Nunca sintió dolor.
Duncan se aferró al borde del ala entre dos rugientes turbinas durante casi veinte minutos. A cada segundo esperaba experimentar el agudo dolor que lo atacaría y se extendería, lacerándole la esencia a medida que se incrementaba lo distancia con Tenochtitlán. Desde el momento en que había perdido de vista a esa maldita ciudad, recordaba la imagen de Rebecca, de la última noche cuando ella se hallaba de pie en el porche y la luz del crepúsculo le bañaba el cabello esculpido por el viento, cuando el amor le colmaba los ojos como la lluvia cayendo en una laguna de agua calma. Se aferraba a ese recuerdo con la misma fuerza que al ala. Si su esencia estaba destinada al olvido, deseaba que ese recuerdo de Rebecca lo acompañase a cada paso; quizás luego, al entrar en la profunda oscuridad, llevando consigo el amor de ella y su recuerdo encendido como una antorcha, algún destello brillante anunciaría su llegada.
A medida que el avión ascendía, dejando abajo los valles y los sinuosos ríos, se incrementaba su vínculo con la mujer de veinticinco años. Y, a medida que transcurrían los minutos, aparecieron las montañas del este, las nubes se disiparon y su preocupación por la separación de sus restos mortales desapareció. Como un niño que dejo atrás las necesidades emocionales para continuar adelante y entrar en una etapa de preocupaciones más dignas de la vida, Duncan hizo a un lado los temores y las responsabilidades de la relación pasada. Se había percatado de que había trascendido. El cuerpo ya no significaba nada. Por cierto, su vida era una afirmación del hecho de no estar engalanado por el cuerpo, o por ningún elemento físico; no, era lo intangible lo que lo fascinaba.
En el momento de su muerte, las preocupaciones se habían entremezclado y el apego por el cuerpo fue reemplazado por su verdadero amor… a la vida en sí misma.
Rebecca había logrado franquear su coraza de desengaño. La esperanza le llenó el fantasmal pecho, su poder fue eclipsado por la ardiente emoción que se esparcía como los cálidos rayos del sol sobre una calle cubierta de hielo.
No lo puedes negar… el brillo en tus ojos, la duda en la yema de tus dedos…
Duncan respiró extasiado y sonrió de par en par, después se soltó del metal.
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Permaneció flotando inmóvil a veinte mil pies de altura mientras el avión atravesaba una espesa nube para después perderse de vista. Y mientras su mente gradualmente se aclaraba, recorrió eficientemente los laberintos de la memoria, buscando desesperadamente el nombre de la ciudad en ruinas en la cual habían descubierto la Profecía escrita en un mural maya.
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Se encontró con el español a medio kilómetro de las ruinas de Cacaxtla. El fantasma, que llevaba puestas extravagantes vestimentas europeas, túnica blanca, toga roja, pechera de cuero, guantes y botas; lo saludaba desde un peñasco. Su rostro era de rasgos toscos, de huesos definidos; tenía una pequeña barba que le sobresalía del mentón y un espeso bigote.
Molesto por la distracción, Duncan dobló el mapa que había hurtado de una gasolinera unos veinte kilómetros atrás y descendió.
—Soy Diego Manita —dijo el español primero en castellano y después en inglés cuando Duncan se encogió de hombros y meneó la cabeza.
—Y —agregó Diego con un dejo de resentimiento—, no… no me he movido de esta zona durante… muchos años.
—Siglos, diría yo —murmuró Duncan rápidamente. No dejó de mirar más allá del fantasma, hacia las borrosas estructuras que salpicaban las lejanas colinas.
—¿Cómo es… —le preguntó el fantasma acercándosele humildemente a Duncan— que puedes trasladarte de esa manera? —se arrodilló y hundió la mano en la arenisca—. Mi cuerpo —dijo—, yace a unos tres metros debajo de este lugar y no me puedo alejar demasiado de él.
Duncan no emitió palabra.
—A tres metros. No puedo alcanzarlo. No puedo tocarlo. No puedo ir más allá de Cacaxtla. No… no lo comprendo. Ha pasado ya tanto tiempo ¿Por qué no he sido liberado? ¿Qué ha sucedido? ¡Dímelo! ¿Dónde está Dios? ¿Qué hay de nuestras creencias? ¿Por qué no escucha Él mis súplicas? Estoy muerto, quiero continuar mi camino —se secó la frente—. Ya hace muchos años que perdoné a mis asesinos. A los demás no les gustó demasiado que me estuviese acercando tanto a los nativos. Necesitaba aprender su lengua, y se lo dije a los soldados quienes se lo contaron a Cortés.
