Playa Delaware, 20:30 horas.
El masaje se sentía genial. Después de la rigidez de la cama de hospital, después de los sustos de la tarde anterior y después de haber pasado una hora bajo el agua, eso era exactamente lo que ella necesitaba. Estaba recostada contra la baranda del porche, con la cabeza relajada hacia delante mientras las manos y los dedos de Duncan le masajeaban expertamente el cuello y los hombros y le frotaban firmes círculos hacia abajo a cada costado de la columna vertebral. Ella solo llevaba puesto un holgado camisón abotonado que le llegaba hasta las rodillas. El cuello de la prenda estaba echado hacia atrás para que él pudiese llegar también a la nuca. Ella se había estado preparando para darse una ducha, con el fin de refrescarse antes de partir para, en primer lugar, investigar el asunto de Jacobs y en segundo, para averiguar lo que pudiese sobre Ramsey Mitchell y Ahuítzotl, cuando Duncan la llamó desde el porche, ansioso por compartir con ella los últimos rayos del crepúsculo. El pirata estaba de un humor extremadamente jubiloso, experimentaba una nueva libertad. Juntos, habían desprendido su andrajoso esqueleto del mástil y, con cuidado de no extraviar ninguna parte, ni siquiera un dedo, habían regresado al bote y habían colocado el cuerpo en una bolsa grande de plástico negro. Desde el muelle se habían dirigido directamente a la casa de un conocido de Rebecca, uno que le debía a ella un favor; el hombre tenía un trabajo de medio turno en el crematorio de Arlington y estaba ansioso por saldar su deuda prendiéndole fuego a los restos. Le dijo al hombre que los huesos eran de una mascota que había tenido desde la infancia, un perro que ella extrañaba inmensamente y, que en vez de mantener su esqueleto en Kentucky, había deseado quedarse para siempre son sus cenizas.
Más tarde, con las cenizas de Duncan en una urna firmemente cerrada, ambos habían regresado a casa y se vieron forzados a jugar un breve juego de arrojar palos para recobrar el afecto de Caesar.
Los últimos destellos lavanda lucharon y fueron vencidos por la cortina descendiente de la oscuridad. Mientras los músculos de Rebecca eran liberados de los nudos e hinchazones, aparecieron las primeras tímidas estrellas. Ella levantó la cabeza, y se encogió de hombros a causa del movimiento de Duncan. Caesar roncó desde donde se hallaba acurrucado sobre la arena, mezclándose con las sombras.
—Un alma acaba de entrar al paraíso —murmuró ella observando el extenso reino del crepúsculo.
—¿Qué? —susurró Duncan a través del suave cabello detrás de su oreja.
Una gota de sudor resbaló por la frente de ella. El aire estaba húmedo, en la playa solo había una suave brisa. Repentinamente sintió un aire fresco desde detrás del hombro, a través del cabello, refrescándole la frente, secándole los labios.
—Gracias —murmuró ella, girando la cabeza para mirarlo a los ojos, a no más de unos centímetros de distancia. Él dejó descansar las manos en sus hombros. Ella casi pudo sentir su ancho pecho contra su espalda arqueada—. Un alma —repitió levantando la vista para observar a uno de los brillantes personajes del escenario nocturno.
—Es algo que mi padre me dijo una vez —parpadeó y esbozó una sonrisa con la comisura de los labios—. Una linda historia que, para una niña de ocho años, tenía absoluto sentido, una historia que reducía a la vida y a la muerte a proporciones manejables.
—Cuéntame —Duncan la instó presionándole con los dedos cada una de las vértebras de la espalda.
Rebecca suspiró y señaló el cielo.
—Allí ¿Ves esa estrella brillante, ahí sola?
—Sí, la veo.
—Acaba de centellear.
—¿Centellear?
—Sí. Brillar, resplandecer, fulgurar, titilar, no lo sé. Carl Sagan brindaría alguna clase de razonamiento técnico y sofisticado en lo referente a la distorsión de los rayos de luz a través del tiempo y el espacio; pero aunque lo llames como desees, centelleó.
