Capítulo 29

Al atardecer.

Duncan llegó a la ciudad descendiendo a través del túnel de almas, en el momento en que eran pronunciadas las últimas palabras de la Profecía. Cuatro guerreros aztecas se elevaron para ir a su encuentro y doblegarlo. Los portadores de antorchas se estiraron para poder ver y los Teotihuacanos hablaron entre ellos acerca de la audacia de tal interrupción.

Ahuítzotl aguardaba con los puños apretados en la cima de la Pirámide del Sol. Rebecca, notando la tensión del emperador, miró en la misma dirección que él, y se les unió a los millones allí presentes al observar cómo el cautivo era traído hasta la mitad de las escaleras de la Pirámide. Rebecca notó con profundo asombro que él ni siquiera se resistía. Permitía voluntariamente que lo capturaran. ¿Por qué…, —se preguntó ella—… estaba desperdiciando sus posibilidades de esa manera? Podría haberse desplazado por debajo de la tierra y emergido a través de la Pirámide para asesinar al maligno segundos antes de que sacrificara al niño…

—Eres un necio —dijo Ahuítzotl, haciéndose eco de las acusaciones de Rebecca. Las piernas de Ramsey llevaron al emperador al borde de la plataforma. Duncan fue conducido al quinto escalón, después lo obligaron a ponerse de rodillas apuntándole la espalda con lanzas. Mantuvo la cabeza gacha, el cabello le caía desordenadamente sobre el rostro. Con sus ojos azules, en ese momento, inexpresivos, le echó una rápida mirada a Rebecca.

Cualquier destello que ella esperase ver en aquella mirada, nunca se evidenció. Ella volvió la cabeza y dejó que su cuerpo cayera laxo en los fuertes brazos de los mexicanos. A su lado Jay miró al cielo con los ojos repletos de lágrimas, escudriñando la oscurecida bóveda celeste como si una de las constelaciones emergentes pudiera ofrecerle algún tipo de salvación. La comisura de los labios se le curvó hasta dibujar una débil sonrisa, después desapareció cuando cerró los ojos y un sollozo le recorrió el delgado cuerpo.

—Un necio —repitió Ahuítzotl. Con las manos en la cadera, el Águila estaba de pie con arrogante altanería sobre el intruso postrado y cubierto con una capa—. Obtuviste tu libertad y en lugar de escapar para disfrutar de los pocos días que te quedaban, regresaste… regresaste para ser destruido.

Dos de los guerreros hicieron un movimiento con las lanzas, preparándose para embestir.

—¡Aguarden! —les ordenó Ahuítzotl.

Rebecca se mordió un labio y sintió que sus antiguas heridas le volvían a infligir dolor; la herida en la espalda le latía furiosamente, y le picaba la garganta, sensible al contacto con la venda. Deseaba cerrar los ojos. De esa manera podría dudar de la realidad, podría empeorar su audición, su mente la podría engañar; pero la vista, la vista no podía ser negada. No podía refutar la existencia de los millones de almas temerosas que rodeaban la Pirámide, de la misma manera en que no podía negar la realidad de aquella futilidad.

Ella siempre se había preguntado acerca del fin del mundo, cuándo sucedería y qué forma adoptaría. Nunca había imaginado que estaría en el centro mismo del suceso, y que llegaría como una ráfaga cegadora, antes de que tuviera oportunidad de vivir.

Eso era, pensó malhumoradamente. No había vivido… Oh, tenía veinticinco años. ¿Pero cómo había vivido? Como un libro de texto, pensó, de esa manera. Un libro de texto de filosofía. Preguntándose «por qué» a cada paso. Buscando el sentido detrás de cada acción.

Sintió un deje de remordimiento en el corazón. Cayó y se cogió del resbaladizo borde, y al deslizarse vio la efímera llama de vida en su pasado.

Duncan.

—Déjenlo ver —ordenó el Águila. Se inclinó sobre una rodilla, se estiró y pasó los dedos a través del mentón del pirata.

Duncan lo miró a los penetrantes ojos, después, rápidamente apartó la mirada percibiendo un destello de preocupación en los ojos del azteca.

Furioso, Ahuítzotl abofeteó el rostro del pirata. Se levantó y señaló a Rebecca.

—Quizás la existencia no signifique nada para ti sin la mujer. —Una sonrisa maliciosa se posó en su rostro—. ¿Amor, no es así?

Rebecca abrió los ojos desmesuradamente; agitó la cabeza para retirarse el cabello del rostro. Duncan siguió mirando la piedra del escalón debajo de su nariz.

—Bien —dijo Ahuítzotl levantando los brazos y provocando una ráfaga de viento que agitó la llama de las antorchas—. Ya que te has sacrificado de tal manera solo por ella, ahora observa cómo se sacrifica ella por la gloria de Huitzilopochtli.

—¡Nuestro mundo presente comenzó aquí! —gritó y su voz espectral sobrepasó la mortal de Ramsey, rugiendo sobre la ciudad y extendiéndose sobre la tierra—. ¡Que termine aquí y ahora! ¡Que comience el sacrificio! —Señaló al cuerpo consumido de Scott Donaldson—. Cumplo lo que prometo. Ella es tuya.

Ahuítzotl se giró para poder ver la expresión de Duncan.

