Con la vuelta de Hoover, redobló el trabajo. En uno de los despachos que habitualmente compartíamos Howard y yo con él, se quejó del humanitarismo mal entendido de la Casa Blanca. Venía a decir que se había cometido un error grave en lo de Cuba y se estaba cometiendo otro mayor en Vietnam; afirmó que los soldados están para hacer la guerra y no para instruir campesinos hartos de arroz; que el dinero del contribuyente no estaba para alimentar vagos asiáticos ni películas de princesas; que las cosas iban de mal en peor y que no estábamos cumpliendo con nuestro deber de alertar a la población frente al evidente riesgo creciente de un comunismo que se permitía infectar, desde nuestras mismas narices, a todo el continente. Yo imaginé que su falta de simpatía por el Gobierno Kennedy había empeorado mucho durante el verano. Desde octubre no le volvimos a ver.
Cuando se asesinó a Kennedy el 22 de noviembre, no pude por menos que relacionar la hiperactividad del verano con aquel magnicidio. Supe, sin más, que los texanos, los industriales, temí incluso que algunos militares, y sin duda nosotros, estábamos metidos en ello. Pero no reaccioné. A mí tampoco me caían simpáticos los Kennedy ni McNamara, y aunque me abrumó la enormidad del crimen, pensé que uno se despierta de los sueños sobresaltado. Y los Estados Unidos habían despertado de repente del sueño de Camelot con aquellos tiros en Dallas.
Tres días después del crimen, con el texano Johnson ya en la Casa Blanca, llegó Howard a mi despacho para despedirse. Me pidió que saliéramos a dar un paseo y protesté por su decisión de marcharse del grupo en aquellos momentos. Mientras andábamos bajo los árboles de la Avenida, me contó sus impresiones sobre las imágenes del asesinato de Kennedy que acababa de visionar. Me dijo que, en su opinión, un simple análisis de la secuencia era suficiente para demostrar que la muerte de Kennedy era producto de un complot. En primer lugar, no había agentes a pie rodeando el coche del Presidente. Esto no había ocurrido nunca antes. El coche no aceleró, como es preceptivo, al sonar el primer disparo; todo lo contrario. Aminoró la marcha, hasta que la cabeza del Presidente giró bruscamente hacia atrás tras el último disparo. Es en ese momento cuando el coche acelera, cuando ya se ve que el tiro ha sido mortal. Es también sorprendente que el escolta del asiento frontal derecho, cuya misión, y lo sabemos los dos muy bien, era la de abalanzarse sobre el presidente al sonido del primer disparo, lo único que hizo fue volver la cabeza, mirar hacia abajo al gesto de Connally herido, y luego seguir indiferente, su mirada al frente sin moverse de su asiento. Además, y en aquel caso, la ausencia de escolta a pie al lado del coche presidencial solo podía haberla ordenado el jefe de la seguridad. Nada de todo aquello era coherente con el comportamiento habitual de la escolta presidencial en esos casos. Esto ha sido, le dije otra vez, un complot interno.
Asentí con la cabeza y, mirándome fijamente, me dijo que eso me haría entender mejor las razones de su marcha. No me preguntes fuentes, pero Oswald no es el asesino del Presidente. Oswald es exactamente un ejemplo de la Decepción Táctica en su nivel más sofisticado. A ese desgraciado, como a otros, le hemos mandado a la Unión Soviética para construir biografía. A este le hemos traído de vuelta con una mujer rusa, le hemos puesto en contacto con la carroña cubana en Miami, le hemos preparado una historia a la medida. Y le hemos hecho creer que es un héroe de la libertad. Es un pobre diablo. Hace tres meses que lo contrataron en un almacén de libros dependiente de la Administración Pública.
Ahora ya no aguanto más —como dijo Hoover la última vez que le vimos—, los soldados estamos para hacer la guerra, y no te quepa la menor duda de que la vamos a tener, y pronto. Los del complejo militar industrial están celebrando con champán la llegada de Johnson a la Casa Blanca, y este no va a andarse con contemplaciones. Sé que debiéramos contarle todo esto a un Juez, pero he decidido contártelo solo a ti, para asegurarme de que si tú hubieses llegado, sin lo que te cuento, a conclusiones parecidas, no hagas nada que pueda servir para que se descubra el complot. Creo muy firmemente que debemos seguir unidos en un pacto de silencio. Nuestro país no puede soportar sin derrumbarse la verdad del asesinato de Kennedy. Cierto que no nos caía bien, lo sé, cierto que cometió muchos errores, cierto que mientras flotábamos en una ola de popularidad mundial, los Estados Unidos estaban renunciando a ejercer efectivamente su papel de primera potencia. Nunca debimos dejar que Cuba se enquistara, ni que los comunistas indochinos fuesen ganando en Vietnam, en Laos y en Camboya.
