara aquí? ¿Solas?
—Imposible.
—Nos mataría, ¿verdad?
—No, por supuesto que no. Además, eso no puede ocurrir.
—Podría, si escapara. O si le dejaran salir.
—Aunque lo hicieran, nunca nos encontraría aquí.
—Oh, sí que lo haría. Él me lo dijo: «Os rastrearé a lo largo de todo el camino».
—Chisssst.
—¿Qué ocurre? —susurró Sandy.
Por un momento, Donna se aferró a la esperanza de que se tratara únicamente del sonido de las olas golpeando contra la rocosa orilla. Pero la resaca estaba al otro lado de la carretera, y muy abajo del acantilado. Además, ¿por qué no la habían oído antes? El sonido aumentó.
—Se acerca un coche —murmuró.
El rostro de la niña se puso pálido.
—¡Es él!
—No, no lo es. Métete en el coche.
—Es él. ¡Ha escapado! ¡Es él!
—¡No! Métete en el coche. ¡Rápido!
Vio primero al hombre por el espejo retrovisor, inclinado sobre la parte trasera del coche, girando lentamente su cabeza mientras la miraba a ella. Sus diminutos ojos, su nariz, su sonriente boca, todo parecía demasiado pequeño, como si perteneciera a una cabeza de la mitad del tamaño de aquella.
Un enguantado puño golpeó la ventanilla trasera.
—¡Mamá!
Miró a su hija agazapada en el suelo bajo el tablero de instrumentos.
—Todo está bien, cariño.
—¿Quién es?
—No lo sé.
—¿Es él?
—No.
El coche se bamboleó cuando la mano del desconocido tiró de la manija de la puerta. Golpeó la ventanilla. Donna se volvió hacia él. Parecía tener unos cuarenta años, pese a las profundas arrugas que surcaban su rostro. Parecía menos interesado en Donna que en el botón de plástico del mecanismo de apertura. Lo señaló con un enguantado dedo, tabaleando en el cristal de la ventanilla.
Donna agitó negativamente la cabeza.
—Entraré —dijo el hombre.
Donna volvió a negar con la cabeza.
—¡No!
El hombre sonrió como si todo aquello fuera un juego.
—Entraré.
Soltó la manija de la portezuela y se deslizó hasta el fondo de la zanja. Cuando sus pies golpearon el suelo, estuvo a punto de caer. Recuperando el equilibrio, miró por encima de su hombro como si quisiera comprobar si Donna había apreciado su salto. Sonrió. Luego empezó a renquear a lo largo de la zanja, cojeando visiblemente. La niebla lo envolvió. Desapareció.
—¿Qué está haciendo ahora? —preguntó Sandy desde el suelo.
—No lo sé.
—¿Se ha ido?
—Está en la zanja. No puedo verlo. La niebla es demasiado espesa.
—Quizá se haya perdido.
—Quizá.
—¿Quién es?
—No lo sé, cariño.
—¿Quiere hacernos daño?
Donna no respondió. Vio una silueta oscura entre la niebla. Lentamente se fue precisando, se convirtió en el desconocido, el hombre que cojeaba. Llevaba una piedra en su mano izquierda.
—¿Está de vuelta? —preguntó Sandy.
—Está volviendo.
—¿Qué hace?
—Cariño, quiero que te sientes bien.
—¿Qué?
—Que ocupes tu asiento. Si yo te lo digo, quiero que saltes del coche y eches a correr. Corre hasta los árboles y escóndete.
—¿Y tú?
—Yo intentaré venir también. Pero tú haz eso cuando te lo diga, sin preocuparte por mí.
—No. No iré sin ti.
—¡Sandy!
—¡No lo haré!
Donna observó al hombre trepar por el terraplén hasta el coche. Utilizó la manija de la portezuela para izarse. Luego tabaleó en la ventanilla, como antes, señalando el botón de la cerradura. Sonrió.
—Entraré —dijo.