—Tráeme su corazón —dijo—. Creo que será un regalo apropiado para tu enamorado pirata.

Los guardias asieron de los hombros a Rebecca con más fuerza y Scott se aproximó. Tenía un cuchillo curvo en la mano, en la hoja se reflejaban las llamas escarlata de las antorchas. Ella luchó y pataleó, gritó en vano el nombre de Scott en un intento por llegar a la conciencia sustituida.

No podía terminar de esa manera… ¿Dónde estaba el propósito, el significado, la gloria de todo aquello? Un pensamiento salvaje le vino a la mente, en el cual deseaba poder ser una simple periodista formando parte de la audiencia, y así podría seguir las repercusiones de aquel sacrificio en todos los presentes, para ver si quizás, con el devenir de los sucesos, emergía algún indicio de nobleza que pudiese ser rastreado hasta aquella muerte sin sentido.

Había escapado de sus garras tantas veces, solo para morir de esa manera. La mano de Scott le apretaba ligeramente la garganta. La punta del cuchillo le presionó el esternón y después ascendió lentamente cortándole la tela de la camiseta. Las solapas se abrieron dejando al descubierto sus sudorosos hombros y la parte superior de sus senos.

Mientras le dibujaba círculos con la hoja alrededor del pulsante órgano, Rebecca se sorprendió de que el corazón no se le saliera del cuerpo hacia la hoja del cuchillo debido a la intensidad con la que le latía.

—No… —rogó.

—Sí, cariño —dijo la voz de Karl delicada y determinada—. He aquí mi segunda oportunidad.

Los brazos que la sujetaban eran como garras de hierro. Miró por encima del hombro de Scott y se concentró en una o dos de las expresiones de la multitud ansiosa, impaciente.

Desalentada, dejó caer la cabeza hacia atrás y fijó la vista en el cielo, buscando una estrella, no, una ventana, a la cual pudiese volar de inmediato. En ese momento correría hacia ella sin mirar atrás, sin importar los apegos o los recuerdos del pasado. Se lanzaría hacia la luz, hacia las siluetas en el resplandor. Ella…

Pero después recordó, recordó que se encontraba en Teotihuacán. Y aunque lograra escapar de la persecución del espíritu de Karl y de todos los aztecas presentes, el diseño de la ciudad llamaría su atención y la traería de regreso, de regreso para formarse en fila con aquella multitud a la espera del melodioso concierto de Ahuítzotl.

Sintió aliento caliente en el cuello, una punta afilada contra la carne.

Y una voz hermosa cortó el aire quedo.

—¡Espera! —gritó Duncan, y la palabra resonó con ondas de energía—. Quizás —dijo dirigiéndose al emperador—, antes de la ceremonia te gustaría oír la Profecía completa.

—Imposible.

La palabra dicha por Ahuítzotl congeló la ceremonia. La audiencia parecía conmocionada, no comprendía las palabras pero se daba cuenta de que algo serio interfería con el rito. Los aztecas sobre Duncan se movieron incómodos; no podían mirar a Ahuítzotl, pero oyeron su proximidad y temieron su ira.

Scott dio un paso atrás sin soltar el cuello de Rebecca. Ella suspiró suavemente y la más efímera de las sonrisas esperanzadas se esbozó en su rostro.

Ahuítzotl indicó que levantaran a Duncan por los brazos. Pataleando pero relajado, Duncan se negó a luchar ante el asidero de los aztecas.

—He escuchado la Profecía —dijo socarronamente el Águila—. Mientes. Hay solo un…

—Pues, entonces, ¿a qué le temes? —respondió Duncan riendo con disimulo.

—¡Mentiras, he dicho! —Ahuítzotl sacudió al pirata—. Obtengo la Canción. Gobierno. Huitzilopochtli ya ha predeterminado mi destino.

—Alguien —respondió Duncan— ha predeterminado tu destino. Pero no es el destino que tú crees.

Ahuítzotl lo miró furibundo y deseó liberarse de la carcasa de Ramsey para despedazar a aquel advenedizo y devorarle lentamente el alma. Pero necesitaba la carne, requería de las manos para obtener la Canción de la Paloma.

—¡Sabes que la Profecía estaba incompleta! —gritó Duncan entrecerrando los ojos, evidenciando por completo su sonrisa.

Rebecca se retorció ignorando el asimiento de Scott. ¡Lo había hecho! Ella lo sabía. Duncan había regresado para salvarlos; él la amaba y… y, pensó ¿Acaso no es esa evidencia suficiente de la existencia de un significado? Que a causa de una vida de trabajo duro había sido conducida hasta él y había provocado su ayuda contra el mal.

Duncan la miró a los ojos y después volvió rápidamente la atención al enfurecido Ahuítzotl. Los aztecas lo sujetaban mientras empujaba para avanzar.

—No obtienes la Canción —le dijo Duncan al Águila—. La Paloma vuela en libertad. ¿Comprendes?

Duncan sonrió, Jay levantó la cabeza y Ahuítzotl se enfureció aún más.

—¡MENTIRAS! No sabes nada —la carne de Ramsey bulló y se ajó. Le brotó sangre de las fosas nasales y de los oídos y le salió a borbotones de la herida en la rodilla que se le había vuelto a abrir.

