Los días se acortaron y el reino de la noche se extendió. Pero el calor continuó, y el viento acarreaba humedad mientras el cielo se oscureció y se cubrió de nubes.
Finalmente, llovió en la antigua ciudad de Teotihuacán.
Llovió a cántaros durante un día y medio. Los turistas pasaban en un autobús techado, señalaban, tomaban algunas fotos. En un tosco inglés, la guía explicaba que tres hombres y un niño habían muerto recientemente allí. Una tragedia misteriosa y terrible.
—Quizás —agregó con una sonrisa tímida—, sus espíritus aún estaban allí, reuniéndose con el coro de almas milenarias que algunos juraban se podía oír por la noche, cantando durante los solsticios.
Cuando el autobús se alejó de regreso hacia la civilización, un alma solitaria subió el extenso tramo hasta la cima de la Pirámide del Sol.
Scott Donaldson le echó una última mirada a la tierra desde su posición elevada en la Pirámide, después bajó la cabeza y caminó arrastrando los pies hacia la refulgente figura del joven niño.
Y un minuto después, Teotihuacán respiró un aire de libertad; todas sus aves habían volado. Una quietud poco común inundó la ciudad cuando el último fue llevado al aire. La lluvia no dejaba de caer limpiando las calles. Su sed fue saciada, Teotihuacán durmió.
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En una solitaria extensión desértica fuera de las ruinas de la ciudad de Cacaxtla, el fantasma de un intérprete español llamado Diego entretuvo a su joven visita durante cuarenta minutos, con relatos de aventuras, de amores pasados, de guerras y de asesinatos.
Finalmente, se percató de que el viajante, un joven niño, demasiado joven para estar viajando solo, pero quién era Diego para juzgar a los padres de ésa era, se estaba impacientando. Por tanto, Diego le extendió la mano en gesto de agradecimiento por haberlo escuchado y aminorado el aburrimiento de su desolada alma. El niño, con modales encantadores, le cogió la mano y le dijo que había un lugar donde todos estaban aguardando para escuchar sus historias.
Los ojos de Diego brillaron y se le llenó el corazón de esperanza.
Antes de que pudiese preguntar, ya estaba en camino.
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La anciana mujer había regresado a su esquina.
Sus sollozos eran más fuertes, más intensos. Llorando se golpeaba el pecho y repetía el nombre de un hombre. Repentinamente, advirtió que había otra presencia en la habitación. Se giró y acalló el llanto. Recordaba haberlo visto antes. Pero era diferente entonces… era uno de ellos.
Ella le extendió el brazo al visitante, y con lágrimas de alegría, aceptó ser tocada por él.
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En una exhibición en el tercer piso del museo de Honduras, un ajado y arrugado espíritu estaba sentado frente a un mural que abarcaba toda la pared. Ajeno tanto a los turistas como al resplandeciente fantasma que había aparecido a su lado, el viejo murmuraba un extenso pasaje, completaba las palabras y después volvía a empezar. Sus vidriosos ojos observaban el mural sin mirar las imágenes.
—La gran Águila caerá ante el dios del este —dijo—. Y sobrevolará sobre la mismísima muerte. Gobernando quedamente en el Lago de la Luna, con un ejército a sus órdenes. Las Águilas subirán y caerán mientras él aguarda. Cuando los dioses hayan muerto y el oro negro se fortalezca, del norte llegará un Gorrión que guiará a la Gran Águila hacia la Paloma. El Águila devorará a la Paloma y se apoderará de su Canción, pero el Águila no podrá cantar. La Paloma resurgirá, con su Canción intacta y la cantará por el mundo, y todas las aves entristecidas serán convocadas por la Canción, la Canción que libera a todos los que la escuchan. Y el Águila será la primera en sucumbir a la melodía, una melodía que sonará en la tierra para siempre.
El viejo espíritu hizo una pausa para tomar aire y después recomenzó.
—La Gran Águila caerá…
Unas pequeñas manos negras se posaron sobre la sien del fantasma, y una voz armoniosa lo puso a dormir.
