XV

Pero volvamos a Bush. Este otro texano de adopción se dedicó a introducirse en la política y en los negocios con la pasión de los catecúmenos. Quiso ser más texano que los texanos y lo consiguió en ambos campos. Su biografía política le había dado una experiencia excepcional. Había servido como embajador en China, como director de la CIA, como vicepresidente de Reagan. Cuando la Convención republicana le nombró candidato a Presidente para las elecciones de 1988, George Bush había acumulado un bagaje de habilidades políticas poco común. Y era un ejemplo de que, efectivamente, la vieja profecía de Bob Dylan se había cumplido, no como hubiese querido el poeta de la guitarra y la armónica, sino en un sentido más ominoso: los tiempos habían cambiado, pero no para traer la paz, el amor y la felicidad de los paraísos artificiales, sino para ajustar la máquina de Poder de los Estados Unidos a un mundo que, con el desmoronamiento de la Unión Soviética y la decadencia senil de la fe comunista, quedaba abierto a la pujanza indiscutida de las ideas capitalistas más exacerbadas.

Había venido gestándose, desde los años setenta, una doctrina económica que propugnaba la intrínseca bondad de los mercados libres, llevando a extremos dogmáticos la vieja idea que Adam Smith había propuesto, para otros tiempos y otras sociedades, de que la codicia individual era el fundamento del progreso colectivo. La famosa escuela de Chicago había hecho un curioso experimento en Chile. Bajo la férrea dictadura del general Pinochet, las ideas de estos jóvenes economistas habían conseguido un aumento del IPC chileno espectacular. El que se hubiese hecho sobre una alfombra de cadáveres y un encarcelamiento de la libertad no entraba en la limpieza de las fórmulas de tiza en pizarra de estos nuevos aprendices de brujo.

El hecho es que Reagan había aplicado, no sin cierta prudencia, lo esencial de esas teorías; y que, en el Reino Unido, la señora Thatcher se había convertido en la antorcha de la nueva doctrina, tras destruir el hermoso —aunque algo decadente— edificio del Estado de Bienestar, tan trabajosamente construido por los británicos después de la Segunda Guerra Mundial.

Yo vivía en la misma casa de New Jersey que compré tras la muerte de mi esposa. Me atendía un ama de llaves de unos cincuenta años que me trataba habitualmente como a un inquilino desordenado, pero que se reblandecía cuando le dedicaba algo más de atención de la que yo tenía por costumbre. Era una mexicana ampulosa y una espléndida cocinera, y yo, con setenta y tres años, todavía era sensible a la generosa femineidad de sus movimientos por la casa. No quiero aquí dejar de mencionar que, muy de tarde en tarde, le llevaba flores. Aquello era un signo mudo de que aquella noche cenaríamos juntos, a la luz de velas —Ronalda descubría su naturaleza exuberantemente romántica cuando me veía llegar con flores— y después bailaríamos unos boleros que ella me enseñó a seguir con los pies —aunque nunca consiguió que mi torpeza no martirizara los suyos—, y nos íbamos a la cama: más a sentir nuestra recíproca necesidad de ternura, que a mayores esfuerzos para los que yo me sentía ya poco capacitado. Sin embargo, ella no dejó, ni en aquellos momentos íntimos, de llamarme Sr. Merton, y al día siguiente volvía a comportarse como si nada hubiera ocurrido. El sistema nos funcionaba bien a los dos y ninguno nos atrevimos nunca a pasar a mayores.

Cuando en enero de 1989, George H. W. Bush —padre— entra en el Despacho Oval, es como si volviese a casa el heredero. Bush había pasado horas en ese despacho. Pero ahora se sentaba en el sillón principal, en la mesa de las grandes decisiones, en aquella en la que su antecesor Truman había puesto, en un rótulo de letras de bronce sobre un soporte triangular de madera, aquello de «The buck stops here», «Hasta aquí hemos llegado» o mejor «Aquí se acaba la discusión». Con Bush padre volvía ese espíritu en una mano de hierro cubierta por un guante de terciopelo. Y el petróleo volvía a hacerse con el Poder efectivo de la Potencia dominante en el mundo. Desde 1989 hasta 2008, el canto del cisne del poder petrolero produjo un desorden a nivel global del que aún no hemos salido.

Este Bush había sabido compaginar una larga carrera de servicio público con una no menos larga y exitosa en los negocios del petróleo en Texas. Había conseguido hacerse huésped frecuente de la Casa Real saudí y se había hecho muy amigo y socio de una familia —por entonces poco conocida, pero muy rica—, la familia Bin Laden. Los Bin Laden eran inversores muy importantes del Carlyle Group, quizá el complejo de empresas de material militar más importante de los Estados Unidos, en cuyo Consejo de Administración se sentaba Bush padre. El veterano Bush consiguió, sin aumentar su capital en el grupo, que el menos capacitado de sus hijos se sentara también a su lado en aquel Consejo. El Carlyle Group hizo un negocio fabuloso vendiendo armas a Sadam Husein durante los ocho años de la guerra Irak-Irán. Pero ya tenemos a George Bush padre en el Despacho Oval. En la Reserva Federal se colocó desde 1985 a James Baker, otro íntimo de los saudíes, que ya poseían aproximadamente un siete por ciento de la riqueza americana.

