III

Seguí sus indicaciones. Fue la última vez que le vi.

Se han escrito tantos libros sobre el asesinato de Kennedy, que si los pusiéramos en fila y los colocáramos en órbita, la tierra tendría un anillo como el de Saturno. Y si apareciera ahora uno que se acercase a lo que realmente pasó, la gente lo dejaría sin mirar siquiera el título en las librerías, y los periódicos seguirían llenando sus páginas con triviales noticias de escándalos, crímenes que no afectan en absoluto al fondo de la Historia. Aquel presidente era, por naturaleza, un obstáculo para el lobby por entonces más poderoso del mundo.

Ya se reunían con frecuencia años atrás unos cuantos magnates del petróleo, de la industria militar, seguros, banca, y de los medios de comunicación en la suite ocho del Hotel Lamar en Houston. Podría decirse entonces que había un potente lobby texano.

Yo no presté demasiada atención a aquella inmensa acumulación de riqueza que la guerra y la posguerra había puesto en manos de los texanos. Los pozos petrolíferos de las antiguas colonias británicas en Oriente Medio habían quedado bajo el efectivo control de nuestras empresas, y solo nosotros, en todo Occidente, teníamos capacidad y medios para el transporte y el refinado de aquel río de crudo. Nos habíamos convertido así en la sede dominante del oligopolio del petróleo en el mundo, excluidos naturalmente la Unión Soviética y sus satélites. Un beneficiario muy importante, que no perteneció nunca al cartel Texano, era el Sr Rockefeller, heredero de una familia muy cosmopolita que ya en 1905 había regalado a la Corte Internacional de Justicia el hermoso palacio en el que tiene su sede en la Haya.

Había claramente una diferencia entre este príncipe del petróleo y los señores de Tejas: Rockefeller era un magnate global y los texanos eran unos magnates de pueblo. Pero esos magnates de pueblo no solo se habían hecho inmensamente ricos, sino que habían reforzado lazos, compromisos, lealtades, amistades e influencias con la maquinaria industrial del país y sobre todo con sus Fuerzas Amadas. Texas fue el Estado que más terreno cedió a la Defensa, que construyó más cuarteles, más aeropuertos militares, más instalaciones de vanguardia en materia de armamento. No es una casualidad que la base de la NASA esté hoy en Houston. Había cosas que venían de lejos, de antes de la guerra. Ya desde los años treinta los texanos se venían familiarizando con las Fuerzas Armadas y con los pasillos del Congreso y del Senado. Su lobby se reforzó durante los años de la crisis y, aunque nunca pudieron digerir el New Deal de Roosevelt, se las arreglaron para trufar su administración de demócratas leales al Partido Demócrata y a ellos. Porque durante muchísimos años, Texas fue un feudo demócrata. Pero fue a partir de 1945 cuando el proceso se intensificó y el oligopolio se hizo a la vez más grande y más compacto. Los Estados Unidos estrenaban su condición de primera potencia indiscutida en el mundo. El ocaso del Imperio Británico y la disolución de los imperios germánico y francés le dejaba todo el predominio de Occidente a Washington, y muchos, en Texas y fuera de ella, se empezaron a ver como los nuevos romanos. Pero lo que se puede digerir con una cierta educación y un cierto cosmopolitismo, se le sube a la cabeza a cualquier paleto de pueblo. Y eso, precisamente eso, es lo que ocurrió con los magnates texanos del petróleo. Se vieron on the top of the world y se dispusieron a incendiarlo de nuevo.

Los beneficios de la guerra pasada requerían más beneficios con más guerras. El cansancio de la sociedad americana tras la Segunda Guerra Mundial era razonable cuando se tiene en cuenta la extensión inmensa de los cementerios americanos en Europa, en Asia, en Oceanía. La riqueza de unos pocos no acepta el cansancio de las mayorías. Es preciso despertarlas de ese estado. Hay que crear un nuevo enemigo fuerte y creíble, hay que alimentar miedos, hay que construir una épica, hay que ponerse en marcha contra alguien, hay que seguir enriqueciéndose. La invasión de Corea del Sur por el régimen comunista del Norte, les sirvió de sólido pretexto para avanzar en ese proyecto.

En el principio de los sesenta, como digo, los amos del mundo eran los petroleros de Texas y sus socios los industriales de material bélico en nuestro país.