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Sobre el aeropuerto de la Ciudad de México que había sido bañado por la lluvia, un ejército de aztecas se desplazaba lentamente, caminando uno a uno hacia su liberador. Para algunos aquél era el segundo viaje de ese tipo que emprendían. Rezaron porque su Canción fuese verdadera.
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También llovía en Washington.
En una resbaladiza sección de la carretera justo fuera de la ciudad, una familia de cuatro integrantes estaba parada en la línea de división y como si fuesen uno, le hicieron señas a la figura que se aproximaba, el niño que fulguraba como una luciérnaga en una calurosa noche de agosto.
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En un parque no muy alejado del monumento en tributo a Abraham Lincoln, un resplandeciente espíritu permaneció de pie frente al libro de los muertos, y llamó a los soldados, disculpándose por su falta de tiempo durante la visita anterior.
Los hombres lo perdonaron. Y fueron humildes. Con lágrimas de gratitud dejaron el monumento y comenzaron su misión final.
El conserje nocturno acababa de cerrar la puerta del recinto cuando el espíritu se deslizó a través de las puertas de roble, avanzó y se sentó en el aire sobre el estrado.
El fiscal se dio la vuelta hacia el espíritu. La sangre le caía de los cortes en las muñecas, reclamaba que se hiciera justicia. Pedía que aquel asesino no fuese liberado. Le decía a Su Señoría que escuchara su conciencia, debía entender.
Su Señoría así lo hizo. Y aunque no podía impartir justicia, podía garantizar paz.
El fiscal estaba satisfecho.
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El paciente intentó coger el cerrojo de la ventana, después retiró la mano. Estiró el cuello y miró hacia abajo, muy abajo. Tan lejos…
Nerviosamente se dio la vuelta y avanzó por la habitación, después se giró despacio y caminó de regreso hacia la ventana e intentó de nuevo coger el cerrojo. Decidió no hacerlo y se movió para observar más allá del cristal. Estiró el cuello y miró hacia abajo. Muy, muy abajo. Estaba muy lejos.
Nervioso, se dio la vuelta y avanzó por la habitación.
Un joven niño se interpuso en su camino.
Y fulgurantes manos le calmaron la turbada cabeza.
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En los suburbios al norte de la ciudad, un marido y su mujer estaban sentados a la mesa para almorzar. El dolor golpeaba los cristales de la ventana. El teléfono estaba colocado en una esquina de la habitación, al alcance de la mano.
Había tres lugares en la mesa.
La mujer sollozó y se cubrió el rostro. El esposo la cogió de la mano. Tenía los ojos enrojecidos, le temblaban los labios. Había una muñeca en la silla del espacio vacío.
Ante los ojos del esposo, la muñeca se retorció. Se elevó en el aire, revoloteó durante varios segundos y después cruzó la cocina en dirección a la escalera.
El esposo empujó suavemente a su pasmada mujer al ponerse de pie y caminar torpemente hacia la escalera. En un profundo silencio siguieron la curva de la escalera hacia el descansillo. Una puerta al final del pasillo crujió al cerrarse. Aquella puerta no había sido abierta en más de siete semanas.
Temblando, se miraron el uno al otro y después avanzaron hacia la alcoba de su hija. Lentamente el esposo giró el picaporte y abrió la puerta. La alcoba estaba brillantemente iluminada. La cama hecha, el piso limpio. Las muñecas estaban delicadamente colocadas sobre la pequeña almohada.
En el centro de la cama, junto a la muñeca que había flotado por sí sola, había una nota garabateada con lapicero con una extraña escritura.
El esposo levanto el papel y lo sostuvo ante sus hinchados ojos.
—Léelo —lo instó la mujer mientras se sentaba en la cama y cogía la muñeca.
—Es un mensaje —dijo él con voz quebrada—. Un mensaje… de… oh, por Dios.
Se sentó en la cama y juntos leyeron las palabras, leyeron que ella lo lamentaba, lamentaba haber caminado sola por el sitio de la construcción, lamentaba haberse ido sin avisarles. Decía que los amaba pero que había hecho nuevos amigos y que se había ido a un lugar donde podía bailar y reír y jugar para siempre.
—Os estaré esperando —leyeron el esposo y su mujer en voz alta con lágrimas que les caían de los ojos como la lluvia que repiqueteaba contra el techo—. Os ama… Susie.
