Capítulo 24

Domingo por la mañana.

Sintió que el peso se elevaba gradualmente. Al principio, se elevó imperceptiblemente, llevándose el velo más pesado de oscuridad. Más allá de la mortaja, se podían observar una serie de imágenes fugaces que se movían con rapidez, escenas que se repetían con creciente frecuencia, nublándole la mente, resonando en la consciencia que recuperaba. Caesar gimiendo en el suelo, disparos, el pirata emergiendo entre ella y Scott, el espectro azteca regresando solo, cogiendo la jeringa…

Se imaginó a sí misma como a una telaraña flotando en las suaves corrientes de aire que soplaban desde abajo. A la deriva en una ráfaga, en las alas de un vaho gentil que la propulsaba más alto, donde podía expandirse, sola y sin ser desafiada.

Sola.

No tanto. Había algo más en aquel lugar. Algo sensitivo. Alerta, observaba, aguardaba.

—¿Duncan?

Un sonido como el deje de una risa vacía provino desde algún lugar cercano. O lejano. Ella no lo pudo distinguir.

Su ascenso fue interrumpido, detenido por una fuerza opresiva que ya estaba establecida; un poder que, sintió ella, controlaba el vuelo que la había despertado de la oscuridad primero. Recordó la sensación de compartir ese lugar que le pertenecía por derecho; recordó la maravilla, el éxtasis que le había provocado. Recordó…

Duncan…

Las palabras sacudieron su esencia como la detonación de un explosivo en un túnel angosto, repitiendo una y otra vez las palabras como en un eco:

Vuélvelo a intentar. Mujer.

La oscuridad giró mientras que un terror paralizante la cogió fuertemente de los talones, socavándole y desgarrándole su ser interior.

Tu valiente amante huyó con la cola entre las patas, dejándote para que te pudrieras.

¡No! ¡No! Intentó concentrarse en un punto fijo. Necesitaba dejar de dar vueltas. Era incontrolable. Como aquel juego en el parque de diversiones al que su padre la había llevado el día de su sexto cumpleaños; cómo había llorado, gritado, golpeado e implorado a su padre para que hiciera que se detuviese; pero solo había girado más rápido; y cuando había pensado que había terminado, volvía a girar en la dirección opuesta.

—Detente… detente…

Se sucedió un silencio burlón, en el que su mareo se expandió para poseerla por completo.

—Por favor…

Sólo, —dijo su regocijado usurpador de alma—, porque el viaje se ha completado.

Un borde afilado de oscuridad le cortó su tambaleante esencia.

—Tengo otro fantasma del que ocuparme. Y un sacrificio final que planear.

—Pero… —se las arregló para pensar—. Duncan…

—No ha mostrado su pálido rostro por aquí ni ha levantado un dedo en tu defensa. Tenía miedo, pero cuando llegamos seguros, me percaté de que era obra de Huitzilopochtli. El Sol me protege y mortifica a mis enemigos.

—Al Sol, —murmuró ella hablando por medio del alma—, no le importa un bledo…

—¡CUIDA TUS PALABRAS! —Le respondió haciéndole sentir latigazos que le provocaron un abrasador dolor blanco y que fustigaron lo que se sentía como su piel—. Nos volveremos a encontrar, —susurró la presencia extraña mientras le soltaba los talones y se alejaba, perdiéndose en la distancia—. Nuevamente, esta tarde. Alma con alma.

El torbellino se apaciguó y el automóvil se detuvo abruptamente.

—Reclama lo que te pertenece.

Con una rapidez cegadora, Rebecca irrumpió en el espacio vacío. Abrió los ojos de par en par, y vio una recámara escasamente alumbrada y percibió que el azteca desaparecía rápidamente a través de la pared opuesta.

—¿Señorita?

La voz, y el darse cuenta de que no estaba sola, hicieron que Rebecca recuperara por completo la conciencia, logrando retomar el dominio de su cuerpo, empujó el suelo e intentó levantarse. Su cabeza respondió inmediatamente con una protesta, el dolor era tres veces mayor al de cualquier resaca que hubiera experimentado. Sus piernas, débiles, se encogieron y la impulsaron hacia delante, junto al niño que estaba de rodillas.

—¿Señorita? —le dijo nuevamente estirándose tímidamente para tocarle el hombro—. ¿Está usted bien?

