Capítulo 25

Duncan salió del país, cruzó hacia México a las once menos diez, hora del centro de Estados Unidos. Como primera experiencia en un avión, ese vuelo resultó ser una pesadilla. Sus temores de la noche anterior, cuando había caminado incesantemente en el aire sobre la playa de Virginia, sopesando una y otra vez sus opciones y el coste que implicarían, no se comparaban con el horror que inmovilizaba su espíritu en ese momento.

Había elegido tomar un avión de carga, ya que se había percatado de la dificultad de contrabandear una urna en un aeropuerto repleto de personas que arribaban y partían, así como también una horda de empleados y agentes de seguridad, demasiados para ser franqueados.

Simplemente había dejado sus cenizas en el techo sobre la puerta para tomar el vuelo a la ciudad de México, se había desplazado hacia abajo y seguido a las maletas de los pasajeros hacia el avión de carga. Después de eso, fue solo cuestión de colocar la urna a bordo cuando los empleados del área de carga estaban de espaldas a él.

En ese momento, a treinta mil pies, Duncan se aferró a una palanca atornillada al techo. La urna estaba asegurada abajo entre dos maletas de cuero. Habían pasado cuatro horas. Cuatro horas sin que él cambiara de posición. Le venían a la mente visiones atemorizantes cada vez que cedía su fuerza o perdía la concentración. Se imaginó soltándose; y mientras el avión seguía avanzando a una velocidad de más de 480 kilómetros por hora, sería arrojado violentamente a través de la cola y giraría por las nubes mientras que sus restos mortales seguían viaje; en cuestión de segundos la distancia entre ambos resultaría catastrófica, seguramente su espíritu se desgarraría y el abismo negro lo devoraría por completo.

Quejándose, implorando por un descenso inminente, recordó los sucesos de la noche anterior. Bañado por el resplandor de la luna creciente y sus refulgentes compañeras estelares, se había devanado los sesos para elaborar un plan. En un principio estaba preparado para seguir a Rebecca y a sus secuestradores desde el aire encima de su automóvil. El vehículo salió rugiendo minutos después de la huida de Duncan; lo observó partir, luchando contra un molesto sentimiento de temor no expresado. Finalmente, apreció la sabiduría que traía el alejamiento. Si los hubiera seguido, estaría en un riesgo mayor; sus armas lo podrían alcanzar con facilidad en su elevada posición de persecución… sus cenizas se desparramarían por toda la extensión de tierra, su espíritu sería condenado o a la extinción o, al menos, a una existencia atrapada en aquel lugar.

No. Debía esperar. Ahuítzotl había revelado su lugar de destino, y le había dado su palabra sobre la seguridad de Rebecca hasta que llegaran. Los encontraría y, si le era posible, abordaría un vuelo anterior.

Desafortunadamente, el avión de Rebecca había salido a la hora. El de él, había experimentado dificultades de índole técnica y había permanecido en tierra durante cincuenta y dos minutos más.

También por desgracia, el metal del fuselaje le resultaba demasiado transparente a sus sentidos. Bajo sus pies, una cadena montañosa intrincada y desolada cobijaba a un valle árido en el cual dos ríos se abrían camino en la tierra, un par de lágrimas que emanaban del gran golfo que dominaba el horizonte hacia el este. Un banco de nubes grises se desplazaba siniestra y sigilosamente desde el sur en dirección a él. El avión ascendió, dando lugar a las nubes que con sutil facilidad cubrieron la tierra y el sol naciente, absorbiendo sus reconfortantes rayos y reflejándolos hacia la superficie. Cuando el avión finalmente comenzó a descender, atravesando la capa, solo lo recibió el borde inferior del círculo dorado que rápidamente desapareció detrás del oscuro techo.

En los cuarenta minutos siguientes hasta que el tren de aterrizaje descendió y a la llegada del visitante inesperado, Duncan mantuvo los ojos cerrados y pensó solamente en Rebecca. Repasó los recuerdos, trayéndolos de donde se sacudían y repercutían bajo la superficie de sus emociones. Ella había producido un cambio maravilloso en él, eso era evidente. Desde el momento en que había aparecido por primera vez, encogiéndose por los alborotados ladridos de Caesar, la transición había comenzado. Sintió que le arrastraban los pies hacia un nuevo camino, serpenteando y ascendiendo hacia un hálito de redención. Ella irradiaba la exuberancia de la vida en cada movimiento; ella era un alma afín, encerrada en carne, atrapada por el peso del mundo. Para unos pocos elegidos, aquéllos con la capacidad de traspasar el extraño trajín de la vida, el mundo ejercía una atracción y tentaba y señalaba cosas más allá del alcance de la vida mortal.

