IX

El nueve de agosto de 1974, el vicepresidente Gerald Ford juraba su cargo de presidente y ocupaba el Despacho Oval. Ford había sido uno de los de la Comisión Warren y, en el reparto de prebendas que llovió sobre sus componentes, recibió un premio extraordinario.

Lo primero que hizo fue indultar a su antecesor de todos los delitos que habían provocado su caída, y se encontró con que la marcha de las conversaciones de paz en Vietnam acababa con un acuerdo que permitió la rápida repatriación de miles de americanos. Su popularidad ascendió. Aparece en escena Donald Rumsfeld, primero como jefe de gabinete de Ford y en el 75 ya se sienta a la cabecera del Pentágono como Secretario de Defensa. Ford baja los impuestos, pero el efecto en ese momento histórico de la economía alterada por la subida del petróleo, en lugar de estimular la prosperidad, se traduce en inflación y en aumento del paro. La guerra de Vietnam iba dejando de ser una guerra americana. Pero cuando en Abril de 1975, la Embajada de los Estados Unidos en Saigón tuvo que montar una evacuación urgente y desordenada, la opinión americana no pudo evitar sentir que, por primera vez, la bandera de los Estados Unidos se arriaba bajo la vergüenza de una derrota. Las imágenes de la evacuación dieron la vuelta al mundo y se convirtieron en el funeral político de Ford.

Un día de mayo de 1975, mi hija volvió a casa. Tenía ya treinta y dos años y cuando le pregunté qué tal le iba en la comuna, me anunció que la había dejado. «Don’t trust anybody over thirty» me dijo riendo. Luego me contó la historia de la que ya he hecho alguna referencia, pero se lo pasó muy bien contándome cómo le había ido su experiencia de matriarcado. De hecho, lo que había dejado allí ya no era una comuna, sino un pueblecito pequeño, indistinguible de los muchos que hay entre California y Oregon, con su escuela, su iglesia, su líder y su fiesta anual de las cerezas. La trasformación reproducía a una velocidad de vértigo la pequeña historia de tres mil años de evolución cultural.

En noviembre de 1976 gana las elecciones el Partido Demócrata, con un candidato de apariencia angélica. Jimmy Carter, desgraciadamente para el relato de las grandes oportunidades para transformar la Historia, eso que Stefan Zweig llamó los recodos históricos, era tan angélico de espíritu como de apariencia. Sigue, sin embargo, fielmente el guión del complejo militar industrial, despliega el escudo de misiles en las bases de Europa y aguanta la imparable subida del barril de petróleo hasta los treinta dólares: diez veces más de lo que costaba antes del Yom Kipur. Consigue el aparente milagro de los acuerdos de Camp David que pacifican el entorno de Israel en su punto más peligroso. Sadat y Begin se dan la mano y se ganan con ello el Premio Nobel de la Paz, uno de los acontecimientos más malolientes de la Historia: en 1948, un dictador confeso y un antiguo jefe terrorista responsable de la explosión del hotel King David en Jerusalén, con muertos británicos, españoles, franceses y americanos, reciben, mano sobre mano, el premio político más prestigioso del mundo que supuestamente debía recaer en manos más limpias que aquellas.

Y luego en 2000, también Carter entra en el restringido club de esos premiados, pero por otras razones. La actividad bien intencionada del presidente Carter sigue con el acuerdo SALT 2 con la Unión Soviética y con el establecimiento de relaciones diplomáticas con la República Popular China de Mao Tse-Tung. Nadie tan angélico se ha relacionado nunca con tantos dirigentes diabólicos. A Carter se le escapa que, bajo esa capa de distensión aparente, la carrera de armamentos continúa. Parece como si hubiese habido un acuerdo tácito entre el lobby armamentista americano con el soviético, cada uno va aumentando su porcentaje de participación en los presupuestos de ambas potencias.