Sé que Johnson es un peón de los petroleros de Texas y de los fabricantes de armamentos. No me gustan. Me gustan menos que Kennedy. Pero son los que ahora tienen que conseguir la fuente de beneficios que andan buscando desde que se les secó la de Corea. Me jode estar viviendo esta situación. Me jode estar de acuerdo con los marchantes de la guerra. Pero los Estados Unidos la necesitan. Es un deber histórico. Y cuando ganemos esas guerras, cuando resolvamos eficazmente esos conflictos, entonces, y solo entonces, pediremos cuentas a todos. Me dio un abrazo, y sin dejar que yo le dijera nada, tomó un taxi y desapareció. ¡Qué equivocado estaba! A estas alturas, muy pocos les han pedido cuentas por esas guerras.
Dos días después, mientras hacía la compra semanal en el supermercado, se me acercó Maloney, me entregó la carta inculpatoria, y me pidió que la leyera y la archivara. No volvería a verlo.
Los abandonos de Howard y Maloney me dejaron en lucha conmigo mismo. Desde Hiroshima sabía que el poder trasmuta la naturaleza moral de los hombres. Había comprobado cómo un cristiano de origen rural, como Truman, incapaz en su pueblo de matar a sangre fría a un semejante, podía ordenar la muerte de millones con un simple gesto, sentado en el Despacho Oval. Ahora había sido testigo, y quizá cómplice, de un magnicidio, ordenado desde el poder. No el que se tiene en el Despacho Oval, legitimado por los votos, sino el que se tiene en otros lugares, que son menos conocidos, en realidad totalmente desconocidos, que solo están legitimados por su autenticidad, por su cruda naturaleza de poder, sin cobertura política o moral. Y ese es el poder que es eficazmente capaz de desafiar al que consideramos depositario de la voluntad popular, y de demostrar que, de hecho, vivimos una ficción: la de sentirnos, como ciudadanos, titulares de un poder que transferimos voluntariamente sobre uno de nosotros, y creernos que ese elegido concentra el poder de la sociedad entera.
La muerte de Kennedy, vista desde dentro de la maquinaria, no es el incidente de un loco. Es la prueba de que el verdadero poder no reside en el que muere, sino en quienes ordenan, en virtud de razones e intereses que nos son ajenos, la muerte del Presidente. La cuestión que se me planteó entonces fue más científica que moral. Cuando ingresé en el FBI, quería saber cuál era la naturaleza de ese poder. Estaba claro que Mr. H no había actuado por cuenta propia. Me preguntaba, qué intereses, además del dinero, le habían empujado a hacerlo. ¿Habría aprovechado Hoover un clima favorable en los ámbitos petroleros y en los industriales para llevar a cabo un asesinato por odio, por desprecio, por antagonismo ideológico? ¿Lo habría hecho para defender su ilimitado ámbito de poder? Los hombres defendemos lo que consideramos nuestro a veces con el crimen.
Pero Hoover sabía que su sillón al frente del FBI no peligraba todavía. Entre el Presidente y él había una tregua duradera. Y mientras John fuese Presidente, Robert no podría desbancar a Mr. H. Por otra parte, el tándem Hoover-Tolson no era especialmente amigo de riesgos. Hoover había dado pruebas de que él era solo el instrumento de un poder más sólido, más fuerte.
En mi fórmula, los magnates del petróleo en Texas y los fabricantes de armamento eran la magnitud capaz de integrar ese poder. Pero todavía no sabía cómo resolver el problema. Como digo, me faltaban datos. Por eso decidí que no seguiría los pasos de Howard. Continuaría haciendo investigación de campo —aunque el campo se estuviese convirtiendo en un estercolero—, con la remota esperanza de poder desenmascarar a Hoover.
Me engañaba a mí mismo y sabía que lo estaba haciendo, pero la excusa científica me servía de suficiente agarradera. Seguí en el SOB: en el fondo nunca había estado más motivado con mi trabajo.
Lo primero que hizo Johnson en la Casa Blanca fue empeñarse en colocar su imagen lo más lejos posible del asesinato de Dallas. Pidió al Congreso el establecimiento de una comisión de investigación sobre la muerte de Kennedy. El Congreso no lo consideró necesario y, pese a ello, Johnson insistió con vehemencia y se creó la famosa Comisión Warren, que al acabar su investigación cargó definitivamente el muerto a Oswald, ignorando las leyes de la balística, haciendo recorrer un extraño vuelo de abeja a una sola bala cuyo proyectil se alojó al fin en el cuerpo de Connally, para no volver a salir de él ni siquiera después de su muerte porque la familia del gobernador, sorprendentemente, se negó a que se le hiciera la autopsia para extraer e identificar la bala. Pese a todos los huecos, insuficiencias y ocultaciones del Informe, este fue el que marcó el final de toda investigación oficial sobre el magnicidio. Johnson, además siguió desarrollando con urgencia los programas sociales que había iniciado Kennedy. Necesitaba ganarse la legitimidad y la aprobación de la opinión pública americana. Esto le ocupó apenas seis meses. Pero, una vez ya sólidamente instalado y reconocido como legítimo heredero de los tiempos de Camelot, y transformado el sueño en prosaica realidad, se apresuró a abrir el grifo de la intervención militar directa en Vietnam.
