IV

Luego supe que Yarnell había utilizado la Teoría de juegos y había predicho en 1938 el ataque japonés a Peral Harbour. Nadie le hizo caso y el cumplimiento de su predicción en 1941 no le ayudó en su carrera. Lo destinaron como asesor del Estado Mayor de la Armada, y a mí me enviaron a una base naval en el Oeste.

Empecé a trabajar para la Marina traduciendo textos japoneses de lo más heterogéneo. Se veía que andábamos bastante desorientados. Pero mi tarea de traductor se acabó muy pronto cuando un tipo del ejército del Aire, el teniente Thornton, tan texano que siempre se le llamó Tex, se dedicó a reclutar gente para lo que al principio se llamó Control estadístico, con la misión de poner algo de orden en la producción de guerra. Porque uno no se pude imaginar la mutación que sufre un sistema de producción cuando se mete en una guerra total. Se pasa de golpe de un sistema de mercado en el que juegan miles de demandas y miles de ofertas que se van ajustando a un ritmo natural, a otro en el que la demanda se jerarquiza, la oferta se tiene que organizar a esa demanda a la velocidad del rayo, y todo ello tiene que funcionar como un reloj. Aquello del control estadístico era un sueño. Era el cielo y el infierno para un matemático. Los chicos de Thornton teníamos que ordenar el más endiablado rompecabezas que pueda usted imaginarse. Había que prever la evolución de la guerra en sus diversos frentes con meses de antelación y, en consecuencia, prevenir la producción de armamentos, calibres, petróleos de distinto tipo, barcos, aviones, tanques, cañones, ropa, abrigo, alimentación, transportes, para las mil distintas latitudes, destinos, modos de hacer la guerra, climas, enfermedades, vacunaciones, heridas y métodos de apoyo logístico para avances, retrocesos, evacuaciones. Lo que se quiera.

Y luego había que cambiar día a día las previsiones de acuerdo con la marcha de la guerra en cada frente. Por otra parte, no niego que tuviéramos una situación privilegiada, nuestros enemigos no disponían del potencial necesario para atacar con éxito nuestro territorio. Como digo, me metí de lleno en el asunto. Mi trabajo básico era proporcionar hipótesis de evolución de los distintos frentes, manejando toda la información, abierta o secreta, nuestra o del enemigo, que nos iba entrando como una riada permanente, hora tras hora, minuto tras minuto. Con esa base, y con ayuda del más brillante equipo de matemáticos que pudiera soñar, desarrollé modelos derivados de la Teoría de los juegos en todas las dimensiones posibles durante toda la guerra. Sabíamos incluso con semanas de anticipación muchas de las decisiones de nuestros Estados Mayores. Dimos instrucciones a las juntas de compras de la Defensa sobre la cantidad y el tipo de ropa que necesitarían nuestros soldados en la campaña de África del Norte, meses antes de que se decidiera el desembarco en esa zona, o sobre la cantidad y el tipo de equipamiento que debían llevar nuestros Sherman en las nieves austríacas, o en las selvas de Sumatra. Aquello era el taller de alquimistas más enloquecido y mejor organizado que haya existido nunca. Y pusimos así la base, como decía Tex, de la cohesión de las fuerzas energéticas y las industriales, lo que años antes había llamado el Presidente Eisenhower el «Complejo militar industrial». Hice amistad con algunos de los que luego se quedarían con Tex para formar el equipo de los Whizz Kids, una pandilla de lumbreras que se dedicaron durante años a jugar el apasionante juego del Poder, dentro o fuera de las Administraciones públicas de los presidentes Truman, Eisenhower y Kennedy. Ya iré dando nombres.

Pero volvamos a las oficinas de Control, y a la guerra. Otro de los que andaban por allí elaborando fórmulas, George. B. Dantzig, se hizo muy amigo mío, porque ambos procedíamos de familias criadas junto al Báltico y a los dos nos gustaban los filetes de caballa en vinagre y la cerveza de barril. Nuestra amistad sobrevivió a la guerra y a nuestra rivalidad natural como matemáticos. Y llegó a ser decisiva en algún momento. Pero lo más importante para mí fue que, en aquel tiempo y pese a trabajar siete días sobre siete, tuve tiempo de enamorarme de una experta en estadística económica, que trabajaba en una oficina junto a la mía, a la que conocí más que a otras porque coincidíamos en los turnos. Annie era unas castañuelas. Su familia procedía del Sur, y su abuela había vivido en una plantación de algodón en Georgia, con esclavos negros y todo. Quizá por eso, Annie tenía un prejuicio contra los bostonianos que yo me empeñé en desmontar. Y tan bien lo debí hacer que nos casamos a principios del cuarenta y cuatro, y antes de que acabara la guerra ya teníamos una hija.

Tengo que confesar que durante la guerra viví, como digo, un sueño.

Pero las bombas de Hiroshima y Nagasaki me despertaron de él. Supe desde muy pronto el desarrollo del arma nuclear y en Control estábamos al corriente de su importancia. De hecho, yo trabajé con cientos de hipótesis sobre el efecto que sobre la guerra tendría nuestra posesión de un factor disuasorio tan potente. Y corregí al alza muchas de ellas cuando supe la dimensión de los efectos de la bomba tras el ensayo en Nevada del primer prototipo. Pero le confieso que nunca consideré verosímil la hipótesis de su utilización sobre poblaciones civiles. Creí que las alternativas se limitarían a hacer estallar una o varias en puntos desolados del planeta donde el enemigo pudiera constatar la fuerza de ese instrumento en nuestras manos. No imaginé que hubiese hombres en nuestro país capaces de aplicarla en lo más vivo, en lo más doloroso. No quiero entrar en la polémica de si las bombas atómicas sobre dos ciudades japonesas fueron o no necesarias para ahorrar cientos de miles de vidas de nuestros soldados. El solo horror de la desolación de Hiroshima me despertó del sueño y destruyó mi optimismo sobre la naturaleza de los hombres.

A partir de entonces fui desarrollando dentro de mí una doble naturaleza: la que se horrorizaba de cómo los hombres ejercen el poder sobre otros, y la que se fascinaba con ello. Durante unos diez años me dominó la primera. Rescindí mi contrato con el Departamento de Defensa y volví al mundo universitario con la esperanza de enterrar, a base de desarrollos teóricos, mis angustias de hombre dividido. Annie me ayudó enormemente. Su sentido práctico, su capacidad para distanciarse históricamente de hechos tan recientes, su alegría de vivir, me fueron vitales en aquellos años. Acepté una cátedra en la Universidad de Princeton y volví a mis estudios teóricos. Preparé mi libro sobre Matemática de alternativas, y de nuevo publiqué artículos en la revista de la Sociedad Americana de Matemáticas y en Mathematical Reviews. Los años fueron pasando. Confieso que entonces apenas me ocupé de lo que ocurría por el mundo. Luego eso me costó mucho recuperarlo y entenderlo. No es que crea que mis años de universidad fuesen años perdidos, ni mucho menos, pero es cierto que cuesta mucho reconstruir la lógica de los hechos cuando uno ignora muchos datos esenciales.

La universidad es el campo de donde surgen los gestores del motor energético e industrial americano. Ese entramado de empresas contó siempre con la decidida colaboración del presidente Truman, que se apresuró a borrar los restos de la confraternización del período Roosevelt con los soviéticos. El tío Joe pasó a ser el diabólico y poderosísimo Stalin, devorador de países en el Este de Europa, amenaza interna por las quintas columnas comunistas de los Estados democráticos europeos, y patriarca de la conquista de China por Mao. Ya durante los tres años posteriores a la guerra empezó a funcionar a toda máquina el aparato de propaganda de Hollywood, maravillosamente engrasado y eficaz; la radio fue sustituida por la televisión en todos los hogares americanos y proliferaron las películas que cantaban la heroicidad de nuestras gentes, la perversidad de los comunistas y el miedo a la bomba. El único país que ha hecho uso bélico del arma nuclear pasa a ser invadido por el miedo a esa misma arma desde el momento en el que Stalin la incorpora a su arsenal en 1949. Lo que resulta curioso, si se me permite, es que es fácil razonar que el arma soviética no podía entonces alcanzar más que un territorio aislado en Alaska, y, eso sí, todo el campo de las democracias occidentales europeas. Pero a los americanos, que habían sembrado con su sangre los campos de Francia, Italia, Austria, Alemania, Bélgica y Holanda, no se les podía ya a convencer con facilidad de que volviesen a sentirse solidarios del posible holocausto europeo. Para ello había que poner cerca de la bomba rusa a miles de americanos. Eso se hizo hinchando las bases americanas en Europa, so pretexto de que los rusos tenían la intención de ir invadiendo, desde dentro y con la ayuda de los Partidos comunistas, Italia y Francia, pero se hizo también con la intención de acercar vidas americanas al borde de ese precipicio. La operación tuvo una inercia de aceleración descomunal. Pronto aparecieron en los pueblos más apartados de Kentucky, Tennessee, Oregon, Las Carolinas, Texas —los más alejados de la amenaza—, movilizaciones de protección civil contra el peligro nuclear. Se enseñaba a los niños a esconderse bajo los pupitres, o a evacuar las clases, o a entrar en sótanos tan pronto y tan ordenadamente como se les indicase. Floreció la industria de los silos familiares, que en poco tiempo hicieron que los constructores de piscinas o de garajes se especializasen en microbúnkeres.