Diego rió y meneó la cabeza.
—¿Sabes cuál fue su respuesta? —Duncan observó a su alrededor, desorientado. Se sentía atrapado en la conversación, escuchando a un espíritu solitario balbuceando acerca de su pavorosa condición.
Con el debido respeto, él tenía mejores cosas que hacer; estaba desperdiciando tiempo precioso. El sol se aproximaba inexorablemente a su destino, ignorante del futuro que acechaba más allá del horizonte. La siguiente vez que su brillante orbe se elevara en el cielo, sería para iluminar a un mundo distinto, un mundo que transitaba sus últimos días como anfitrión de la vida humana.
—Me dijo —continuó Diego—, que los malditos indios importaban un bledo. Que los asesinaría a todos si se interponían en nuestro camino o incluso si le daba la gana hacerlo. Le dije que podíamos aprender mucho de ellos.
Duncan gruñó, moviéndose en el aire, dirigiendo la vista hacia el sol y después hacia las ruinas que se encontraban más adelante.
—Escucha —dijo—. Yo…
—Le dije lo importante que era tener a los nativos de nuestro lado, que nos podían brindar información acerca de la ubicación de Cíbola[18], que no necesitábamos matarlos. Durante los dos años anteriores a que me asesinaran, aprendí la lengua náhuatle. En cada villa a la que íbamos les hablaba, les decía que no era nuestra intención hacerles daño… y después Cortés igualmente los masacró. Tuve…
Duncan había estado a punto de dejar a aquella pobre alma cuando su cerebro incorporó algunas palabras del confuso relato del español. Se acercó y cogió las ropas del hombre, tirando de ellas hasta que estuvieron frente a frente.
—¿Sabes la lengua?
—Sí… sí, por supuesto —el pequeño hombre se contorsionó ante el asidero del pirata.
—Ése era mi trabajo, era el intérprete. Yo…
—¿Y has estado en Cacaxtla? —el tono de Duncan era ansioso, vehemente.
—Sí, ya te lo dije. A menos que quieras saber si estuve allí en vida. En ese caso debo decir que no. Estaba en ruinas entonces, creo que desde el siglo XVIII ¿O fue en el IX?
—Diego se encogió de hombros. —De cualquier manera, marchábamos desde Oaxaca hacia el norte, y pedí persistentemente que nos detuviésemos para que pudiera visitar las intrigantes ruinas en la colina. Y después…
—Y después te asesinaron —Duncan finalizó la frase—. Bien. Ahora siento haber minimizado tu muerte pero esto es importante ¿Hay otros en la ciudad ahora?
—¿Fantasmas como nosotros? —preguntó Diego.
Duncan rápidamente asintió con la cabeza.
—Sólo uno —respondió Diego y Duncan se esperanzó—. Pero partió hace unos años —agregó el español.
—¿Qué?
—Sí, en 1974 el espíritu de un anciano de cabello entrecano se fue con el grupo de arqueólogos que descubrió y extrajo varios trozos de murales de una cámara mortuoria.
—¡Murales! ¿Cuáles? —Duncan asió al hombre con más fuerza, casi desgarrándole la etérea tela de la rúnica.
—No… lo sé —respondió Diego rápidamente—. El anciano solo mencionó uno en particular. Una y otra vez, era de lo único que hablaba. Pronto me aburrí. Cada vez que lo visitaba me relataba la misma maldita historia. Me hizo desear no haber aprendido la compleja lengua.
Duncan lo cogió con menos fuerza.
—Sí —continuó Diego—. El anciano se sentaba frente a ese mural desperdigado, picado y agrietado en algunas partes; se mecía y lloraba, y siempre repetía aquella extraña predicción que tenía que ver con águilas y canciones.
—Y —Duncan lo instó a que continuara.
—Y… después intenté extraerle algunos detalles más. Casi no notaba mi presencia. Pero en una oportunidad cambió el tono. Una tarde me dijo que él mismo había creado el mural. Al parecer, una noche, días antes de que lo terminaran, se había emborrachado demasiado en algún tipo de celebración solar…
—Continúa —le dijo Duncan.
Diego respiró profundamente.
—Después, por lo que pude entender, ya que él hablaba rápida y toscamente en un dialecto no muy distinto al verdadero náhuatle, permaneció inconsciente por un periodo de cuatro días. —Diego se rascó la cabeza, movió los ojos mientras intentaba recordar los hechos—. Oh, sí. Y cuando despertó, observó el mural con cuidado y halló… algún tipo de añadido.