La Guerra de Irak contra Irán se había saldado con un resultado dudoso. El régimen iraní había resistido mucho más de lo que se esperaba y la superioridad bélica de Irak no conseguía romper la espina dorsal de los ayatollahs. Por el contrario, la guerra empezaba a debilitar al régimen iraquí, que veía a sus chiitas cada vez más solidarios con el enemigo y a sus kurdos más convencidos de su capacidad para establecer un estado secesionista en el norte petrolero del país. Sadam tuvo que poner sus fuerzas a trabajar en el interior. Para Irak la guerra se convertía gradualmente en un conflicto interno. Las armas químicas con las que le habían dotado los americanos se utilizaban ahora contra poblaciones chiitas o kurdas.

El régimen iraquí se endureció.

Y Sadam Husein optó por huir hacia adelante. Para sus patrocinadores americanos empezaba a resultar molesto y, en el momento que Sadam pretendió reunificar voluntades amenazando a Israel, el asunto se puso serio. Los militares iraquíes habían empezado a construir por su cuenta un arsenal químico propio, y en los pasillos de la CIA y la Casa Blanca fue cuajando la idea de que la utilidad de Sadam para los intereses americanos debía cambiar de signo. Para garantizar el predominio americano en aquella parte del Oriente Medio era preciso meterse de lleno y directamente en la zona.

Eso era lo que querían los petroleros. Necesitaban un oleoducto desde el Caspio al Golfo arábigo. Y necesitaban hacerlo pasar por Afganistán. También era preciso limpiar de volatilidad la situación de Irak, porque querían controlar efectivamente la que por entonces era la gran segunda bolsa de crudo del mundo. Eso no se podía hacer sin que esos territorios estuviesen controlados por las fuerzas armadas americanas.

Hacía tiempo que Sadam venía jugando con la idea de ser algo más que un simple gendarme de los intereses americanos. Su megalomanía le hacía verse como el restaurador de la integridad del país; integridad rota por los ingleses cuando, ya muy pasados los tiempos de la Segunda Guerra Mundial y antes de abandonar sus espacios coloniales, habían creado, con un pedazo originalmente iraquí, el estado independiente de Kuwait para garantizarse el acceso fácil a la inmensa bolsa de petróleo de ese territorio.

Sadam empezó a pensar que los americanos no serían del todo contrarios a que el régimen iraquí, un aliado seguro, decidiese recomponer sus fronteras anexionándose Kuwait. Lo preparó primero militarmente, aumentó sus compras de material bélico americano y prometió muchos más barriles de petróleo a los magnates de Texas que ya estaban de lleno explotando los pozos kurdos. Su amigo Rumsfeld le animaba en sus ideas de grandeza; le aseguraba la solidez de su alianza con los Estados Unidos.

Y en Bagdad, cuna de las mil y una noches, Sadam soñaba con Harún al-Rashid, mientras Rumsfeld y sus muchachos le contaban el cuento de Alí Babá. La embajadora americana era persona de mucha confianza con Bush, y poca experiencia en el doble lenguaje propio de los pueblos poéticos de Oriente. Sadam decidió sondear las intenciones americanas en una cita con ella. El dictador iraquí quería confirmar la solidez de su alianza con los Estados Unidos «pasara lo que pasara», y ella encontró la oportunidad para hacerse la simpática y buena confidente de Sadam, tarea que consideraba muy importante para su trabajo diplomático. La conversación duró dos horas y cuando terminó cada uno de ellos salió con conclusiones distintas. Ella creyó que Sadam le había reafirmado la solidez de su posición pro-americana y su garantía de hacer cuanto pudiera por limitar el peligro iraní en el Golfo. Sadam confirmó su idea de que los americanos no tenían razón alguna para seguir respetando las arbitrariedades de la política de partición hecha por los ingleses, y que su proyecto de invasión de Kuwait no sería más que un breve paseo militar sin más consecuencias que las de la irritación británica, la escandalera saudí y la protesta israelita. Sadam tenía planeado apresurarse a tranquilizar a los saudíes con ayuda de los americanos, aprovechar la indignación israelita para alzarse como líder árabe indiscutido en Oriente Medio, y mostrar a Occidente, ingleses incluidos, que la ocupación de Kuwait no solo tenía la función de recomponer el viejo Irak, sino la de garantizar el dominio pro-occidental del Golfo anta la amenaza revolucionaria iraní.

Soñó que se convertiría en el líder indiscutido del mundo árabe. Enterraría la memoria de Nasser bajo la peana de su propia estatua.

Dos semanas después de su entrevista con la embajadora, y sin haber recibido advertencias en contra por parte de los Estados Unidos, a los que tras esa conversación suponía conocedores de sus intenciones, Sadam inició lo que llamaría «La Madre de todas las Batallas». No ahorró medios. Más de medio millón de soldados, más de tres mil tanques, toda su aviación, entraron de golpe en Kuwait, y dos días más tarde decretaba que el territorio formase de nuevo parte de la provincia de Basora. No supo medir las consecuencias.

Las potencias europeas reaccionaron pocas horas después del inicio de la invasión, un día más tarde Naciones Unidas condenaba en masa los hechos y, horror de horrores, sus amigos americanos, se unían a la condena. Tres días más tarde de la invasión, una fuerza compuesta por treinta y dos países de las Naciones Unidas encabezadas por los Estados Unidos iniciaron la recuperación de Kuwait, destrozando en cinco días el aparato militar de Sadam en ese territorio, produciéndole más de cien mil bajas, de las cuales treinta y cinco mil fueron muertos, y obligando a los iraquíes al repliegue o a la rendición. La Madre de las Batallas se convirtió en la Madre de las Derrotas, la estatua imaginaria de Sadam se desmoronaba como un castillo de arena al subir la marea, y el amigo de Rumsfeld, el líder adulado por los petroleros texanos y por los negociantes americanos de armamento, se convertía en un apestado.