—¡NADA! —volvió a gritar dando un salto hacia delante y embistiendo con los puños los espíritus de los aztecas, quienes inmediatamente huyeron chillando de la Pirámide.

El fantasma y la carne posesa, Duncan y Ahuítzotl estaban frente a frente.

—Atrápalo —instó Rebecca a Duncan—. Cógelo de la ropa y arrójalo por las escaleras. Al menos mata la carne.

Pero Duncan permaneció inmóvil, con los brazos a los lados y una sonrisa aviesa.

Ahuítzotl giró y atravesó la roca corriendo. Emergió entre Scott y Rebecca. Arrojando el cuerpo del primero por los aires a varios kilómetros de distancia. Con un rápido puñetazo hizo que el guardia de Jay cayera por el borde y sus huesos se quebraron al caer por las empinadas escaleras.

Con una mano el Águila alzó a la Paloma. Le clavó los dedos en el cuello al niño y lo sostuvo en alto. Jay pateó y se contorsionó; sus pequeños puños llegaban solo a los codos de Ramsey. Ahuítzotl convirtió a la mano derecha en una garra y la suspendió sobre el pecho desnudo del niño.

—No… —Rebecca apartó los ojos.

La mano que arrancará vuestros corazones…

¿Cómo podía Duncan solo permanecer allí de pie, tranquilo observando el grotesco suceso, cuando debería estar intentando impedirlo? Ella se percató de que él había avanzado dos pasos para alcanzar la cima de la Pirámide, después se había detenido, había bajado la cabeza y apartado los ojos de la escena.

—¡Observa pirata! —le ordenó Ahuítzotl—. Observa el cumplimiento de una profecía. La Canción es mía.

Al primer golpe, los dedos perforaron y escarbaron la oscura piel.

—Mía…

Escarbó, atravesando hueso y músculo.

Rebecca gritó, chilló y se atormentó. No podía mirar, no podía ver el rostro torturado de Jay; la mirada que reprochaba traición apoderándose de su expresión; había creído que era especial, que tenía un propósito; había creído que el ser especial lo hacía de igual manera, importante.

Por mucho que ella había creído en sí misma, comprendió; y una vez más se abrió el hoyo y la invitó dulcemente a sumergirse en el abismo, donde no había cosas tales como los sueños que podían ser despedazados.

—Ven, —le susurró—. El agua está agradable…

Le echó una mirada a Duncan antes de aceptar la invitación. Él se había encorvado hasta agazaparse, con las piernas tensas. A través de la maraña de cabello oscuro, miraba al Águila con ojos temerarios.

La mano ensangrentada de Ramsey se elevó en el aire, y de inmediato la multitud aulló y se regocijó, y cada seguidor mortal cayó de rodillas.

El cuerpo de Jay cayó al suelo; las piernas sin vida se encogieron y el cráneo se partió. La sangre le salía a chorros de la cavidad del pecho a través de la piel y por encima de las costillas y después caía sobre la roca.

Su corazón, aún palpitante sobre la palma abierta de Ramsey, era el objeto material que se hallaba a más altura en la ciudad. Ahuítzotl rugió triunfante y apretó los puños sobre el pequeño órgano.

—¡Mío! —gritó al tiempo que el corazón explotaba. Y en un susurró repitió—: Mío… —después miró el cuerpo, bajó los brazos y aguardó.

El momento oportuno, Duncan se concentró en el momento oportuno. Podría representar la diferencia entre otro amanecer o el reino eterno de la noche. Estaba dispuesto, listo. Existía una profecía tallada en la piedra, pero Duncan no iba a depositar su confianza en una estructura tan frágil. Además, quizás el destino contaba con él. Y aunque todo estuviese predeterminado desde un comienzo, no haría ningún daño que se asegurara del resultado. Se tensó observando el cuerpo de Ramsey. Esperando…

Una luz se posó sobre el cuerpo de Jay, un aura que creció y después lentamente se volvió distinguible, apartándose de la carne. Su espíritu se sentó y comenzó a elevarse.

Ahuítzotl se liberó del cuerpo de Ramsey.

Todas las llamas se agitaron hacia atrás, luchando contra la increíble ráfaga de viento que Duncan dirigió escaleras abajo al lanzarse hacia su objetivo.

El alma de Jay se elevó, como si la levantara un asiento de aire. Su rostro, en paz y entusiasmado, miraba hacia el cielo y le brillaban los ojos. No muy lejos, más abajo, el Águila desplegó las alas y comenzó a volar persiguiéndolo con calma.

Duncan avanzó rápidamente, después se elevó, trepando, intentando alcanzarlo.

Las antorchas se apagaron al unísono y sumieron a la tierra en una oscuridad húmeda justo en el momento en que Duncan cogió al azteca del tobillo. Tiró con ambas manos, sacudiendo al Águila hacia abajo; liberó el pie y pasó los brazos por debajo de los hombros y por detrás del cuello de Ahuítzotl, sujetándolo con fuerza.

El poder del Águila era increíble, magnificado una docena de veces desde su último encuentro. Ahuítzotl pronto se liberó y, como lo había esperado Duncan, dirigió su furia a su oponente en lugar de seguir a la Paloma. Un puño se le enterró en el rostro y la fuerza envió a Duncan girando sobre la silueta de la Pirámide, deteniéndose a solo unos metros del muro de almas. Los espíritus murmuraron y sintieron pánico, inseguros de lo que había sucedido. En las tinieblas sus ojos no se veían mejor que los de ningún mortal.