El mismo Presidente Eisenhower previno a nuestros compatriotas sobre el poder del complejo militar-industrial en su discurso de despedida. Entre otras cosas dijo: «Anualmente gastamos más en la seguridad militar que el ingreso neto de todas la empresas de los Estados Unidos». Permítame recordarle, Sr. Presidente, que es Ud. el responsable de ese gasto. También dijo. «Solo una ciudadanía alerta e informada puede imponerse al engranaje de la enorme maquinaria industrial y militar de defensa». Todo lo que ha venido luego no es sino el desarrollo natural de aquel contubernio. El contribuyente norteamericano ha ido pagando cada vez más dinero para alimentar y hacer crecer esa bestia. Y desde hace algún tiempo, como pasa con algunos reptiles, esa bestia ha cambiado la piel y ahora, ya gigantesca y global, se llama poder financiero.

Esta mutación sobrepasa cualquiera de las que soñara nunca el más imaginativo de los darwinistas, o el más osado de los filósofos marxistas o liberales. Y para mí la experiencia ha sido durante todos estos años no solo la que puede obtener un pequeño resorte en la maquinaria, sino además, la de un científico que mira en su laboratorio y en el mismo campo de la realidad, ese extraordinario proceso.

Me vuelve constantemente al recuerdo lo del asesinato de Kennedy. Como es habitual, cuando un grupo de intereses comunes se reúne, lo que suele hacer es comentar la naturaleza del territorio e ir identificando obstáculos. Eso hicieron los magnates de Texas. Al principio, la elección de Kennedy les supuso un duro golpe para sus intereses. Ellos habían apostado por Nixon. Pero su tosquedad no les convierte en simples. Siempre juegan a dos paños. Colocaron a Johnson de Vicepresidente para que ayudara a repartir juego. También colocaron a Connally en la Secretaría de Marina, controlando un presupuesto descomunal. Lo de Kennedy, al principio, pues, les pareció un capricho americano para dotarse de una pareja real, de un cuento de hadas.

Los periódicos del Este hablaban todos los días de Camelot. Kennedy era el Rey Arturo, Jackie, la reina Ginebra, y los jovencitos que les rodeaban, Bobby, Robert McNamara, Schlessinger, y demás corifeos, eran los caballeros de la Tabla Redonda. El país vivía una película.

Hay muchos lobbies. Los hay que trabajan mejor en la oscuridad, los hay que pretenden simplemente influir en tendencias de consumo. Pero los lobbies petroleros eran muy ambiciosos y supieron muy pronto que tenían que trabajar los estados de opinión para que el pueblo americano les diera oportunidad de volver a actitudes belicistas, que cubrieran y favoreciesen la provocación de guerras donde ellos tendrían la ocasión de multiplicar beneficios, como ya había ocurrido en la Segunda Guerra Mundial, y algunos años más tarde, en Corea. Se pusieron, pues, y muy pronto, a trabajar para despertar a los americanos del sueño de leyenda medieval en el que habían caído.

Kennedy había dibujado un mundo idílico para aquella América. Les había prometido a los americanos nada menos que la luna. No estaba dispuesto a que la dura realidad mundial le estropeara el argumento. No quería que hubiese más aviones, procedentes de cualquier lugar del mundo, llenos de féretros de soldados americanos envueltos en la bandera, aterrizando en los aeropuertos de aquel país de cuento de hadas.

Se negó a pagar el precio en sangre que exige siempre la condición de todo Imperio. Sabía cómo iban las cosas en la península indochina, había creído que los envíos de armamento, cada vez mayores, al Vietnam del Sur, y la mayor cantidad, siempre creciente de asesores militares, sería suficiente para controlar, en ese punto del mundo, los intereses y el prestigio americano. Una y otra vez, con una testarudez crecientemente irritante, se opuso a las presiones que le hacían los militares y los señores del petróleo y los armamentos, para abordar la crisis indochina como era costumbre en la vieja política americana, como se había hecho en Corea. Los señores de la guerra estaban cada vez más frustrados, cada vez más inquietos. Y en los subterráneos del poder, su actividad se hizo cada vez más inquietante. Solo les detenía el no conseguir, pese a sus esfuerzos en manipulación de la opinión pública, que los americanos se despertaran del sueño idílico en el que Kennedy les había metido.

El setenta por ciento de la opinión pública americana era contrario a la intervención militar de los Estados Unidos en cualquier punto de la Tierra, fuese para detener el avance comunista o por cualquier otra razón.