La administración Truman hace muy bien su tarea. Hollywood produce películas de héroes americanos, y de malos comunistas y de peligro amarillo, prácticamente en serie. La televisión exacerba los conflictos sociales en Europa. Se hace el ejercicio práctico del puente aéreo de Berlín, cuando los soviéticos pretenden eliminar el escaparate occidental de propaganda que representan los sectores occidentales de la capital germana, totalmente incrustada en territorio comunista. El miedo se alimenta con películas apocalípticas, en las que se llega a crear subliminalmente en las mentes de millones de americanos la idea de que Stalin es el Anticristo, los comunistas, marcianos o cualquier otro tipo de extraterrestres, el comunismo, una plaga bíblica. En suma, América se acaba creyendo ser el último bastión heroico y aislado donde la civilización del hombre encuentra su refugio y su defensa.

De aquí a reiniciar otro espectacular negocio bélico no hay más que un paso. Y Truman lo da cuando Panmunjom intenta unificar la minúscula península coreana en un solo país comunista. La guerra de Corea vuelve a exigir la reactivación ya muy eficaz de la industria bélica americana. Y la muerte de soldados americanos, por primera vez se carga sobre la cuenta de los soviéticos. Ya tenemos el enemigo fuerte y creíble, el miedo en la sociedad, su disponibilidad para nuevos sacrificios humanos, la épica del americano salvador, la nueva dicotomía maniquea entre buenos y malos que tan profundamente invade el corazón religioso, cada vez más fanáticamente religioso, de la América profunda.

En este estado de cosas, nuestro lobby texano está convencido de que es el momento para colocar a uno de los suyos en la Casa Blanca para tener un presidente que, por primera vez desde Grant, procede y se reafirma como militar. Nadie como el General Eisenhower puede impresionar al comandante en jefe de un país en armas. Y no es porque la Guerra de Corea sea vital. De hecho el programa de Eisenhower incluye como una de sus prioridades acabar con esa guerra. Y lo hace. Pero el país es un país en situación de conflicto más o menos frío que puede calentarse en cualquier momento. Y nadie como un militar puede dar rienda suelta al gasto en energía y armamentos que pide una situación como la que han venido elaborando y pagando los fabricantes de guerra, los warmongers. Y fíjese que no me refiero solo a ese núcleo duro de fanáticos que se envuelven en la bandera y enarbolan la Biblia, sino a un sentimiento que los más poderosos de entre ellos han conseguido generalizar. Mire bien cómo el dinero del petróleo texano fluye sobre Hollywood a final de los cuarenta, cómo se desarrolla la industria aérea militar, la de las pesadas máquinas de guerra, todas las que fabrican tanques o armamentos. El estado de ánimo de la sociedad ha sido cambiado en tres años. Ya no hay cansancio, hay miedo. Ya no hay pacifismo, hay voluntad de confrontación. La guerra de Corea es la que permite multiplicar los beneficios del lobby texano y sus socios, los constructores de material bélico, y sus cómplices, los militares de carrera que necesitan ejercitarse en guerras reales.

No es nuevo.

Durante el siglo XIX en los imperios europeos, la industria y la energía, el comercio y la navegación, el clero y los militares necesitaban guerras coloniales para que sus negocios florecieran, para que sus materias primas fueran baratas y abundantes, para que su superioridad energética e industrial se reafirmara, para que sus pastores, clérigos y predicadores contaran con un buen aprovisionamiento de miedo social para controlar mejor a sus rebaños, para que sus soldados se ejercitaran y así ascender más deprisa e instalarse más sólidamente en posiciones de poder y prestigio social. La variante americana es que la energía es fundamentalmente el petróleo, y América lo tiene en casa.

Después de doce años de inmersión en la Universidad y de contemplar de lejos las transformaciones que se producen en la sociedad americana con su cambio de status en el mundo, mis investigaciones en el campo de la matemática empezaron a saberme a poco. Me veía como espectador pasivo y atemporal de un fenómeno nuevo lleno de «ruido y de furia», como diría Shakespeare, y mi segunda naturaleza, esa que se fascinaba con la capacidad humana para fabricar sus propias monstruosidades y sus propios infiernos, me iba desazonando cada vez más.

Los síntomas empezaron cuando el senador McCarthy empezó la caza de brujas y elevó los niveles del miedo a cotas poco creíbles fuera de nuestro país. Del peligro a la amenaza exterior, nos llevó al terror de la amenaza interna, a convencer a millones de americanos de que nuestra propia sociedad era portadora ya del virus comunista. Y, de paso, limpió el elemento de propaganda más efectivo y sensible, la industria cinematográfica, de cualquier deriva crítica, de cualquier tentación heterodoxa. El cine americano tenía que ser un arma más del Imperio, y no podía ser manejada sino por los más disciplinados y convencidos partidarios de esa idea de América que, desde hacía ya muchos años, se incubaba en el más oscuro corazón de la fiera, del predador dominante. Los millones que esos patriotas del petróleo texano habían metido en Hollywood al final de los cuarenta habían dado sus frutos, pero el Senador McCarthy se empeñó en que el arma estuviese bien limpia, sin fallos, y, sobre todo, que no se volviera contra sus ideas y las de los que habían ya construido el mecanismo, cada vez más eficaz y más potente, de la preeminencia mundial de América y su misión redentora de la Humanidad. Ese mecanismo se fue haciendo durante los cincuenta también más preciso, más coherentemente ideológico, más rentable para quienes lo fabricaban.

Ese proceso acabó por convencerme de que la culminación de mi trabajo científico no estaba en continuarlo en la torre de marfil de la Universidad, sino en la turbulenta barahúnda de los pasillos y en el secreto acolchado de las zahúrdas donde se destilaba la piedra filosofal de aquella cosmología emergente: el Poder, el poder real, el que hacía moverse a los políticos y ordenaba el territorio de la colmena productiva. Quise entonces, por mi cuenta y sin decírselo a nadie, volver a construirme mi propia tarea en ello. No se trataba de algo muy distinto a lo que hice durante la guerra. Solo que esta vez, los datos tendría que obtenerlos yo, nadie me los iba a dar, y las hipótesis las construiría yo solo y yo solo comprobaría su corrección o sus carencias. Se me podrá acusar de que la idea era demasiado ambiciosa. Estoy totalmente de acuerdo. Se me dirá que su puesta en práctica era dudosa. De acuerdo, también. Se me objetará que pretender traducir el ejercicio del poder a fórmulas matemáticas es una entelequia. Y de nuevo estoy de acuerdo con ello.

Pero yo me puse a la tarea. En 1958 yo tenía cuarenta y tres años, estaba ahíto de abstracciones, harto de desasnar jovenzuelos, hambriento de hacer algo nuevo, de que mi trabajo me proporcionase las dosis diarias de adrenalina que exige un hombre de esa edad. Me puse a mover hilos, antiguas amistades y colegas de universidad para que me encontraran un hueco en cualquiera de los resortes esenciales de aquella maquinaria.

Mientras tanto pasé de aparecer como un profesor ajeno al mundo, a manifestarme como un entusiasta de aquella América. Hice gala, por primera vez, de mi pertenencia a la cuna de los ya muy famosos Whizz Kids; en suma, me revestí de patriotismo beligerante y me coroné con el prestigio de mi capacidad intelectual. Así me puse de lleno bajo los focos de un mercado tan aparentemente abierto como realmente restringido.

Y la cosa dio resultado antes de lo que yo podía imaginar. Llevaba perfeccionando el disfraz no más de un año, cuando me llegó, en medio de un cielo claro, el relámpago de una llamada. Un viejo amigo mío de los tiempos de Control me invitó a almorzar en un restaurante de Washington, no muy lejos del número 935 de Pennsylvania Avenue.

