XVII

Sadam había calculado mal, o había sido engañado. No tuvo en cuenta las íntimas relaciones que unían al Presidente Bush con la Casa Real Saudita, despreció la potencia de Israel, ignoró la eficacia y velocidad con que las redes de información del mundo fueron capaces de volcar en su contra la opinión pública occidental, desconoció la debilidad de una Unión Soviética en pleno proceso de desmoronamiento, y sobreestimó el temor mundial a los ayatollahs iraníes. Pero un megalómano de su especie no es capaz de reconocer errores. Decidió que había sido engañado, incendió los pozos de petróleo de Kuwait y se retiró a Bagdad a lamerse las heridas y a volcar sobre su propio pueblo la ira de su derrota.

Bush, en contra del consejo de sus amigos del petróleo y de muchos de sus propios asesores militares, decidió seguir las recomendaciones de Naciones Unidas y no continuó la guerra en territorio iraquí. El enemigo que huye, es un buen enemigo. Se le puede utilizar en la guerra siguiente.

Estados Unidos estaba iniciando un proceso recesivo debido al desmesurado gasto en armamento y a la inflación generada por la drástica bajada de impuestos y el encarecimiento consecuente a un brusco aumento del consumo provocados por la política optimista y grandilocuente de Reagan; el inmenso negocio de petroleros y magnates del armamento no producía la prometida lluvia de beneficios sobre la población. El proceso de concentración de plusvalías en manos de nuevos sacerdotes de las finanzas estaba construyendo una corriente especulativa, una tormenta de partículas financieras que iba a cubrir la Tierra, invisible a los telescopios, indetectable por los meteorólogos, impredecible por los pocos y ya muy castigados analistas económicos de signo progresista, a los que los archimandritas de la escuela de Chicago habían ya condenado a las tinieblas exteriores durante los años de vacas gordas.

A la cabeza de esa nueva casta de chamanes brillaba con luz propia el señor Greenspan que, desde la silla gestatoria de la Reserva Federal, veía cómo la nueva fe económica engordaba a los más ricos, aunque empobrecía a las mayorías. Greenspan veía crecer de nuevo la selva primigenia donde medrarían los predadores y se estimularía a los predados a buscar nuevas formas de supervivencia. El más salvaje darwinismo demostraría la superioridad del sistema, mejoraría los métodos de caza de los carnívoros, provocaría rápidas evoluciones en los herbívoros más capaces, y extinguiría las especies más débiles o más torpes. En muy poco tiempo, el mundo vería nacer la especie dominante: los tigres financieros de Wall Street, los leones de la City. Y Alan Greenspan sería canonizado.

El presidente Bush siguió el proceso con simpatía. Miraba con extrema complacencia la putrefacción del comunismo en el Este, se reunía con Juan Pablo II en Roma para celebrar la vuelta de Polonia al mundo libre, la muerte del modelo sueco del Estado del Bienestar —después del británico—, la oleada de gobiernos conservadores que se instalaban en los países más importantes de Occidente le hicieron ver que el mundo estaba efectivamente yendo a mejor, y que los dolores de la recesión eran solo los de un parto feliz.

Pero cuando se aproximó el año electoral, George Bush empezó a darse cuenta de que el electorado no veía las cosas del mismo modo. Los del Partido Demócrata habían encontrado un verdadero experto en ganar elecciones, de una juventud kennediana, una sonrisa más que fotogénica, un verbo fácil, una clara eficacia en los debates: Bill Clinton. Pertenecía ya a la generación de los Baby Boomers, esa capa demográfica anormalmente grande producida después de la vuelta de los soldados a casa tras la Segunda Guerra Mundial. Y Clinton no tenía dudas, no hacía discursos utópicos, no daba un solo golpe al aire. En la arena política era como Cassius Clay en el ring: rápido de piernas, veloz en la pegada, insistente en castigar los puntos débiles del veterano Bush.

Había puesto sobre su mesa solo una frase «IT’S THE ECONOMY, STUPID». Aquella convicción desarrollada por activa y por pasiva convenció a un electorado harto de promesas huecas y ansioso de volver al trabajo y al bienestar razonable que había perdido.