Necesitó para ello que se montase, en agosto del sesenta y cuatro, de cara a la opinión pública, el famoso incidente del Golfo de Tonkín, que continuaba la tradición de hundimiento del Maine que le dio a los Estados Unidos pretexto para entrar militarmente en Cuba y para llevar a cabo la guerra contra los restos coloniales de la Corona de España, que también les dio a los americanos las Islas Filipinas en 1898. A partir de aquella farsa de la pretendida provocación norvietnamita, Johnson empezó a repartir regalos.
El Presidente autorizó de inmediato los bombardeos sobre Vietnam del Norte y sus fronteras con Laos y Camboya. Halliburton, a través de su entramado de empresas, coparía el noventa y siete por ciento de los contratos para infraestructuras de interés militar en Vietnam. Sí, la misma Halliburton de las guerras de este siglo XXI en el que escribo. Era todo un río de dinero que vertía sobre Houston los beneficios enormes de la construcción de puertos, aeropuertos, cuarteles, carreteras, puentes, y para cuanto se necesitase instalar a las fuerzas armadas americanas en el sur de la península Indochina. Y fueron las peculiaridades de ese teatro bélico lo que aconsejó la creación de la primera División de caballería de helicópteros. Casualmente Texas era la sede de la mayor fábrica de helicópteros del mundo: la Bells Company. Todo esto no sirvió de mucho, porque a comienzos de 1965, el Vietcong dominaba más del sesenta por ciento del territorio de Vietnam del Sur.
Johnson ganó fácilmente las elecciones de noviembre de 1964. Y ya, con la legitimidad de presidente ratificada por las urnas, se vio con las manos libres y el camino abierto a su política de engordar a la bestia industrial militar. La situación en Vietnam demostraba que no bastaba con los ataques aéreos. En marzo de 1965 y con el desembarco en Da Nang, entraron en acción tropas de tierra; y con ello, la guerra alcanzó su plenitud de esfuerzo e inversiones. En Texas, en su propio estado, subió la popularidad del Presidente en proporción a la lluvia de beneficios que fertilizaban como nunca antes las praderas texanas, y las cuentas de los petroleros y de los fabricantes de armamento. Las Fuerzas Armadas tenían de nuevo misión activa y los Estados Unidos recuperaban el papel de gendarme mundial, de abanderado de la libertad frente al odiado poder comunista.
Pero Johnson era un político veterano que supo combinar la escalada bélica con medidas históricas en el interior. Concedió el derecho al voto a los afroamericanos en los estados del sur, e hizo desaparecer las medidas de segregación que habían sobrevivido casi cien años a la Guerra de Secesión.
Yo procedía del corazón blanco de Europa. Mi cultura era la de quienes desde la independencia de Holanda se han considerado la cima de la humanidad: los blancos protestantes. En las tierras bálticas, mi familia provenía de luteranos infectados de calvinismo y nuestra miseria no reducía nuestra convicción. La llegada a América de mis padres solo les confirmó en su creencia. Éramos blancos, los más blancos entre los blancos. Por mi educación, yo no tenía la menor inclinación hacia los negros y, aunque consideraba que su condición era como la nuestra, plenamente humana, no me sentía en absoluto solidario con la realidad de una raza que venía del África primitiva y que todavía no había cubierto los milenios de perfeccionamiento evolutivo y cultural que habíamos recorrido los blancos. Tampoco me identificaba con la tosquedad y la barbarie del racismo militante. El Ku Klux Klan me parecía un grupo de campesinos ignorantes brutalizados por un falso sentimiento de tribu. Para mí, aquello era la prueba de que también los blancos podíamos retroceder milenios en nuestra evolución intelectual.
Sin embargo, desde mi atalaya de blanco, las medidas de Johnson me parecieron adecuadas. En mi primitivo darwinismo cultural de entonces, pensé que aquello serviría para ayudar a los negros a recorrer más fácilmente y más deprisa la distancia que les separaba de nosotros.
En el SOB no había un solo negro. Ni siquiera las mujeres que se encargaban de la limpieza lo eran. Y Washington estaba lleno de negros. Hoover no parecía tener actitudes racistas, pero en su entorno cercano no había ningún hombre de color.