Rebecca y Duncan pertenecían al grupo de los que lo percibían. Se atrevían a elevarse por encima del tiempo para observar el recorrido de la vida que zigzagueaba detrás de ellos. Cualquiera podría simplemente haber seguido con su vida, mirando siempre hacia delante. Cualquiera que fuese parte de la realeza podría reinar, así como cualquiera que estuviese sujeto a la tragedia podría ceder y rendirse.

Duncan vio esa parte esencial suya reflejada en ella. Y mientras se aferraba desesperadamente a la palanca, buscó un hilo de lógica, advirtiendo de inmediato que lo que más apreciaba de él era lo mismo que más amaba en ella. A pesar de que el dolor de ella era diferente, el misterio que deseaba resolver, a lo que había dedicado toda su vida, no era menos sobresaliente que su eterna preocupación por el más allá.

La vida sin un propósito, la muerte sin un propósito. Pensó que habían estado trabajando desde extremos opuestos. Cada uno había escalado la montaña de la sabiduría, con sus temores y esperanzas a cuestas; y, en la cima, cuando finalmente nos encontremos y nos demos la mano a través de la cerca, reuniendo a la vida y a la muerte en la culminación del destino, ¿qué veremos al mirar hacia abajo?

¿Y llegaremos alguna vez a la cima?, se preguntó cuando el irritante rugido atrajo su atención de vuelta al avión. El tren de aterrizaje estaba descendiendo, el aeropuerto estaba a la vista. La ciudad de México, flotando en una niebla espesa como una rata muerta en una pileta de agua estancada, le dio la bienvenida al 731 de Dulles.

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Parecía, pensó Duncan en esos primeros momentos de pánico antes de que las ruedas tocaran tierra, que habían mandado al ejército a recibirlos. Miles de guerreros patrullaban el lugar. En los techos, caminando por las pistas, en la torre de control, en los grupos que abordaban los aviones o simplemente deambulando por el aeropuerto.

La mayoría llevaba trajes de plumas tejidas de una manera que parecía formar una especie de piel. Llevaban lanzas con distintos tipos de hojas raras; espadas estriadas, palos, arcos y escudos redondos. Muchos de ellos brillaban ensangrentados, algunos exhibían grandes agujeros en el pecho y el líquido escarlata no cesaba de emanar de sus heridas. Entremezclados con la multitud de indígenas había grupos de soldados españoles, con armaduras de metal plateado, túnicas rojas y cascos.

Las ruedas tocaron torpemente la pista y, con una gran sacudida que casi le hizo soltarse de donde estaba aferrado, el avión pareció ganar velocidad al avanzar. El aeropuerto y los guerreros eran poco más que una imagen borrosa. No podían haberlo visto aún. Eso no lo ayudaría demasiado.

Era un fantasma al igual que ellos. ¿Dónde podría esconderse? ¿Debajo de la calle? Ellos no solo podían ver a veinte pies de profundidad, era probable que tuviesen centinelas allí también. Su única oportunidad era que probablemente esperaban que arribase en un avión de pasajeros, y no le prestarían atención a este durante un minuto o dos.

Si solo hubiera tomado un avión de pasajeros. Si pudiese haber hallado a alguien que se mimase demasiado en el carro de licores, y dejara su cuerpo…

Pero era demasiado tarde para lamentarse.

Demasiado tarde, de hecho, para nada que no fuese una batalla.

Era divertido, tuvo que admitir al cambiar de posición recuperando una postura erguida. Durante tres siglos no había tenido otra cosa que tiempo. En ese momento, toda esa espera, todos los sueños, las ponderaciones y andanzas… todo se reducía a unos cuantos minutos.