—¿Y eso resolvió el misterio de la vida y de la muerte para ti? —Duncan emitió una risilla—. Tu padre debe haber sido un relator de historias muy convincente.
Ella cerró los ojos. Caesar bufó y le hizo recordar a Sparky, cuya muerte había sido la primera que ella había racionalizado de esa manera. —Papá me dijo que el paraíso estaba allí. Más allá de la Tierra, más allá de todo. Era como una enorme mansión. Y las estrellas eran las ventanas— hizo una pausa para respirar. En su mente ella se había retrotraído al pasado, estaba aferrada del cuello de su padre en el medio de los maizales de Kentucky, observando la maravilla celestial que se extendía sobre sus cabezas.
—No había puertas, solo ventanas. Y cada ventana tenía una cortina del lado de fuera. Cuando un alma entraba a la gran mansión, solo tenía que levantar la cortina y deslizarse a través de la ventana —Rebecca abrió los ojos, el sonido del viento en el maizal se fundió con el susurro de las olas en la rompiente. Miró a Duncan a los ojos. La expresión de él se había tornado pensativa e intensa. Sus movimientos se hicieron más lentos y dejó reposar las manos pesadamente en la espalda de Rebecca.
Ella continuó, firmemente.
—Y cuando se levantaba la cortina, el brillo de la mansión resplandecía a través de la ventana durante un instante.
Duncan retiró las manos de su cuerpo, apartó la mirada de ella y observó hacia arriba.
—Por lo tanto, centellean —respiró profundamente y pestañeó como si el resplandor de los minúsculos puntos fuese demasiado intenso.
—¿Qué sucede? —le preguntó Rebecca dándose la vuelta para mirarlo de frente. Percibió su ausencia. Solitaria y ansiosa, aguardó su caricia—. ¿Qué fue lo que dije?
Él meneó la cabeza.
—Sólo me preguntaba —dijo él—, qué le sucedía a las almas que no llegaban a aquella gran mansión —le echó una mirada—. ¿Qué sucede con el resto? ¿Con aquellos que no merecen las comodidades de ese lugar?
Rebecca se mordió el labio y se encogió de hombros.
—Si creemos en la teoría de Ramsey, parece que todas las almas son admitidas allí, sin importar sus acciones pasadas. Todas regresan a la Luz. ¿No es así?, no se mencionaba ninguna otra alternativa, nada que coexistiese con la Luz, de donde los malignos pudieran ser desterrados. Puede ser que los mitos acerca del infierno o de la reencarnación continua fueran solo parte de una mitología desarrollada cuando los espíritus estaban encarnados; quizás se dieron cuenta de que tenían que funcionar como criaturas mortales frágiles, y, como tales, necesitaban leyes y castigos, y ¿qué castigo podía ser más duro para controlar la sociedad que la amenaza de la maldición eterna?
Duncan no parecía convencido.
—Eso puede ser. Pero una vez que se está dentro de esa espaciosa mansión a la que todos tienen acceso ¿qué sucede después? ¿Los pecadores y los puros de corazón comparten cócteles juntos en las fiestas? ¿Los judíos y los nazis beben uno al lado del otro? ¿Los asesinos y las víctimas brindan juntos por las pobres almas que quedaron en la tierra? —se sobresaltó como si le hubieran asestado un golpe—. La mansión puede ser un lugar enorme, lleno de intrincados pasillos y escaleras ocultas que conducen a los desobedientes a alcobas más profundas y oscuras, quizás atestadas de elementos que llevan a la locura. ¿Qué sucede dentro, Rebecca? Esa pregunta es la que yace en el centro de mis preocupaciones.