Las cortinas sobre la ventana cerrada se agitaron como si las moviera una leve brisa, después permanecieron inmóviles nuevamente.
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En una gran caverna bajo las heladas capas de hielo a seiscientos cincuenta kilómetros al este de Cape York, en Groenlandia, una figura compuesta totalmente de una centelleante luz blanca observó al pequeño espíritu acercársele.
—Has esperado mucho tiempo —dijo Jay cuando finalmente se halló frente al colosal ser brillante.
—Mucho tiempo… —repitió la voz, hablando desde todas partes y desde ninguna en particular. No poseía rasgos ni boca ni manos ni piernas. Amorfo y brillante cambió de posición y giró aunque no se movió—. Fui uno de los Primeros —proclamó.
—Tú escribiste la Profecía —dijo el niño. Dio un paso hacia delante—. Sabías que las cosas sucederían como lo habías escrito.
—Lo supuse, niño —respondió la luz—. Sólo lo supuse, un presentimiento inducido, si se quiere. Después borré puntos clave en la redacción para cubrir mi rastro. Podría haber resultado de cualquiera de las dos maneras.
El niño sonrió abiertamente.
—¿Y estás contento con el resultado?
—Inconmensurablemente —le respondió—. De esta manera he expiado el pecado original de mi especie, el pecado que se multiplicó y repercutió a lo largo de todo el milenio. El círculo se ha cerrado finalmente. Y soy libre, he saldado mi deuda.
—¿Y durante todo ese tiempo —le preguntó el niño— nunca estuviste en ningún cuerpo?
—Nunca —dijo la luz—. Al principio era solo miedo lo que me detenía. Miedo de mi creador, y más, miedo a la fragilidad tan evidente de los mortales. Más tarde, cuando observé a mis hermanos volverse ignorantes, mientras los miraba olvidar que no eran hombres sino espíritus, me di cuenta de lo sabio de mi decisión. Era el último de los Primeros. Y como tal, solo recordaba el comienzo; y solo conocía la verdad. Dormí y dormí y soñé que quizás había sido influido para permanecer en este estado con algún gran propósito.
—Entonces comencé a albergar la idea de que podía influir a los mortales. En lugar de tomar posición, podía en realidad dirigir el curso de la raza en la que mis hermanos habían decidido evolucionar.
»Pero solo intervine en tres ocasiones. En una para escribir la Profecía, y en la otra para dominar y obligar a un fantasma para que tallara nuestra historia sobre una piedra gigantesca.
—¿Y la tercera? —preguntó el niño parándose a solo unos pies de distancia del resplandeciente coloso. Su luz ensombreció el aura pálida del niño pero repentinamente comenzó a encogerse, reduciéndose y desvaneciéndose hasta que igualó el tamaño y la intensidad del niño. La figura cambió y adoptó una blanca forma humanoide.
Extendió una mano brillante para tocar el rostro de Jay.
—La tercera —dijo—, fue una apuesta. Nunca había procreado. Milagrosamente hallé a un humano con un alma tan débil y oscura que aproveché la oportunidad de poseerla. Esperé que una unión mía, un espíritu puro, con un descendiente increíblemente distante de uno de mis hermanos mientras habitaba un cuerpo tal, generaría un ser con talentos maravillosos y extraordinarios.
»Y estaba en lo correcto. El resultado fue un espíritu dotado con el poder de intervenir en ambos planos de la existencia, el poder, incluso, de garantizarle la paz a su penitente padre.
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En una pequeña estación de investigación en Holteinsbörg, un par de científicos hacían pruebas con la sorprendente información recién recibida. Y durante semanas establecieron hipótesis y teorías, y dieron charlas, y finalmente publicaron un importante trabajo de investigación en una revista científica de renombre.
Sin embargo, continúan sin poder explicarse el seísmo de diez minutos y medio que hizo vibrar la mitad superior de la isla más grande del mundo; tampoco pudieron llegar a ninguna verdad con respecto a las declaraciones de varios operadores de que un haz de luz tremendamente brillante había iluminado el cielo y había hecho desaparecer a la noche durante un periodo aproximadamente igual a la duración del seísmo.