Minutos, todo lo que quedaba hasta llegar al final. La culminación de la búsqueda de una vida entera. Una amarga derrota. Para él, el paso siguiente era solo la extinción. Era probable que fuese consumido por algún azteca al grito de guerra.

La nada…

La muerte final.

Su corazón se estremeció ante lo inevitable. Una semana atrás no le habría importado. Una semana atrás habría aceptado de buena gana aquel final que ofrecía la clara condición de la inexistencia. No le temía al olvido, solo la eternidad gozaba de tal distinción. Una semana atrás se habría encogido de hombros y reído en el rostro de su adversidad.

Una semana atrás no conocía a Rebecca.

Duncan reaccionó repentinamente de sus elucubraciones y notó, sobresaltado, que un fantasma emergía a través de la pared curva del avión que avanzaba a gran velocidad.

Se cogió de una soga segura y se aferró con fuerza. El espíritu, a diferencia del resto de los guerreros, estaba envuelto en una amplia túnica verde sobre la cual estaba bordada una escena que parecía de un mural, la cual representaba a una serpiente emplumada persiguiendo a un jaguar a través de un cielo rojo sangre. El rostro del fantasma era delgado, tenía la piel tirante sobre los rasgos prominentes, los ojos hundidos más abajo de la huesuda frente. Sobre su cráneo se elevaba un elaborado tocado de un pie de alto, hecho de plumas y huesos de animales.

Duncan buscó el mango de su espada cuando el fantasma comenzó a acercársele.

—No se moleste en eso —dijo el fantasma en un inglés fluido.

Parpadeando, Duncan le preguntó:

—¿Por qué diablos no debo hacerlo? Si me voy me lo llevaré a usted y a cuantos otros…

—¡Calla! Y escúchame, necio —detuvo su avance—. Soy tu única oportunidad.

Duncan entrecerró los ojos.

—¿Lo eres?

El espíritu asintió.

—Y tú la mía.

—Comprendo —dijo Duncan mirando a su alrededor, fuera del avión, viendo a los guerreros desplazarse a lo lejos con las armas alertas.

—¿Debo sentirme halagado? —hizo un gesto hacia el exterior—. ¿Todo esto es por mí?

—Por ti —concluyó el fantasma—. En nuestros comienzos aztecas, considerábamos a los tlaxcala y a los tuexotzingo como nuestros enemigos naturales y cada esfuerzo fue destinado a la causa. Quinientos años después, él te ha convertido en nuestro enemigo natural. Eres el que se interpone en su camino.

—¿Tiene a cada espíritu de Tenochtitlán bajo su poder? —dijo Duncan incrédulo—. ¿Qué sucedió con los emperadores anteriores, y con todas las mujeres y niños, y con el batallón de soldados españoles en la entrada? ¿Con respecto a eso, qué sucedió con lo del libre albedrío? ¿Cómo puede ser que cada alma esté ligada a él?

—Ahuítzotl fue bastante único en la historio azteca, o en cualquier historia en realidad. Nunca hubo un soberano, tirano, amo, constructor, conquistador tan sobresaliente. Desde un comienzo contó con el carisma paro ganarse a las masas. Y tenía el poder. Después de la muerte aprendió le forma de interactuar con el mundo del pasado antes que cualquier otro, incluso antes que las almas antiguas; esa suficiente para que lo creyeran el enviado de los dioses.

—Aquellos que no se unían a su cometido eran sucesivamente destruidos por sus fieles, entre los cuales se hallaban los veinte mil sacrificados en el Gran Templo. Sin duda estás familiarizado con la historia.

—Sin duda —suspiró Duncan—. Por tanto les arrancó el corazón en vida, y ellos se quedaron porque todos se quedaron hasta que la maldita ciudad fue devastada por mis primos europeos. ¿Y luego, qué? ¿Cómo recuperó él su lealtad después de la gloriosa racionalización de que el sacrificio humano había sido un engaño? ¿No se suponía que las víctimas irían directamente hacia su dios Hutzi, hacia el feroz sol?

Duncan esperó algún tipo de respuesta iracunda al profanar la gran deidad, pero el arrugado hombre meneó la cabeza.