El fracaso de Bahía de Cochinos, y la crisis de los misiles, sobre todo, cambió radicalmente las tornas. Otra vez volvió a la mente colectiva el orgullo herido, la voluntad de respuesta contundente y activa propia del espíritu de la América profunda, de la conciencia de Imperio. Pero Kennedy continuó sin modificar su política, sin despertar del sueño. Se bañaba en los elogios que el mundo occidental le ofrecía por haber evitado una confrontación nuclear. Pero la opinión americana había cambiado de signo. Para los patriotas, Bahía de Cochinos y lo de los misiles en Cuba se habían convertido en una provocación intolerable a la que había que responder con contundencia. Los gestores, los beneficiarios de la guerra tenían ya al pueblo de América dispuesto otra vez a darles su sangre y su sufrimiento. Kennedy no pudo entender aquel vuelco y se ganó así, paso a paso, su sentencia de muerte.

Dentro de la cabecera del monstruo, poco a poco, en aquellas reuniones en Houston, se había ido pasando del menosprecio, «ese pijo católico de Boston» a «ese gilipollas de Kennedy», a «ese bastardo que ha convertido la Casa Blanca en un burdel», a «ese Anticristo que nos gobierna». Cuando el juicio de la tradición puritana de los americanos cristaliza en sentencia de contenido religioso no hay apelación posible. Y aquí se pusieron las cosas serias. De los que se reunían en Houston, solo un grupo de conspiradores se arrogó el papel de supermán en aquel cotarro. No eran los más inteligentes, ni probablemente los más poderosos. Eran los que suelen envolverse en la bandera con una Biblia en la mano. Eran los amigos de moverse en los pasillos del Pentágono, en los despachos de Pennsylvania Avenue, en los comedores de Langley, cosas estas de la que no gustan tanto los verdaderamente poderosos, que solo se sientan a la mesa cuando ya les han preparado la barbacoa los matarifes y los cocineros.

Todo grupo que tiende a la dominación de una sociedad, contiene en su seno un grano aún más impaciente, más radical. Cuando los militantes del partido nacional-socialista se creían los más nazis de Alemania, les surgió una organización aún más radical: las SA. Y cuando estas se creían las extremistas de Alemania, les surgió a su vez una organización más sanguinaria, las SS. Este fenómeno se repite también en las más altas instancias. Podemos leer en la Biblia como Dios, además de crear el Universo y la Tierra, creó una corte celestial formada por ángeles, arcángeles, serafines, querubines… Todos eran infinitamente bellos, infinitamente sabios, infinitamente buenos… Eran tan sumamente infinitos que no tardó en aparecer un radical, llamado Lucifer, que pretendía ser más infinito todavía. Y esto es exactamente lo que le ocurrió al lobby texano. Les creció un grupúsculo que materializaba lo que todos pensaban, pero que nadie se atrevía a hacer.

Así van las cosas.

En el año que escribo esto, los lobbies proliferan como las setas en otoño: hay lobbies hasta para los fabricantes de papel higiénico. De hecho este jodido país es un entramado de Estados recubierto por una maleza de lobbies que son los que mueven los hilos del llamado poder político, bajo aquel axioma de que lo que es bueno para la General Motors es bueno para los Estados Unidos. Hoy en pleno 2012 lo que es bueno para el monstruo financiero, es bueno para quienes lo titulan, y a los Estados, Unidos o no, a los otros países, a todos los pueblos, a las mismísimas Naciones Unidas, solo les queda bailar al son que les toquen. El Nuevo Poder de ambiciones globales no necesita ya el brazo criminal que pueda producir a la carta atentados políticos ni golpes de Estado. Ya tienen al mundo en sus manos. Su propia fortaleza, las tensiones sociales que produce su normal funcionamiento, generan suficientes crisis y puntos calientes en el mundo. Eso les basta. Y a veces, esas crisis y esos puntos calientes los pueden generar a voluntad, sin mancharse las manos, sin conspiraciones. Con hundir un día la cotización de tres empresas financieras en Wall Street, ya disponen de más pretextos para reforzar su poder, para producir conflictos, del que tenía Theodore Roosevelt con el Maine, o Lyndon B. Johnson con lo del golfo de Tonkín. El campo cambia pero las fórmulas son las mismas.