—¡Vayase!
Alzó la piedra, gris y de cortantes filos, en su mano izquierda. Golpeó con ella la ventanilla, suavemente, luego la miró de nuevo.
—De acuerdo —dijo Donna.
—Mamá, no lo hagas.
—No podemos quedarnos aquí dentro —dijo Donna en voz baja.
El hombre sonrió mientras Donna tendía el brazo hacia el asiento de atrás.
—Estáte preparada, cariño.
—¡No!
Levantó el botón del seguro de la portezuela, luego tiró de la manija interior, y golpeó con todas sus fuerzas. La portezuela se abrió bruscamente, con fuerza, golpeando al hombre. Con un gañido de sorpresa, el hombre cayó hacia atrás, y la piedra resbaló de su mano. Dio una torpe voltereta sobre sí mismo hasta el fondo de la zanja.
—¡Ahora!
—¡Mamá!
—¡Sal!
—¡Nos alcanzará!
Donna lo miró, tendido inmóvil de espaldas. Sus ojos estaban cerrados.
—Todo está bien —dijo—. Mira. Ha perdido el sentido.
—Está fingiendo, mamá. Nos alcanzará.
Sujetando la puerta abierta, un pie apoyado en la resbaladiza hierba, Donna miró al hombre. Realmente parecía inconsciente, por la forma en que sus brazos y piernas estaban incongruentemente abiertos. Inconsciente, o quizás incluso muerto.
¿Fingiendo?
Volvió a meter el pie en el coche, cerró la portezuela, y la aseguró por dentro.
—De acuerdo —dijo—. Esperaremos.
La niña suspiró y se dejó caer de nuevo al suelo, junto al asiento delantero.
Donna consiguió sonreírle.
—¿Estás bien?
La niña asintió.
—¿Tienes frío?
Otro gesto afirmativo con la cabeza. Torpemente, Donna se volvió y tendió un brazo hacia el asiento de atrás. Tomó primero la chaqueta de Sandy, luego la suya.
Acurrucada contra la portezuela, Sandy utilizó la chaqueta para cubrirse toda menos la cara.
Donna se puso su cazadora azul.
El hombre allá fuera no se había movido.
—Ya casi es oscuro —susurró Sandy.
—Sí.
—Se echará sobre nosotras cuando sea oscuro.
—¿Por qué tienes que decir esas tonterías?
—Lo siento —dijo la niña.
—Además, no creo que se mueva mucho. Creo que está seriamente herido.
—Está fingiendo.
—No lo sé.
Inclinándose hacia delante hasta apoyar su barbilla en el volante, Donna lo observó. Intentó detectar algún movimiento de sus brazos o piernas, un giro de su cabeza, un ojo abriéndose. Luego intentó ver si respiraba.
En su caída, la camiseta de chandal bajo su abierta chaqueta se había subido un poco, dejando al descubierto su barriga. La observó atentamente. No parecía moverse, pero la distancia era lo suficiente como para no captar el suave subir y bajar de una respiración.
Especialmente bajo todo aquel pelo.
Debía de ser una masa de pelo de la cabeza a los dedos de los pies. No, la cabeza estaba afeitada. Incluso el cráneo. Parecía haber una hirsuta corona de oscuras cerdas en su parte superior, como si no se hubiera afeitado en varios días.
«Hubiera debido afeitarse también la barriga», pensó.
Miró de nuevo. Seguía sin poder apreciar ningún movimiento.
Sus pantalones grises colgaban muy bajos sobre sus caderas, exhibiendo la cintura de goma de su ropa interior. Pantaloncillos de deporte. Deshilachados. Donna miró sus pies. Sus zapatillas de lona estaban manchadas de gris, y remendadas con cinta adhesiva.
—Quédate aquí dentro, Sandy.
—¿Qué vas a hacer?
Había miedo en la voz de la niña.
—Voy a salir un segundo.
—¡No!
—No puede hacernos ningún daño, cariño.