Pero el problema de fondo no era la Economía; era la Ideología, estúpido. Una ideología ultraconservadora que, desde hacía tiempo, venía minando todos los estamentos del Poder. Los agentes que intervinieron en el asesinato de Kennedy no lo hicieron por cuestiones económicas, no cobraron grandes sumas de dinero. Actuaron convencidos de lo que hacían.

Bill Clinton y su mujer, la no menos remarcable Hillary, entraron en la Casa Blanca después de doce años de inquilinos republicanos como un soplo de aire fresco, como un baño de juventud. Pero ya no representaban un sueño. Los Estados Unidos ya no creían en el Mago de Oz.

Mi hija se hizo clintoniana con un fanatismo más propio de su adolescencia que de su edad real. Uno de los problemas de la sociedad americana es que siempre está dispuesta a renovar el sueño del Prólogo de la Constitución: ese de que siempre es posible hacer que los seres humanos sean felices, y que eso es un derecho inalienable.

Yo había aprendido a mi costa que la felicidad humana no es socializable. Sé que quien es feliz lo es siempre a costa de otro u otros. Pero un sueño es un sueño y no se argumenta contra los sueños.

Mientras y durante aquellos doce años de grandes beneficios, los magnates del petróleo fueron descubriendo que ganaban más con lo que ponían en manos de las financieras de Wall Street, que lo que ganaban ensuciándose las manos en los pozos de petróleo. Empezaban a estar hartos de una lluvia de regulaciones que pretendían convertir la extracción de petróleo en algo limpio, el refinado en una operación sin desechos, el consumo en unos motores sin humo en el escape. Por otra parte, los grandes navíos petroleros se habían hecho cada vez más caros tras media docena de catástrofes ecológicas: requerían doble casco y unos seguros cada vez más caros. Las perforaciones eran también más costosas. Los ingleses y los noruegos habían encontrado bolsas en el mar del Norte, los rusos empezaban a exportar su gas y su petróleo a Europa, el panorama petrolero no era demasiado prometedor a medida que se aproximaba el siglo XXI.

El río de dinero se fue canalizando hacia la creciente burbuja financiera: una burbuja capaz de inflarse a sí misma y sin más fluido que el de su propio funcionamiento. No hay físico que lo explique si no es en términos cosmológicos: ¿qué es lo que hace que nuestro universo siga expandiéndose cada vez a mayor velocidad? Los partidarios del Big Bang pueden pensar que la energía inicial sigue provocando la expansión, pero eso significa que en algún momento esa expansión llegará a un punto máximo y a partir de entonces el proceso se invertirá. Y al parecer estos partidarios del Big Bang no acaban de demostrar su hipótesis. El universo se expande, y cada vez más deprisa. Eso no encaja. Debería expandirse cada vez más despacio. ¿Cuál es la energía que hace posible esa aceleración? Aquí aparecen hipótesis para todos los gustos.

Con la burbuja financiera pasa igual. Se pincha y un segundo después vuelve a recuperar el volumen inmediatamente anterior al pinchazo. Solo ha necesitado hacer más pobres a más seres humanos. Y el límite de la pobreza, cuando se analiza no desde la economía sino desde el sentimiento de pertenencia a la especie, no sabemos dónde está. ¿Son pobres los gorilas, o los chimpancés, mientras su nicho ecológico sirva para su más elemental supervivencia? ¿Cuál es nuestro mínimo nicho ecológico? La especie puede irse reduciendo en número. De hecho, ya hay quien piensa que somos demasiados. ¿Cuál es nuestro nivel mínimo de población en la Tierra para garantizar la supervivencia de la especie? Y el nivel de riqueza, ¿dónde tiene su máximo?

El crudo darwinismo de los que han hecho posible este invento de la burbuja financiera —en creciente expansión y de decreciente titularidad— debe encontrar alguien que lo entienda. Y que lo entienda para hacer algo efectivo por corregirlo. Pero yo no lo conozco.

El cambio generacional en la Casa Blanca no llegó todavía al Congreso ni al Senado. A Clinton le tocó enfrentarse con un cuerpo legislativo de mayoría republicana empeñado en frenar las alegrías reformadoras de la joven pareja demócrata, que había llevado a la vicepresidencia a un entusiasta de las nuevas tecnologías y de los pujantes movimientos ecológicos que iban cuajando en las nuevas generaciones: Al Gore. Todo el movimiento científico social que había declarado la guerra a las emisiones de CO2, y a las causas del calentamiento global, se convirtió para las viejas empresas petroleras, y para la industria americana, en la nueva amenaza interior. Los ecologistas eran los nuevos comunistas que amenazaban el ya envejecido estereotipo del American Way of Life tan identificado con los coches de alto consumo, con el humo de las fábricas del Norte, con la lluvia de petróleo que había embadurnado a James Dean a finales de los cincuenta en Giant.