No imaginé entonces que aquellas medidas iban a desencadenar un proceso histórico y mi descubrimiento de una realidad que me mostraría muy pronto lo equivocadas que eran mis raíces intelectuales y morales.
Estas medidas de orden interno dieron a Hoover una inmensa capacidad de acción. El Sur se llenó de agentes federales, y el Ku Klux Klan y los segregacionistas —antes casi todopoderosos en Alabama, Georgia, Missouri, y Carolina del Sur— se fueron viendo reducidos a la insignificancia política y sometidos a la amenaza omnipresente del yanqui Hoover.
La guerra en Vietnam cambió aparentemente de signo cuando las tropas americanas empezaron a ganar todas las batallas en campo abierto, y el Vietcong se vio obligado a meterse bajo tierra y a practicar una guerra de emboscadas. Los años de Johnson, muy cortos en el tiempo, sin embargo fueron triunfales solo en la superficie. Hasta medio millón de soldados americanos estaban movilizados en aquel rincón del sudeste asiático Aquellas tropas, bajo la tensión permanente de un enemigo invisible, se infectaban con el virus de las drogas: la marihuana primero, la heroína después. En Saigón, un gramo de heroína de altísima pureza costaba apenas un dólar, mientras en el Bronx se podían hacer con ese gramo cinco papelinas a treinta dólares cada una. Ésas eran las consecuencias de la política de tolerancia iniciada años atrás por la CIA, para que los señores de la guerra del sudeste asiático, grandes productores de opio, pudieran exportar la heroína y, con los beneficios, financiar sus pequeños ejércitos para detener el avance de las guerrillas comunistas. El problema surgió cuando esa droga inundó el mercado nacional. Nuestros jóvenes pasaron de fumar porros, a inyectarse el fatídico polvo blanco. Esta política la repetiríamos en Latinoamérica con la cocaína y, más recientemente en Afganistán con la heroína.
A las alteraciones emocionales que padecían nuestros soldados por el consumo, había que sumarle la frustración de no ver al enemigo. Toda la fuerza del Vietcong circulaba por subterráneos. El mundo entero, por primera vez, se escandalizaba ante la guerra. En abril, más de cuatrocientas mil personas se manifestaban en Washington contra la política belicista del Presidente, y en la sociedad norteamericana —también por el subsuelo social— se iba gestando —en las tumbas de los soldados que volvían a casa en un féretro de zinc, en las sillas de ruedas de los que volvían inválidos, en el aumento de los que huían del alistamiento por mil métodos, incluido el exilio, en las casas de los veteranos hundidos por la drogadicción— la oleada de rechazo y de pacifismo juvenil que iba a terminar ahogando las esperanzas de reelección del Presidente. Ya en pleno año electoral, otro golpe vino a hundir todavía más el umbral de posibles votantes por la continuidad de Johnson. La población afroamericana, con la que creía contar, había salido de la segregación llena de orgullo herido y de militancia extremista. El único bastión de civilidad que podía inclinar el voto negro en favor de los demócratas, Martin Luther King, era asesinado en Memphis en el mes de abril en un atentado que no consiguió echarse sobre los hombros de los segregacionistas, probablemente porque quienes lo provocaron fueron los que ya daban por amortizado a Johnson; quizá los mismos que se quitaron de encima a John Fitzgerald Kennedy.
El surgimiento y la muerte de Luther King me afectaron mucho. Releí a Darwin, estudié antropología, barrí las telarañas de Lombroso, de Gobineau, de Husserl y de cuantos habían ido construyendo en mi adolescencia y juventud la base del sentimiento de la superioridad blanca. Yo, que siempre consideré el pensamiento antisemita como una muestra de odio religioso y que había desdeñado los esfuerzos de la Alemania nazi por demostrar que la superioridad de los blancos se concentraba en la «raza aria», veía ahora cómo se desmoronaba también la segunda barrera de las separaciones entre los hombres. Mi herencia cultural, que no llegaba a los excesos del arianismo, sí que consideraba a los blancos, judíos, cristianos, árabes, sirios, persas, eslavos, y a los amarillos, chinos y japoneses, como ramas abiertas de una evolución más larga y cultivada que la de los negros. Con los discursos de Martin Luther King, con el elevado nivel ético de sus posiciones políticas, con la sofisticada naturaleza del movimiento por los derechos de los negros americanos, fui revisando mi arcaico y secreto racismo. Nunca llegaré a identificarme con ellos. Ésa no es la cuestión. La muerte de Luther King me afectó como la de Kennedy. Un ser humano, en el que se encarnaba una voluntad colectiva muy grande, había sido abatido por un poder cuya naturaleza se me escapaba. Nunca creí que a King lo matara otro loco, como a Kennedy. Siempre supe, sin prueba alguna, pero supe, que la muerte de aquel líder había sido planificada y ejecutada en virtud de unos intereses, de una decisión de poder. Y mi experiencia sobre la naturaleza del poder me hizo simpatizar con sus víctimas. Luego fui aprendiendo, y mi condición de hombre blanco fue perdiendo valor ante mis ojos.