—Lo que sucede dentro… —Rebecca pensó durante un momento y tuvo que imaginarse nuevamente en el maizal, imaginar que ella era el padre y que el inquisitivo y temeroso niño a sus espaldas le había hecho una pregunto difícil—. Quizás —comenzó a decir, sacando las fuerzas de algún profundo lugar de su interior—, es como muchos lo han imaginado, una especie de sueño. Y una vez que uno está dormido sobre fabulosas sábanas de satén, soñamos… —se movió para que él la viese. Se retiró los húmedos mechones de cabello que le caían sobre los ojos y continuó— y al igual que nuestros sueños en la vida real pueden ser influidos por los sucesos del día, lo mismo puede ocurrir con los sueños que tenemos en ese reino, al ser influidos por los sucesos de nuestra vida. Si uno vivió de manera decente, intentando darlo todo para que el mundo fuese un lugar mejor, si uno vivió de acuerdo con su consciencia o siguió diligentemente un conjunto de creencias, tendrá sueños placenteros, rodeados de las personas a las que uno ama, donde todas las fantasías puedan volverse realidad —ella sonrió—. Y si has llevado una vida deshonesta y destructiva, causando daño y…
Se detuvo abruptamente, percatándose del dolor en los ojos de él y de su error.
—Y, por tanto —susurró Duncan apartando la mirada—, puedo esperar tener sueños de inconmensurable horror, atrapado en una espantosa pesadilla sobre la cual no tengo control ni de la que tampoco puedo despertar.
—¡No! No… —Rebecca se estiró para tocarlo, su mano pasó a través de su pecho.
Caesar gruñó.
—¡No lo sabes! —argumentó ella, enojada por haber comenzado con su teoría—. No me escuches, solo estoy divagando. Además, tú has hecho mucho bien, tú…
—He matado a cientos de inocentes, Rebecca. Reí mientras que las naves mercantes eran consumidas por las llamas, mientras la tripulación saltaba a la muerte o era convertida en cenizas o se encogía al otro extremo de mi espada. Ayudé y alenté a un loco durante seis años de matanzas indiscriminadas.
Duncan colocó las palmas de las manos hacia arriba y se miró una y después otra. —Dime que estas manos están libres de sangre. Dime que este corazón contiene un ápice de bondad. Dime…
—¡Maldición, Duncan! —Rebecca lo abofeteó en, o a través del rostro. La furia se apoderó de ella, brotándole desde dentro, quizás como una reacción para apoyar su propio entendimiento del hombre—. ¡Deja de intentar esconderte detrás de tu autorrecriminación! Eso sucedió hace siglos, en una época diferente, una época en la cual, seguramente, estuviste innecesariamente absorbido; pero incluso entonces, tu verdadera personalidad se manifestó y te pronunciaste en contra del mal.
—¿Qué bien le hizo a los que habían muerto, o a mí mismo, a largo plazo?
—¡Eso no importa! ¿No te das cuenta? Estamos hablando de tus motivos, de tus impulsos, de tu alma, para decirlo de alguna manera. Cuando se te juzgue, si es que eso sucede, nadie tomará en cuenta las consecuencias de tus acciones, serán tus intenciones las que examinarán, las intenciones que surgieron de tu alma —ella continuó, casi sin aliento—. Y yo… yo he visto tu verdadera personalidad. Precisamente es tu alma lo que ha perdurado ¿Qué cosa mala has hecho desde que tienes esta forma? ¡Nada! Intentaste salvar a una joven de la muerte, convertiste en tu amigo a un desolado animal…
—¡Guau! —en la arena, Caesar levantó la cabeza y pareció sonreír.
—Y salvaste mi vida, y te quedaste conmigo, y…
—Por motivos egoístas —la interrumpió Duncan—. Fue por egoísmo. Sabía que podías ayudarme a recuperar mi cuerpo, y…
—¡Pamplinas! —ella permaneció de pie, erguida y con los puños apretados—. Tus ojos no pueden mentir; tus expresiones y tus maneras traicionan cualquier reclamo de egoísmo. Ayudaste, por amabilidad, compasión, y quizás…
Los ojos llorosos de Duncan se posaron en los de ella por un instante, después apartó la mirada. —No lo digo, madame. No lo haga…
—¿Por qué, Duncan? Si es verdad, pues es prueba de la pureza de tu alma. He visto el brillo en tus ojos, he percibido la vacilación en las yemas de tus dedos…
—Nervios, eso es todo —dijo mirándose los pies—. No estoy acostumbrado a estar rodeado de mortales, y…
Caesar se incorporó y pudieron verlo, levantó las patas traseras, colocó el hocico entre las patas delanteras. Comenzó a gruñir suavemente.