Fui al restaurante con la vaga esperanza de que el almuerzo no fuese solo una ocasión de recordar viejas historias. Yo había perdido la pista de mi anfitrión hacía doce años y no tenía ni idea de por dónde andaba ni qué hacía. Le aseguro que mis esperanzas de que en el almuerzo me entreabriese una puerta a la acción fueron creciendo a medida que él fue llevando muy hábilmente la conversación lejos de las viejas historias de Control y se fuese metiendo paso a paso en hurgar en mi posición, mis actitudes sobre la situación del país, las amenazas de la Guerra Fría, en suma, todo aquello que hubiese hecho un cazador de cabezas antes de concluir una oferta. Me esforcé por darle las respuestas que convenían, y al final del almuerzo me dijo que me veía muy bien predispuesto y que mi prestigio había llegado a alturas que le sobrepasaban, pero que tenía instrucciones, si yo estaba disponible, de proporcionarme una cita con alguien muy importante. No quiso darme más datos, porque, me dijo, no estaba autorizado a dármelos, pero que, si yo estaba de acuerdo y tenía tiempo para ello, al día siguiente, a las quince horas, vendría con un coche para acompañarme a esa cita. Le dije que tenía todo el tiempo del mundo y me previno que advirtiera en casa que estaría fuera hasta bien entrada la noche.

Me pasé haciendo cábalas toda la tarde, y me dormí lleno de esperanza y de curiosidad. Al día siguiente las horas se me hicieron siglos hasta que, justamente a las tres de la tarde, vi pararse enfrente del porche de mi casa a un coche negro de cristales oscuros. En cuanto salió de la trasera del coche, supe que el asunto era importante. Hicimos un recorrido de seguridad por la ciudad. El coche penetró en el garaje de un viejo edificio, donde nos recibió un miembro de seguridad que, después de cachearme, me hizo una señal para que lo siguiera.

Por aquí, Dr. Merton, me dijo, y me llevó a la puerta de un salón, anunciándome «el Doctor Nicholas Merton, señor». Cerró la puerta tras de mí y entonces entendí, como había predicho mi viejo amigo, el misterio de los cristales oscuros y del recorrido de seguridad. Porque el que se levantaba de un sillón junto al crepitante fuego de la chimenea era verdaderamente uno de esos grandes: quien se acercaba a mí con una sonrisa abierta y la mano adelantada era Edgar Hoover en persona. Recuerdo que sus primeras palabras fueron algo así como «Bienvenido a este refugio, Doctor, siéntase seguro y entre amigos». Sonreí. Tenía su gracia que Hoover pretendiera aventar hipotéticas inquietudes respecto a mi seguridad. Cuando dijo aquello de entre amigos, vi que, en efecto, Hoover no estaba solo. En otro sillón, junto al fuego, se ponía de pie otro personaje para mí hasta entonces desconocido, que Hoover me presentó sin ceremonia: Clyde Tolson, mi ayudante personal.

Estreché las manos de los dos, dije «es un honor, Sr. Hoover», y él me indicó un tercer sillón para que me sentara entre ellos. El ayudante fue el primero que inició la charla. Comentó cuánto interés tenía por mi trabajo, y que aunque se confesaba poco preparado para la alta matemática, reconocía, como viejo jugador de ajedrez, que quien se decidía como yo a explorar el misterio de los juegos de inteligencia y a dar formulación matemática a sus desarrollos, era, en los tiempos que nos había tocado vivir, una imprescindible fuente de inspiración y de ayuda. Contesté que no debía magnificar mis investigaciones y pretendí rebajar aquellos elogios. Pero entonces Hoover entró directamente al grano. Vamos a ver, Doctor, usted que sabe de juegos, ¿a qué juego cree que estamos jugando nosotros con los comunistas? La pregunta me sorprendió. Me quedé con la boca abierta y la mirada fija en la de Hoover, que parecía atravesarme el cerebro bajo sus densas cejas. Me recompuse, fruncí la frente para hacer ver que pensaba mucho y profundamente, y tras dejar pasar unos minutos de silencio en los que sentía crecer el interés y la impaciencia de los dos, dije:

—Una especie de Go, me parece.

El ayudante dijo algo sobre que él conocía el juego, pero que no había jugado nunca, que le habían dicho que era un juego endiablado y algunas cosas más que no recuerdo. Sí, me acuerdo que ahondé la respuesta:

—Una especie de Go tridimensional, para ser más preciso.

Entonces fue Hoover el que me pidió que me explicara, adelantando el pecho y bajando la cabeza como un bulldog antes de atacar. Me sentí verdaderamente a gusto, entonces. Creí que acababa de ganármelo. Me arrellané y les dije que el Go era efectivamente un juego endiablado, mucho más simple de reglas pero mucho más complejo en su desarrollo que el ajedrez, y que reflejaba, probablemente mejor que ninguno, los avatares de un conflicto bipolar. Les expliqué las simples reglas del juego, las dimensiones del tablero, la cantidad determinada de fichas blancas y negras, siempre una negra más, con que se empieza por ambas partes y la peculiaridad de que las fichas no ocupan cuadrados, sino intersecciones.

Me iban afirmando con la cabeza, el ayudante como si ya lo supiera y Hoover como si estuviera grabándolo en su mente. Entonces les dije que bien, que con los soviéticos estábamos jugando a un tipo de Go, pero que se podría decir que era un Go tridimensional, donde el tablero se reproducía en tantas capas verticales como espacios horizontales, convirtiendo así el campo de juego en un cubo, y las intersecciones no de dos, sino de tres líneas.

Hoover me dijo:

—Entonces el juego es aún más difícil de lo que usted plantea, porque si ese es el modelo aproximativo de nuestro conflicto solo con los soviéticos, el modelo de nuestro conflicto con los comunistas debe ser todavía más enrevesado.

Me di cuenta de que había cometido mi primer error. Esa distinción entre comunistas y soviéticos era esencial. Hoover, y quienes pensaban como él, consideraba que el conflicto con la Unión Soviética no era sino la parte visible de un iceberg mucho más profundo y complejo, que era la lucha contra el comunismo. Yo me había quedado en el plano de los conflictos entre dos potencias, la nuestra y la soviética. Hoover estaba en la batalla más importante, más de fondo, la batalla entre la idea de la democracia occidental, y la idea del comunismo, como categorías globales, como utopías enfrentadas, como el combate cósmico entre el Bien y el Mal.

El silencio volvió al salón. Me esforcé por buscar una salida. Creo que lo conseguí, aunque supiera ya que Hoover me tenía cogido por los huevos y que su sonrisa benevolente era la del predador que juega con su presa.

—Tiene razón, mucha razón, Sr. Hoover —empecé. —Desgraciadamente, no hay juego que pueda servir de modelo al conflicto de esas dos ideas, de esas dos maneras de ver la realidad y el mundo. Es como si los jugadores jugasen en dimensiones diferentes. No tenemos modelos matemáticos para eso. Para eso tenemos la fuerza de nuestra razón y nuestra fe.

—Bien dicho —respondió Hoover. Y la sonrisa del predador se transformó en otra de magnanimidad.

—Pues vaya pensando en cómo armamos nuestra razón y nuestra fe para acabar de una vez con esa plaga. Y no se olvide de que nuestra guerra también se hace en dos planos. En la de las Potencias, y en la de las Ideas. Y tenemos que ganar en los dos.

—Así lo creo, y le aseguro que esa es la única ambición que me mueve —le respondí—. Poner toda mi capacidad y todo mi esfuerzo al servicio de esas ideas que son las mías y de los Estados Unidos, que es mi patria. Y no puedo separar la unas de la otra. Porque con esas ideas se forjó América.

Hoover me miró con una cierta ironía, Tolson sonreía con suficiencia.

—Pues bien, dijo Hoover poniéndose en pie y colocando sus manos sobre mis hombros: «Bienvenido a bordo, Profesor».

Un escalofrío recorrió mi columna vertebral. Esas palabras, más o menos, y ese gesto, me habían dado entrada, dieciocho años antes, en la guerra. Pensé en Hiroshima.

Una semana después había recibido la cancelación de mi contrato en Princeton con una sorprendente indemnización equivalente a tres años de mi sueldo, y me encontraba en un despacho de la cuarta planta de un edificio pequeño de Washington con vistas al Capitolio, donde Hoover alojaba su Special Operations Branch, que no aparecía en ningún sitio, ni en el Organigrama del FBI, ni en el de ningún otro organismo oficial de la Capital federal. En la cuarta planta trabajábamos unos ocho o diez tipos de lo más heterogéneo.