A los Clinton les fue imposible sacar adelante su plan de otorgar una sanidad pública y gratuita a todos los americanos, les cortó las alas en su intención de ir creando en Estados Unidos un sistema de Estado de Bienestar, cuando ya se había ido destruyendo en Europa por la influencia de los chamanes de Chicago, el entusiasmo reaganiano de Thatcher y las desmesuradas subidas del petróleo.

Del noventa y cuatro al noventa y ocho, la bestia aceleró la muda de piel. Mientras se iban abandonando los campos petrolíferos de Texas, iba apareciendo el espejismo del dinero fácil, las hipotecas subprime, los créditos al consumo más superfluo, el lento encadenamiento de los ciudadanos al sistema bancario, la compra de la felicidad a plazos.

Mientras tanto, la ingeniería financiera hacía milagros, ofrecía rentas al capital jamás antes alcanzadas, los directores de los bancos en los pueblos más pequeños de la América profunda ofrecían en sus escaparates anuncios de fondos de pensiones en los que una pareja de ancianos se veían jugando al tenis bajo el sol de Florida, o haciendo vela en las aguas azules de California. Los fondos de inversión comparaban un dólar con una pipa de girasol que devolvía un girasol entero con cientos de dólares al cumplirse el tiempo de la cosecha. Se succionaba el ahorro de cada familia y se fabricaba con él un nuevo y más arriesgado producto financiero. La sangre de la bestia ya no era el sucio y maloliente petróleo. Una transfusión lenta iba renovándolo por dinero; y ya no por billetes o por monedas contantes y sonantes, sino por un dinero más etéreo, más sutil, por el dinero virtual de millones y millones de tarjetas de crédito que hacían creerse ricos a los más humildes trabajadores. Las nuevas tecnologías permitían jugar simultáneamente y en tiempo real en miles de mesas de juego financiero. En un microsegundo, una transferencia hacía ganar o perder millones a un agente. Los que perdían eran también eliminados en un chasquido de dedos. El contagio era instantáneo. El mismo fenómeno inundaba el mundo entero. Los bancos, las entidades financieras, competían en la elaboración de nuevos productos, planes de ahorro, de pensiones, de inversión, se acompañaban ahora con Hedge Funds, mercados de futuros, inversiones en sueños, en mitos, en paraísos, que solo tenían realidad en la inventiva de sus fabricantes.

Ese monstruo global ya no buscaba influir en los gobiernos: los tenía a todos en la mano. Robert Rubin, que era Secretario del Tesoro, había servido durante veintiséis años a Goldman Sachs, uno de los portaviones financieros de Wall Street. En 1999, Rubin y Greenspan consiguieron la derogación de la Ley Glass-Steagall; una ley que prohibía intervenir a los bancos en la especulación bursátil y había salvado a los Estados Unidos de graves crisis financieras durante setenta años. Roosevelt, al presentar esta Ley, había dicho que «prefería rescatar a los que producen alimentos antes que a los que producen miseria».

Pero a Clinton, que empezaba a vislumbrar vagamente la naturaleza de la bestia, y podía derivar a posiciones rooseveltianas, cinco directores de bancos y financieras le hicieron llegar —con toda sinceridad y como quien enuncia una simple fórmula matemática— que cualquier intervención gubernamental en aquel tinglado provocaría una catástrofe financiera mayor que la del veintinueve. El mensaje fue discreto, pero eficaz. A partir de ese momento, no hubo gobierno en el mundo desarrollado que se atreviera a meter la mano en el alambique financiero.

