Teotihuacán, 20:15 horas.
Cuando Ahuítzotl subió el primer escalón de la Pirámide del Sol se escuchó un murmullo alborozado entre la multitud. Los incontables habitantes de la ciudad en ruinas de Teotihuacán habían permanecido en perfecto silencio durante su solitaria caminata ceremonial. Inmóviles, flotaban amontonados en el aire, apilados uno encima del otro alcanzando casi un kilómetro y medio de altura y seis kilómetros en cada dirección. Habían llegado de la tierra y del aire, desde las cavernas y desde la piedra. Aguardaron la ceremonia pacientemente y reclamaron con paciencia la caída del sol.
Desde la colapsada ciudadela, Ahuítzotl había avanzado graciosamente por el medio de la Avenida de los Muertos, el gran camino que dividía en dos a la antigua ciudad. La pirámide dedicada a la Luna se vislumbraba a lo lejos, un coloso borroso que resaltaba contra el cielo vespertino de color lavanda salpicado de nubes. Dicha estructura se veía empequeñecida por la Pirámide del Sol cuya superficie abarcaba aproximadamente unos doscientos metros y se elevaba a unos ciento cincuenta en dirección a las nubes. Los fantasmas estaban en todas partes excepto en aquellas dos estructuras y la Avenida, llegando hasta el límite de la misma. Daba la impresión de que él estaba paseándose por el fondo de un profundo contenedor abierto, cuyas paredes estaban atestadas de almas que se extendían hasta alturas empinadas.
Al colocar el pie en el escalón más bajo de los cientos que se elevaban hasta la cima del Templo, Ahuítzotl se detuvo un momento para apreciar por completo la importancia del acontecimiento. En el cuerpo del Gorrión, Ahuítzotl posó los ojos sobre las vertiginosas escaleras, entre las dos columnas de mortales, portadores de antorchas; aquellos hombres provenientes de Tenochtitlán sostenían los palos que terminaban en una llama frente a sus pechos desnudos y miraban fijamente hacia el frente, al centro de la antorcha.
Ramsey Mitchel estaba vestido de una manera sumamente elaborada, con materiales especialmente obtenidos en Tenochtitlán. Llevaba puestos anillos y brazaletes, pesados collares y talismanes solares. Su tocado consistía en una enorme máscara de águila con un ancho pico y la cabeza de Ramsey descansaba en la parte de atrás de la garganta del ave; sobre los grandes ojos negros había una línea de plumas de color marfil, algunas de las cuales alcanzaban dos pies de largo, sobre sus hombros se extendía una capa de plumas escarlata que le llegaba hasta los codos y se curvaba para rozarle el pecho desnudo. Sobre los pies descalzos llevaba gruesas garras de águila que terminaban en grandes zarpas. Del cinturón de seda dorada le colgaba una inmensa espada y dos gruesos cuchillos, todas piezas robadas del Museo Nacional. La acolchada falda estaba bordada con jeroglíficos alegóricos al sol, al poder y al destino.
Ahuítzotl se percató de que aquél cuerpo le dolía al comenzar a subir las escaleras. La herida en la rodilla le lastimaba más allá de lo que su poder podía dominar. Había sacrificado dos almas de Teotihuacanos antes de partir de la ciudadela; y Huitzilopochtli le había otorgado fuerza extra de inmediato después de las ofrendas. Pero el dolor era propio de la carne mortal; y mientras que su espíritu podría haber sido fortalecido, el cuerpo de su huésped experimentaba un serio deterioro.
Ahuítzotl sonrió debajo de la sombro de la máscara de águila. En minutos podría deshacerse de aquella forma material para siempre. Huitzilopochtli había prometido la libertad total de movimiento que implicaría la absorción de la Canción. Sólo debía ignorar el dolor y subir… subir. Pasar junto a los portadores de antorchas a quienes les estaba prohibido mirar su silueta, y miraría directamente a las llamas hasta que la visión se disolviera en lugar de ni siquiera echarle una rápida mirada a la imagen sagrada.
Subió, dejando la Avenida muy atrás. El aire estaba tranquilo, en la ciudad reinaba un silencio poco común. En algún lugar una iguana corrió a toda prisa atravesando una losa de mampostería, haciendo caer un montón de guijarros y polvo. En algunas antorchas la llama se agitó y destelló. Una tenue brisa luchó por susurrar entre las plumas de su atavío.
Al echarle una mirada al cénit de la pirámide, pudo distinguir varias pequeñas siluetas. El leal espíritu de Karl se hallaba dentro del cuerpo de Scott, vestido a regañadientes con la túnica y el tocado de un Sumo Sacerdote. Dos cuerpos de mortales que albergaban a seguidores aztecas asían a la mujer, uno de cada hombro; ella todavía tenía las manos atadas detrás de la espalda y la cabeza gacha con el cabello cayéndole sobre el rostro. Un mexicano aferraba a la Paloma cuyas manos estaban también amarradas.
Seis figuras aguardaban su presencia.
Y un millón más aguardaba escuchar la Canción.
Ahuítzotl tuvo que hacer una pausa para permitir que su cuerpo tomara aire; y se otorgó un momento para traer a su mente un recuerdo de su pasada existencia mortal. Trajo a su mente la imagen de Tenochtitlán, cuando subía al Gran Templo para la dedicación. La cuidad atestada de casi tantos presentes como en ese momento, representantes de cada una de las provincias conquistadas, señores que traían presentes, gente rica, esclavos y mujeres. Y después, al subir los escalones para conmemorar la dedicación, el aparentemente interminable número de prisioneros ¿Cuántos corazones había arrancado aquel día? ¿Qué bien había sido agasajado Huitzilopochtli aquella noche después de la ceremonia, después del recorrido por el cielo? La sangre manchaba cada escalón hasta la calle que se hallaba más abajo.