El primer día de trabajo me encontré encima de la mesa con un montón de medio metro de alto de carpetas y una nota con una extensión de teléfono y el ruego de que llamara. Lo hice —fue mi primer gesto laboral— y escuché una voz anónima que me decía que, sobre esa documentación, estableciera estrategias de acción ordenadas preferentemente acerca del destino y eventual uso de la organización de referencia. Ni por teléfono se hablaba claro allí. Miré los primeros papeles y me di cuenta de que la organización de referencia era el Partido Comunista de los Estados Unidos.

Me puse a ello con verdadera fruición y, seis días más tarde, había aprendido que aquel Partido Comunista apenas tenía cinco mil miembros, que estaban todos identificados, que una tercera parte lo constituían agentes infiltrados del FBI, que eran los únicos que pagaban regularmente sus cuotas, que el resto se repartía entre veteranos de la Brigada Lincoln que se formó para combatir en la Guerra Civil española a mediados y finales de los treinta, viejos inmigrados italianos o polacos, algunos, muy pocos, antiguos profesores de enseñanza media en paro desde la ejecución de los Rosenberg y la limpia de McCarthy, raramente algún obrero de las grandes fábricas en Detroit, siempre con tareas insignificantes, y grupos dispersos de estudiantes que vivían su militancia como una clandestinidad a sabiendas de que cualquier indiscreción podría acarrearles —como aparecía en algún relato de hechos en el dossier— una paliza por parte del equipo de fútbol del Colegio, y en todo caso su fulminante expulsión. De todo ello había un detalle excesivo, con información al día, producto de la masa de infiltrados que no dejaban de apuntar, nombres, encuentros, relaciones, enfermedades e ingresos de cada uno de los sujetos observados.

No me lo podía creer. El retrato, en síntesis, era el de un organismo moribundo, insignificante, incapaz de la más mínima acción, totalmente fuera de los canales de conocimiento o información que pudiera tener interés para la Unión Soviética, alimentado sustancialmente por las cuotas de los infiltrados y atomizado hasta parecer mínimas motas de polvo en la piel del gigante americano. Aquello no parecía mínimamente serio. Sin embargo, hice mis cálculos, elaboré hipótesis de desarrollo de escenarios y de acción y reacción, posibles vías de recuperación, usos posibles, puse en marcha un pequeño modelo de expansión viral, introduje variables de crisis económicas, catástrofes naturales, lo que se me ocurría. Pero solo al final de días y días de darle vueltas, descubrí lo que significaba todo aquello.

El Partido Comunista de los Estados Unidos era ni más ni menos que el Hombre del Saco de los cuentos infantiles, aplicado a la sociedad americana. Era la fuente del miedo, del peligro del enemigo interno, una base insustituible de confirmación y apoyo a las tesis alarmistas que movían el mecanismo productivo americano en cuestiones de Defensa, un fuego fatuo que podía señalarse como el riesgo de un incendio, una razón esencial para alimentar las inversiones expansionistas militares abiertas u ocultas del Imperio.

Preparé un informe estableciendo todo esto, claro que con la terminología adecuada, y lo acabé redondeando con mi recomendación de mantener aquel inválido moribundo con cuantas intervenciones o medicamentos o entubamientos fuesen necesarios. El tinglado en que me había metido necesitaba de ese fantasma, y yo no iba a privar a Hoover ni a la Administración de aquella bicoca. No me siento ahora muy orgulloso de aquello, pero fue buenísimo para asegurar mi standing con Mr. H y cimentar mi carrera.

Siempre intuí que los hombres se manejaban con la zanahoria del enriquecimiento, y eso lo cubría el sueño americano, ese de que en nuestra bendita tierra cualquiera podía hacerse rico, y el palo del miedo, porque en un país presuntamente de hombres libres, solo el miedo colectivo podía servir de factor de cohesión y de instrumento de manipulación. La hipótesis que yo iba construyendo dentro del secreto de mi trasconciencia era que los habituales gestores del miedo, que en todos los imperios pasados de la Historia habían sido los clérigos, en el siglo XX y en América no eran suficientes. En una sociedad moderna el miedo a la condenación eterna en la otra vida no bastaba. Ni siquiera era suficiente el juicio moral de los vecinos. Había que mantener vivo un miedo a algo presente, oscuro y destructor de la bendita iniciativa individual, y el comunismo como ideología y organización llenaba ese papel a la perfección. No solo era una amenaza para la legión de gestores del miedo basado en la fe. Me refiero a curas, pastores, rabinos y predicadores de toda laya. Era también una amenaza directa para la sacrosanta propiedad privada, base de industrias, negocios, enriquecimiento y progresos individuales de todo tipo. Por eso sabía que mi informe sería bien recibido por el gran sacerdote del miedo a este lado de la muerte, del miedo laico, mucho más presente y movilizador que el otro.

Y cuando recibí de vuelta mi informe con anotaciones y subrayados de Mr. H, la hipótesis se me fue confirmando. Yo creía que mi recomendación se había quedado dentro de unos límites razonables, pero al ver las notas y los comentarios que al margen había apuntado el destinatario, comprobé que yo no había incluido suficiente perversidad para llenar las expectativas de Mr. H. Había notas que decían más o menos «aquí, más peligro ¿valdría un atentado contra un pequeño objetivo de valor económico, un banco, o un empresario, o contra una pequeña instalación militar, como un club de veteranos, o un centro de reclutamiento?». Otras subrayaban palabras como «víctimas reales» o «desarrollos de acciones armadas» que yo había escrito dentro de contextos puramente hipotéticos.

Era como si pudiera ver que el mecanismo cerebral de Mr. H estuviese necesitando extremar el miedo aún a costa de sangre inocente. Y de pronto, no sé por qué, recordé la sonrisa, el aire indudablemente mefistofélico de Tolson. Y estuve entonces seguro de que mi informe no tenía un solo lector. Revisé las notas y descubrí ligeras diferencias en el tipo de letra, en la diferente fuerza de los subrayados. A partir de ese momento empecé a trabajar contando con ello. Por entonces era solo una sospecha. No iba a tardar en confirmarla.

Un día, Helen Gandy, la sempiterna secretaria de Hoover, me citó para un despacho directo con él. Habían pasado casi dos meses desde mi incorporación y no había vuelto a verle. Pensé que me iban bien las cosas, que me iba integrando con mucha rapidez.

Mr. H estaba solo en un despacho sobrio con un enorme mapa de los Estados Unidos en una pared, una bandera bordada a la derecha de su mesa, limpia, sin un papel, si un dossier encima, solo con el pequeño toque femenino de un mínimo ramo de flores campestres en un florero, y un retrato del presidente Eisenhower en la cabecera. Mr. H se levantó al verme, se me acercó a darme la mano y me indicó que me sentara en un sofá bajo el mapa. Me dijo que le había gustado mucho mi informe. Le di las gracias, y entonces, con una sonrisa de aquellas de predador, que ya le conocía, me preguntó si yo creía que el estado del PC americano era semejante, o si era el estado avanzado del camino que más o menos llevarían todos los otros partidos comunistas en el mundo, fuera de la Unión Soviética. Riendo ya abiertamente me preguntó si yo creía que debíamos aconsejar a nuestros aliados lo mismo que yo sugería en mi nota. Le respondí con otra sonrisa abierta:

—Claro que no, Mr. Hoover. Desgraciadamente no. Hay países en Europa donde el Partido Comunista puede llegar cualquier día a gobernar tras unas elecciones democráticas. Ya ha pasado, con los resultados lamentables que ya conocemos. Y lo malo, seguí, es que cuando eso ocurre, la Unión Soviética sateliza al país en cuestión y no lo suelta.

Poniendo un gesto de solemne tristeza añadí:

—Los héroes de Hungría, no serán los únicos, desgraciadamente.

Asintió con la cabeza. Me pidió entonces que le dijera cómo veía yo el frente de los partidos comunistas exteriores a la Unión Soviética y a sus satélites. Me excusé diciendo que no tenía datos suficientes y que mi opinión en eso no sería sino la de un ciudadano ordinario relativamente bien informado y nada más.

Insistió. Le dije que no temía por el Reino Unido, donde quizá lo peligroso fuese el contagio de ideas comunistas en algún ala laborista o en alguno de los Trade Unions, pero que confiaba plenamente en la capacidad de autodefensa del espíritu británico. Sí temía, y mucho, por la situación en Italia y en Francia donde sus partidos comunistas podrían alcanzar el poder.