Derrotado en la Historia el determinismo del marxismo científico, los renacidos providencialistas encontraron bases para su tesis de que cada tiempo tiene las invenciones que necesita. El mundo, que se había ido haciendo más cercano desde la invención del telégrafo sin hilos, el teléfono, o la radio o la televisión por satélite, se convirtió en una pequeña plaza de pueblo con las invenciones creadas por adolescentes en el garaje familiar. Bill Gates, Stephen Jobs y una reducida tribu de informáticos crearon en muy pocos años la gigantesca maquinaria de innovación que surgió en Silicon Valley. De los voluminosos ordenadores que el Pentágono venía utilizando en los cincuenta se pasó al PC, un milagro electrónico de bajo coste que permitía a cada ser humano en cualquier lugar del mundo acceder a todo el conocimiento de la Humanidad al toque de una pequeña tecla. Internet cubrió el mundo en su tupida tela de araña y empezaron a surgir los Facebook, los Twitter, los Skype, los miles y miles de medios que expandían de forma instantánea, global y sin distinción alguna, noticias, rumores, informaciones, desinformaciones, imágenes reales o fabricadas… un diluvio que iba ahogando poco a poco en sus aguas a las cartas, los telegramas, teletipos, faxes, panfletos impresos, periódicos de venerable cabecera… en suma, todas las no muy viejas invenciones que la comunicación había ido utilizando durante el siglo XX. El XXI nacía bajo el signo astrológico del Chip, bajo el dios omnipotente del Terabyte.

Nada, desde la invención de la escritura, iba a cambiar el sentido de la Historia con tanta fuerza.

En la Casa Blanca no había habido un hombre joven y atractivo desde los tiempos de Kennedy. Y la erótica del Poder de los ocupantes del Despacho Oval durante los sesenta, setenta y ochenta, se había concentrado en el dudoso orgasmo mental de quien puede dar órdenes a un general de cinco estrellas, o de quien pude hacer que un rival político se arrastre a sus pies. La saludable energía sexual de un hombre en plenitud de edad no había vuelto a sentarse en el sillón de la presidencia durante treinta años. Clinton no podía permitirse las libertades de Kennedy. Ya no podían ocultarse al público las escapadas en barco con mujeres espectaculares, las salidas nocturnas y clandestinas para tener aventuras ocasionales con actrices de renombre, las citas amorosas con los iconos sexuales del momento. Clinton se veía obligado a rebajar sus ambiciones eróticas a la más estricta y sórdida clandestinidad.

Ya no era el tiempo de aquella Marilyn que cantaba, bajo un foco que la desnudaba, aquello de «Happy Birthday Mr. Preeesident». Era el tiempo triste del aquí te pillo aquí te mato, de los tocamientos ocasionales en el cuarto oscuro de las escobas, el placer intenso y breve de una felación bajo la mesa mientras se hablaba, como quien no quiere la cosa, con el Gobernador de este u otro Estado, o con el congresista de este o el otro partido. La chica ahora no podía ser nada espectacular, nada conocida.

Había que conformarse con una secretaria, una becaria consentidora.

Clinton no pudo resistir a la tentación, y lo que hubiese sido un simple desahogo secreto se convirtió, bajo la perversa química del puritanismo americano y la pasión coleccionista de una fan, en un terremoto político-mediático que estuvo a punto de hacer caer al Presidente Clinton en el pozo de la vergüenza que había ahogado a Nixon. Mónica Lewinsky era una becaria no muy agraciada y su vestido azul con una pequeña mancha gomosa fueron un arma casi demoledora en manos de un fiscal furiosamente republicano y unos medios hambrientos de escándalo.

Afortunadamente, a Clinton no se le había apodado en su juventud bajo el revelador mote The come-back Kid en vano. Al principio con torpeza, luego con humillación y al final con la inapreciable ayuda de su esposa, sorteó aquella tormenta en un vaso de agua. Pero el incidente marcó para siempre la memoria colectiva del mundo en aquellos años.

El incidente Lewinsky sirvió para desvelar otro de los más profundos y significativos cambios de la Historia del siglo XX. Hasta que llegaron los Clinton, la presencia de la mujer en la política había sido el producto de la lógica dinástica o la excepción que confirmaba la regla del predomino masculino. La reina Victoria de Inglaterra o la misma Isabel II eran producto de la primera de las razones, Indira Ghandi había revelado la coincidencia de la primera y la segunda, y la señora Thatcher era un claro ejemplo de aquella excepción.

Pero el siglo que había empezado con los paraguazos de las sufragistas terminaba con el descubrimiento y la consolidación de un hecho revolucionario. En las sociedades desarrolladas la mujer adquiría ya un papel propio: los Clinton fueron de repente vistos en el mundo como el descubrimiento del carácter binario de la molécula de oxígeno: el poder ejecutivo en Estados Unidos había sido titulado, de hecho, por dos electrones de igual valor: el masculino, que además mostraba a las claras su inestabilidad, y el femenino, que exhibía su firmeza, su fuerza cohesiva y estabilizadora.

