Mi hija había sufrido, pasada de lejos la adolescencia, el sarampión del Flower Power, y se recluyó durante el final de los sesenta en una de aquellas comunas que surgieron como hongos en California. Según me contó luego muchos años más tarde, la comuna había empezado como un hecho natural: un grupo de chicas y chicos, más de ellas que de ellos, todos convencidos del cambio de los tiempos, habían ocupado un rancho abandonado por los abuelos de uno del grupo y habían empezado a poner en práctica su vuelta al estado de naturaleza. No creo que muchos hubiesen leído a Rousseau, pero la idea de que el ser humano era naturalmente bueno les inspiraba en una fiesta permanente de fraternidad, libertad, amor libre, y marihuana. La mayor parte tocaba, mal, algún instrumento —sobre todo la guitarra o la flauta—, y todos se reunían al caer la tarde junto a una hoguera, a cantar, a bailar, a fumar y a hacerse el amor en el mejor de los mundos. Los problemas empezaron cuando hubo que buscar el modo de alimentarse y de arreglar los tejados de la vivienda. Los había que de muy buena gana se ponían a la tarea, y los había que no acababan de salir del sueño idílico. Aquel paraíso no era el Edén previo al pecado en el que todo se daba sin esfuerzo. Algunas chicas se encontraron pronto embarazadas, algunos chicos empezaron a disputarse mínimos liderazgos; las músicas fueron escaseando, los intentos de cultivo se agostaron, los inviernos fueron cada vez más difíciles de sobrepasar, y mi hija, zoóloga marina, no encontraba modo de poner en marcha un estanque de percas. Faltaba organización, faltaban conocimientos, faltaban ganas de trabajar y sobraba hierba y sexo.