Después de aquella conversación, salí del despacho con el encargo de hacer un estudio del papel del comunismo en la Península Indochina, políticamente deshecha por la sucesión de la ocupación japonesa y el fracaso de reconstrucción que intentaron los franceses durante unos años. Había allí un castillo de naipes con muchas posibilidades de rentabilidad para quienes se dispusieran, con medios suficientes, a llenar el vacío colonial que había producido la catástrofe militar francesa de Dien Bien Fu, las veleidades de Norodom Sihanouk, con las divisiones tribales de Camboya y la monarquía de opereta que interpretaba su papel en Tailandia. Vietnam del Norte era un enclave comunista muy debilitado por los efectos de una guerra larga, y Vietnam del Sur sufría los efectos de la corrupción tiránica de Ngo Dinh Diem.

Con esos elementos básicos empecé a trabajar, hasta que me di cuenta de que el flujo de información que nos llegaba de esa zona tenía muchos huecos. Así se lo hice saber a Tolson, que me visitaba de vez en cuando muy interesado por mis métodos de trabajo, y él fue el que un día me invitó a comer con Howard Scharfhausen, un coronel de marines, agente de la CIA, que había servido de enlace con las tropas francesas en Indochina y que había vivido años en Saigón.

Descubrí que Howard era un jugador de Go, y simpatizamos muy pronto. Era el que me proporcionaba datos de la península que no teníamos y fui comprobando que mientras Vietnam del Norte pretendía organizarse y desarrollarse muy eficazmente dentro de su pobreza bajo la dirección de Ho Chi Minh, y el control militar de Giap, en el Sur, la dictadura de Diem era en tal medida tiránica y corrupta que estaba generando por sí sola la aparición de una guerrilla comunista en su propio territorio. Existía en círculos políticos y militares americanos la idea de que Vietnam era un territorio de poderes en conflicto y que los del Norte amenazaban el área libre del Sur. Nuestros datos internos, los que íbamos encastrando Howard y yo, nos daban otra imagen: El Norte carecía de fuerza expansiva y era la incompetente, corrupta y encanallada dictadura de Diem la que representaba un peligro cierto para la precaria estabilidad de la zona. Los abusos y el progresivo empobrecimiento de la población vietnamita sometida a la rapiña de aquel régimen era lo que provocaba la aparición y el crecimiento de una miserable guerrilla interna, que con medios paleolíticos, empezaba a convertir el país en un avispero. Terminé pues el informe a principios del cincuenta y nueve, con la recomendación de que correspondía a los Estados Unidos, potencia indiscutida también en Extremo Oriente, llenar el vacío de poder en Indochina, apoyar a la monarquía Tailandesa, atraerse a Sihanouk, y maniobrar en el Sur de Vietnam para sustituir a Diem, y su cuadrilla, por otro equipo más fiable y menos corrupto que pudiese administrar mejor la economía y la sociedad del país, de modo que nuestra ayuda en asesores, y armamento, que no había cesado desde la retirada francesa, sirviese más a asegurar la situación, eliminar sin dificultad los focos de guerrilla.

Mi informe fue bien recibido y en cierta medida llegó tarde. El XV Congreso del Partido Comunista de Vietnam del Norte aprobó en Mayo el apoyo al Vietcong del Sur y la creación de la ruta Ho Chi Minh, a través de la cual, los del norte demostraban su disposición a compartir su escasez de medios con los del Sur, y a no dejar que la guerrilla se debilitase. Por otro lado, las sorprendentes y, para mí, todavía ocultas relaciones de Diem con diversos lobbies rabiosamente anticomunistas americanos, encabezados por los «supermanes» de Texas, hacían por el momento imposible su destitución. El resultado fue que aumentó exponencialmente el envío de material bélico y asesores a Vietnam del Sur y que se produjo entonces el círculo vicioso que nos terminó llevando cuatro o cinco años después, a entrar de lleno en otra guerra. La cosa funcionaba así: Diem se sentía firmemente apoyado por nosotros, con lo que desarrollaba y acentuaba tranquilamente el expolio de un país ya de suyo pobre. Ese expolio alimentaba el crecimiento de la guerrilla que se veía coordinada y apoyada por el Norte, lo que provocaba un aumento de nuestros envíos de material y de asesores, lo cual reafirmaba a Diem, que a su vez, etcétera, etcétera, etcétera.

No había en el tablero otras fichas. Ho Chi Minh, que conocía la intención expansiva de Mao, que veía cómo Sinkiang, Mongolia y Tíbet iban chinificándose, tenía más miedo de China que de los americanos. Su solo apoyo en material bélico era el soviético, y ese lo recibía con dificultad y con cuentagotas. Sin embargo, nuestro empecinado apoyo a Diem no hacía sino llevar el agua al molino de la insurrección y de la inestabilidad de la Península. Los chinos, rechazados discretamente por Hanói, iban creando y alimentando la guerrilla de los Jemeres rojos en Camboya y el Partido Comunista indonesio sobrevivía gracias al apoyo propagandista chino de las masacres de Sukarno. Pero nada de todo esto contaba en el testarudo apoyo a Diem que se respiraba en los ámbitos político y militares de Washington. Eisenhower, empezó a ver cómo ese complejo militar-industrial imponía sus criterios a su Administración, mejor informada pero menos comprendida por una opinión americana que no distinguía entre comunismos, ni podía comprender la sutileza geopolítica de los elementos en conflicto.

El simplismo maniqueo del aparato propagandista de la Guerra Fría no se paraba en barras. Apoyaba a Syngman Rhee en Corea del Sur, a Chiang Kai-Shek, en Formosa, a Diem en Vietnam bajo la misma idea con que se controlaban los países iberoamericanos, con Dictadores como Batista, Castillo Armas, Duvalier o Somoza. Los Estados Unidos alimentaban una corte de tiranos bajo aquella frase famosa de Theodore Roosevelt de «sí, son unos bastardos, pero son nuestros bastardos». Esa tesis nos daría luego en América, a Arbenz, a Fidel Castro, a Haya de la Torre, a Allende y a los montoneros, y en el Sudeste asiático, a la Guerra de Vietnam. Eisenhower lo vio tarde, o lo destapó tarde, cuando temía que su sucesor le pudiese acusar de haberlo alimentado.

Mientras en nuestro país los texanos seguían haciendo negocios, los militares seguían aumentando su parte de la tarta presupuestaria y todo el mundo estaba obsesionado por la bomba y dispuesto de nuevo a bailar la danza de la guerra. Los soviéticos habían colocado el Sputnik en órbita, habían sacrificado luego a la perra Laika, y habían hecho la proeza de enviar a Gagarin a trescientos cincuenta kilómetros de la superficie terrestre, y lo habían hecho volver sano y salvo. Aquello reforzó la disposición de poner a los americanos en pie de guerra. Y los magnates de la cosa no desaprovecharon la oportunidad.

El poder militar-industrial no quiso dejar que se le fueran las cosas de las manos al final del período Eisenhower. Se dispusieron a mantener la Casa Blanca de su lado y, en vista de que no conseguían colocar a un candidato demócrata para las elecciones del sesenta, se las arreglaron para colocar un vicepresidente. En el campo republicano, que manejaban más fácilmente, recurrieron al vicepresidente Nixon, que, si no era texano, ya había demostrado suficientemente que estaba totalmente a favor de los intereses del lobby y sus adláteres. Porque el dinero del petróleo había también alimentado, y desarrollado, una increíblemente poderosa industria militar. Y el inicio de la carrera espacial y la ventaja soviética no hicieron sino ponerla al máximo de su potencia.

Las elecciones americanas se celebraron, pues, en un clima de miedo y de inseguridad social, en una situación de rearme acelerado, y en un contexto de transformación mundial que ponía en cuestión la bien ganada prepotencia americana. El electorado americano, en estas, prefirió refugiarse en una película y eligió a Kennedy como Presidente. Es como si se hubiese nombrado a Paul Newman. Kennedy representaba la juventud, el coraje, la realización del sueño americano, la alegría de vivir y la determinación de un bateador capaz de mandar la pelota a las estrellas.

El miedo se transformó, por esa alquimia extraña de la opinión pública, en orgullo y coraje. América volvía a nadar en el optimismo. Además, Kennedy ofrecía al país una Primera Dama espectacular, la reina Ginebra vestida por Givenchy, un lenguaje pleno de confianza, unas promesas firmes de superar a los soviéticos en el espacio y en el resto del mundo, un campo inmenso de expansión para todos y especialmente para ese poder militar industrial, que ya no se veía con la lucidez de Eisenhower como una amenaza al american way of life, sino como una garantía.