El poder político, en el mundo entero, no volvería a ser el mismo. Hillary Clinton representaba el nuevo papel de la mujer en la Historia: la recuperación —de pleno derecho y desde la extinción de los matriarcados cuatro cinco mil años antes— de la capacidad de la mujer para estar presente y dirigir, sin títulos genéticos, ni tolerancias excepcionales, el poder político. Después vendrían Benazir Bhutto, la chilena Bastenier, la ucraniana Timoshenko, otra media docena más y Angela Merkel. La misma Hillary Clinton estaría a punto de sentarse en el sillón del Despacho Oval en el que su marido había disfrutado de aquel placer clandestino.

En noviembre de 2001, Al Gore ganaba las elecciones presidenciales.

Pero la bestia petrolera e industrial americana, que iba mutándose lentamente en Poder financiero, conservaba aún su abdomen de escorpión. En aquel noviembre tuvo aún fuerza para clavarse en el Estado de Florida y de envenenar con su potencial de corrupción todas las instituciones de un Estado que gobernaba, precisamente, el hijo mayor del viejo Presidente Bush. No hubo ni un solo senador que apoyase la impugnación de las elecciones en Florida reclamadas por más de una docena de congresistas. Y uno se pregunta cómo Gore, que presidía como Vicepresidente del Ejecutivo la sesión conjunta de las Cámaras que proclaman al vencedor de las elecciones, no pudo encontrar el único voto imprescindible de un senador para afirmar sus derechos como vencedor. Algo olía realmente mal bajo la Cúpula del Congreso.

Esa corrupción le dio la Presidencia pues al otro hijo, al tarambana de George Junior, el ejemplo más claro de incompetencia, estulticia, vacuidad y torpeza que en la Historia de la Democracia se haya colocado nunca a la cabeza de una potencia mundial. George W. Bush había sido un estudiante de vida disipada, malas notas, chulerías de hijo de papá, borracheras y gamberradas constantes. Sus padres tuvieron que casarle con una mujer que le sirviera de guardián y de enfermera. Simularon su regeneración alcohólica, su reconversión religiosa, lo convirtieron en uno de esos curiosos fenómenos americanos que se llaman a sí mismos los nacidos de nuevo. Tuvieron que irle sacando una vez tras otra de negocios fracasados, de inversiones ruinosas financiadas a fondo perdido por los Bin Laden y otros saudíes, de asuntos algo más que oscuros en los que aparecían en las sombras magnates de Oriente Medio. Pero Mommy Bush, el último modelo maternal americano, consiguió hacerle un puesto en la política y le compró primero el Gobierno de Texas. Aunque aquello no era bastante. Los Bush, que no dejaron nunca de pensar que la Casa Blanca era una de sus posesiones inmobiliarias, consiguieron colocar a su hijo en el Despacho Oval. Ni siquiera todo eso despertó la dormida inteligencia del personaje.

Después de las ceremonias y las fiestas de su instalación, se dedicó a su habitual ocupación: no hacer nada.

El partido le había rodeado de lo más extremoso y perverso de su plantel. Rumsfeld en Defensa, Dick Cheney en la Vicepresidencia, el general Colin Powell —un afroamericano relativamente presentable— en la Secretaría de Estado, y como guinda de tal pastel y de asesora en materia de Seguridad Nacional, Condoleezza Rice, una afroamericana listísima, intelectualmente poco escrupulosa y de muy buen ver. Greenspan continuaba en la dirección de la Reserva Federal.

Texas era una fiesta.

Pero un once de septiembre, en 2001, mientras Bush asistía a una clase de párvulos, dos aviones secuestrados demolían las emblemáticas torres gemelas en Nueva York, y otro estallaba dentro del lado sur del Pentágono.