—Por favor.
—Creo que está muerto.
Abrió la portezuela del coche y salió cautelosamente. Cerró la puerta tras ella. Con llave. Comprobó que no pudiera abrirse. Sujetándose al coche para mantener el equilibrio, se deslizó terraplén abajo. Se detuvo junto al hombre. No se movía. Cerró la cremallera de su cazadora y se arrodilló a su lado.
—Hey —dijo. Lo sacudió por el hombro—. Hey, ¿se encuentra bien?
Apretó una mano plana contra su pecho, notó que subía y bajaba, captó el suave bombear de su corazón.
—¿Puede recuperarse un poco? —preguntó—. Quiero ayudarle. ¿Está herido?
En la creciente oscuridad, no notó el movimiento de la enguantada mano hasta que aferró su cintura.
Con un grito de sorpresa, Donna intentó liberarse. No consiguió soltarse de la presa.
Los ojos del hombre se abrieron.
—Suélteme. Por favor.
—Duele —dijo él.
Su mano apretó más fuertemente. Su presa parecía extraña. Bajando la vista, Donna vio que estaba sujetándola tan sólo con dos dedos y el pulgar de su mano derecha. Los otros dos enguantados dedos permanecían rectos. Con un vago sentimiento de revulsión, pensó que probablemente no hubiera ningún dedo dentro de aquella parte del guante.
—Lamento que le duela —dijo Donna—. Pero usted me está haciendo daño a mí, ahora.
—Echará a correr.
—No. Se lo prometo.
La presa se relajó un poco.
—Yo no iba a hacer daño —dijo. Sonaba como si estuviera a punto de echarse a llorar—. Yo sólo quería entrar. No tenía que hacerme daño.
—Estaba asustada.
—Yo sólo quería entrar.
—¿Dónde se ha hecho daño?
—Aquí. —Señaló la parte de atrás de su cabeza.
—No puedo verlo.
Gruñendo, el hombre giró sobre sí mismo. Donna vio la blancuzca forma de una piedra en el suelo allá donde había estado su cabeza. Aunque ya era demasiado oscuro como para poder estar segura, no parecía haber sangre en su cabeza. La tocó, notando la suave aspereza de su cerdoso pelo, y localizó una hinchazón. Luego inspeccionó sus dedos. Los frotó entre sí. No había sangre.
—Soy Axel —dijo el hombre—. Axel Kutch.
—Me llamo Donna. No tiene usted sangre.
—Don-na —dijo el hombre.
—Sí.
—Donna.
—Axel.
Intentó ponerse en pie, apoyándose sobre sus manos y rodillas, y volvió su rostro hacia ella.
—Sólo quería entrar.
—Está bien, Axel.
—¿Debo irme ahora?
—No.
—¿Puedo quedarme con usted?
—Quizá podamos irnos todos. ¿Puede llevarnos a algún lado donde podamos pedir ayuda?
—Conduzco bien.
Donna lo ayudó a ponerse en pie.
—¿Por qué no esperamos a que se aclare la niebla, y luego nos lleva usted a algún lado donde podamos pedir ayuda?
—A casa.
—¿Su casa?
—Es segura —asintió el hombre.
—¿Dónde vive usted?
—En Malcasa Point.
—¿Está cerca?
—La llevaré allí.
—¿Dónde está, Axel?
—Iremos a casa. —Señaló en la oscuridad. Hacia el norte—. Es un lugar seguro.
—De acuerdo. Pero tenemos que esperar a que se despeje la niebla. Mientras tanto, usted esperará en su coche, y nosotras en el nuestro.
—Venga conmigo.
—Cuando se despeje la niebla. Adiós. —Temía que él pudiera impedirle que se metiera de nuevo en el coche, pero no lo hizo. Cerró la portezuela y bajó el cristal—. ¿Axel? —El se acercó cojeando—. Esta es Sandy, mi hija.
—San-dy —dijo él.
—Este es Alex Kutch.