Fulguraron chispas en las escaleras, intentos por volver a encender las antorchas. Y un quejido demoniaco se elevó en el aire, un grito de negación y de pérdida.

Rebecca comenzó a comprender. La esperanza resurgió en la oscuridad. No podía ver, determinar la posición de los jugadores, pero sabía que no todo estaba perdido. —Todavía estamos en el juego —pensó. —Todavía participamos.

Se encendió una llama y después una docena más a lo largo de las escaleras. Los portadores de antorchas corrían alocadamente para encenderlas. En la creciente luminosidad, Ahuítzotl inspeccionaba el aire frenéticamente. Flotaba a unos seis metros sobre la Pirámide escudriñando los cielos, mirando los confines espirituales de Teotihuacán. Le echó una mirada al cuerpo destrozado más abajo, después volvió a registrar la tierra.

—¡NOOOOOO! —descendió girando una y otra vez posándose finalmente en la Pirámide entre donde Ramsey yacía temblando sobre la roca y donde se hallaba Rebecca, de pie entre sus captores arrodillados. Unos pocos mexicanos se arriesgaron a echarle una mirada al emperador. Karl empujó el cuerpo de Scott para que se pusiera de pie; buscó el cuchillo que había dejado caer.

Ahuítzotl cerró los puños y los elevó al cielo. ¡Aquello no podía estar sucediendo! La Profecía… estaba destinado a obtener la Canción, a gobernar para siempre… ¿Qué había sucedido? ¿Había él decepcionado de alguna manera a Huitzilopochtli? Sí. Ésa era la única respuesta. Al final había sido considerado indigno. Se había vuelto demasiado arrogante, de hecho se había comparado con el gran dios.

Y Huitzilopochtli, en su sabiduría superior, había decidido rescindir la recompensa, permitirle la libertad a la Paloma. Pero, Ahuítzotl se dio cuenta con un destello de entusiasmo de que aquello no cambiaba en absoluto las cosas. Aún era el agente de la destrucción. Los terremotos aún sucederían; solo que su flagelo tardaría más tiempo en diseminarse por el mundo.

Bien, no tenía la Canción. ¿Qué importaba eso si tenía el poder? Podría convencer fácilmente a aquellos millones de que él tenía la capacidad de enviarlos al paraíso con solo tocarlos. Después de haberlos absorbido a todos, y después de que Huitzilopochtli lo recompensara con poder ilimitado e invencible, podría despedirse de la carne y moverse libremente en el mundo. Sería astuto como el jaguar, sagaz como el águila. Con su leal ejército se expandiría de provincia en provincia, exactamente como lo había hecho en el apogeo de Tenochtitlán. Exigiendo tributo a los conquistados, incrementando su ejército, y, por supuesto, sacrificando a miles, incluso a millones, después de cada conquista.

Ramsey tembló y llamó a su amo. Ahuítzotl lo ignoró. Caminó hacia el centro de la Pirámide y miró a su audiencia. Sí, pensó. Ése era el designio de Huitzilopochtli. Vio la gloria y el poder que conllevaba. La Quinta Creación estaba de hecha, terminada, pero Huitzilopochtli deseaba regodearse de su descomposición durante muchos años más. A Ahuítzotl le vinieron a la mente escenas de intensidad apocalíptica una vez que se expandiera lo suficiente hacia el norte y hacia el sur, conquistando las almas y los espíritus de cada tierra, él y sus seguidores tentarían a los mortales a gran escala, guerras mundiales. Su ejército espiritual estaría en cada tierra, a la espera de cada alma que intentara escapar de un cuerpo moribundo. Las guerras se encarnizarían. El hombre caería en el olvido y llegaría un tiempo en el que los mortales rogarían que el sol interrumpiera su ascenso.

Y Ahuítzotl estaría allí, alegremente dispuesto a cumplir con la petición. Y después su ejército, compuesto por miles de millones, marcharía hacia él para el sacrificio final.

No había diferencia. En silencio, aún provocaría la extinción de ese Sol.

Ramsey sintió un líquido tibio en la mano derecha, goteando, esparciéndose. De cuclillas en la dura piedra a causa del dolor, el profesor le rogó a sus ojos que no se enfocaran, rogó que se cerraran y que las visiones desaparecieran en una añorada oscuridad. ¡Qué bendición sería no volver a ver jamás! No más horrores que presenciar, no más dolor que compartir. Ningún brillante misterio por resolver.

Cuando Ramsey se miró con resentimiento la mano, notó que era sangre. Sangre. Sangre tibia y algo más…

Oh, Dios, no…

El cuerpo del niño yacía retorcido y acurrucado a no más de tres metros de distancia. Al igual que los de Bergman, los ojos de Jay estaban abiertos…

Y me miraban directamente a mí.

Ramsey se estremeció y sacudió el cálido líquido de la mano. Se forzó a cerrar los ojos y se llevó las rodillas al pecho. Un objeto de metal pesado le punzó el muslo, anunciando su presencia y a la espera de una respuesta.

Y, con el peso del mundo en cada uno de sus movimientos, Ramsey se estiró para coger el cuchillo.