—La predicción que repetía una y otra vez —dijo Duncan más para sí mismo que para el español.
—¿Se trataba de eso? —Diego rió entre dientes—. No lo sé. Creo que es posible. Después de aquella digresión, volvió a observar el mural y a recitar el mismo pasaje.
Duncan se cruzó de brazos y cerró los ojos. Pensó que aquello lo cambiaba todo. Había algo más desarrollándose conectado con todo eso, nada tan sutil como la conciencia colectiva ni tan importante como el destino. Algo… algo más.
Intentó hallarle el sentido pero las piezas no encajaron. El rompecabezas seguía sin resolverse, pero no le preocupaba demasiado.
Duncan no necesitaba saber quiénes lo habían hecho ni tampoco sus razones. Era suficiente con comprender que la Profecía no era irrevocable a pesar de su apariencia original. Era suficiente darse cuenta de que aún existía el elemento del libre albedrío que de hecho parecía ser necesario y que el destino del sol era aún, de manera figurada, permanecer en lo alto del cielo.
Duncan abrió los ojos y carraspeó.
—Dime —dijo—. ¿Acaso tú, por esas cosas de la memoria, recuerdas las palabras exactas de ese pasaje en particular?
Diego se retorció de risa.
—¿Cómo podría olvidarlas?
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Duncan hizo una parada más en su camino a Teotihuacán. Al ver el mapa se dio cuenta de que la ciudad moderna de Puebla se hallaba a quince kilómetros de Cacaxtla. Y, si recordaba correctamente esa parte del relato de Ramsey la piedra de la Gran Creación estaba bajo llave en algún depósito en el centro de Puebla. Ramsey había hallado dos objetos principales en los cuales había basado su teoría. Uno era el mural de Cacaxtla en el que había sido escrita la Profecía. El otro era la Piedra de la Creación. La Piedra de la Creación, recordó Duncan, estaba decorada en cinco de sus seis lados. Cada imagen representaba una fase distinta de la historia de la existencia, primero, cuando las almas eran parte de la luz, después cuando eran separadas e introducidas en las bestias, después expelidas y ocultándose de la luz y finalmente cuando se establecían dentro del hombre.
Eran las 15:30 horas cuando Duncan finalmente localizó el depósito. Utilizando el mapa y un promedio de su antigua velocidad de traslado, calculó que solo necesitaría cuarenta minutos para llegar a Teotihuacán.
En consecuencia, cuando descendió a través del techo del depósito e inmediatamente oyó el sonido de un cuidadoso cincelado, Duncan supo que disponía de poco menos de cuatro horas antes de que la posición del sol se tornara amenazante.
Tenía tiempo para observar.
Una sola bombilla conectada a un cable delgado que atravesaba el techo iluminaba tenuemente el lugar. El fantasma llevaba puesto un hábito gris de arpillera. Tenía en sus manos un martillo material y un cincel. La caja estaba destrozada, las astillas desparramadas por el suelo.
La piedra tenía el doble de tamaño del escultor. El hombre flotaba y trabajaba en la mitad superior. No pensaba en nada que no fuesen la piedra y sus herramientas.
Duncan suspiró y se ocultó detrás de una pila de pequeñas cajas en una esquina oscura. Se reclinó, aclaró la mente y convirtió sus recuerdos en memorias placenteras y distantes, alternando entre revivir la emoción de surcar los extensos mares y recordar el pasado sentado en la playa junto a Caesar y Rebecca…
Las molestas preocupaciones acerca de la Profecía intentaron interrumpirlo varias veces, pero Duncan se resistió exitosa e implacablemente. Creyó comprender lo que implicaba la Profecía.
Pero necesitaba una última evidencia.
Mientras transcurrían los segundos y los minutos se transformaban en horas, Duncan aguardó calmada y pacientemente, mientras el obrero trabajaba para completar el proyecto que había comenzado muchos, muchos siglos atrás.
Y finalmente, gradualmente, la roca adoptó una forma definida y reconocible.
El obrero dio un paso atrás con expresión impávida. Hizo un gesto de asentimiento, después una reverencia y desapareció en una nube de humo y un remolino de destellos efímeros.
El martillo y el cincel cayeron al suelo y permanecieron entre los fragmentos de piedra y la gruesa capa de polvo.
Duncan emergió de las sombras para contemplar la imagen del sexto y último lado de la piedra.