Pero la muerte de King no vino sola. Robert Kennedy se había declarado dispuesto a recibir la nominación demócrata para las elecciones presidenciales de noviembre.
Los beneficiarios de la guerra veían cómo Johnson se iba convirtiendo desde 1967 en un pato cojo, y la noticia de que otro Kennedy pudiera volver a la Casa Blanca les resultaba intolerable. Hoover sabía que el primer documento que Robert Kennedy firmaría sería el de su destitución al frente del FBI. La maquinaria del sesenta y tres volvió a ponerse en marcha. Y esta vez con mucha mayor discreción y con mucha mayor sutileza.
Sirhan B. Sirhan era un turco-americano probablemente tan perturbado como Oswald, pero mucho más fanático. Debió ser fácil llenarle la cabeza de fantasmas, lobotomizarlo psíquicamente, prepararle para la auto-inmolación a la que son tan adictos ciertas corrientes islámicas. Por entonces no conocíamos en occidente la eficacia terrorista del suicidio buscado como vía directa al paraíso mahometano. Sirhan Sirhan se convertiría en un experimento con éxito. Muchos años más tarde, también sería americana la iniciativa de fabricar talibanes, la influencia que iba a hacer de Bin Laden, hijo de una familia muy conocida por los Bush y otros texanos, el hombre más buscado de la tierra.
El monstruo de Frankenstein es la invención literaria de una mente femenina inglesa. Oswald, Sirhan, Bin Laden y muchos otros más son la creación político-militar de unos manipuladores del poder muy peculiares, con ejemplares que pueden todavía encontrarse dentro de oscuras covachuelas del poder en los Estados Unidos.
El asesinato de Robert Kennedy devolvió la tranquilidad a Hoover, y limpió el camino hacia la Casa Blanca a cualquier candidato que fuese manejable. El lobby se dedicó de lleno a buscarlo. El panorama del sesenta y ocho fue también socialmente muy turbulento. En el este y en el sur crecían los Panteras Negras y las conversiones al Islam de muchos afroamericanos. Malcolm X propugnaba una segregación positiva, con Estados de predominio negro; idea totalmente utópica, pero muy amenazante. En el verano de ese año, en Woodstock, se celebró un festival multitudinario donde se consagró el modo de ser y de vivir hippie que invadió a la juventud americana como fuego de sabana. Joan Baez cantaba «we shall overcome», y Bob Dylan anunciaba que «the times are a’ changin’». En la Casa Blanca, donde desde hacía cuatro años ya no habitaba la reina Ginebra, sino Lady Macbeth, el clima era de tragedia.
El aparato industrial militar, los supermanes texanos, buscaban entre el desvencijado partido republicano a alguien que pudiera seguir, contra viento y marea, la lógica de la guerra y tuviese la humildad, la experiencia y la fragilidad necesarias para ser manejado como una marioneta en plena tempestad. Nadie en la primera fila del Partido tenía esas características. Los febriles buscadores del muñeco tuvieron que ir al fondo de la barrica. Allí estaba Nixon, el viejo vicepresidente del general Eisenhower, conocido por su furor anticomunista, colaborador de McCarthy, con un fichero lleno de chapuzas financieras y que en los sesenta le habían obligado a salir en primer plano en televisión. Allí estaba lacrimoso y acariciando un perro de lanas para pedir perdón a los americanos por una fraudulenta declaración de impuestos. Aquello se había llamado la declaración de Checkers, inmortalizando el nombre de aquel pobre perro. Hoover se frotaba las manos. Nadie como Nixon para ocupar la Casa Blanca, y nadie como Hoover para hacerle bailar al son que le pidieran.
Nixon era un cadáver político, pero a la vez estaba hecho de esa materia que conforma a los monstruos y los mitos. De pronto, millones de dólares se dedicaron a resucitarlo, y más millones fueron necesarios para llevarle a la Casa Blanca. El electorado republicano no se lo podía creer. El votante americano había votado sin ilusión y con muy pocas ganas, pero el lobby había vuelto a poner a uno de los suyos en el Despacho Oval.
Las consecuencias no tardaron en evidenciarse. Arreciaron los bombardeos en Vietnam del Norte. La guerra, siempre cruenta, se hizo perversa, se encanalló. Se deforestaba el Sur con el agente naranja, o se achicharraban los campos y las aldeas con napalm. Al menor pretexto, a la menor sospecha, se entraba en poblados de simples agricultores y pescadores a golpe de lanzallamas y se rociaban viviendas y almacenes con ráfagas de ametralladora. Se limpiaba el matorral con bombas de racimo. Muchos soldados se volvieron locos, y muchos se suicidaron.