—No, no. Ahuítzotl fue astuto. Les dijo que sus espíritus debían ser puestos a prueba. Que Huitzilopochtli requería que viviesen un periodo de dedicación como almas antes de otro ritual en el cual, si eran hallados dignos, pasarían al siguiente estado. Las víctimas de sacrificio se convirtieron en su ejército privado, despedazando despiadadamente cualquier alma que no cediera. Con el tiempo, nadie se atrevió a levantarse contra él. Incluso Moctezuma e Itzcóatl le rindieron tributo.

—Y siempre —continuó el fantasma— proclamaba la Profecía ante la población espiritual en las oraciones anuales.

—El Águila y la Paloma —dijo Duncan sintiendo cómo frenaba el avión.

—Exactamente. Arrastraba a las masas a un frenesí en el que solo contaban los días hasta el cumplimiento de la Profecía. El mundo se había detenido para ellos, ahora querían que se detuviera para siempre. El Quinto Sol estaba cerca de sus últimas revoluciones. Anhelaban los terremotos, para que devoraran a los vivos y sumergieran al mundo en esa oscuridad final, en la que sus almas serían libres.

—Y Ahuítzotl les prometió ese final.

El avión comenzó a avanzar con más lentitud.

—Ahora —continuó el hombre—, ha regresado de la misión bendecida por Dios, la Profecía casi se ha cumplido.

—Al igual que el Quinto Sol —gruñó Duncan.

El fantasma que llevaba puesta la túnica bajó los pies y se paró tambaleándose mientras se hacía de la soga.

—Con la salvación al alcance y la promesa de Ahuítzotl de escapar de Mictlán, su mundo de los muertos, a un paraíso con Huitzilopochtli, sus fieles harían cualquier cosa para asegurarse el éxito.

Cerró los ojos.

—Necios.

Las turbinas se silenciaron y el avión comenzó a desacelerar rápidamente.

—¿Y tú? —le preguntó Duncan suspicaz—. ¿Acaso no eres tú uno de sus fieles? ¿De los que veneran a Tlatoani e imploran ser liberados?

—Liberado, sí —el viejo suspiró y apartó la mirada—. Pero no por Ahuítzotl ya que veo más allá de sus mentiras —una línea húmeda le emanó de un ojo.

—Veo más allá de ellas porque las pergeñé.

—¿Tú? —Duncan hizo la pregunta pero estaba más interesado en el movimiento que había fuera de la nave que en la charla que se desarrollaba dentro. Finalmente miró al hombre—. ¿Y quién eres tú? Hiciste referencia a quinientos años. Si eres tan viejo, significa que me has superado por dos siglos, así que ¿cuál es tu historia?

—Quinientos años —musitó y meneó la cabeza—. Parecía más tiempo. La agonía que soporté cuando mi alma quedó atrás. Oh, el castigo estuvo bien ideado, debo reconocerlo. He tenido que existir en un remordimiento abyecto como resultado de la tergiversación de mis planes cuidadosos y bienintencionados.

Carraspeó, después prosiguió hablando con más rapidez.

—Debo ser breve, ya que sus fuerzas pronto te localizarán. Mi nombre es Tlakaélel[17]. Era el Gran Consejero de Iztcóatl en la tercera dinastía azteca. En ese punto todavía éramos mercenarios del reinado de Tepanec. Teníamos Tenochtitlán pero nada más. Iztcóatl y yo tramamos y urdimos planes y, cuando finalmente los llevamos a cabo, tuvimos éxito en derrocar al despótico rey Tepanec. Durante los siguientes tres reinados continué siendo Consejero Supremo. Probablemente estás al tanto de esa historia, la manera en que nos expandimos, convirtiéndonos en el mayor poder en todo México. Nuestra ferocidad, nuestra fortaleza y nuestra misión solo pueden ser rastreadas hasta mí, y a los Códices que creé para incentivar a la tribu.

—No comprendo nada de lo que me dices —musitó Duncan.

—Es simple —dijo Tlakaélel—. Había muchas leyendas y mitos vigentes cuando vinimos a la región.

Gradualmente, como nómades habíamos adoptado a algunos miembros del panteón aquí, aceptando también muchos de sus rituales y costumbres. En nuestro primer reino de independencia, propuse un conjunto de creencias modificadas que, no solo asegurarían la supervivencia de la civilización azteca, sino que culminarían otorgándole el dominio sobre toda la tierra.