Rebecca retrocedió. En solo dos pasos podría haber rodeado a los guardias y llegado a la escalera. Un pesado mexicano que aún se hallaba de rodillas, se estiró y le cogió la pierna. Tropezó y cayó fuertemente sobre el hombro con las muñecas ligadas detrás de la espalda.

Scott se le acercó arrastrando los pies. Sostenía el cuchillo relajadamente, pasándose la hoja por la piel del brazo opuesto. Cortó la piel, dibujando líneas entrecruzadas desde el codo hasta la mano. Sonriendo ampliamente se llevó la hoja a los labios, dejando que la sangre le empapara la lengua.

No es mi cuerpo…

Rebecca gritó llamando a Duncan mientras intentaba darse la vuelta. Se las arregló para patear al mexicano de lleno en el rostro y le voló varios dientes. Rápidamente levantó las rodillas y se impulsó, rodando hacia el borde de la Pirámide donde podría tener oportunidad tumbándose escaleras abajo.

Una mano ensangrentada la cogió del hombro y la arrastró. Estaba de espaldas, indefensa, y Scott levantó el cuchillo…

Ahuítzotl se elevó más en el aire y extrajo la espada y el cuchillo.

—¡Pirata! —gritó registrando los cuatro lados de la Pirámide y el cielo sobre él—. ¡Tú serás el primero!

Duncan emergió de la Pirámide y deslizó los dedos a través del brazalete que Scott llevaba en la muñeca. La hoja quedó suspendida en el aire, luchando por soltarse. Karl se paró e intentó girar para liberar la mano, pero resbaló y el fantasma le tiró de la muñeca aún más.

—¡Amo! —gritó mientras pateaba las insustanciales piernas de Duncan—. ¡Ayúdame!

Duncan echó una rápida mirada en dirección al cielo. Enseguida dobló el brazo de Scott detrás de su espalda y tiró hacia arriba, desencajándole el hombro. Dio un salto hacia atrás y desenvainó la espada, listo para hacer frente al furioso ataque del azteca.

Miró a Rebecca brevemente.

Deseaba despedirse. Deseaba decirle… decirle que… sí, que la amaba. Deseaba que ella lo supiera, que lo escuchase de sus propios labios, antes…

Pero era demasiado tarde. Ahuítzotl descendió con los ojos encendidos por la ira y un increíble poder emanando de su esencia. Duncan no podía afrontar tal amenaza.

Y Rebecca estaba demasiado ocupada para notar su mirada.

Gritando, Karl/Scott se inclinó para levantar el cuchillo con la mano izquierda. Lo sostuvo débilmente ya que el dolor del brazo cortado no paraba en los músculos de Scott. No le importaba. Quería a la perra, la quería muerta. Deseaba que la sangre le emanara del pecho, tener su corazón en la mano. Había algo en aquello del sacrificio, pensó con regocijo demencial. Han gente sabía cómo vivir.

Se le acercó, se agachó y se preparó para saltar sobre ella; listo para hundir el cuchillo una y otra vez hasta que sus gritos desaparecieran y su cuerpo estuviese bañado de sangre.

Saltó.

Todo ocurrió muy rápido. En un segundo estaba suspendido en el aire; en el siguiente su respiración había abandonado sus pulmones en el momento en que ella levantó los pies para rechazarlo. Su cuerpo quedó pendiendo adolorido durante un instante, el brazo le hirió duramente las piernas produciéndole cortes, después salió despedido hacia los primeros escalones.

Golpeó primero con la cabeza y un dolor cegador rugió dentro de la conciencia de Karl. No era tan malo como su propia muerte ni lo suficientemente fuerte como para forzarlo a salir de aquel cuerpo. Tenía que tolerarlo, ya que no sabía cómo aferrarse a cosas materiales mientras adoptase la otra forma. Aquel cuerpo era su única posibilidad. Tenía que resistir, tenía que…

Un dolor plateado penetró en el cuerpo, deslizándose entre las dos costillas superiores.

—¡Idiota! —se gritó a sí mismo—. ¡No soltó el cuchillo!

El cuerpo rodó y se tambaleó, retorciéndose al caer por las escaleras y se detuvo junto a uno de los portadores de antorchas que permanecía de pie cual estatua. La cabeza estaba destrozada y repleta de sangre y el cuchillo estaba hundido hasta el mango en el pecho de Scott.

Karl se liberó de la carne moribunda e inmediatamente ascendió a la Pirámide, ignorando el aturdido espíritu que emergió después del cuerpo.

♠ ♠ ♠

Con un esfuerzo fenomenal de las rodillas, Ramsey se puso de pie. El dolor se sentía como si hubiese ingerido más de tres litros de gasolina y lo persiguiera un encendedor prendido. Sentía que el interior del cuerpo le ardía y le quemaba, un fuego blanco se esparcía por sus órganos, arrasándole las venas.

Arde en el infierno, que has liberado, amigo.

—Cállate, Edwin, —murmuró mientras levantaba el cuchillo—. Todavía… todavía puedo escucharte.

Ya fuese a causa del dolor o por el acto que contemplaba, le brotaron lágrimas de los ojos. Sólo un niño… El pensamiento salió del dolor de su conciencia. Un niño.