La naturaleza de la guerra, en Vietnam, volvió al punto en el que la victoria equivale solo al exterminio. Ya no es, como afirmaba Clausewitz, «la política por otros medios». Es, simplemente, el impulso primitivo y totalizador de exterminar todo lo extraño a uno mismo. No hay, en el reino animal, guerras de exterminio más que en las hormigas, según creo. Probablemente, el hombre ha constituido poblaciones tan masivas gracias a su inteligencia, que los equilibrios naturales, lo que ahora llaman ecosistemas, no sirven para controlar ni su crecimiento ni su destrucción. Así el territorio se convierte en cuestión prioritaria y sus habitantes en un estorbo. Ya no se les puede esclavizar, ni trasladar en masa, ni someterlos a cualquier tipo de servidumbre que no fragilice el dominio del territorio necesario.
Se les extermina.
Esa extrema naturaleza de la guerra de Vietnam, en ese estadio, explica en cierta medida la locura, los suicidios, la masiva drogadicción de los soldados. Porque los encargados directos de una guerra de exterminio constatan en sí mismos, la contingencia de su propia vida. Si podemos exterminar, pueden exterminarnos. Y la vida, entonces, cualquier vida y cualquier cimiento cultural, religioso o político sobre el que se funde, carece de sentido.
Quizá, pienso ahora, los hombres puedan llegar a realizar actos de exterminio sin caer en la locura. Muchos alemanes lo hicieron. Algunos americanos también. Pero para que eso ocurra, es preciso privar de la condición humana a los exterminables. «Untermenschen» denominaban los nazis a los judíos, a los gitanos, a los negros. Y los americanos, que nunca consideramos menos que humanos a los nazis, sí promovimos una imagen de los japoneses que los deshumanizaba. Los americanos nunca hubiéramos lanzado una bomba atómica en Europa.
Sí lo hicimos en Japón.
Pero en la cultura americana de la postguerra se produjo una cierta catarsis. Los chicos que iban a Vietnam eran los hijos de quienes se habían enfrentado a dos holocaustos, el judío por los nazis y el japonés por nosotros mismos. Los soldados americanos en Vietnam ya no podían deshumanizar al enemigo. Y cuando se escala la guerra hasta el exterminio, el efecto en nuestras tropas es demoledor. El exterminio, desde nuestra postura moral, solo se puede ejecutar enloqueciendo.
Nixon había prometido la repatriación gradual de las tropas. Y lo fue haciendo, muy poco a poco, sin prisas, con mucha publicidad. Había prometido el final victorioso de la guerra a corto plazo. Así, la reducción de tropas no hacía sino extender el exterminio. Enjambres de helicópteros, bandadas de bombarderos soltaron sobre Vietnam más potencia explosiva de la que habían utilizado todos los contendientes en la Segunda Guerra Mundial. Mientras tanto, un Mefistófeles tan germánico como Goethe, el Dr. Kissinger, iba aconsejando al poco fáustico Nixon una política de distensión con la Unión Soviética, un desenganche muy lento de los destinos de Europa, un gradual acercamiento a Mao, a la gran China continental. Y Nixon iba insensiblemente fabricándose una idea agigantada de sí mismo. El perdedor de mil batallas políticas, finalmente iba a entrar en la Historia por la puerta grande.
Se entrevistó con Jrushchov, visitó a Mao en Pekín, al Papa en Roma. Se retrató con todos los grandes de la Tierra. Él se fue creyendo el más grande. Inició, por fin conversaciones de paz para Vietnam, mientras la maquinaria bélica seguía su curso. Dentro fue eliminando los Panteras Negras, encarcelando a Malcolm X, hundiendo en el silencio la grandeza, esta si real, de Cassius Clay cuando se convirtió en Muhammad Ali, fue cortando las flores del movimiento hippie, fue convenciendo a los americanos de que estaba construyendo una prosperidad duradera.
Y entonces cometió el error. En una reunión con los petroleros en Texas se negó a sus demandas de continuar la guerra de Vietnam y a liberalizar los precios del petróleo. Nixon había crecido muy por encima de su tamaño real. El complejo militar industrial decretó su caída, ya en febrero del setenta y dos.
Hoover se puso de inmediato a hacer su trabajo subterráneo. Mientras halagaba públicamente a Nixon, buscó en secreto el modo de hacerlo desaparecer. Desechó desde el principio los métodos que utilizara con los Kennedy. Su deterioro físico no le restó malevolencia, no debilitó la habilidad de la pareja criminal que venía formando con Tolson desde la época de la Ley Seca. Comprendieron la indignación de los magnates del petróleo y de la industria de armamento. Nixon, al que habían sacado de la más oscura miseria política, se permitía pararles los pies, negarles su privilegio de seguir ganado millones con la guerra y privarles de los beneficios de liberar los precios del petróleo.