—¿Creó supersticiones? ¿Religión? ¿Usted solo? —Duncan se sorprendió y se olvidó del avión y del lugar donde se hallaba.

Tlakaélel asintió.

—Obtuve acceso a todos los materiales sobre las leyendas pasadas. Hice que quemaran todo, cada registro, cada ápice del pasado. Que borraran todo para comenzar desde cero. Sobre el nivel existente de superstición, construí grandes estructuras que esperé, de hecho estaba seguro, que catapultarían a nuestros pueblos al triunfo y a la prosperidad.

—Cada cultura de la región tenía el concepto de cuatro elementos relacionado con su mitología, las cuatro direcciones, las cuatro fases del ser. La tierra, el viento, el agua y el fuego. Yo solo di ese gran salto hacia delante, y desarrollé una cómoda leyenda que sostenía que vivíamos en la Quinta Creación. Que ya habían pasado cuatro y que habían terminado, convenientemente con Teotihuacán, cuyo repentino fallecimiento, era complejo de explicar.

—Y, consecuentemente, éramos los últimos, les dije que la vida no era segura, que nos la otorgaban los dioses. Y solo complaciendo a las deidades podríamos conservar lo que nos era precioso aquí.

—Establecí al conocido Huitzilopochtli como nuestra deidad principal. El hecho de que fuese un guerrero y dios del Sol resultaba ideal para mi propósito. Le dije a la gente que Huitzilopochtli requería sacrificios para continuar su viaje diario a través del cielo, sonaba razonable; tenía sentido para ellos. Y no solo era lógico sino conveniente. Ya que, para adquirir víctimas para los sacrificios, el estado azteca debía expandirse, tenía que aventurarse y conquistar tierras vecinas, para utilizar a los prisioneros en los sacrificios. Y, de esa manera, prosperaría.

—Mi plan funcionó a la perfección. El devoto más ferviente era, por supuesto, Ahuítzotl. Llevó la doctrina hasta el extremo, triplicando las fronteras de nuestro imperio, hasta que llegaron los españoles, destruyeron mi sueño y despedazaron nuestras leyendas. Y fue entonces cuando me di cuenta del espanto de lo que había hecho.

—Cuando miré a mi alrededor y vi todas las almas resentidas, los espíritus que habían conducido a su cuerpo con tal vigor escaleras arriba para ser sacrificados, para alcanzar la recompensa prometida, supe por qué me había quedado aquí, para presenciar eternamente su tormento, su confusión, la pérdida que experimentaban y el precio que habían pagado por las historias que yo había tramado.

Tlakaélel se cubrió el rostro con una mano; parecía estar mareado, haber perdido el equilibrio. Los dibujos de su túnica se tornaron borrosos.

El avión redujo la velocidad aún más y giró para coger una pista agrietada de vuelta hacia el aeropuerto donde podría detenerse para descargar.

Duncan intentó comprender las palabras del Consejero rápidamente intentando discernir sus implicaciones. Ya se había dado cuenta de que, mientras que Tlakaélel podría haber creído que la leyenda que estaba creando era producto de su inspiración, era obvia la influencia de la historia colectiva. Aplacar al dios Sol, la extinción del alma a menos que la muerte fuese en nombre del Sol, y lo que era más importante, las cinco creaciones, tan directamente relacionadas con las cinco fases de la existencia que había descrito Ramsey.

No, Tlakaélel había sido influido inconscientemente, al igual que Ahuítzotl cuando incorporó las estructuras de Tenochtitlán que completarían los jeroglíficos de la Creación. Duncan deseó disponer de tiempo para convencer al Consejero de que la culpa no recaía solamente sobre sus hombros, que el verdadero crimen había sido cometido siglos antes, pero se aproximaban al aeropuerto y todavía le quedaban preguntas por hacer.

—Ahuítzotl dijo que ese dios Sol había ordenado que tanto Rebecca como el niño fuesen sacrificados —dijo Duncan gritando a causa del ruido de un avión que despegaba más lejos en la pista—. ¿No significa eso que está en contacto con el dios?

Tlakaélel se tomó un momento para responder. Parecía estar luchando contra algún tipo de cambio interior. Cuando habló, su rostro estaba desfigurado, tenía los ojos atormentados.