Fue ese optimismo, alimentado por la conexión que Johnson les daba desde el corazón de las decisiones en la Casa Blanca, lo que llevó a los texanos a pensar en la rápida recuperación de Cuba. La entrada de los barbudos en la Habana en enero de 1959 había caído en las reuniones de la suite del Lamar como una bomba. El joven Fidel hizo lo que pudo para cambiar las relaciones cubanas con los Estados Unidos. Pero el garito cubano de los tiempos de Batista era una pieza demasiado valiosa para muchos americanos. Empezaron las dificultades, las exigencias americanas, las derivas peligrosamente izquierdistas de Fidel. El asunto se empezó a mirar con más alarma cuando Fidel decretó la expropiación y nacionalización de todas las propiedades e inversiones en Cuba. Y se hizo intolerable cuando el insignificante Partido Comunista Cubano, que se había opuesto durante muchos años a los barbudos mientras luchaban en Sierra Maestra, apareció con fuerza en la misma cabecera del poder en la Habana. Cuba debía volver al redil. En eso estaban de acuerdo republicanos y demócratas, petroleros e industriales, las Fuerzas Armadas, el Congreso, el Senado, la CIA y el FBI, en suma, todos los poderes grandes y pequeños que componían la pirámide americana. La masa de cubanos que se refugió en Miami tenía dinero en Estados Unidos y estaban dispuestos a ponerlo en manos de cualquiera que les ayudase a volver a sus negocios y a sus propiedades en Cuba.

Aparecieron grupos militarizados que se juramentaban a reconquistar la Habana, y Mr. Hoover se propuso alimentarlos y controlarlos, a ponerlos en condiciones reales de hacer lo que se proponían. Por su parte, la CIA colaboraba a fondo con la idea, construyendo informes sobre el crecimiento del descontento en la Isla, la oposición católica a la invasión ideológica del marxismo, la debilidad de un poder basado en una disciplina de encuadramiento y trabajo que no cuadraba con la imagen americana del cubano indolente y jaranero.

Todo eso se produjo muy aprisa. Mr. Hoover, que probablemente era la cabeza mejor amueblada de cuantas se ocupaban del tema en Estados Unidos y que no confiaba en los informes de la CIA, sabía que un régimen comunista no era fácil de derrocar. Me pidió que elaborase un abanico de hipótesis de desarrollo de escenarios a distintos tipos de intervenciones sobre Cuba: modos de apoyo a los grupos de Miami, alimentación a una posible oposición interna, atentado personal, invasión masiva o gradual y escalonada. No me dio tiempo a completar el informe. Tolson venía a verme, como era su costumbre, con frecuencia, para ver cómo progresaba mi trabajo, o sugerirme la colaboración de otros especialistas de la casa en determinados puntos.

Me enteré de la invasión de Bahía de Cochinos el catorce de abril, cuando me citó Hoover a su despacho y me dijo que tirase a la papelera todo el trabajo hecho, y que me concentrase en elaborar consecuencias y resultados posibles de un desembarco de un par de centenares de hombres, todos cubanos y bien armados, en un punto de fácil acceso por mar y difícil por tierra. Le anticipé que un par de centenares de hombres no tendrían posibilidad alguna de instalarse en punto alguno de la Isla sin apoyo efectivo de cobertura naval y aérea. Entonces dio un puñetazo en la mesa y dijo, muy alterado, que un par de niñatos jugando a los soldaditos en Washington y una pandilla de incompetentes de la CIA, habían decidido invadir Cuba de ese modo, por Bahía de Cochinos, con la seguridad de que les irían recibiendo como libertadores en su marcha triunfal a la Habana.

Me quedé mirándole sin responder. Pero algo debió leer en mi mirada cuando me aseguró que ya lo sabía, que aquello sería un fracaso, que el plan no tenía ni pies ni cabeza. Pero, me dijo:

—¿No ha elaborado usted la hipótesis de que, ante una invasión fallida, los Estados Unidos pueden reaccionar con un desembarco para ayudar a esos pobres luchadores cubanos por la libertad?

Me di cuenta de que Tolson le había comentado una de mis líneas de trabajo, desechada sin desarrollar, por inverosímil. En consecuencia, le respondí que mi hipótesis se basaba en la invasión de Cuba por una guerrilla con experiencia, bien pertrechada, sin asesores ni componentes americanos, y que una vez se hubiese desarrollado una base sólida de apoyo clandestino en el interior, se abriría la posibilidad de una intervención directa de nuestras fuerzas y que, aún así, esa intervención requeriría de un intervalo de al menos un par de meses de instalación, quizá de la liberación de un poblado, por pequeño que fuese, para darnos ante el mundo al menos una apariencia de legitimidad. Y que no había que olvidar que los soviéticos tendrían mucho que decir y, a lo peor, algo que hacer, si se desarrollaba ese escenario. Me dijo que lo diera por desarrollado, que por lo menos había conseguido que no hubiera más que cubanos en la operación, y que me pusiera de inmediato a elaborar hipótesis de respuesta soviética a nuestra intervención en Cuba.

Al día siguiente teníamos noticias de que un destacamento del Ejército Cubano de Liberación había desembarcado en Bahía de Cochinos, había asegurado la cabeza de playa y avanzaba luchando hacia el interior. Yo sabía que si avanzaban «luchando» no durarían mucho. Empezó a llegarnos información confidencial detallada. Todos los que trabajábamos en la casa en el departamento de análisis estábamos de acuerdo. La cosa era ya un completo fracaso y no daba tiempo para darle un mínimo de respetabilidad a una intervención de nuestras Fuerzas Armadas. Cuatro días después, Fidel lanzaba uno de sus larguísimos discursos, acusándonos ante el mundo como actores de la invasión y celebrando que los cubanos en armas hubieran ganado la primera victoria en la Historia contra el imperialismo norteamericano.

El día veintidós de abril, Hoover nos invitó a almorzar en su casa a Howard, el analista militar y a mí. Cuando llegamos Tolson nos hizo los honores de la casa, Hoover entró del mejor humor del mundo. Aprenderán, muchachos, aprenderán. Tenemos que celebrar el éxito de Bahía de Cochinos. Ante nuestra incredulidad y sorpresa, y la sonrisa conocedora de Tolson, Hoover desarrolló las razones de su alegría. Empezó diciéndonos que nos había invitado a almorzar para agradecernos personalmente nuestro trabajo, que había sido «esencial» en la victoria que estábamos celebrando.

Primero dijo que los de la Tabla Redonda han recibido una lección, y el Presidente debe ya darse cuenta de que no está solo para hacer discursos ni para salir en las revistas navegando con su mujer. Esperemos que él también aprenda. Segundo, que la cotización de la CIA ha perdido tantos enteros que van a tener que rehacerla, y espero que esta vez hagan un instrumento eficaz y sólido para nuestro país. Tercero, hemos conseguido que nuestros amigos del petróleo y la industria se den cuenta de que no se compran dólares a centavo. Y un par de cabezas huecas de Houston que querían dejarnos atrás en la carrera del patriotismo han perdido algo de su dinero y mucho de su prestigio entre los colegas. Muchachos, el patriotismo se vive con el corazón y se sirve con la cabeza. Y quienes lo sienten en los huevos y lo sirven con los pies, a veces nos pueden ser muy útiles y a veces muy molestos. Quizá hoy hayamos hecho todavía algo mejor. Quizá hoy, algunos de esos cabezas huecas estén preparados para que se las llenemos nosotros. Y los de Camelot van a tener que lamerse las heridas durante un tiempo. El almuerzo acabó con Hoover insistiéndonos en la urgencia de preparar hipótesis de respuestas soviéticas a nuestro traspié. Dijo que Jrushchov no iba a perder la oportunidad de aprovecharlo y que le diéramos duro a las neuronas.

Fuimos elaborando hipótesis de respuesta. Una de ellas era el reforzamiento de la presión sobre Berlín, otra, la de desestabilizar Turquía con guerrillas Kurdas, otra, la de aprovechar la debilidad de Afganistán, otra la de aumentar en Vietnam la virulencia de la guerrilla Vietcong, o incluso dar medios y rienda suelta al General Giap para conquistar el Sur y la más probable, coincidíamos Howard y yo, sería la de alimentar focos guerrilleros en América Latina, y asegurar la posición de Cuba con una instalación militar de poca envergadura, pero suficiente para apoyar en ella la tesis de que la Unión Soviética no abandona a sus aliados comunistas. Bastaría para ello con dos o tres bases de misiles de tierra aire fácilmente trasportables sin llamar la atención y que, una vez instalados, pudiéramos ver, para pararnos los pies respecto de Cuba y negociar desde una posición ventajosa.