Hoover, que había sido un elemento esencial en la búsqueda y resurrección de Nixon, se sentía vagamente responsable de aquella traición cometida por el que consideraba su marioneta. Él y Tolson dedicaron con verdadera fruición todo su tiempo a imaginar una trampa para el Presidente. Entre los dos se dispusieron a elaborar un plan que debía empezar por poner un cebo al alcance de la boca de Nixon para que picase el anzuelo, y se continuase lentamente luego con un trabajo fino de caña y sedal para terminar con él. Desde entonces llamarían a Nixon entre ellos «la trucha», a ser asado en la parrilla de los supermanes de Texas y de los fabricantes de armamento.
Lo primero sería alimentar la manía persecutoria de Nixon, después se le sugeriría que en la dirección del Partido Demócrata se habían hecho con un dossier muy destructivo relativo a la vieja historia de su evasión de impuestos, a lo que se añadían algunos datos poco edificantes de su actividad privada tras su derrota a Gobernador en las elecciones de California. Se le diría que los demócratas planeaban hacer públicos estos datos durante su Convención. Se le pondría así en marcha para que Haldeman y Colson, dos nixonianos fervorosos, dispusieran acciones de entrada en el hotel donde los demócratas fuesen a celebrar esa convención.
Y efectivamente, en abril y tras un despacho especialmente largo de Nixon con Hoover, Bob Haldeman, jefe del Gabinete de Nixon, dio instrucciones a Chuck Colson de crear un equipo especializado en recabar información interna del Partido Demócrata, especialmente cuando celebrase su Convención. Hoover y Tolson harían que se siguieran de cerca las actuaciones de los dos, y se buscase la ocasión de pillarlos con las manos en la masa. Pillarlos significaría que Nixon había mordido el anzuelo.
Luego todo consistiría en animar la investigación e irla filtrando poco a poco a un periódico poco dado a sensacionalismo. Decidieron que sería el Washington Post y que el filtrador sería alguien de la total confianza de la pareja, Mark Felt, un director adjunto muy próximo a Tolson. Por fin se produjo lo esperado; desgraciadamente Hoover había muerto en mayo.
La muerte de Hoover me afectó de un modo extraño. No me sentía mal por no haber podido desenmascararle. Yo, que había caído en la fascinación por conocer la naturaleza del Poder, no había aprovechado la oportunidad que había tenido de analizar sus instrumentos. El Poder necesita de brazo ejecutor. Es sencillo. Cuando creemos que el Poder reside en nosotros mismos y lo delegamos legítimamente en uno de nosotros, nos parece natural que el elegido use de instrumentos para hacer efectiva su voluntad: el alcalde usa a la policía municipal, lo que nos da seguridad, confiamos en ella, porque la vemos como un medio eficaz de hacer valer lo que queremos. Pero cuando el Poder se nos escapa, cuando la voluntad no es la nuestra, ¿quién y cómo es el hombre que acepta ser el brazo ejecutor de ese Poder? Cuando se ejerce abiertamente, ese hombre es el tirano, el dictador y sus secuaces. Pero cuando el Poder no se manifiesta públicamente, cuando se esconde tras diferentes máscaras, el instrumento de actuación de ese Poder es también un hombre que actúa en secreto bajo su propia máscara. Y se necesita tener unas condiciones muy particulares para ejercer esa tarea. Yo había tenido delante de mis narices y durante mucho tiempo a un hombre así y no había dedicado tiempo a estudiarlo.
Revisé entonces mis recuerdos, mis experiencias, mis contactos con él, sus expresiones, su entorno.
Fui reconstruyendo poco a poco en mi memoria su carácter profundo. Hoover era, en su apariencia y comportamiento, un hombre normal. Para alguien que no lo conociera, pasaría desapercibido en una reunión de diez personas. Quizá su más acusada característica era la ausencia de ellas. Tenía el retrato fácil y la caricatura difícil y su tono de voz era normalmente monótono. Gesticulaba poco. En ocasiones era colérico, pero también capaz de controlar aquellas raras erupciones al instante.
Se había quedado huérfano de padre a muy corta edad. Su madre, lo mismo que todas las madres del mundo, fue la primera en darse cuenta de la inclinación sexual de su niño y, en lugar de aceptarlo, le confesó que prefería verle muerto antes que convertido en un mariposón. La buena mujer sentaba las bases para convertirlo en un monstruo.
Empecé a pensar que el simple ciudadano Hoover no hubiera sido jamás elegido para puesto representativo alguno. Todos conocemos a alguien que no consigue atraer la atención de un grupo aunque se esfuerce, ese tipo al que nadie escucha cuando habla, ese que sin querer se confunde con el entorno.