Pero no tengo tiempo para divagar. Hay, además, algo muy importante a tener en cuenta: en los últimos cincuenta años, los Presidentes de los Estados Unidos han sido la mitad texanos o adoptados por Texas, exactamente cinco de diez. Eisenhower, Johnson, Nixon, que si no era texano vivió como si lo fuera, Bush padre, que fue rápidamente adoptado por el Estado de la estrella solitaria, Bush hijo. En total, han gobernado 33 años, de los cincuenta y pocos de los que estamos hablando. Si hubiera una ratio matemática, a Texas le tocaría como mucho un presidente y medio cada cien años, es decir, a lo sumo diez años de cada cien, y eso pensando en extensión de territorio, no en número de ciudadanos. Algo nos quiere decir esa enorme desproporción. En segundo lugar, todas las guerras en las que nos hemos metido, en las que han muerto soldados americanos, Vietnam, Afganistán, Golfo y la final de Irak, las han ordenado, dirigido y prolongado, han sido decididas y mantenidas por estos Presidentes con base en Texas.

Por último, esas guerras están siempre relacionadas con los ciclos económicos, comienzan con la economía en buen estado y las bolsas en plena arrancada, y terminan en bancarrota, para la gente, y en aumentos desmesurados de beneficios para ellos. Son el tiempo de las cosechas. Solo se siegan los campos cuando más maduro y rico está el grano. Luego, cuando pasan las segadoras, el campo es un erial. El precio del petróleo sube, y el dólar, ya convertido en moneda de intercambio a nivel mundial muy segura, se convierte en moneda refugio. Los beneficios vuelven a casa. Es posible que Bush sea el último presidente texano. Los Estados Unidos pueden ahora hasta permitirse el lujo de tener un Presidente negro. Y mañana, Dios sabe.

Pero los del petróleo, de momento, han pasado a la Historia. Se han transformado. Hoy cuenta en el mundo la cantera de las grandes casas financieras, no solo en los Estados Unidos. El primer ministro de Grecia es un antiguo empleado de Goldman Sachs, el presidente del Banco Central Europeo es un antiguo empleado de Lehman Brothers, el primer ministro italiano es un viejo experto de uno de los mismos viveros. No sería raro que los mismos Estados Unidos sean presididos dentro de pocos años por alguien que hoy le lleva el café al último mono de Merrill Lynch, o alguien por el estilo.

Ahora releo con dificultad lo que llevo escrito y sé que me he dejado llevar por un cierto desorden. Empezaré por el principio…

Me llamo Nicholas Merton. Nací en plena Gran Guerra, en 1915, en una familia de inmigrantes letones en Detroit, donde mi padre trabajaba como mecánico en la Fábrica Ford. Éramos siete hermanos, y mi madre nos aplicaba en casa el sistema de producción en cadena que mi padre ayudaba a perfeccionar en la Fábrica. Quiero decir que nos despertaba a las seis y media de la mañana y, mientras la mayor nos lavaba y nos vestía a los pequeños y los medianos hacían que se lavaban y se vestían solos, ella preparaba siete tazones de café con leche y siete tostadas de mantequilla; y, a su voz, teníamos que estar los siete delante de nuestras sillas ante la mesa de la cocina, enseñando los dientes y con las manos delante, en perfecto estado de revista. Pasado el ritual, con más o menos incidentes, vuelve a lavarte los dientes, esas uñas están sucias y cosas por el estilo, nos acabábamos sentando y teníamos diez minutos para devorar la tostada y bebernos el café, y a las siete menos cinco, estábamos todos en fila por edad, para darle un beso de despedida y salir corriendo al colegio, que estaba unas manzanas arriba de casa.

Cuento estos detalles porque me gusta recordar mi infancia. Solo quiero decir que nací y crecí en un entorno de orden y rigor, no exento de afecto. Mi padre llegaba cansado del trabajo a las siete de la tarde, fumaba una pipa de olor nauseabundo, nos leía una página de la Biblia en letón, nos daba las buenas noches, y cenábamos patatas hervidas los días de diario y los domingos, con un huevo duro cada uno. Nunca comíamos ni cenábamos con nuestros padres. En la casa se respiraba el espíritu disciplinado de Prusia. Mi padre decía que si los letones hubieran sido más listos, hoy seríamos todos prusianos y no hubieran tenido que emigrar.