—Creo que el gran Tlatoani está hablando por su dios. Después de casi quinientos años al servicio de una deidad inexistente, ha asumido el sujeto de su veneración; comprende los motivos y los oscuros deseos de Huitzilopochtli, como yo lo representé a él. Y, consecuentemente, a Ahuítzotl le resulta fácil hacer preguntas y contestárselas él mismo, creyendo que las respuestas provienen del divino.

—Por tanto es un esquizofrénico —murmuró Duncan. Miró hacia delante, preocupado. Había tres batallones de guerreros encaramados en el aire a unos cinco kilómetros delante de la punta del avión; miraban en la dirección opuesta.

Tlakaélel prosiguió, pasando por alto la posición del avión.

—Se ha convencido a sí mismo de que, ya que fue el más grande de todos los soberanos, es lógico y apropiado que Huitzilopochtli retenga su espíritu para dominar en el más allá. Y, por supuesto, cuando llegaron noticias de esa Profecía, traídas por el alma de un arqueólogo inglés que creía que la había interpretado correctamente, Ahuítzotl lo asumió como la señal final de su glorioso destino —suspiró—. En este punto, mi confesión no habría perjudicado al Tlatoani en absoluto. Permanecí en silencio sabiamente, revolcándome en el arrepentimiento.

—La Profecía… —Duncan le echó una rápida mirada— es la única pieza que no encaja en el rompecabezas. ¿Quién la escribió, fue mera coincidencia? ¿O funcionó precisamente porque Ramsey y Ahuítzotl basaron personalmente sus acciones en la predicción?

El Consejero respiró profundamente. Le temblaba el cuerpo, la túnica se movía, como si debajo la piel fuese surcada por gruesos haces a través de los cuales soplaba un viento viciado.

—La Profecía —susurró—… estaba incompleta. Encuentra… la versión completa, o a alguien que la recuerde… antes del daño.

El escuadrón de aztecas estaba a menos de dieciocho metros de distancia. El avión avanzaba lentamente. La puerta de carga se abrió y desde la cabina entró un técnico. El hombre, vestido de color naranja, avanzó torpemente hasta el primer grupo de maletas.

—Pirata —gimió el Consejero. Su tocado se estaba derritiendo, le salía humo de la superficie que se retorcía como lombrices en llamas. Levantó la arrugada mano, por los poros le salía una vaporosa luz azul—. Ya no puedo continuar luchando. Yo…

Duncan se quedó mirándolo y repentinamente comprendió.

—¿Permaneció aquí solo a causa de la mentira? Usted…

—Sólo necesitaba… contárselo… a un alma —esbozó una débil y resquebrajada sonrisa por debajo de la emanación de vapor.

El técnico, ignorante de la presencia de los dos fantasmas, pateó algunas maletas, levantó otras tantas para acomodarlas a fin de que fuese más fácil su traslado. Duncan descendió indicándole a sus botas que se aferraran al piso de metal y llamó al fantasma.

—¿Qué debo hacer? ¿Cuándo será el sacrificio? ¿Dónde puedo…?

—Teotihuacán —murmuró el Consejero mientras su mano se disolvía y perdía apoyo en el avión. De inmediato se hundió y pareció moverse hacia atrás. En realidad, era el avión el que avanzaba, dejando atrás a la figura fantasmagórica.

Duncan se impulsó y flotó sobre él. La cola del avión estaba cerca.

—¡Dímelo! —le insistió a la humeante, casi indefinida criatura.

—Pi… Pirámide del Sol. Teotihuacán… —su rostro se despedazó, emitió una última palabra antes de convertirse en una masa de humo que comenzó a girar y a retorcerse.

—Crepúsculo… —el Consejero susurró mientras ambos salían a la luz del día a través de la parte posterior del avión.

La silueta de Tlakaélel pareció arrastrar partículas de materia brillante, haciéndolas girar.

Con un resplandor que alertó al cercano batallón de guerreros, y casi a cada azteca, español y víctima de sacrificio en las cercanías del aeropuerto, Tlakaélel explotó, el humo se desvaneció con el resplandor, dejando atrás docenas de motas resplandecientes que gradualmente perdieron el brillo mientras los primeros atacantes se aproximaban.