Howard era un experto en planeamiento estratégico. Habíamos puesto nuestros papeles en común y Tolson nos había animado a seguir trabajando juntos. Sabíamos que la Unión Soviética no perdería la oportunidad de jugar con el peón avanzado que era Cuba. Íbamos conociendo día a día la frecuencia creciente con la que barcos soviéticos desembarcaban armas, artillería, carros y blindados en Santiago y en la Habana. Conocíamos las promesas que Jrushchov había hecho a Fidel, todo aquello de la solidaridad comunista, la lucha común contra el imperialismo, etcétera, etcétera. Habíamos extrapolado un poco, y habíamos llegado a la conclusión de que las Fuerzas Armadas Soviéticas tratarían de instalar esas bases más bien testimoniales de lanzamiento de cohetes tierra aire en Cuba. La nota con esa conclusión la entregamos a Hoover en Diciembre del 61. Le gustó.

Nos llamó a su despacho unos días después y nos dijo que nadie había ido tan lejos como nosotros en la hipótesis de las posibles respuestas. Nos dio las gracias por el informe y dijo:

—Acertaron ustedes con la primera y la tercera. Ya tenemos la respuesta soviética. Nos amenazan otra vez con Berlín. Y están reforzando en exceso de presencia militar la frontera con Afganistán. Lo están haciendo a las claras, para que lo veamos. Pero en Cuba se limitan a pasear uniformes de general, y a engrasar sus cañones antiaéreos. Veremos en que acaba todo esto.

La respuesta soviética no fue Berlín, ni por entonces Afganistán, sino la otra, la que habíamos desarrollado con más detalle, aunque no creímos nunca que fuese a llegar tan lejos.

Pero Cuba dejó por unos meses de ser el objeto de nuestro trabajo. Howard había leído mis trabajos sobre el sudeste asiático y era partidario de escalar nuestra intervención en la zona, con o sin Diem. Para él era esencial garantizar un cinturón de seguridad en torno al Pacífico, y Filipinas no era tierra firme. Aprendí con él que en esa zona del mundo hay que garantizar implantaciones pro-occidentales en el continente. Me demostró cómo nuestra presencia en Japón y en Formosa no había podido impedir la Guerra de Corea, y cómo China se extendía por el corazón del continente y la Unión Soviética miraba a Afganistán y a Irán con demasiada atención. Estaba firmemente convencido de que Vietnam, Laos, Tailandia y Camboya serían piezas del dominó comunista si no actuábamos allí con firmeza. Vi que Howard era perfecto para que yo pudiera conocer el modo de pensar y las ambiciones de las fuerzas armadas y el poder militar industrial que las alimentaba. Todavía no sabía que Hoover estaba también extremadamente activo en ese campo. Hasta esos años no me di cuenta de que yo me había puesto al servicio de uno de los arquitectos de la conexión del petróleo con la industria de armamentos. Y lo que es más doloroso, yo participaba del menosprecio que Hoover empezaba a demostrar por los chicos de la Casa Blanca. Yo había conocido a Robert McNamara cuando era uno de los Wizz Kids, y admiraba su capacidad de análisis y la velocidad de su comprensión de los problemas más complejos. Por eso no alcanzaba a entender cómo un tipo así podía haber caído en la trampa de Bahía de Cochinos. Cabía la posibilidad de que aún siguiera ligado a Tex Thornton y a los intereses texanos.

La sorpresa nos llegó cuando a finales de septiembre de 1962 empezamos a recibir fotos aéreas que parecían mostrar cómo en ciertos puntos de Cuba se estaban construyendo rampas de lanzamiento de misiles. Hoover me llamó de inmediato para decirme que ahondase en aquella hipótesis mía sobre la respuesta estratégica soviética a la chapuza de Bahía de Cochinos. Dos días más tarde, Hoover me citó en su despacho donde ya estaban Tolson y Howard. Estaban mirando una nueva remesa de fotos aéreas. Miré las fotos, y me alarmó el tamaño de las rampas que aparecían en distintos claros de los bosques. Dije que aquello no me parecía una instalación de cohetes de tierra-aire. Esto es otra vez Pearl Harbour, —respondió Hoover con un extraño profundo tono de voz que yo no había oído antes— pero, ahora, a cincuenta millas de nuestras costas. Dios quiera que les hayamos descubierto a tiempo.

Eso que usted ve son rampas para cohetes intercontinentales. Los hijos de puta se están preparando para bombardear Washington. Deje lo que esté haciendo y póngase con Howard a trabajar en escenarios de conflicto, guerra nuclear incluida. Tenemos que preparar a la opinión pública de lo que se nos viene encima. Lo primero tiene que ser la invasión de Cuba, en cuanto conozcamos mejor la situación. Miré a Howard. Estaba solemne, rígido, como si vistiera uniforme y esperase órdenes. Solo dijo:

—Alguien entre esos militares está cometiendo un error muy serio. Nosotros lo hubiéramos construido bajo la cobertura natural de la selva. No hubiésemos facilitado la labor de vigilancia de aviones del adversario.

Tolson reaccionó de un modo extraño, se quedó mirando a Howard como si le hubiese ofendido aquella observación, y le dijo algo al oído a Hoover, que nos despidió con un seco «A su trabajo, señores. Espero propuestas mañana». Howard luego me insistió en lo que él consideraba un error de los soviéticos. Esos pedazos de selva talados…

Nos pusimos a trabajar en lo que se nos había ordenado. Las fotos mostraban que las rampas estaban a medio construir, que no había ninguna en estado operativo y que no se veía por ningún lado muestras de los SAM para los que se estaban construyendo. Llegamos a la conclusión de que los soviéticos no tenían los proyectiles en Cuba todavía. Vimos cientos de fotos de los transportes navales soviéticos durante los seis meses pasados. Ninguno tenía capacidad para transportar ese tipo de cohetes, que por su volumen no pueden ir bajo cubierta. Dedujimos que las rampas no estarían operativas en al menos dos meses.

Por la noche, dándole vueltas a la cuestión, recordé que mi informe sobre la posible instalación de misiles había apuntado la posibilidad de que los soviéticos solo quisieran mostrárnoslos para negociar con nosotros en posición de ventaja. Recordé las protestas soviéticas en la ONU contra nuestro despliegue de cohetes Júpiter en Turquía, que tampoco se había hecho en secreto. Poco a poco fui convenciéndome de que el juego era el mismo que yo había previsto, aunque la puesta soviética fuese mucho más fuerte que la que yo imaginara. No sé por qué me vino a la cabeza la idea de que los militares americanos y los soviéticos estaban jugando a cartas vistas. Y mi vanidad me sopló al oído que quizá en Moscú alguien había leído mi informe sobre respuestas soviéticas posibles, y habían decidido seguir el guión con fichas más gordas.

Cuando me vi con Howard al día siguiente le pregunté qué sabía sobre «Deception Tactics». Me miró sonriente y me dijo que él también había llegado a la conclusión de que los soviéticos no habían dejado a la vista la construcción de rampas por error. Estaba convencido de que LOS RUSOS QUERÍAN QUE LAS VIÉRAMOS.

Ni en ese momento le hice cómplice de mis sospechas. Pero empezaba a estar seguro de que Hoover no se había quedado con mi informe. Estaba seguro de que alguien en la CIA, o en La Casa Blanca, o en el Departamento de Estado se había hecho con él y se lo había pasado a los rusos. O teníamos espías en los más altos niveles del Gobierno, o alguien estaba jugando al gato y al ratón con todos nosotros. Me guardé la sospecha.

Cuando por la tarde entregamos nuestras notas a Hoover, en las que destacábamos la tesis de Howard de que la visibilidad de las rampas podría formar parte de la estrategia soviética de propaganda, el jefe nos preguntó si habíamos hablado con alguien de esa tesis. Le aseguramos que no. Nos dijo que LA OLVIDÁRAMOS, se acercó a la chimenea de su despacho y echó nuestros papeles al fuego. Se volvió a nosotros, nos dijo «Buen trabajo» y nos despidió afectuosamente.

Todo el mundo sabe ya cómo se desarrolló la crisis. Cómo los militares, McNamara y Robert Kennedy querían una ocupación preventiva de Cuba, cómo el Presidente los fue toreando y dando largas, cómo se estableció contacto con Jrushchov a través de un enviado especial ruso —al margen de embajadores y conductos oficiales—, cómo el Presidente puso firmes a su hermano y le encargó de las negociaciones secretas, cómo se estableció el bloqueo, cómo se vivieron aquellos días de octubre, cómo los cubanos derribaron a un avión de observación nuestro y se mantuvo en secreto el incidente, cómo descubrimos el transporte soviético con su carga de misil intercontinental evidente en cubierta, cómo le fuimos viendo acercarse a nuestra línea de bloqueo, cómo el Presidente retiró de los mandos navales y de los militares en general el poder de hacer fuego salvo por orden directa suya, y cómo el 28 de octubre, el transporte soviético y su convoy daban media vuelta cuando ya tenían a la vista a nuestros navíos. Seis meses más tarde nosotros retirábamos nuestros misiles desplegados en Turquía que apuntaban a la Unión Soviética.