Quizás Ramsey James Mitchell podría estar hecho para sufrir las consecuencias de sus dementes deseos. Pero un inocente había sido arrojado a las llamas. Y con él, las esclusas se habían abierto, los esfuerzos en pos de la negación habían cedido y los océanos de almas angustiadas pesaban sobre su conciencia, solo contra la corriente.

Era demasiado tarde para remediar el pasado. Demasiado tarde.

Arde…

Nadie le daría una segunda oportunidad. Y, desafortunadamente, él no podía darle al mundo una segunda oportunidad.

Sostuvo la empuñadura con ambas manos y apuntó la hoja hacia su pecho.

Le quedaba una sola cosa por hacer. No serviría como castigo, y como ajusticiamiento era tristemente inadecuado.

Quizás allí, al final, alguien se diera cuenta. Y quizás, quizás alguien entre la multitud sintiera un atisbo de pena…

Respiró profundamente y cerró los ojos. Un destello de la imagen de las llamas danzó en la oscuridad de sus párpados cerrados.

Sosteniendo el pulso lo más firme que pudo, Ramsey Mitchell se dejó caer sobre la hoja.

♠ ♠ ♠

Duncan se enfrentó al primer golpe, sosteniendo fuertemente la espada con ambas manos. Con un grito ensordecedor, el azteca golpeó la hoja con su propia arma. La colisión emitió una andanada de destellos cegadores. La espada de Duncan se quebró y el rugido de la explosión arrojó al pirata al borde de la Pirámide.

El dolor era tan fuerte como si acabara de perder un brazo; sintió un gran vacío en el espíritu. Se le nubló la vista. Se desvaneció y levitó sobre un costado encima de las escaleras. Indefenso, sin poder levantar la cabeza y mucho menos las manos, observó a Ahuítzotl aproximarse.

El Águila descendió junto al pirata, gritó algo acerca de Huitzilopochtli y después levantó la colosal espada sobre la cabeza.

♠ ♠ ♠

Rebecca no pudo apartar los ojos de la escena. La invadió el horror, cayó de rodillas, paralizada mientras Ahuítzotl preparaba el mortífero golpe. Alguien gruñó a su izquierda y un cuerpo se agitó y después permaneció inmóvil.

Los ojos de Duncan, llenos de dolor, la buscaron, y finalmente se posaron en ella.

Los labios del pirata se movieron, articulando las palabras Te amo.

La espada del azteca descendió describiendo un gran arco, rozando la superficie rocosa delante del rostro de Duncan, y después procedió a cortar a través de toda la superficie de la plataforma cuando un poder desconocido lo echó hacia atrás. Pataleó y manoteó, pero no pudo liberarse.

—¡Gorriooooooón!

Con gran fuerza fue arrastrado por los aires y depositado en el cuerpo de Ramsey que aún se retorcía.

Todo quedó en silencio.

Las llamas destellaron y echaron humo.

Las almas murmuraron y cuestionaron.

Duncan levantó la cabeza y parpadeó. Recuperó gradualmente la fuerza.

Rebecca se apartó del cuerpo de Ramsey. De rodillas avanzó hasta donde se hallaba Duncan sin dejar de echarle miradas de temor al profesor.

Una ráfaga de viento la hizo ponerse de espaldas y amenazó nuevamente con apagar las antorchas.

Dos siluetas fantasmagóricas emergieron del pecho del profesor, girando y luchando en el aire. Con ojos inexpresivos, Ramsey Mitchell observó el rostro de su poseedor y sus etéreas manos se posaron en el cuello del azteca.

Ahuítzotl, defendiéndose enfurecidamente del ataque, levantó los extensos brazos sobre los de Ramsey y le clavó los dedos en los ojos. Ejerció presión ignorando los crecientes gritos de dolor de Ramsey y extendió los brazos desgarrando el rostro del profesor en gajos azulinos. Le salió humo del cuello y los brazos extendidos de Ramsey se agitaron sobre los hombros del azteca.

Ahuítzotl levantó al espíritu descabezado y rápidamente le hundió el puño en el pecho. El alma de Ramsey tembló de miedo y danzó mientras se disolvía, toda la silueta se desvaneció como un castillo de arena bajo una salvaje tormenta.

Rebecca apartó la mirada y dejó caer una lágrima por el desilusionado profesor que había hecho un último intento por redimirse.

—¡El crepúsculo del Quinto Sol ha comenzado! —gritó el resplandeciente espíritu desde la distancia en el centro de la Pirámide—. ¡Soy el que trae el final! ¡Venid! ¡Venid a mí y ofreceos a quien hace resplandecer toda la creación! ¡Venid! Que aceleraré vuestro camino al paraíso. ¡Sentid mi contacto! ¡VENID!

El muro de almas se agitó. Unas cuantas en el medio empujaron hacia delante. Una o dos de la parte delantera avanzaron con cautela, después dudaron cuando vieron que otra alma ya estaba tomando el primer honor.

Karl avanzó como un rayo hasta la cima de la Pirámide, directamente a los brazos de Ahuítzotl.