Rebecca levantó la cabeza pesadamente. Era el niño que había estado en su cabaña, el que Ramsey había usado como escudo, quien ahora se arrodillaba ante ella. El niño, que llevaba puesta una camiseta de Batman y un par de ajados jeans, se estiró para tocarla.

—No… no sabía si usted estaba viva o muerta. No se movía, no hacía nada. Después… —sus ojos se empañaron al mirar la pared—… él salió de usted. Me alegra que fuese solo él, y no su alma, señorita. Aguarde y observé, pero la suya nunca salió.

Pestañeando, Rebecca intentó incorporarse. Notó un calor opresivo en el aire. Se hallaban en una habitación vacía con paredes de yeso, piso de madera y techo alto. Sobre su hombro, quizás unos dos metros más arriba, había una pequeña ventana con barrotes. Un haz de luz lleno de polvo se colaba por la abertura y se reflejaba en la pared opuesta.

—¿Dónde? —preguntó ella haciendo un esfuerzo por decir la palabra.

—En algún lugar verdaderamente caluroso —el niño se encogió de hombros y levantó una rodilla, después la otra. En cuclillas dijo—: Me pincharon una y otra vez con agujas hasta que me desmayé. Me desperté una vez y estábamos en un avión. Justo como el que recuerdo haber visto en El equipo A una vez. Pero —dijo y frunció los labios—, esta vez estaba en colores. Miré hacia abajo y estábamos a millones de kilómetros de altura —sonrió ampliamente y le brillaron los dientes—. Podía ver todo el mundo.

Rebecca le echó una mirada a la ventana y se percató de que tendría que ponerse de pie y, probablemente saltar, para poder ver al otro lado. En ese momento notó la ropa que llevaba puesta. Ahuítzotl debía haber vestido su cuerpo antes de irse de la cabaña. Llevaba puestos pantalones anchos color tostado y una cómoda blusa blanca.

—Después me volvieron a drogar, y cuando desperté, estaba aquí. Usted entró, y sus ojos… había algo extraño en ellos. Y me sonrió con la misma sonrisa con la que el Águila me había sonreído en el sueño —el niño finalmente se puso de pie y metió las manos en los bolsillos— y con voz rara me preguntó sobre mi Canción, y cuántas veces la había cantado, y… ¿Qué sucede? —dio un paso hacia atrás—. ¿Por qué me mira de esa manera?

Rebecca se lo quedó mirando atónita. Canción… Águila…

—Dios mío, te ha encontrado.

El niño frunció el ceño y después señaló el cuello de Rebecca.

—¿Para qué es ese vendaje? ¿Estuvo usted en el hospital?

Ella se tocó la gasa, después la conexión, tan obvia, la golpeó fuertemente; miró el suelo intentando recordar.

«Sálvalo… su nombre es…».

—¿Jay?

El niño pestañeó y dio un salto hacia atrás. —Usted sabe…

Rebecca se puso de rodillas y se estiró hacia él. —Una niña, una niña bonita se me acercó… pensé que se trataba de un sueño. Ella dijo…

Jay aplaudió.

—¡Eres tú! Ella dijo que vendrías. Dijo que me ayudarías —agrandó aún más la sonrisa, se le acercó y, vacilante, le cogió las manos entrelazando los dedos con los de ella.

Las lágrimas le recorrieron las mejillas.

—Su nombre —dijo Jay turbándose por el recuerdo—, era Susie.

♠ ♠ ♠

En la siguiente hora y media, cuando el cuadrado de luz que se proyectaba cerca del techo había descendido hasta el medio de la pared, los ocupantes de la celda habían intercambiado historias. Rebecca había relatado los sucesos de los últimos tres días, incluyendo el intento de asesinato una semana antes. Habló con la mayor simpleza que le fue posible, resumiendo lo más sucintamente que pudo, intentando que los sucesos fuesen claros sin ahondar demasiado en grandes tangentes filosóficas y místicas. Resultó que el niño era mucho más sabio de lo que aparentaba y de lo que delataba su edad; rápidamente incorporó y analizó los fragmentos de información que ella le proporcionaba, sin expresar emoción. Rebecca se percató de que era un niño fuerte; no solo por fuera como lo evidenciaba la sonrisa a pesar de las magulladuras en el rostro y en el cuello, y Dios sabe dónde más, sino también en su corazón, tenía fortaleza de ánimo y una gran voluntad.