Lo que pocos saben es que detrás de todo esto se desarrollaba otra película. Los más extremosos de los magnates texanos habían mantenido reuniones con sus equivalentes de entre los fabricantes de armamento desde lo de Bahía de Cochinos, y venían conspirando para calentar la Guerra Fría en Cuba y en el sudeste asiático. Estaban como los buitres cuando huelen la carroña, dando vueltas y vueltas, esperando el mejor momento para descender y darse el banquete. Había muchísimos millones en juego, y estaban impacientes por apropiárselos.

La crisis de los misiles les abrió un escenario mucho más grande. Ya no era solo el sudeste asiático o el Caribe: el mundo entero podía convertirse en un filón inagotable. No imaginaban siquiera que el territorio americano fuera a estar en verdadero peligro. Hoover y los de la CIA se habían guardado mucho de suministrarles información fiable sobre el poderío soviético real. Pensaban que los Sputnik, Laicas y Gagarines eran esfuerzos soviéticos de propaganda, y que lo que de verdad tenían los rusos era —como en la Segunda Guerra Mundial—, un enjambre de tanques a extender por Europa, y millones y millones de soldados analfabetos buenos para carne de cañón. Durante la crisis, Lyndon Johnson se alineaba en la Casa Blanca con los más cautelosos. Lo que buscaba Johnson era precisamente que aumentase cuanto fuera posible el gasto militar y el poder de sus texanos, pero no quería que se llegase a una confrontación nuclear, que era lo que de verdad se estaba arriesgando en aquellos momentos. El papel de Hoover era aún más complejo. No jugaba solo a dos bandas, como Johnson. Jugaba a cuatro, o a cinco. Ante el Presidente minaba a la CIA, ante los texanos iba transformando la imagen de los Kennedy. Ya no eran unos pijos de Boston que jugaban al tenis y se tiraban a cuantas se les pusieran por delante. Ya empezaban a ser el enemigo interno a batir, los que debilitaban el poder de los Estados Unidos en juegos peligrosos y en políticas débiles. Eran un clan de aristócratas yanquis dispuestos a infectar a los americanos de pro con el virus del cosmopolitismo, unos vasallos del Anticristo de Roma y, como sus maestros en Boston, una célula de criptocomunistas.

Entre Hoover y Robert Kennedy se había instalado desde el primer momento un antagonismo a muerte. Ante los industriales del Norte, Hoover hacía el papel de moralista, acentuando el desorden sexual del Presidente y sus hermanos y aprovechaba la enemistad de los Kennedy con Hoffa —el amo de las mafias sindicales— para mostrar el desprecio de la Primera Familia por los empresarios y los trabajadores de Detroit. Ante los grandes financieros de Wall Street, Hoover era el guardián de las esencias ultraconservadoras, el lacayo dispuesto a defender la Bolsa de los zarpazos del Oso, de los riesgos del miedo que podía minar la confianza en la salud financiera americana. Un miedo que iba aumentando a medida que se veía más claro el aventurismo de las políticas kennedianas.

Y todo eso lo hacía con extrema sutileza, con una diabólica habilidad. Y con la imprescindible colaboración de Tolson. Hoover no habría permanecido tanto tiempo en el cargo de no haber sido por su asistente. A cambio de tanta eficiencia, nuestro pequeño grupo de supermanes texanos empapelaba a Hoover con acciones de las petroleras. Fueron tan generosos que el propio Hoover tuvo problemas con el fisco para justificar su procedencia.

La crisis de los misiles y su resultado final no hicieron sino aumentar en los círculos citados el prestigio del sempiterno guardián de las esencias americanas. Hoover se convirtió para todos ellos en un bastión del verdadero espíritu americano. Por eso, cuando Bob Kennedy quiso mantener con él un pulso para echarle, quien acabó con el brazo roto y más tarde, años más tarde, con una bala mortal, no fue Hoover, sino el osado Fiscal General.

Durante diez años, y hasta su muerte, Hoover continuó intocable e implacable.

Aquel verano del sesenta y tres fue muy agitado. Tenía cuarenta y ocho años y mientras Valentina Tereshkova daba vueltas por el espacio, Kennedy decidió ir a Europa a fabricarse una imagen de firmeza y de liderazgo mundial. Con el muro de Berlín a sus espaldas, acuñó aquello de «Ich bin ein Berliner», que tanto éxito tuvo. Hoover no paró de viajar por los cuatro puntos cardinales del país.

Paddy Maloney me contó luego que, a primeros de junio, había acompañado a Hoover y a Tolson como escolta de servicio a un rancho cercano a San Antonio, donde habían ido también siete peces gordos que ya conocía de los muchos viajes anteriores de Hoover a Texas. Pero que esta vez habían venido solos. Conduciendo ellos mismos sus coches. Y no habían salido del edificio central del rancho durante los tres días del fin de semana. Paddy me contó que pocas veces se lo había pasado personalmente tan bien, jugando a cowboy durante todo ese tiempo sin que el jefe les diera el menor trabajo. Con aire de complicidad, Paddy me dijo que, si hubiesen sido católicos, los nueve deberían haber estado haciendo ejercicios espirituales, porque solo se les veía de vez en cuando pasear por el porche con aire meditabundo y hablando como quien está en misa. Paddy se me quejó de que aquellos días de caballos y reses, de barbacoas en el campo y de noches de luna y música country se le jodieron con la imprevista llegada de Rockbottom, al que llamaban Goofy a sus espaldas, por su torpeza de paleto de Kentucky. Por lo visto, Goofy había sido convocado de urgencia por Hoover, se encerró con él en el rancho un par de horas, y cuando salió de la reunión parecía como si le hubiesen echado una mochila de plomo a las espaldas. Paddy se tuvo que volver a Washington con Rockbottom y aguantarle el silencio durante el vuelo.

Constaté que, precisamente esos días, Hoover me había pedido cuatro informes urgentes, uno sobre actividades de los cubanos en el exilio, otro sobre situación y alternativas de respuesta al avance comunista en el sudeste asiático, otro sobre el nivel de popularidad del Presidente y, por último, un abanico de escenarios sobre la amenaza comunista en Iberoamérica. Nunca había recibido tantos encargos en tan poco tiempo. Luego supe que su escolta se turnaba en otros sitios, en visitas rápidas a un puerto deportivo de Palm Beach, a un criadero de caballos en Idaho, o a un chalet de playa en San Bernardino.

Y, desde todos esos sitios, nos venían también requerimientos de informes rápidos, de esos que había que hacer en unas horas. Howard y yo, y me imagino que el resto de los que componíamos el cerebro colectivo de aquella maquinaria, estuvimos de guardia permanente a partir de entonces, hasta Agosto. Annie se había ido con la niña a hacer el gran tour de Europa y no volvería hasta septiembre. Empecé a pensar que las itinerantes vacaciones de Hoover, siempre con su ayudante Tolson, no eran solo un bien ganado descanso. Empecé a constatar que la naturaleza de los informes que se nos pedían desde la reunión en Texas era diferente en cada uno de los otros puntos. La que enviamos a Idaho tenía que ver ya en concreto con el potencial de despliegue de nuestras tropas en una hipotética intervención masiva en Vietnam; la de Palm Beach, se refería de nuevo a cuestiones cubanas; y la de San Bernardino nos pedía diversas informaciones sobre audiencias de cine y televisión, nivel de prestigio de nuestra Fuerzas Armadas, de nuevo un mayor detalle en el estado de popularidad del Presidente y cosas así.

Un día de agosto me tropecé con Rockbottom entrando en su despacho a toda prisa y vestido con una explosiva guayabera. Le dije que si se iba de vacaciones a las Bahamas y me respondió, con su habitual laconismo, que él no se tomaba vacaciones. La guayabera no era lo suyo. Deduje que venía de algún complot con los cubanos, y no pensé más en ello.

Había en el aire un clima de expectación. En el SOB se trabajaba a destajo. Aparecía gente rara a ver a Rockbottom, y los chicos no paraban de hacer ejercicios de tiro, gimnasia y, sobre todo, deportes marciales hasta el agotamiento. Cuando a finales de agosto tuvo lugar la marcha de los Derechos Humanos que llenó Pennsylvania Avenue, se nos prohibió salir del edificio. Nos trajeron sándwiches para comer —con bebidas sin alcohol porque Hoover no lo permitía en sus dominios— y Howard y yo oímos por televisión el discurso de Martin Luther King «I have a dream». Verano rico en frases históricas, pensé entonces.