—Hola —lo saludó Sandy, en voz baja e incierta.
—Nos veremos más tarde —dijo Donna. Le dijo adiós con la mano, y volvió a alzar el cristal de la ventanilla.
Durante unos breves momentos Axel se las quedó mirando en silencio. Luego trepó por el terraplén y desapareció.
—¿Qué le ocurre? —preguntó la niña.
—Creo que es… lento.
—¿Quieres decir retrasado?
—No es una forma elegante de decirlo, Sandy.
—Tenemos algunos como él en la escuela. Retrasados. ¿Sabes cómo les llaman? Especiales.
—Eso suena mucho mejor.
—Sí, supongo que sí. ¿Adonde ha ido?
—A su coche.
—¿Va a dejarnos?
La voz de Sandy era ansiosamente esperanzada.
—No. Esperaremos a que se vaya la niebla, luego nos sacará de aquí.
—¿Vamos a ir en su coche?
—En el nuestro no podemos ir a ningún lado.
—Lo sé, pero…
—¿Preferirías quedarte aquí?
—Me da miedo.
—Es simplemente porque se le ve un tanto extraño. Si deseara hacernos daño, tiene todas las oportunidades. Seguro que no encontraría ningún lugar mejor que este para ello.
—Quizá, quizá no.
—De todos modos, no podemos quedarnos indefinidamente aquí.
—Lo sé. Papá nos alcanzaría. —Los ojos de la niña eran dos profundos agujeros en el óvalo de su rostro—. Papá ya no está en prisión, ¿verdad?
—No, no está. El fiscal del distrito… ¿recuerdas al señor Goldstein?… me llamó esta mañana. Soltaron a papá ayer. El señor Goldstein llamó para avisarnos.
—¿Estamos huyendo?
—Sí.
La niña en el suelo del coche se mantuvo en silencio. Donna, apoyándose en el volante, cerró los ojos. En un momento determinado, se durmió. Fue despertada por un suave sollozo.
—Sandy, ¿qué ocurre?
—No vamos a conseguir nada.
—¿Qué no vamos a conseguir?
—Nos alcanzará.
—¡Cariño!
—¡Lo hará!
—Intenta dormir, cariño. Todo irá bien. Ya verás.
La niña guardó silencio, excepto algún sollozo ocasional. Donna, apoyada en el volante, esperó la llegada del sueño. Cuando finalmente vino, fue un sueño febril, tenso e inquieto, con vividas pesadillas. Lo soportó durante tanto tiempo como pudo. Finalmente, tuvo que renunciar. Si bien el resto de su cuerpo podía soportar la tortura, su hinchada vejiga no podía.
Tomando la caja de kleenex del suelo junto a Sandy, salió silenciosamente del coche. El frío aire la hizo estremecerse. Inspiró profundamente. Girando la cabeza a uno y otro lado, intentó alejar la rigidez de los doloridos músculos de su cuello. No pareció servir de mucho. Puso el seguro de la portezuela y la cerró silenciosamente.
Antes de soltar la manija, miró hacia arriba por encima del coche. En el arcén de la carretera, a menos de seis metros de la parte de atrás del Maverick, había una furgoneta.
Axel Kutch estaba sentado en el techo de su cabina, las piernas colgando sobre el parabrisas. Su rostro, vuelto hacia el cielo, estaba iluminado por la luna llena. Parecía estar mirándola directamente, como en trance.
Silenciosamente, Donna se deslizó terraplén abajo. Desde el fondo de la zanja podía ver aún la cabeza de Axel. La miró mientras se desabrochaba los pantalones de pana. La enorme cabeza seguía echada hacia atrás, la boca abierta. Se acuclilló junto al coche.
La brisa era fría sobre su piel.
Hacía frío, como aquella vez. Y tenía los pantalones bajados.
«Todo irá bien», pensó.
Nos rastreará a lo largo de todo el camino.