—¡Amo! —clamó mientras el azteca dirigía su maléfica mirada hacia él—. Necesito un cuerpo. ¡Por favor! Me dijiste que podía matarla. Necesito…

En medio de un ruido de plumas etéreas, Ahuítzotl se abalanzó sobre él. Con la gran mano cogió a Karl del fantasmagórico cráneo y con las palabras «¡Me lo dijiste!», saliendo en un silbido de los temblorosos labios de Karl, Ahuítzotl le apretó la cabeza hasta que explotó en una lluvia de débiles y delgados haces de energía. Le hundió el puño en el estómago y en un profundo respiro Ahuítzotl le absorbió la esencia entera. En cuestión de segundos, la silueta se había disuelto, encogiéndose en una delgada columna de humo que fue instantáneamente succionada por la garganta del Águila.

Esa vez Rebecca lo observó todo, incluso sonrió al final, cuando los labios de Ahuítzotl se cerraron sobre el resto del espíritu de Karl. Imaginó una recinto a miles de kilómetros de distancia y el júbilo que debería estar inundando el pecho del solitario acusado.

—Becki…

La palabra la sobresaltó. Se volvió y vio a Duncan que le hacía señas frenéticamente hacia donde se hallaba él, aun languideciendo pero con signos de recuperación.

—Desciende… —le indicó e hizo una seña hacia el costado—. Ahora…

Ella no sabía qué pensaba que sucedería, o creía que podía esconderse de Ahuítzotl con solo huir escaleras abajo, pero en cualquier caso, no dejaría a Duncan solo y vulnerable. Se puso de pie y se encaminó hacia él.

Mientras corría, intentó buscar una manera para detener al azteca y se dio cuenta de que su única posibilidad se había ido. Si Duncan intentaba luchar, sería destruido en segundos, con toda la fuerza que Ahuítzotl ya había reunido. No, solo Jay tenía ese poder. Dio por sentado que la fuerza del fantasma no importaría una vez que lo hubiese tocado. Jay era como la Muerte, la condición y el poder no significaban nada al enfrentarse a ella.

Pero Jay se había ido, había logrado huir gracias a la distracción que había provocado Duncan…

Se detuvo, se miró los pies y después por encima del hombro hacia donde Ahuítzotl había comenzado a seguirla, a solo cinco metros de distancia. Unos pocos portadores de antorchas habían subido hasta la cima del templo, pensando que el cénit debía ser iluminado para guiar a los espíritus al sacrificio.

Estúpidos, pensó, y se giró para enfrentarse a Ahuítzotl. En la locura desde el sacrificio ella no había hecho la conexión. Duncan tenía más en mente que evitar que el Águila se apoderase de la Canción. Mucho más. Ella se había olvidado. Había olvidado que se hallaba en Teotihuacán. Le echó una mirada a las miles y miles de almas que, expectantes, se agitaban en sus asientos eternos.

Ahuítzotl hizo una pausa cuando estuvo a su alcance.

La débil voz de Duncan desde atrás le rogó que corriera.

—¿Ahora aceptas tu destino? —le preguntó Ahuítzotl inclinando la cabeza para mirarla a los ojos.

Rebecca levantó el mentón e intentó calmar su agitado corazón.

—Sí —le respondió a la pregunta, una que ella misma se había hecho innumerables veces. Sí, bastardo emplumado. Lo acepto. Acepto los mortíferos camiones que cargan heno, las negaciones de la muerte, las espantosas visiones, el manto de responsabilidad. Acepto las tragedias sin sentido, el sufrimiento de inocentes, la injusticia, las vidas perdidas, la decadencia, las enfermedades y la muerte.

Su espíritu se agrandó y la sangre le fluyó con rapidez, latiendo por el apasionamiento.

Lo acepto todo.

Un alboroto de voces excitadas se elevó entre las almas. Los portadores de antorchas abrieron la boca y señalaron algo que emergía de la Pirámide detrás de los pies del Águila. Algo que había estado aguardando, muy, muy en lo profundo de la Pirámide, recuperándose del trauma inicial provocado por la inmaterialidad.

Ahuítzotl, ajeno a todo lo demás, sonrió y se estiró para coger a Rebecca, planeando estrujarle el torso hasta partírselo, o aplastarle la caja torácica para después alimentarse de su alma cuando esta intentase partir.

Pero la voz que le llegó al oído le quitó el impulso y le hizo saber que la suerte, tal y como era, había sido echada.

—Hombre Malo… ¿No deseas escuchar mi Canción?

«No ha terminado» pensó Ahuítzotl. El Águila aún podía silenciar a la Paloma. Oh, Huitzilopochtli, guía a tu leal siervo ahora. Ayúdalo a poder golpear como un rayo, a destruir y desgarrar a su enemigo antes de que pueda entonar la Canción. Guíalo, Amo, guía sus zarpas mientras desgarran la Canción en la garganta de la Paloma.

Se dio la vuelta, se estiró para cogerlo…

Pero la Canción ya había comenzado, y las pequeñas manos se posaron sobre la cabeza del Águila.

El espíritu de Ahuítzotl se distendió, permaneció inmóvil al ser cogido por la Paloma. El pequeño espíritu revoloteó sobre él y ejerció presión sobre las sienes con sus manos.

—¿Querías brillar como el Sol, Hombre Malo? —Jay entornó los ojos y sonrió más ampliamente que cualquier otra vez que lo hubiera hecho en vida.

El niño ejerció presión, despedazando el gran cráneo como si se tratase de un globo de agua; juntó las palmas de las manos y, como si expeliesen descargas eléctricas similares, se repelieron separándose en su máxima distancia.

