Playa de Delaware, jueves 9 de agosto.
El atardecer se posó sobre la playa lenta e imperceptiblemente bajo la protección de un cielo a rayas de color violeta. Antes de que pudieran notarlo, el tapiz celestial había sido tejido con los hilos ébano de la noche. Aunque el despliegue se había repetido cada noche del milenio, la pareja que se hallaba sentada aún observaba maravillada, hasta que finalmente el aura vigorosa de la Vía Láctea se desplegó completando la exhibición cósmica.
—Salieron muchas estrellas esta noche —dijo Duncan después de un extenso pero pacífico silencio. Ya había transitado la etapa de necesidad de conversación continua. Habían pasado tres semanas en una pequeña embarcación, navegando por las aguas del golfo de México y por el Atlántico, desde Barbados hasta Nueva Escocia. Tres semanas. Tres semanas de convivencia, de evocar el pasado. De recuerdos, buenos y malos. De aventura y excitación. Y de amor y pasión.
—Es verdad —murmuró la mujer. Tenía los pies placenteramente mojados, embellecidos por el alcance del océano—. ¿Notas —preguntó ella—, cuántas están destellando?
—Sí —respondió la figura que llevaba puesta una capa.
—Alguien está ocupado.
—La mansión se está atestando.
—Hay lugar suficiente.
Silencio. Sólo se escuchaba el suave arrullo de la respiración del mar y un grillo o dos en los juncos detrás de la llana extensión de playa.
—Era una buena embarcación —comenzó a decir la mujer llevando la atención del cielo hacia el océano.
—Sí, era buena. Aprendiste muy bien.
—Fuiste un gran maestro.
—¿Lo fui? Bueno, gracias. Dime ¿alguna vez te conté cuando el Prometheus quedó atrapado en los arrecifes rodeado por cuatro galeones españoles?
—Dos veces.
—Comprendo —el pirata suspiró, se estiró y se echó hacia atrás con los dedos entrecruzados detrás de la cabeza. Pestañeó al observar las estrellas y experimentó una profunda sensación de tranquilidad en el corazón, inundando cada espacio, excepto uno.
—¿Rebecca?
—¿Sí, Duncan? —ella giró el terso rostro y se reclinó, apoyándose sobre un hombro. Su suave cabello, que resplandecía como hilos de plata, danzaba ante sus brillantes ojos.
—¿Estás contenta?
—¿Contenta? —sonrió abiertamente—. Mucho. Soy la única mujer en la historia que se ha enamorado de un hombre lo suficientemente mayor como para ser su tatara, tatara… ayy, demonios. Muy mayor. —Sonrió—. Pero no, no puedo quejarme. Considero que es la mayor alegría poder ver el sol iluminar el horizonte cada mañana. Algo que daba por sentado todas las mañanas de mi vida, ahora me produce inconmensurable placer.
—Por ende —dijo él—. ¿Tus preocupaciones acerca del destino han cesado? ¿Has llegado a un acuerdo con tu Némesis personal?
Ella permaneció en silencio durante casi un minuto.
—Sí —susurró finalmente y le guiñó un ojo—. Hemos llegado a un acuerdo favorable paro ambas partes. Él sigue siendo el bastardo reservado y huidizo que siempre ha sido y yo… —arqueó las cejas y suspiró brevemente—… dejo de malgastar mi vida en una búsqueda inútil, una tarea que solo ha servido para alejarme del único propósito que le encuentro a la vida, vivirla. Experimentar, jugar, reír, llorar, temer, amar… Llega un momento en el que uno ya no siente que las respuestas son importantes; y que en la búsqueda, se olvida de vivir.
Ella intentó reír.
—Siempre estuvo allí disponible para mí, Duncan. Pero… lo alejaba. Sí, lo sé, si no lo hubiera hecho, todo habría resultado diferente, lo que me lleva de vuelta al nudo del dilema. Pero esta vez me niego a luchar.
Se estiró para tocar el rostro intangible de Duncan.
—Elijo vivir —dijo acercando los labios a centímetros de los de él.
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—Amigos —dijo el resplandeciente espíritu que ellos confundieron en un primer momento con un meteoro. Rebecca se puso de pie de un salto, Duncan hizo lo propio después de emitir un gruñido.