¿Podría alguien dudar de su lealtad? ¿O disputar su derecho a aquel destino? Huitzilopochtli recompensó a su fiel siervo, lo recompensó bien. Y aquélla era la prueba final. Ese día, quinientos años después, su dios le pedía que llevase a cabo el deber más sublime. Y él se elevaría para cumplir el mandato. Todas aquellas almas irían directamente a él. Pero en esa oportunidad, el objetivo de los sacrificios no era el de impedir el inevitable fin de la creación, sino el de acelerar su llegada.
Ahuítzotl reinició la subida. A cada paso el cielo se oscurecía, a medida que el crepúsculo derrotaba al día y, con sutiles maniobras, extendía su influencia sobre toda la extensión de tierra. Las espectrales sombras que proyectaban las antorchas se encogían humildemente y después se dilataban de nuevo para danzar salvajemente en el espacio por donde él había pasado. Tan repentino como un chubasco que caía desde un cielo previamente claro, un oscuro destello de emoción pasó por la mente de Ahuítzotl. Allí, de aquel lado del gran monolito, el sol estaba dolorosamente ausente. En el Día de la Dedicación en Tenochtitlán había estado directamente sobre sus cabezas, bañando cada uno de sus movimientos, bendiciendo con su calor cada corazón purificado. Pero en ese momento el sol se encontraba al otro lado de la Pirámide, había finas nubes en actitud de resistente indiferencia y la luz se escurría desde el cielo con rapidez.
El sentimiento creció, deteniendo su ascenso. ¿Qué era lo que experimentaba? Se preguntó golpeando las capas de pensamiento y razón, buscando la respuesta de un anfitrión de enseñanzas mitológicas. Se estremeció dentro del armazón devastado.
Finalmente detectó la emoción. Duda, sentía el molesto aguijoneo de la duda. ¿Estaba su dios todavía con él? ¿Allí en las sombras donde él transitaba un sendero idéntico de brillo anormal, lo seguía su dios aún en aquel momento?
Prestó atención, pero nuevamente no oyó nada más que el crepitar de las llamas y el movimiento de los reptiles. Un grillo comenzó a cantar a lo lejos. Y alguien en la cima de la Pirámide profirió un quejido ahogado.
Ahuítzotl elevó el rostro hacia el cielo, pestañeando ante los matices violetas que se perdían en un púrpura más oscuro en el horizonte hacia el este. Sus ojos se posaron sobre algo. Muy en lo alto rondaba una pequeña figura. Primero describió un círculo, después otro. Finalmente descendió y se dio la vuelta enérgicamente para desaparecer a lo lejos.
Pero se había acercado lo suficiente para que Ahuítzotl reconociera la silueta.
Un águila.
Era una señal. Un águila que revoloteaba para llamar su atención y después desaparecía, de regreso a los brazos de su amo. Recordó la leyenda que relataba la fundación de Tenochtitlán: los antiguos aztecas de México habían visto un águila devorando una serpiente en un pantano, y ésa era la imagen representada en una antigua Profecía que les ordenaba construir allí su capital.
Una sonrisa triunfante se posó sobre el rostro de su anfitrión y la máscara de águila pareció sonreír también, como si toda duda albergada por el monarca hubiese sido arrojada al olvido. Con renovado vigor que disipaba el dolor y la fatiga experimentada por su cuerpo, Ahuítzotl subió rápidamente los escalones, a veces de dos en dos, mientras las llamas de las antorchas centelleaban a su paso.
Cuando solo le faltaban diez escalones, aminoró la marcha y los subió lentamente. Saboreando la experiencia. La parte superior de la Pirámide le bloqueaba la vista, y con la mirada siguió el nivel del plano donde un muro de almas de seis kilómetros y medio de espesor le ocultaba las montañas occidentales y el sol poniente.
Pero Ahuítzotl se percató de que no le importaba. Su dios siempre estaba con él. En la oscuridad tanto como en la luz. En la quietud de la noche como en el bullicio del día. Con cada puesta del sol él le otorgaba su bendición para perdurar a lo largo de la noche. Ahuítzotl había sido bendecido. Brillaba con el poder de su deidad, y era invencible ataviado con la llameante armadura del sol.
Quedaban dos escalones. La mujer levantó la cabeza, y con expresión desesperada osó mirarlo. El seguidor Karl también osó hacer lo propio sonriéndole antes de echarle una maliciosa mirada a la mujer. La Paloma lloraba y temblaba aferrado por su captor.
El cuerpo de Ramsey comenzó a respirar con dificultad y la visión se le tornó momentáneamente borrosa. Ahuítzotl envió más energía a las frágiles células, bombeando suficiente energía al Gorrión para que continuara volando hasta llegar a su destino, y el destino había sido alcanzado.
Primero puso un pie y después el otro en la cima de la Pirámide del Sol.
Un temblor de excitación se escurrió por los miles de presentes; comenzó una desordenada lucha para poder ver que duró varios segundos.
Ahuítzotl colocó una rodilla en el suelo y agachó la cabeza. La máscara de águila descendió y el pico se cerró. Movió los brazos y encogió los hombros, llevando las plumas hasta el cuello para cubrir su cuerpo con ellas.
Surgió un murmullo ansioso entre la multitud que cesó de inmediato cuando el águila echó la cabeza hacia atrás y gritó triunfalmente en la noche un anuncio de victoria, un chillido de deleite.
Se puso de pie de un salto y elevó los brazos.
Giró una, dos veces. Finalmente, enviando sus palabras al descendente velo del crepúsculo, recitó, en antigua lengua náhuatle, la Profecía que había ido a cumplir.