Rebecca se dio la vuelta, dio tres grandes pasos y se metió donde se hallaba Duncan. Al volar por encima del borde, sintió sus manos contra la blusa presionándole el estómago.

Cayó fuertemente sobre su hombro derecho, se desplomó dolorosamente por tres escalones, después se detuvo abruptamente cuando una fuerza que la cogía de la hebilla del cinturón evitó su caída.

Cerró los ojos con fuerza un instante antes de que la casi cegadora luz resplandeciera sobre su cabeza. Las estrellas se fundieron en la negrura y el cielo resplandeció con un color azul brillante. Las nubes fueron apartadas de su posición y las antorchas se apagaron al unísono. La luminosidad se desvaneció gradualmente y cuando Rebecca se atrevió a mirar, notó sorprendida que había comenzado a llover.

Bolas de energía luminiscente del tamaño del granizo cayeron del cielo. Como destellos después de una exhibición de fuegos artificiales, los restos de la disolución de Ahuítzotl caían en forma de lluvia sobre la Pirámide y sobre todo Teotihuacán, desapareciendo en las piedras, cayendo ininterrumpidamente durante casi un minuto antes de desvanecerse y desaparecer por completo.

A lo lejos cantó un grillo. Se encendió una llama en la cima de la Pirámide y un viento suave silbó entre las ruinas.

Aunque no podía ver más allá que a tres metros en cada dirección, Rebecca percibió un gran movimiento en la oscuridad. Una oleada masiva, una carrera hacia la Pirámide.

Oyó un ruido metálico proveniente de sus esposas y una voz le susurró a sus espaldas:

—Le hurté la llave a uno de los portadores de antorchas. Debo partir ahora. Te veré en los jeeps. —Sintió un suave roce en el costado. —Y Becki, por si no te lo he dicho antes, te amo.

Se puso de pie con dificultad y subió hasta el último escalón. Antes de que la oleada de fantasmas plagara la Pirámide, pudo ver al pequeño espíritu. La sonrisa que esbozaba era para ella, tenía la mano levantada en señal de agradecimiento.

A la mitad del descenso, con el camino iluminado por los haces de luz que provenían de arriba, Rebecca tuvo que cerrar los ojos. La masa de espíritus que se interponía en su camino se estaba tornando demasiado densa. Sintió que la claustrofobia se apoderaba de su ser, se le contrajo el estómago y casi se desmayó. Los rostros, las bocas, las manos, los ojos, principalmente los ojos. La mirada de hambre luego de haber sufrido de inanición durante años. La atravesaban sin evidenciar un solo indicio de reconocimiento de su presencia. Cada ojo miraba en dirección a la cima de la Pirámide del Sol, donde la pequeña Paloma entonaba su cautivadora Canción.

Rebecca caminó unos cuatro kilómetros, cuidándose al dar cada paso. A menudo confundía lo material con lo fantasmagórico, y a los muertos con los vivos. Durante kilómetros se concentró en no mirar a los espíritus que se agolpaban, hallando las ruinas, las chozas, las estrellas. En un punto se dio cuenta de que había estado avanzando en círculos. En el estrépito de desesperadas voces etéreas creyó oír gritos humanos de confusión. Finalmente, el encendido de un motor le llamó la atención y la guió.

Le dolía el cuerpo, le latía el hombro y le picaba el cuello. Se cogió las solapas de la blusa y, con la cabeza gacha, avanzó hasta el final de la Avenida de los Muertos, de regreso al mundo de los vivos, donde Duncan la esperaba pacientemente, habiendo reservado el vehículo más grande.

—Bienvenida de regreso —le dijo cuando ella terminó de ascender por la colina y se tambaleó hasta el único jeep que quedaba—. Deja que te cuente por lo que pasé para evitar que los mexicanos tomaran este jeep. Primero dejé que el que tenía las llaves lo encendiera, y después déjame decirte que le di un gran susto. Y…

—¡Duncan! —siseó Rebecca. Ante su expresión de ofensa tuvo que luchar para contener una sonrisa que finalmente fue evidente—. Ayúdame a subir al jeep y vamos a casa.

—Por supuesto —dijo él tocándole la espalda y guiándola hacia el asiento—. ¿Pero no podríamos permanecer un momento sentados para observar el resplandor?

Rebecca se giró y miró la ciudad. Las sombras se apoderaban y se aferraban a las ruinas, excepto alrededor de la Pirámide del Sol, donde se podían ver espesas docenas de almas apiñándose a cada lado. En la cima, los haces de luz intermitentes explotaban como fuegos artificiales, dispersando a las sombras y permitiendo ver por momentos a la ciudad y a sus jubilosos habitantes.

—Tenemos un avión que coger —murmuró Rebecca al acomodarse en el asiento y sentir el suave roce de la mano de Duncan en los hombros. Él se puso tenso y retiró el brazo.

—¿Un avión? —repitió incrédulamente—. Madame, preferiría sufrir mil siglos en un pozo de hormigas fantasmales antes de coger otro avión.

—Pero… —Rebecca movió los ojos y pestañeó—. Es una caminata muy larga hasta Washington.

Duncan silbó y se acomodó en el asiento, dejando descansar la cabeza sobre el hombro de Rebecca.

—¿Por qué no navegamos?