Él contó su parte de la historia sin desmoronarse ni una sola vez, desde el primer encuentro con la niña que lloraba, hasta la experiencia en el hospital. Ocasionalmente, se sobresaltaba y debía descansar un momento después de describir una escena que involucraba a Susie. Pero pronto la retomaba, y la voz solo le flaqueó cuando intentó relatar la visita del hombre malo, cuando su padre, junto con su alma, había sido masacrado y, lo que era más importante, cuando se había despedido de Susie para siempre.

Los ojos se le llenaron de lágrimas nuevamente al relatarlo. Y sus lágrimas hallaron compañía cuando Rebecca se enteró de la pérdida de Caesar. Sólo pudo pensar en una costa ventosa a la luz de la luna y una figura con una capa, de pie en completa soledad, con un palo en una mano mientras escuchaba en vano para poder captar el sonido familiar de un juego que a menudo traía la brisa.

Finalmente, el duelo terminó y los recuerdos fueron sepultados y atesorados, Rebecca y Jay se sentaron uno junto al otro debajo del cuadrado de luz de sol que se reflejaba en la pared. A través de los barrotes de la ventana de la pared opuesta, observaron y se maravillaron ante la pureza del cielo matutino. Más tarde, Jay cerró los ojos y apoyó la cabeza en el hombro de Rebecca. Su tensión casi desapareció o al menos se redujo a un nivel tolerable. Él era especial, Susie se lo había recordado muchas veces. Todo saldría bien… tenía que ser así.

Rebecca estaba allí. Él sabía que lo ayudaría, pero el sueño aún lo atormentaba. Comenzó a dudar de que algo se pudiera interponer entre el Águila que descendía y la garganta expuesta de la Paloma.

—¿Jay?

—¿Mmm? —el niño pestañeó, dejó caer la cabeza hacia atrás sobre el suave hombro de Rebecca y la miró a los ojos. «¿De qué se había perdido al no tener una madre? ¿Si su madre no hubiera sido una adicta, podría haber sido de esa manera? ¿Se habría arrebujado junto a su madre frente al televisor? ¿Lo habría arrullado en su colchón hasta que él se durmiera? ¿Le habría acariciado la cabeza con sus suaves dedos como lo estaba haciendo Rebecca?». Hizo a un lado las especulaciones y centró sus pensamientos en la situación actual.

—¿Por qué soy diferente? —preguntó Jay suspirando profundamente—. ¿Por qué soy la Paloma?

Rebecca se tomó un largo tiempo para responder.

—No lo sé en realidad. Pero el Águila sabía de ti. Te ha estado buscando durante cinco centurias. Eso significa… significa que existe alguna clase de predestinación… algo estaba sucediendo… alguna clase de propósito. Se está llevando a cabo algún plan… —ella levantó la vista hacia la brillante ventana donde el extremo superior del resplandeciente círculo iluminaba el borde.

—… ¡Se está estableciendo un destino predeterminado hace mucho tiempo!

Mentalmente repasó lo sucedido. Jay la cogió de la manga, pero ella estaba ausente en el intrincado devenir del pensamiento, tambaleándose al borde de la locura, batallando con elementos incontrolables, fuerzas que cedían ante la voluntad de maquinaciones cósmicas, arrasando obviamente su inconsecuente existencia.

«¡Duncan… ayúdame!

»¿Dónde estaba él?

»Huyó con la cola entre las patas

»… te dejó para que te pudrieras.

»¡NO! No podía ser… Era imposible ¡Ella había escapado de la muerte dos veces, maldita sea! Había hallado a la Paloma, había escapado de Karl y del vikingo y… se había enamorado.

»En vano.

»¡NO! Tenía que haber un sentido en todo eso… en alguna parte. Se concentró, buscando salvajemente un hilo esquivo, una línea que, una vez atada, uniera todas las piezas».

Sintió que se desvanecía la presión sobre su hombro. Algo cambió en la habitación.

Alguien lloró. Se oyó un sollozo acongojado y angustiado.

«Reacciona. Encuentra el sentido, Becki. No esperes a que llegue con el carro de la cena. Sal y enfréntate a ello».

—De acuerdo, de acuerdo —levantó la cabeza y la sacudió deshaciéndose de copos de nieve imaginarios. Se puso de pie frente al haz de luz. Entornó los ojos y vio a Jay que caminaba arrastrando los pies hacia el otro lado de la habitación, hacia la esquina donde, en cuclillas, temblaba y sollozaba una forma casi transparente.