He visto mil veces las imágenes. Mientras el fuego, los escombros y el polvo acababan con la vida de casi tres mil neoyorquinos y malherían a otros seis mil, y mientras el tercer avión acababa con complejísimos sistemas informáticos y con la existencia de cientos de empleados del cerebro militar de América, el Presidente de los Estados Unidos, ya informado, se empeñaba en seguir descifrando, con la ayuda de unos párvulos, las palabras de un libro infantil lleno de dibujos: el Cuento de la Cabra. Después de casi un cuarto de hora de catatonía, alguien consiguió llevárselo de vuelta al Air Force One y alguien le hizo balbucear ante una cámara que nadie se preocupara que todo estaba bajo control. Después y durante seis días, nadie volvió a verlo en público. Solo se sabe que en la noche del día trece, dos días después del hundimiento de las torres y mientras todavía quedaban personas vivas enterradas bajo los escombros, el presidente Bush cenaba en la Casa Blanca a solas con un íntimo amigo suyo, el embajador de Arabia saudita en los Estados Unidos.

Cuando unos días después volvió a abrirse la Bolsa de Nueva York, las acciones de las compañías aéreas encabezaban una pérdida generalizada, pero las de las empresas de armamento subieron espectacularmente. La veleta de Wall Street marcaba vientos de guerra.

Rumsfeld y Cheney tenían la oportunidad del siglo. Fabricaron la doctrina de los países malos, y convirtieron a Bin Laden y a su ya famosa Al Qaeda en la nueva amenaza global; eso sí, después de facilitar muy rápidamente la salida de Estados Unidos a todos los familiares cercanos del terrorista, a quienes nadie se acercó para pedir información sobre el pariente díscolo porque la Casa Blanca y la CIA y el FBI y el Fiscal General debieron considerar que obviamente no tenían nada que ver con aquel desastre, ya que disfrutaban de la amistad de la familia Bush. Pero el estado de opinión americana exigía algo más que tambores de guerra, y a los del oleoducto les vino de perlas que los talibanes estuviesen permitiendo a Bin Laden el Malo y a sus chicos de al Al Qaeda entrenarse en su país. Ya tenían una razón para meter militares americanos donde los necesitaban.

En pocos meses, los Estados Unidos conseguían el visto bueno de Naciones Unidas para castigar a Afganistán, presunta base del grupo terrorista. Los afganos, y sobre todo las mujeres afganas, llevaban sufriendo un castigo interno muy duro desde hacía años. La Sharía, interpretada por un puñado de fanáticos, había devuelto el país al peor escenario de la Edad Media. A las mujeres no les estaba permitido acudir a la escuela, no podían salir de sus casas sin encerrarse en la cárcel de tela del burka, y eran apedreadas a la menor sospecha de conducta desviada, mientras los hombres sufrían penas de mutilación. Los budas de Bamiyán, una joya milenaria de la Humanidad, habían sido dinamitados en virtud de la iconoclasia llevada al paroxismo. Todo el país se había convertido en un enloquecido experimento de fanatismo religioso. Pero cuando llegaron los aviones de las fuerzas aliadas para acabar con el nido de víboras de Al Qaeda, las bombas cayeron sobre el país entero, y tropas que hablaban extrañas lenguas apuntaban a cualquiera a la barriga, le hacían levantar las manos, marchar a interrogatorios interminables y, a la menor sospecha, a encerrarlos en una cárcel cada vez más superpoblada.

Durante meses y luego años, las tropas de la alianza fueron ocupando el país, buscando en todos los rincones, entrando en todas las casas, destruyendo miserables canales de riego, derribando viviendas, imponiendo su fuerza. No se encontró a Bin Laden; quizá porque no se le buscase con especial entusiasmo en realidad, quizá porque el zorro sabía de antemano por donde iban a ir los perros. No se destruyó a al Qaeda, como no se puede destruir un fantasma, pero los industriales del armamento y las compañías de infraestructuras americanas habían encontrado un mercado más que rentable.

Hay algo profundamente perverso en la codicia de los hombres: su insaciabilidad. Otros vicios tienen su nivel de hartura, su techo, sus límites. Pero la codicia, como la envidia, es ilimitada. Se alimenta de sí misma y tiene una enorme ventaja: es considerada una virtud por el sistema. Los chicos de Chicago no solo elogian la codicia; la estimulan; la consideran el motor de la Humanidad. En el 2004 se redujeron los límites de apalancamiento bancario a tan solo el tres por ciento, lo que dejaba libre para la especulación el noventa y siete por ciento de los activos. El casino financiero se abría sin límite de apuestas. No es pues extraño que los ya ancianos supermanes de Texas quisieran dar el golpe final a una historia de monopolización del petróleo que se había torcido tras la Guerra del Golfo. Sadam ya no veía a los americanos con buenos ojos y su petróleo escapaba del control americano. Irak jugaba su juego al margen de la OPEP y en el año 2000 decidió que no aceptaría petrodólares por su crudo. Se pasó a la nueva moneda europea, al euro, que había sido mirada por los ingleses como una competencia molesta y por los americanos como un simple invento europeo, es decir, algo de poca importancia.