Pero la incapacidad de destacar no está reñida con la ambición. De hecho suele ocurrir lo contrario. La insignificancia alimenta a menudo, como compensación, el más profundo deseo de poder. Hoover era la ambición en estado puro. Todas las demás pasiones propias del ser humano llamado Edgar Hoover habían sido subsumidas en ésta.
Y digo todas. Sé que muchos piensan, sospechan o creen saber que Hoover mantuvo una relación amorosa permanente con su ayudante Tolson. Pues bien, se equivocan, nunca hubo amor entre ellos (Hoover, ni siquiera sabía pronunciar esa palabra). Los matrimonios tan duraderos se sustentan en la complicidad, en la lealtad, en compartir pasiones… Hoover jugaba el papel de actor y Tolson el de imaginador; Hoover era el ambicioso y Tolson el perverso. Eran complementarios. Cada uno necesitaba al otro para satisfacer su naturaleza.
Se rumoreaba que formaban una pareja abierta. Tolson diseñaba las orgías en las que Hoover se travestía. Me cuesta trabajo imaginarme al hombre más poderoso del país, con ese cuerpo tan poco agraciado, vestido de mujer y retozando con algún jovenzuelo. Esta afición me la confirmó uno de los jóvenes que había participado en ellas. Lo más curioso, es que yo hubiese puesto la mano en el fuego por defender la heterosexualidad de aquel joven.
Hoover creyó siempre que el poder de aquellos a los que fingía servir, era lo que aumentaba su propio poder. Su ambición se alimentaba de las mejores fuentes. Y sus triunfos fueron siempre tan secretos como su pasión misma. El placer inmenso de acabar con un Presidente de los Estados Unidos en un atentado, el de hundir a otro en una humillación definitiva, el de vengarse del único personaje que amenazó su status, fueron los puntos álgidos de su vida.
Pero todo esto lo deduje, lo fui reconstruyendo a base de recuerdos y de impresiones. Me di cuenta de que no había ingresado en ese estercolero para elaborar una teoría científica del juego del poder, ni había permanecido tanto tiempo con la intención de atrapar a Hoover. Lo había hecho porque me gustaba.
La muerte de Hoover se sintió como una liberación por cuantos sabían o temían tener una ficha personal en los famosos archivos confidenciales que le habían dado al creador y jefe perpetuo del FBI la fuerza y la continuidad durante más de cuarenta años. Algunos, más desconfiados o precavidos, temieron que esos archivos cayeran en otras manos menos cuidadosas, más respetuosas con la ley o más sensibles a la curiosidad pública de los medios. Hubo un tiempo en el que muchos personajes importantes de las castas políticas americanas mantuvieron la respiración. Se corrió el chiste macabro de que Hoover había muerto en realidad envenenado al morderse accidentalmente la lengua. Pero la bolsa de veneno, sus archivos, seguían siendo una amenaza muy real para mucha gente importante.
Gracias a un incidente menor, ocurrido en junio, una detención aparentemente casual de cinco individuos por allanamiento en las dependencias del Hotel Watergate, donde se iba a celebrar la Convención Demócrata, Tolson supo que Nixon había mordido el anzuelo. El encargado del grupo era ni más ni menos que James McCord, jefe de seguridad del comité para la reelección de Nixon; un tipo conocido de la CIA, acompañado de cuatro cubanos y de un tal Sturgis, que habían entrado en aquel lugar para robar documentación e instalar micrófonos.
Aparte de la intervención oficial del FBI, por tratarse de un delito federal, Tolson, con el dolor del amigo perdido, puso en marcha a Rockbottom para que complementara la investigación oficial y confió la gestión política del asunto precisamente a Mark Felt el director adjunto en el que Hoover y él ya habían pensado. Mientras se iba tensando el sedal, Nixon ganó las elecciones de 1972 con la victoria electoral más amplia de la historia presidencial americana desde la Segunda Guerra Mundial.
Su reelección acabó por convencerle de la evidencia de su imaginaria grandeza. Eso le hizo más cruel en su actitud de buscar la victoria en Vietnam sobre montañas de cadáveres en el Norte y en el Sur, cuando, como decía antes, ordenó los bombardeos masivos y cometió el inmenso error de considerar el caso Watergate una molestia menor. Estaba convencido de haber colocado suficientes fusibles como para que el asunto no le salpicara. Pero fue su afán de facilitar a los historiadores la tarea de describir su manera excelsa de ejercer el poder lo que acabó hundiéndole. En efecto, Nixon había ordenado la grabación permanente de sus conversaciones en el despacho oval, y fueron esas cintas que hubieron de ser manipuladas durante la marcha de la investigación lo que le colocó en línea directa con su impeachment.