Hice todos mis estudios con becas. Murió mi padre, mis hermanas y hermanos mayores se fueron dispersando, y yo terminé mi carrera en el MIT, doctorándome en Matemáticas y Sociología, con mención suma cum laude, lo que me permitió entrar de ayudante del Profesor Parsons con un sueldo razonable y un piso en el complejo universitario, al que se trasladó mi madre para que yo tuviera la casa en orden, una alimentación regular y sana y, sobre todo, para que llevase una vida decente. De modo que mi natural disipación adolescente y juvenil se vio sustituida por una nueva disciplina, lo que me dio el tiempo para publicar mi tesis, ya sabe, «Variantes sobre una alternativa tridimensional de la teoría de juegos», que tuvo un eco sorprendente en el cerrado mundo de los matemáticos, una confraternidad muy cerrada y bastante encanallada, y luego seguí publicando artículos en el Journal of the American Mathematical Society y con mi amigo Otto Neugebauer en 1940 iniciamos las Mathematical Reviews, con lo que pretendíamos abrirnos a lo que se escribía sobre nuestra ciencia en idiomas poco manejados en este país de emigrantes. Pasé mis primeros años docentes dando clase y llevando tutorías que me ocupaban todas las horas del día y me dejaban apenas los domingos para correr por el parque y practicar un poco el tiro al arco en el campus de la universidad.

Tenía una cierta inclinación a los deportes en los que se requiere precisión y buena puntería, no he sido un jodido cabeza de huevo de esos que no ejercitan más músculos que los de sus neuronas. Justo antes de que ocurriera lo de Pearl Harbour, había yo empezado a estudiar la técnica del tiro con arco de los samuráis. Una jodida coincidencia…

Y a eso quería llegar.

Yo había complementado el aprendizaje de las matemáticas con el de los idiomas. Hasta mis cincuenta años tuve una endiablada facilidad para aprenderlos. Eso se debe quizá a que los emigrados letones somos de un país muy pequeño, con un idioma que no habla casi nadie, y tenemos generaciones de antepasados obligados a hablar más de tres lenguas si no querían morirse de hambre o asco. Empecé, naturalmente, con el griego clásico. Uno no escribe una jodida fórmula matemática sin tropezarse con pi, psi, fi, mu, tau y demás. Uno no puede manejar esos signos sin saber de dónde proceden y quiénes los usaban. Y es un placer leer los Elementa de Euclides, o la Mathematica de Aristóteles en su idioma original. Bien, pues ya puestos, aprendí latín, japonés, árabe y ruso. Del alemán no hablo porque un matemático que no hable alemán es un perfecto inválido. Con la idea de las Mathematical Reviews, Otto y yo éramos de los pocos que aportábamos a nuestros colegas en América una visón de lo que se estaba haciendo fuera. Quizá estuvo en esto el principio de mi prestigio y la facilidad con la que se me abrieron las puertas más cerradas. Yo le decía siempre a Otto que las Reviews eran nuestro juego de ganzúas.

El 7 de diciembre de 1941 marcó el recodo más importante de mi vida. Los aviones japoneses habían bombardeado Pearl Harbour, y yo me miré al espejo la mañana siguiente y vi a un hombre de veintiséis años experto en matemáticas que sabía japonés. Fue como la caída de San Pablo camino de Damasco. Me afeité, me vestí deprisa y sin más, y a toda mecha, me fui al despacho del Rector de la Universidad; le dije lo que pensaba y le pedí ayuda. El rector me dio la mano con efusión, tomó el teléfono, habló con alguien durante unos minutos y se volvió a mí para decirme que el Almirante Yarnell me esperaba en el Cuartel de la Armada del Puerto.

Salí corriendo. Llegué a la puerta del cuartel, me identifiqué a la entrada, la guardia hizo una llamada interna, y dos minutos más tarde entraba en el despacho del Almirante Yarnell, me ponía en lo que yo creía que era una correcta posición de firmes, y me presenté diciendo quien era y que sabía japonés. Recuerdo que el almirante dejó caer sobre la mesa la carpeta que estaba leyendo, se puso en pie, dio una vuelta a mi alrededor, y me dijo:

—Y no ha hecho el servicio militar.

—No, señor. Soy hijo de viuda y tengo a mi madre a mi cargo.

Sonrió.

—Y está usted especializándose en Teoría de Juegos.

—Sí, señor. Ésa es mi especialidad.

Volvió a sonreír.

—¿Ha aplicado alguna vez su teoría de hechos reales, o a prevenir comportamientos concretos?

—No, señor.

—Yo sí. Pero no parece servir de mucho— dijo con una sonrisa triste.

—Lo lamento, señor. Quizá pudiera ayudar.

—No sabe lo que me alegro. Y si quiere mejorar su postura de firmes, no estire tanto los codos y no ponga los pies con las puntas juntas; ábralas unos cuarenta grados.

Hice como pude las correcciones, y entonces, poniéndome las dos manos sobre los hombros y mirándome fijamente, me dijo:

—Bienvenido a bordo, marinero.