Con la espada en la mano, Duncan avanzó volando detrás del avión que finalmente se había detenido por completo. Esquivó un palo, acuchilló a un guerrero en el corazón, pateó a otro apartándolo de su camino y corrió hacia el avión.

Las puertas estaban abiertas y varios montacargas se aproximaban con una carretilla elevadora.

En la punta de la pista más cercana un avión con la insignia de Eastern comenzaba a moverse.

Tres aztecas con la cavidad del pecho ensangrentada emergieron del asfalto ante los ojos de Duncan. Le apuntaron con lanzas al pecho y gritaron en una lengua incomprensible.

Se dio la vuelta y se encontró con cuatro aztecas que vestían elaborados ropajes mientras descendían del cielo, blandiendo crueles espadas.

Formaron un círculo alrededor de él antes de que pudiese hallar un resquicio por donde escapar. Mientras se le acercaban, comprendió. Lo querían vivo. Según la tradición de guerra azteca, el honor más grande consistía en capturar al enemigo sin lastimarlo, y después, por supuesto, el cautivo era sacrificado. Los guerreros que contaban con un gran número de cautivos vivos eran recompensados con un estatus mayor y bienes materiales.

Los empleados de la zona de carga desaparecieron dentro del fuselaje y pronto comenzaron a arrojar maletas desde el interior del avión.

Duncan se agazapó y bajó la punta de la espada. Miró rápidamente los siete rostros. Al escuchar más atrás el grito de victoria del ejército, Duncan dio un brinco hacia un lado, ensartando a una de las víctimas de sacrificio en un área del pecho que no tenía abierta. Se giró, acuchilló a otro por debajo de la lanza desgarrándole el abdomen.

Franqueó velozmente el círculo y corrió hacia el avión, sin mirar atrás. Una formación de aztecas lo persiguió a toda prisa; muchos saltaban desde los techos, otros chirriaban al descender del aire.

El montacargas se encontraba a nueve metros de distancia. Duncan, ponderando sus posibilidades mientras corría, pensó en ceder ante la tentación de simplemente darse la vuelta y atacar sin reparar en sí mismo.

O en Rebecca.

No podía pensar en ella, no en un momento como ése. Rodeado por la nación azteca entera, tenía que obtener sus restos mortales y, de alguna manera, escapar de la turba y salir de la ciudad…

Uno de los empleados del área de carga y descarga, un hombre fornido y velludo con los brazos tatuados, apareció por la puerta con dos maletas. Algo rodó a sus pies. Duncan le prestó atención al pequeño hombre. Y, con el movimiento del siguiente paso del mexicano, la pequeña vasija fue pateada fuera de la pista, haciendo acrobacias por el aire…

Duncan gritó, su quejido se elevó por encima del rugido de los guerreros.

… La urna golpeó el cemento bañado por el sol y se hizo trizas. La tapa giró, describió un pequeño círculo y después cayó, vibrando durante unos segundos hasta detenerse por completo. La pila de cenizas flotó en el húmedo viento. La capa superior se agitó, después descendió cayendo junto con las corrientes de aire.

El empleado mexicano maldijo reiteradas veces y golpeó con el puño la puerta dos veces.

Entre la multitud de aztecas que se aproximaban con lanzas, ningún rostro dejó de esbozar una odiosa sonrisa. La primera fila levantó las manos al unísono… y sopló un viento dañino que atrapó y mezcló las cenizas. Repentinamente el montón voló, pasando a través de Duncan y esparciéndose sobre el cemento.

De rodillas, Duncan gritó enfurecido hasta que se le quebró la voz. Por el rabillo del ojo vio que el avión de Eastern había acelerado y se aproximaba al centro de la pista.

Una punta de lanza le tocó la espalda, perforándole la capa.

En un santiamén, Duncan se dio la vuelta, hizo a un lado la lanza con un golpe y con la otra mano blandió la espada de un lado a otro. Mientras se abría paso a cuchilladas y cortes entre la multitud, se sintió transportado al pasado, al pasado lejano, a la cubierta del Prometheus. No batallaba contra indios antiguos, pero los piratas sedientos de sangre se abalanzaban, echando a pique el más veloz y majestuoso navío que había surcado los mares.