Esa complicidad de comportamiento entre fuerzas opuestas es también un fenómeno natural, una de las estrategias necesarias en la lucha por la supervivencia. A medida que un grupo va invirtiendo mayores dosis de energía en dotarse de instrumentos que le garanticen su preponderancia, el grupo opuesto se ve en la necesidad de hacer lo mismo. El quid de la cuestión reside, pues, en la primera decisión que pone en marcha ese desarrollo. Entre dos sociedades que compiten por su predominio en un espacio concreto, la decisión por una de ellas del campo en el que va a basar su éxito sobre la otra, es un acto determinante. Pero la evolución de la competición se irá indefectiblemente extendiendo a otros campos hasta que se llega al definitivo, que es el de los instrumentos de confrontación violenta. Todo conflicto de poder, pues, tiende a convertirse en un conflicto violento: las armas, como «ultima ratio».

Resulta, pues, lógico que se produzca entre los Estados Unidos y la Unión Soviética lo que se dio en llamar «la carrera de armamentos». En esa carrera, obviamente, la casta militar de cada sociedad va adquiriendo más influencia, va obteniendo más recursos. Ambas castas tienen, pues, el interés común de mantener y acrecentar la tensión del conflicto. Y, al mismo tiempo, coinciden en la conveniencia de que no estalle. Porque cuando el conflicto se convierte en guerra, se entra en otro nivel, en el que el sufrimiento de toda una sociedad, o de las dos, puede acabar con el predominio militar de una u otra, o de las dos.

Los soviéticos se hacen con Afganistán. Y la CIA y el Pentágono empiezan a fabricar un monstruo que va a dar mucho juego en la historia del cambio de siglo. Frente al poder militar soviético que había invadido Afganistán para apoyar a su endeble gobierno comunista, se construye la militancia islámica. Los muyahidines afganos empiezan a recibir ayuda americana y, poco a poco, empieza a cuajar el fenómeno talibán.

En Irán la corrupción y la megalomanía del régimen iraní se desmoronó como un castillo de naipes. Vuelve, en loor de multitudes, el Ayatollah Jomeini a su país. En enero del setenta y nueve, el Sha sale huyendo de Teherán; y aunque en un primer momento Carter le niega la entrada en Estados Unidos, un subterfugio de carácter humanitario, el tratamiento del cáncer que va a acabar con el restaurador de Persépolis, le permite la entrada en suelo americano. Éste es el pretexto que utilizan los estudiantes iraníes y los guardianes de la revolución, hábilmente dirigidos por agentes de la CIA infiltrados, para ocupar la Embajada americana en Teherán y hacerse con cincuenta y dos rehenes americanos. A Carter le ha crecido un grano que va a impedirle volverse a sentar en el sillón del Despacho Oval.

Está cuajando un fenómeno nuevo en el mundo. La teocracia chiita de Irán amenaza al mundo suní, que ya cuenta con teocracias corruptas como la saudí, bajo el paraguas americano. Pero el fanatismo religioso, que parecía en los sesenta reducido a pequeños grupos en el cristianismo, el judaísmo y el Islam, empieza a manifestarse masivamente en este último. Su desarrollo va a definir las décadas siguientes.

Los rehenes americanos en Irán se convierten en un símbolo.

Tras múltiples e infructuosas tentativas de resolver el secuestro por vías negociadoras, en las que Carter había creído siempre y que le habían dado buenos resultados en el pasado, los rehenes continuaban en Teherán y la opinión pública se impacientaba. Los americanos no estaban acostumbrados a sufrir humillaciones prolongadas, y la herida de la retirada de Saigón volvía a sangrar. Carter tuvo, por fin, que someterse a las presiones de la CIA y de los militares, que le aconsejaban una solución violenta y rápida del problema. Optó, para su desgracia y de mala gana, por el riesgo de un rescate parecido al que los israelitas habían conseguido en Entebbe, en la capital de Uganda, cuando un avión de El Al secuestrado por palestinos y lleno de pasajeros, fue rescatado en apenas unas horas por fuerzas especiales del ejército israelí, con el mínimo coste de la muerte del capitán Netanyahu.

El desarrollo de la operación americana en Teherán fue, por el contrario, un estruendoso fracaso. Carter tuvo que humillarse ante aquella banda de iraníes fanatizados, y aceptar unas condiciones de rescate que puso a la opinión americana en el punto de confianza y de orgullo nacional más bajo de su Historia. Carter se presentó a la reelección como el que va al matadero.