Cuando hubo terminado, Donna subió el terraplén hasta la carretera. Axel, sentado en el techo de su furgoneta, no pareció darse cuenta de su presencia.
—¿Axel?
Las manos del hombre se estremecieron. Bajó la vista hacia ella y sonrió.
—Donna —dijo.
—La niebla se ha ido. Quizá podamos irnos ahora.
Sin una palabra, él bajó de la furgoneta. Cuando sus pies golpearon el asfalto de la carretera, su pierna izquierda se dobló, pero mantuvo el equilibrio.
—¿Qué hacemos? —les llamó Sandy.
—Nos vamos.
Entre los tres cargaron las cosas del Maverick y trasladaron las maletas a la parte trasera de la furgoneta. Cuando subieron a la cabina, Donna se sentó entre Axel y su hija.
—Ayúdame a recordar dónde está el coche —le dijo a Sandy.
—¿Volveremos a él?
—Por supuesto que lo haremos.
Axel giró el volante y metió la furgoneta en la carretera. Le sonrió a Donna. Ella le devolvió la sonrisa.
—Huele usted bien —dijo él.
Ella le dio las gracias.
Él se mantuvo tranquilo. En la radio, Jeannie C. Riley cantaba acerca de la Asociación de Padres y Maestros del Valle de Harper. Donna se quedó dormida antes de que finalizara la canción. Abrió los ojos algo después, vio los faros de la furgoneta abriendo un camino en la oscuridad de la carretera llena de curvas, y volvió a cerrarlos. Más tarde volvió a despertarse cuando Axel empezó a canturrear, con su espesa voz de bajo, El cielo en las gradas de sol. Volvió a dormirse. Una mano en su cadera la despertó.
La mano de Axel.
—Ya llegamos —dijo.
Apartando la mano de su cadera, señaló un indicador metálico iluminado por los faros: «BIENVENIDOS A MALCASA POINT. Población: 400 habitantes. Conduzca con cuidado».
Mirando al frente a través de los barrotes de una verja de hierro forjado, Donna vio una sombría casa victoriana: una extraña mezcla de miradores, aguilones y balconadas. En un extremo del tejado, un pico en forma de cono parecía querer perforar la noche.
—¿Qué es este lugar? —preguntó en un susurro.
—La Casa de la Bestia —dijo Axel.
—¿La Casa de la Bestia?
El hombre asintió.
—¿Donde se produjeron los asesinatos?
—Eran estúpidos.
—¿Quiénes?
—Venían por la noche.
Disminuyó la marcha de la furgoneta.
—¿Ustedes…?
Él giró hacia la izquierda por un camino sin asfaltar, directamente frente a la cabina de los tickets de la Casa de la Bestia. Ante ellos, quizás a unos cincuenta metros sendero arriba, había una casa de ladrillo de dos pisos, con un garaje.
—Ya estamos —dijo Axel.
—¿Qué es esto?
—La casa. Es segura. —¿Mamá?
La voz de Sandy era como un lamento de desesperación. Donna sujetó la mano de la niña. Su palma estaba llena de sudor.
—Es segura —repitió Axel.
—No tiene ventanas. Ni una sola ventana.
—No. Es segura.
—No vamos a entrar ahí, Axel.
—¿No hay ningún otro lugar donde podamos pasar la noche? —preguntó Donna.
—No.
—¿Ninguno?
—La quiero aquí.
—No vamos a quedarnos aquí. No en esa casa.
—Mamá está ahí.
—No se trata de eso. Simplemente llévenos a algún otro lugar. Tiene que haber algún motel o algo así.
—Me está volviendo loco —dijo él.
—No. No es cierto. Simplemente llévenos a algún otro lugar donde podamos quedarnos hasta mañana por la mañana.
Él hizo retroceder la furgoneta hasta la carretera, y condujo cruzando las pocas manzanas de la sección comercial de Malcasa Point. En el extremo norte del pueblo había una estación de servicio Chevron. Cerrada. Casi un kilómetro más allá, Axel se metió en el iluminado aparcamiento del Welcome Inn. Sobre sus cabezas, un letrero de neón rojo brillaba encendido: HABITACIONES.
