Basta de recuerdos personales. Siguiendo con lo que me voy acordando, creo que en el ochenta y siete hubo un amago de crisis financiera que cogió desprevenidos a todos los actores económicos y políticos de la película feliz del oeste que protagonizaba Reagan.
Pero Reagan sorteó la breve tormenta con enorme habilidad: un verdadero cowboy no teme al rayo.
Hay una creciente transferencia del poder de los magnates del petróleo a los financieros en estos años. Esa transferencia coincide con la revolución de las comunicaciones y la liberalización de los mercados. La bestia está cambiando de piel.
En el año 1988, Nicholas F. Brady, procedente de la banca de inversión NY Dillon, Read & Co., es nombrado secretario del Tesoro y seguirá en su cargo hasta el noventa y tres. A su salida de la administración, es contratado por una empresa auxiliar de los petroleros. He aquí otro ejemplo de la creciente influencia del mundo financiero sobre los magnates del petróleo. Pero esa influencia, que acabará por afirmarse definitivamente, no impide a los del Complejo Militar Industrial continuar con sus batallas.
Sadam Husein se convierte en el brazo de la ira que manejan los americanos contra los ayatollahs iraníes. La guerra va a costar millones de vidas a las dos partes. Y va a dar pie a una nueva subida de los precios del crudo, que sufrirán sobre todo los países europeos y los que inician tímidamente su desarrollo.
Los beneficiarios de la guerra no se conformaron con armar a Irak. En Afganistán, los americanos dotaron a la guerrilla muyahidín con armas de última generación, cohetes tierra-aire de sensibilidad térmica que destrozaban la fuerza aérea soviética, proyectiles de penetración que perforaban los tanques como si fueran de mantequilla. La tecnología americana estaba fabricando ya un tipo de armamento que no necesitaba de soldados especialistas. Un muyahidín analfabeto podía disparar su cohete portátil en cuanto alcanzase a ver un helicóptero. El cohete liberado era el que buscaba por sí solo su blanco.
A partir de 1983, la economía americana inicia un espectacular crecimiento que va a durar más de una década. El motor americano, con aquella inversión gigantesca de dinero público, se puso a toda marcha. Bajó los impuestos, dando, esta vez sí, un claro estímulo al consumo. Y en dos años los americanos se sintieron de nuevo el faro de la prosperidad que iluminaba el mundo.
Pero esa luz tenía una sombra.
En pleno crecimiento económico, también crecieron los pobres y la deuda. Lo que no se hizo tan evidente en esta imagen es que se iba abriendo una brecha cada vez mayor entre quienes disfrutaban de las bonanzas de esa economía y quienes sufrían un lento descenso hacia la pobreza. En aquellos años fueron aumentando por millones los hogares americanos que no tenían de qué vivir.
Aunque eso no aparecía en la televisión.
Reagan afirmaba ante quien le oyera, que el comunismo era una enfermedad senil, que la libertad y el capitalismo eran inseparables y que la Humanidad vería —en una sola generación— la llegada de lo que el profesor Fukuyama denominó después el fin de la Historia, la llegada del Reino permanente de la prosperidad y la felicidad perpetuas. Para alcanzarlo, y pronto, Reagan se puso a predicar las indecibles virtudes de la libertad de los mercados, la desaparición de las trabas al comercio, el mundo globalizado.
En su segundo mandato había vuelto a reducir impuestos. Allan Greenspan es nombrado Presidente de la Reserva Federal; puesto que va a ocupar diecinueve años seguidos.
Las ganancias inmensas de los grandes del petróleo y de la industria americanos empezaron a hinchar las velas de Wall Street. Los emergentes poderes financieros se ocupaban poco de manejar la política en los pasillos de Washington. No competían con los lobbies del complejo militar industrial. Por el contrario, gracias a la cada vez más elaborada y compleja alquimia financiera, los brujos del dinero se encargaban de repatriar a los Estados Unidos todas las plusvalías que el dólar, moneda de cambio y referencia mundial, iba adquiriendo en todas las Bolsas del mundo.
Pero aún con esta lluvia de dólares, Reagan gastaba sin medida en material militar, gastaba en dotar a las Fuerzas armadas americanas con medios propios de la ciencia ficción. La deuda pública se disparó, se redujeron los gastos sociales, y en 1988 había más de un 12% de la población americana viviendo bajo los niveles de la pobreza. Eso eran más de treinta dos millones de pobres bajo la bandera de las barras y las estrellas.
La envejecida y económicamente inviable economía soviética, enjaulada por el dogmatismo y la senilidad de los líderes, se revela incapaz de superar, ni siquiera de cubrir, la apuesta americana de la SDI. Y en cuanto un dirigente de cincuenta y cinco años, sorprendentemente joven, se elevó a la secretaría general del PCUS, los vientos de la Historia, la Glasnost y la Perestroika soplaron, como el soplo del lobo del cuento, la cabaña de paja de la Unión Soviética.
Aquello pilló por sorpresa a todo el mundo.
Nadie, y Reagan menos que nadie, esperaba un desmoronamiento tan rápido de un enemigo que, a fuerza de años de confrontación, se había convertido en necesario. El gigantesco proyecto militar de la Guerra de las Galaxias aborta por innecesario. También se pierde el mercado bélico de Afganistán cuando, en 1989, Gorbachov ordena por fin la retirada de las tropas soviéticas de ese territorio.
Los Estados Unidos van a necesitar algunos años entreteniéndose con suministrar armas a guerras menores, como las que infectan África, en los entornos del Congo, en Angola, o en Etiopía y Somalia. Pero su afán bélico va a despertar con la política exterior de mano dura del sucesor de Reagan: George Bush padre.