Enfrente, en el Partido Republicano, brillaba por su imagen de héroe de películas del oeste un veterano actor de Hollywood que, en la época de Bogart, Cooper, Grant, Ladd, Fonda y compañía, no había conseguido otros papeles que los de segundón, o protagonista en películas de serie: Ronald Reagan, que no pudo ser el héroe del celuloide que quería, que tuvo que refugiarse en la actividad sindical y consiguió llegar a dirigir el sindicato de actores de Hollywood, y aprendió entonces las ventajas de la acción política sobre la ficción. De una militancia demócrata próxima al progresismo europeo fue derivando a posiciones republicanas que le dieron el triunfo en las elecciones para Gobernador de California. Desde allí se fue ganando el corazón de la América profunda, y sobre todo el apoyo de los petroleros de Texas y de los grandes de la industria imperial americana. Pero no solo de petróleo y de armamento vive el hombre: el mundo financiero llamaba a las puertas del Poder. La trama entre unos y otros venía estrechándose desde hacía algún tiempo, por eso no les resultó difícil alcanzar un acuerdo tácito. En adelante, la política económica y fiscal estaría controlada por los financieros. Consistiría en suprimir, poco a poco, todos los controles que regulan los mercados, en bajar los impuestos a los más ricos y en reducir todos los servicios y gastos públicos al mínimo; menos los destinados al presupuesto de defensa, que verían aumentada su asignación. Ronald Reagan, que no tenía ni idea de economía, estaba convencido de que era imprescindible tomar esas medidas. Sin duda era el candidato ideal.

En California, el sol cambió su curso.

Ya no era el lugar de los atardeceres dorados; era el horizonte donde amanecía un sol nuevo, un largo día de grandeza para América. Cuando la convención republicana buscó un candidato seguro para darle la puntilla a Carter, Reagan se ganó a la opinión pública americana con un mensaje de confianza y optimismo, de firmeza y seguridad que muy pronto despertó de nuevo las esperanzas del corazón de América. La seguridad en sí mismo que irradiaba su imagen en las pantallas de televisión en color de cada hogar americano era como el renacimiento de otro sueño. Kennedy era ya una leyenda, y Camelot una nostalgia. Los americanos estaban necesitados de otra película. Y nadie mejor que un actor maduro, enérgico, tranquilo y fuerte para protagonizarla. Del lejano oeste, venía sobre Washington —a caballo de su fotogenia y de su palabra fácil y tranquilizadora— el nuevo héroe de América. Cuando ganó las elecciones, un aire de renovación americana barrió el pesimismo que hizo que se olvidaran las heridas de Vietnam y Teherán.

Reagan venía a la Casa Blanca a dar la vuelta a la Historia.

Empezó por liberalizar los precios del petróleo, que en el mercado mundial alcanzaría, en 1982 el precio de treinta y cuatro dólares por barril, triplicando en menos de cuatro años su valor. Muy pronto, con apenas tres meses de presidencia, Reagan es objeto de un atentado, que fracasa, por un individuo armado con una pistola comprada en Dallas. Probablemente, alguno de los nuevos cachorros que se reparten la tarta en Texas no estaba muy contento con su parte. Pero en esta ocasión tuvieron suerte: si Reagan hubiese muerto, sería la segunda vez en menos de treinta años que asesinan a tiros a un presidente y es sustituido por un vicepresidente texano. El presupuesto militar aumenta a reglón seguido de 267.000 millones a 393.000. Nacía el proyecto de la Strategic Defense Initiative, lo que se conoció inmediatamente como la Guerra de las Galaxias. Aguantó a pie firme la breve recesión que produjo su férreo control de la masa monetaria y la subida de los tipos de interés.

Por aquellas fechas tuve la sorpresa de recibir una carta del doctor Kissinger invitándome a un seminario que iba a dirigir en la Fundación Ford. Su carta demostraba que había leído mis escritos con atención y yo encontré en la invitación una ocasión de conocer mejor al personaje del que tenía un alto concepto intelectual y un deplorable juicio ético.

Recuerdo que en 1973 había dicho algo que se me quedó grabado en el cerebro como una muestra de cinismo imperial. Kissinger dijo que «las cuestiones son demasiado importantes para dejar a los votantes chilenos que decidan por sí mismos. No veo por qué necesitamos quedarnos quietos y observar cómo un país se hace comunista por la irresponsabilidad de sus votantes.»[2]