—Tu perro no está de acuerdo, ni yo tampoco —Rebecca dio un paso hacia delante y levantó las manos a cada lado del rostro de Duncan—. No puedes ser completamente malo, Duncan Miles III. No puede ser.
Ella sonrió ampliamente y lo miró a los ojos con los suyos llenos de lágrimas de felicidad a punto de ser derramadas.
—Debe haber algo bueno en ti —dijo— porque por primera vez… me he enamorado.
Caesar ladró alegremente y Duncan le rodeó los hombros con los brazos y la apretó contra él.
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—¿Hay algún problema —dijo ella recostándose en el marco de la puerta del baño— si te pido que te des la vuelta? —el cabello le caía graciosamente a los lados del cuello, por detrás de las orejas, enmarcándole el mentón. Frotaba las rodillas una contra otra y tenía una mano sobre el primer botón del camisón.
El sonido de la ducha golpeando contra la bañera intentó mitigar su voz, pero solo logró alterar el producto final convirtiéndolo en una sensual propuesta.
—Ninguno —respondió el pirata mientras emergía por completo en su alcoba, y sus botas dejaban huellas más claras en la alfombra frente al colchón—. Creo que la tentación de espiar sería avasalladora, querida. Y, dado que puedo ver muy bien a través de las paredes…
La risa de Rebecca bordeó el nerviosismo, se apartó de la puerta y dejó caer la mano a un lado.
—En ese caso… ¿por qué no me ayudas?
Cerró los ojos y respiró entrecortada y pesadamente, sintió que se desprendía el primer botón y después el segundo de su camisón. Una fresca ráfaga le rozó la sudorosa piel y la recibió con placer. El aire del cuarto estaba viciado y era densamente húmedo. El vapor emergía desde la puerta del baño.
Ella aguardó a que se soltara el siguiente botón, pero en lugar de ello sintió el roce de la yema de los dedos sobre su tenso vientre, deslizándose por el camisón, tocándole el ombligo, rodeándole las caderas, las piernas…
Rebecca suspiró, abrió la boca y su lengua jugueteó sobre los húmedos labios, después susurró su nombre.
Los suaves puntos de presión ascendieron desde los muslos por los costados de su cuerpo hasta los brazos. Desde los hombros, los dedos descendieron tocándole el borde de los pechos, después se juntaron trazando una línea entre ellos, descendiendo y separándose; las manos se dirigieron lentamente hacia su espalda, descendieron ejerciendo gran presión desde sus omóplatos hasta sus glúteos, y más abajo para coger el extremo del camisón.
Se levantó lentamente, el borde le hizo cosquillas en los muslos. El camisón se elevó por encima de su cintura; la tranquilizadora brisa le reconfortó la piel desnuda. La tela se elevó más, deteniéndose a la altura de sus pechos, donde sintió uno presión muy breve que le provocó un gemido de placer.
Jadeó y alzó los brazos permitiéndole que levantara el camisón sobre su cabeza. Las mangas fueron lo último de lo que se despojó.
Desnuda, permaneció de pie frente al fantasma; bajó los brazos y, con los ojos todavía cerrados, abrió la boca e imaginó sus labios acercándose para besarla, su lengua jugueteando dentro de la boca de ella…
—Eres hermosa —susurró Duncan—. Absolutamente… hermosa…
Ella levantó una mano.
—Duncan… —la brisa, en lugar de refrescarla, sirvió para incitar la pasión en reinos más fogosos. Con los pezones henchidos y erectos, su cuerpo tembló.