—Jay —exclamaron ambos a modo de saludo.
—Estábamos justamente pensando en ti —admitió Rebecca.
—¿Lo hacíais? ¿De verdad? —el niño pareció sonrojarse bajo el aura dorada. Se sentó en el aire con los puños apretados como si sostuviese dos cadenas, comenzó a deslizarse hacia delante y hacia atrás, empujando una capa invisible de suelo con los pies—. Acabo de llegar de la ciudad de Nueva York —Jay meneó la cabeza—. No estoy ni cerca de terminar todavía, pero realmente necesitaba unas vacaciones.
Rebecca estuvo de acuerdo con él.
—¿Duncan?
—¿Sí, Jay?
—Sentí curiosidad. La Piedra de la Creación… ¿Qué esculpió el espectro en el último lado?
Duncan sonrió y se cruzó de brazos.
—Una paloma —dijo—. Volaba en lo alto sobre un bosque, dejaba una estela de estrellas a su paso. Abajo, en el bosque, había un hombre de pie, como el de la imagen en el quinto lado. Pero había estrellas que salían de su cavidad y estrellas que permanecían en ella.
—¿Permanecían? —Jay sintió curiosidad pero finalmente sus ojos se aclararon.
Fue Rebecca quien habló primero.
—¡La Luz les dejó elección!
—Exactamente —respondió Duncan y Jay sonrió abiertamente.
El niño se levantó del columpio inexistente y se acercó flotando al pirata. Se levantó una brisa que arrojó espirales de arena sobre sus tobillos.
—¿Y cuál es tu elección, Duncan?
Una ola rompió y agitó una capa de espuma debajo de sus botas. El viento se aplacó, la arena permaneció quieta y los grillos contuvieron la respiración.
Rebecca buscó su mirada, pero cuando la alcanzó, apartó enérgicamente sus ojos de los de él y los cerró. No quería interferir en su respuesta. No podía pedirle que se quedara, no necesitaba ese tipo de sacrificio. Él solo había llegado a su vida un mes atrás; pero había sufrido durante siglos. Aquélla era su oportunidad, su oportunidad dorada para vencer todas las dudas, para disipar los miedos, para descorrer el velo de lo desconocido y para navegar hacia las indómitas regiones del más allá.
Rebecca se mordió el labio, sintiendo el gusto de un grano de arena entre los dientes. Una delgada capa de agua le mojó los dedos de los pies.
Y un fuerte brazo le rodeó la cintura.
—Lo lamento —dijo Duncan—… pero elijo quedarme.
Jay asintió y sonrió. Se elevó varios pies en el aire y gradualmente ascendió por encima de sus cabezas.
—Yo también deseo vivir —dijo Duncan mirando a los ojos llorosos de Rebecca.
—¿Y los sueños? —preguntó Rebecca mientras Jay continuaba ascendiendo—. ¿Aún le temes a los sueños?
Duncan apartó la mirada.
—Mentiría si digo que no. Pero, al igual que tú, apartaré el asunto de mi mente. Esta alma está eufórica y viva. Todavía no me siento adormilado ¿Me oyes, Jay? —le dijo a la figura que se empequeñecía—. ¡No estoy cansado! Puedo continuar durante kilómetros y kilómetros… Años y años.
—Durante décadas —dijo mirando el rostro de Rebecca delineado por las sombras—. Aguardaré. Y permaneceré despierto, a tu lado.
La diminuta mota dorada saludó felizmente desde arriba a lo lejos, después desapareció como un rayo y finalmente se mezcló con el anfitrión estelar.
—No importa que tenga miedo…
—No —acordó Rebecca con una lágrima plateada que le recorrió la mejilla y después pasó a través de la mano extendida de Duncan.
—… porque acabo de despertar al comienzo de un nuevo día; el sueño está muy lejos.
Una suave brisa agitó el cabello de Rebecca y le secó las lágrimas.
—Muy lejos… —repitió ella y se arrodilló junto a él.
Se sentaron juntos en silencio hasta que el cielo se iluminó, el brillante disco desplazó triunfalmente a la noche y el agua centelleó como las puntas de un millar de lanzas.