De modo que enviaron a Bush a las islas Azores, a encontrarse con el primer ministro Blair y con un socio díscolo de la nueva moneda, un pequeño brote de franquismo que le había salido a la joven democracia española, el Presidente Aznar. Los tres celebraron la idea americana de acabar con Sadam Husein. Bush quería acabar el trabajo dejado a medias por su padre; Blair quería recomponer la imagen de Potencia internacional del Reino Unido; y Aznar quería retratarse con los zapatos sobre la mesa de los grandes fumándose un puro. De las Azores salió la coalición de países buenos que iban a acabar con el malo. A la fiesta se unieron los polacos y media docena de pequeños países más.

El pretexto fue tan torpe como su inspirador. En contra de los análisis y las reiteradas inspecciones de Naciones Unidas, Bush, Blair y Aznar aseguraron al mundo que Sadam estaba en posesión de armas de destrucción masiva y fabricaba rampas de lanzamiento de cohetes intercontinentales. Ante la incredulidad general, no parpadearon. El 20 de marzo del 2003 la fuerza combinada, con los americanos a la cabeza, entraba en territorio iraquí y un par de semanas más tarde entraba victoriosa en Bagdad. La estatua en bronce del odiado dictador era derribada ante cientos de cámaras de televisión y el país se ponía en manos de un virrey americano aconsejado por una reducida pandilla de mafiosos iraquíes con ficha policial en los Estados Unidos, pero convertidos, por el arte de la varita mágica de Rumsfeld, en padres fundadores de la nueva democracia que iba a convertir a Irak en un país libre. La conquista fue fácil.

Pero la ocupación se fue complicando.

Eso sí, se apagaron los fuegos provocados en los pozos de petróleo y el crudo volvió a manos americanas, al petrodólar y a la OPEP. El negocio de los subcontratistas del Pentágono se agigantó. Halliburton llegó a crear un ejército privado, y Cheney descubrió que también las guerras podían privatizarse. Un diluvio de dólares llenaba los depósitos de petroleros, industriales de armamento, subcontratistas de todo tipo de servicios, e intermediarios de todo color. Pero eran dólares precedentes del contribuyente americano, y la deuda del Tesoro aumentaba espectacularmente. Los nuevos conversos al capitalismo —rusos y chinos— invertían miles de millones en dólares y las financieras perdieron su ya escaso sentido de la medida.

Tras la natural reelección de Bush, cosa normal en los Estados Unidos cuando se consideran en estado de guerra, aumentó el desmadre. Ya la Secretaría del Tesoro sería ocupada por gente de los sectores financieros, como Henry Paulson procedente de Goldman Sachs. Sus acciones en la Compañía fueron vendidas por cuatrocientos millones de dólares libres de impuestos gracias a una Ley de Bush Padre. Las agencias de calificación financiera se dedicaron a poner sello de solidez a cientos de productos más que dudosos. Las ganancias de esas agencias subían en la medida en la otorgaban calificaciones más altas. Así llegaron a cuadruplicar sus beneficios en el 2006. Aumentaron los gastos, aumentaron los beneficios de los ricos y las clases medias se empobrecieron más.

Howard murió en el año en el que Al Qaeda atacó las Torres Gemelas y el Pentágono. No alcanzó a ser testigo de la segunda guerra contra Sadam Husein. Pero antes, unos años antes, me había dado una de las claves de la naturaleza concreta del Poder en los Estados Unidos.

Estábamos sentados en la veranda de su casa. Era un día de verano y mirábamos ponerse el sol sobre el Pacífico. Hablábamos de cómo Wall Street estaba sustituyendo al viejo entramado petrolero en las alturas del poder efectivo.