Con un vigor generado por una frustración no correspondida y determinación sin igual, Duncan se arrojó al centro del cada vez más numeroso ejército. Por cada dos de ellos a quienes mataba, cuatro tomaban su lugar, absorbiendo la energía de su caída. Giró en círculos, manteniendo a la turbo a distancia; cortando con la espada, embistiendo con una lanza que había cogido. Imaginó los cuerpos de los piratas cayendo sobre la cubierta, los ecos de las explosiones de los cañones a lo lejos, el viento azotando el velamen, las olas batiéndose contra el casco.

Dirigió la, mirada, apartándola del fragor de la batalla, hacia la pista cercana. Duncan sonrió burlonamente al decapitar a un azteca que se abalanzaba sobre él, cuya cabeza estaba adornada con un tocado de plumas. Pensó que un capitán sabía cuándo abandonar el barco.

Riendo, arrojó la lanza contra el más alto de los guerreros, el más astuto, y comenzó a girar para desaparecer en el suelo. Se hundió más y más profundamente. Por último se concentró en avanzar a través de la resquebrajada tierra seca. Lo hizo a través de los hoyos donde dormían ratones, frescos y con la panza vacía. Pasó una caverna en la que una vieja y deshecha escalera descendía hacia la roca. A su paso vio varios esqueletos, piezas de alfarería y esculturas…

Se percató de que estaba viendo elementos de la época de Tenochtitlán ¡justo debajo del aeropuerto! Pero no tenía tiempo para contemplar la pérdida de la arqueología ante los avances de la modernidad. Los gritos de sus perseguidores llegaron hasta sus oídos.

Subió en ángulo y finalmente llegó a la superficie después de atravesar capas de suelo y cemento.

Estaba a muy poca distancia. Podría lograrlo…

El suelo vibró por el peso del avión que se aproximaba.

Los animales abandonaron los nidos, agrandando las grietas.

Duncan emergió en la pista, elevándose unos cinco metros.

El gran jet pintado con rayas de color naranja rugió, a casi setenta metros de distancia. La punta se elevó, la primera rueda también…

A la izquierda, Duncan observó la aturdida horda que lo perseguía. Frenéticos, chocaban unos contra otros para alcanzar al enemigo.

Cuarenta metros. Las otras ruedas despegaron de la pista y después la volvieron a tocar, como si necesitasen una última garantía haciendo contacto con la tierra.

El ejército se aproximaba y Duncan pudo percibir la sed de sangre en sus ojos. Dedujo que su causa había cambiado debido a los recientes sucesos. Los guerreros que se hallaban en el aire cargaban sus arcos mientras volaban. Las tropas terrestres alistaban las lanzas. Un par de españoles que se hallaban más atrás levantaron sus mosquetes.

Veinte metros. Las ruedas se elevaron nuevamente y no volvieron a descender.

Duncan envainó la espada, concentró la atención en el avión y levantó ambas manos por encima de la cabeza. Calculó la distancia y el recorrido de ascenso y se impulsó hacia arriba, con más y más rapidez, con las manos listas. El recuerdo de la urna haciéndose trizas y sus cenizas azotándole el rostro intentó quebrantar su concentración; pero negó vehementemente su presencia. No iba a dejar de existir a manos de aquella turba. Era mejor disolverse en una rápida y tranquila agonía alejado del cuerpo que le había encadenado el alma durante siglos.

Abajo, desde la pista, cuatro aztecas se abalanzaron hacia Duncan. Se elevaron del cemento blandiendo espadas y cuchillos. Llegaron a solo unos centímetros de su presa hasta que Duncan fue impulsado lejos, repentina e inexplicablemente. Con un rugido ensordecedor y una ráfaga de viento que no tenían ningún efecto sobre el cuerpo etéreo de los aztecas, el vuelo 1147 de Eastern con destino a Miami despegó del aeropuerto de la Ciudad de México.

Si cualquiera de los muertos, o de los escasos afortunados entre los vivos que podían verlos, hubiese tenido la posibilidad de observar el despegue del avión, se habría maravillado ante la figura de capa negra que se retorcía con colosal fuerza de voluntad, colgada de una de las alas.