Apartándose del rayo de sol y encaminándose hacia la ventana, Rebecca observó a Jay acercársele al fantasma recién llegado.

La figura levantó la cabeza de un oscuro manto. El rostro marchito y arrugado con mirada glacial y boca desdentada giró en dirección a ella y dejó salir un quejido agudo. La mujer comenzó a merodear y a hablar en una lengua ininteligible.

Rebecca vio cómo la expresión en el rostro de Jay se llenaba de pena. Él no comprendía las palabras, pero comprendía bien el dolor. La mujer, todavía, no estaba al tanto de la presencia de ninguno de ellos.

Rebecca se recostó contra la pared, esperando para ver lo que sucedería, la experiencia que Jay le había relatado una y otra vez. Ella deseaba ver, debía creer viéndolo con sus propios ojos. Aguardó y Jay se acercó.

La pared a espaldas de Rebecca pareció abrirse, permitiendo la entrada de un espíritu que se movía rápidamente; un hombre semidesnudo tenía rayas pintadas en la piel y plumas, y los brazos cubiertos de sangre desde los codos hasta los dedos. Sus ojos eran huecos rojos. Ciego, atravesó a Rebecca tambaleándose, se giró y pareció subir una escalera inexistente, después desapareció en el techo.

—¿Qué demon…?

Rebecca se quedó mirando el techo y después le echó un vistazo a la ventana. Su cabeza se balanceó, miró las manos de Jay intentando alcanzar a la anciana mujer que temblaba y se alejaba.

La preocupación de Rebecca desapareció, ignoró la jaqueca, se volvió y dio un salto para cogerse del borde de lo ventana. Con todas las fuerzas que pudo reunir, su aferró de uno de los barrotes y tiró pateando al mismo tiempo.

Se enganchó del borde con el codo y levantó el mentón para observar por la abertura.

Quedó boquiabierta, intentó hablar.

—Jay… —exclamó. Perdió el asidero y se tumbó hacia atrás, torciéndose el tobillo al caer de lado. Rodó y gritó.

—¡DETENTE!

Los dedos de Jay se hallaban tan solo a unos centímetros del cabello gris de la mujer, se detuvo. Miró hacia atrás, temblando nerviosamente y con expresión confundida.

—Por favor —susurró Rebecca, temerosa de que sui palabras fueran percibidas por los oídos equivocados—. Aléjate de ella.

—¿Por qué? —Jay continuaba con la mano estirada.

—Jay —dijo ella poniéndose de rodillas y haciendo una mueca a causa del dolor en el tobillo—. ¿Recuerdas el monumento de guerra? ¿Cuando todos los demás vieron que liberaste al coronel y se abalanzaron sobre ti?

—Sí. No fue agradable. Demasiados…

—Exacto, Jay. Demasiados.

—Quería ayudarlos a todos. Pero realmente me debilité. Y… bien, después me llevaron al hospital; aunque quería salvarlos a todos, de verdad quería hacerlo.

—Lo sé, Jay. Lo sé. Pero, verás, acabo de recordar algo realmente importante.

—¿Qué? —alejó la mano con renuencia. Los sollozos de la mujer eran aún penetrantes y desesperados.

Rebecca cerró los ojos, recordando la noche de la tormenta, la voz canturreando en la radio de su automóvil.

«Y bajo la Luz, Edwin… jeroglíficos en todas partes. Exactamente como en Teotihuacán, hace casi un milenio».

La escena al otro lado de la ventana, la visión del centro de la ciudad de México se reprodujo en su mente.

«¿Comprendes las implicaciones? Hasta la llegada de Cortés, durante treinta y siete años…».

—Jay, aléjate muy despacio. No la mires. No le digas ni una sola palabra.

«Una ciudad entera…».

—Ellos pueden ver a través del muro. Sabrán que tienes el poder.

—¿Quiénes?

»Tenochtitlán. La ciudad entera. Con una población de más de 200 000 personas en su apogeo, —recordó ella—, la mayoría masacrados por los españoles, o diezmados por la viruela.

»Y los veinte mil sacrificios, —no podía olvidarlos.

—Las almas arcaicas, Jay. Los habitantes originales de esta ciudad. —Rebecca se estiró y lo cogió de la mano cuando estuvo lo suficientemente cerca. Lo atrajo para que se sentara junto a ella.

—Los aztecas.