—Nicholas —me dijo—, nuestro país está hecho de modo que el Poder Político sea siempre un fiel reflejo del Poder Real. Ésa es la virtud de nuestro sistema. A principios del siglo XX se decía aquello de que «lo que es bueno para la General Motors es bueno para los Estados Unidos». Nunca se ha enunciado un axioma sobre la naturaleza del Poder con tanta sencillez.

»La virtud del sistema americano reside precisamente en ese axioma: el poder político, basado en la democracia, está obligado a servir los intereses del poder real, basado en el capital. La acumulación de capital significa acumulación de poder en cualquier sociedad, incluso en las denominadas democracias populares en las que ese poder lo concentra el estado o la clase dirigente. En nuestro país, la simbiosis de democracia y capital funciona bien siempre que la opinión pública, o los votos ciudadanos, acierten eligiendo a quien vaya a servir más eficazmente a los que detentan el poder real, los acumuladores del capital. Cuando eso no ocurre, los poderosos tienen instrumentos para corregir el desvío: el asesinato de un presidente y su sustitución por otro que les sirva más eficazmente, la manipulación de los mecanismos electorales que dé la presidencia a quien ellos propugnan, la manipulación de la opinión pública o de otros instrumentos como el Senado, o el mismo Tribunal Supremo, para hacer caer o evitar la reelección de quien no les resulta ya útil.

»La Constitución rige siempre para el poder político, y para el económico, cuando le beneficia. Solo se han impuesto a sí mismos un límite la Ley Anti-trust. Hacer imposible que el capital pueda concentrarse en una sola mano —siguiendo la natural tendencia del mercado— garantiza la colegialidad de intereses y su equilibrio interno.

»Pero eso, querido amigo, no quiere decir que los que detentan ese poder no sean, a su vez, sustituibles. A medida que el mercado debilita y acaba eliminando a quienes dejan de obtener beneficios, hace crecer y refuerza a los que son más eficaces en obtenerlos. Los petroleros están siendo ya sustituidos por los financieros. Dentro de poco, los magnates del petróleo intentarán reforzarse buscando de un modo u otro un monopolio mundial del crudo. Y eso, paradójicamente, aumentará el poder de los grupos puramente financieros.

»El corazón del poder americano estará de nuevo en Wall Street.

»En el siglo XX, en el año 29, ese corazón sufrió un infarto. En el siglo que va a empezar, volverá a sufrir, no uno, sino varios ataques más. Es un corazón muy sensible. Pero ya contamos con una medicina financiera muy avanzada. Los superaremos.

»Pero todo esto, querido Nicholas, venía para decirte que el interés de los Estados Unidos se identifica, se debe identificar, con los intereses de su poder económico. El día que eso no suceda, los Estados Unidos habrán dejado de ser una potencia. Así que los conflictos, las guerras, las carreras de armamentos, las alianzas y su rompimiento, los apoyos a regímenes infectos, a dictaduras intolerables y a terroristas analfabetos están siempre justificados si sirven eficazmente al poder económico de los Estados Unidos, que es el que sustenta y explica y justifica a nuestro país.

No me sorprendió lo que me decía, pero me aclaró mucho lo que yo creía contradicciones internas, que a esta luz no lo eran. Pero quise aducir que su explicación tenía mucho de cinismo.

—Lo tiene —me contestó—. Lo tiene. Pero voy a hacerte la siguiente pregunta: ¿cuál crees que es la sociedad real, actual, en la que preferiría vivir cualquier hombre de la Tierra? Te aseguro que si todos los seres humanos utilizasen solo el sentido común para responder, la inmensa mayoría elegiría a los Estados Unidos. La razón es obvia: por ahora somos nosotros quienes estamos teniendo más éxito en ofrecer una vida en libertad, con esperanzas sólidas de prosperidad, de educación y progreso social, y con la seguridad imprescindible.

Supe que tenía razón.

—Y quiero que te conste que no contaría nunca entre mis amigos a ninguno de los que se sienten o puedan sentarse en el Directorio del Poder Económico. Me producen la misma repugnancia que me produciría tener en las manos un corazón sangrante. Pero ése es nuestro corazón. EL CORAZÓN DE AMÉRICA. Y yo he vivido siempre dispuesto a dar mi vida por estos Estados Unidos. Con su podrido corazón y su espléndida promesa para quien acierte a venir a ellos.

No supe responderle. Le di un abrazo y me fui sabiendo que mi amigo Howard me había dado su última lección.