—Eso está mejor —dijo Donna—. Bajemos nuestro equipaje, y todo quedará arreglado.
Bajaron de la furgoneta. Abriendo la parte de atrás, Axel sacó las maletas.
—Iré a casa —dijo.
—Muchas gracias por ayudarnos.
Él sonrió y se alzó de hombros.
—Sí —dijo Sandy—. Muchas gracias.
—Esperen. —Su sonrisa se hizo más amplia. Rebuscando en su bolsillo, sacó su billetera. La piel negra parecía vieja, con el desgastado lustre de las cosas muy usadas, y raída en las esquinas. La abrió. Separó los labios del compartimiento de los billetes, que estaba hinchado más con un grueso surtido de papeles y tarjetas que con dinero. Manteniendo el billetero a pocos centímetros de su nariz, rebuscó en él. Empezó a murmurar. Miró a Donna con una silenciosa súplica de que tuviera paciencia, luego ofreció una rápida y embarazada sonrisa a Sandy—. Esperen —dijo.
Volviéndose de espaldas a ellas, inclinó la cabeza y mordió la punta de los dedos del guante de su mano derecha.
Donna echó una mirada a la oficina del motel. Parecía vacía, pero estaba iluminada. La cafetería al otro lado del sendero estaba llena. Pudo oler el aroma de patatas fritas. Su estómago gruñó.
—¡Ah!
Con el guante colgando de sus dientes, Axel se dio de nuevo la vuelta. En su mano —o lo que quedaba de una mano— sostenía dos tarjetitas azules. La piel de su mano estaba cosida de cicatrices. Los dos dedos que le faltaban eran tan sólo dos muñones de menos de un centímetro. La punta de su dedo índice le faltaba también. Dos vendajes color carne envolvían su pulgar.
Donna tomó las tarjetitas, sonriendo pese al repentino nudo que se había formado en su estómago. Empezó a leer la primera: «INVITACIÓN», impresa en letras mayúsculas. Era difícil leer las letras más pequeñas que había debajo a la luz del aparcamiento, pero lo intentó. Leyó en voz alta:
—Esta invitación autoriza al portador a realizar una visita con guía, completamente gratuita, a la tristemente famosa y mundialmente conocida Casa de la Bestia de Malcasa Point…
—¿Es la espeluznante casa con la verja? —preguntó Sandy.
Axel asintió, sonriendo. Donna vio que había vuelto a ponerse el guante.
—¡Hey, eso no ha sido gentil! —le dijo a Sandy.
—Yo trabajo allí —dijo él, con aire orgulloso.
—¿Existe de veras una bestia? —preguntó la niña.
—Sólo por la noche. No permitimos visitas después de las cuatro.
—Bueno, gracias por las invitaciones, Axel. Y por traernos hasta aquí.
—¿Irán?
—Haremos lo posible —dijo Donna, aunque no tenía la menor intención de visitar aquel lugar.
—¿Es usted el guía de la visita? —preguntó Sandy.
—Yo me encargo de la limpieza. Barro y friego y lo hago todo.
Con una inclinación de cabeza hacia ellas, subió a la furgoneta.
Donna y Sandy observaron como salía del aparcamiento. Desapareció calle abajo, hacia Malcasa Point.
—Bien. —Donna inspiró profundamente, dejando escapar el alivio que sentía por la partida de Axel—. Vamos a registrarnos, y luego comeremos algo.
—Algo no va a ser suficiente.
—Entonces comeremos mucho.
Tomaron sus maletas y caminaron hacia la oficina del motel.
—¿Iremos a visitar la casa mañana? —preguntó Sandy.
—Ya veremos.
—¿Eso significa no?
—Si quieres ir a verla, iremos.
—¡Estupendo!