—Puedo ser tuyo, Becki —le dijo quedamente, esta vez desde atrás, hablándole al oído. Pensó en su cuerpo presionándose contra el de ella, sus brazos rodeando los de ella, sus manos recorriéndole el cuerpo.
—¿Cómo? —murmuró ella, sintiendo el pecho oprimido. Se sintió mareada.
—Déjame entrar —la exhortó—. Una unión completa. Compartiremos el cuerpo. Yo me moveré y tú sentirás. Abre tu mente, Becki. Deséame. Deséalo…
Ella se dio la vuelta y casi se desvanece.
—Ven —le dijo. Echó la cabeza hacia atrás y puso en blanco los ojos. Se le erizó la piel y perdió el control de la voluntad. Intentó imaginar su alma abriéndose para él, permitiéndole unirse, llenarla por completo.
—Soy… tuya… —susurró. Sintió como si su cuerpo se elevara de la alfombra; pero se dio cuenta de que solo se trataba de su espíritu, que se henchía y giraba ante la nueva libertad. Sintió pánico un instante cuando intentó, a fuerza de costumbre, mantener el control, pero el deseo era demasiado intenso, y se entregó completamente para que la poseyera el otro ser.
Él se introdujo gradualmente, entrando suavemente en su cuerpo. Virgen en la experiencia de la posesión, Duncan sintió la emoción tan fuertemente como Rebecca. Una vez que traspasó el umbral, su espíritu se sintió atenazado, llenando rápidamente el espacio y acostumbrándose a su nuevo cuerpo. Como si se probara un traje, Duncan estiró los brazos de ella, encogió los dedos de los pies; él abrió la boca de ella, lamió sus labios, le recorrió el cabello con los dedos.
La cálida sensación de la materialidad incitó un arrebato de pasión, un deseo ardiente, puramente físico en su naturaleza. Los recuerdos etéreos se disolvieron en una andanada de sensuales apetitos. Él fue consumido por el fuego de Rebecca. Se tambaleó hacia delante, se inclinó y se dejó caer de espaldas sobre la cama. Él levantó las rodillas de ella, le arqueó la espalda, gimió con sus pulmones, suspiró con su voz.
Rebecca… pronunció su nombre mentalmente. Le recorrió el cuerpo con las manos de ella, le acarició los pechos, apretó, jugueteó, suavemente, intensamente. Él sintió su vientre, recorrió con las uñas de ella la parte interna de sus muslos. Buscó con sus dedos…
—Aquí… —contestó la dulce voz, haciendo eco desde inescalables muros de placer—. Estoy aquí, Duncan. Duncan… no te detengas, no lo hagas… por favor… amor… Te amo… te necesito.
Al otro lado de la ventana, las centelleantes constelaciones emergieron triunfalmente, su brillo se debilitó frente a la luna creciente que resplandecía sobre las olas, enviando su potente luminosidad dentro de la alcoba, bañando de gloria plateada la figura solitaria.
Y más abajo, de pie entre las contorneadas sombras, el insustancial perro de pelaje amarillo elevó la cabeza y emitió un largo y sombrío aullido en la quietud de la noche.
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Exhausta pero renovada, Rebecca yacía en las revueltas sábanas, el agua de la ducha aún le caía por la piel. El cabello mojado le hacía cosquillas en los ojos y le rozaba los labios. La luz de la luna perforaba las persianas y se escurría formando figuras sucintas en su piel. Se relajó, respirando profundamente y comenzó a dejarse llevar. Las dos presencias dentro de ella parecieron fundirse, arremolinarse en una sola, intercambiaron los pensamientos, los sueños y los secretos, compartiendo todo en una tierna unión.
Una ola de alegría se elevó en una, en la otra, o en ambas almas.
—¿… aún enojada con el destino?
—No podría estar más agradecida…
Paz. Tan reconfortante, tan perfecta.
—No deseo que te vayas nunca.
—Tendrás que comer por dos.
—¿Cuál es tu comida preferida?
—¿Becki?
—¿Si?
—Yo…
—¿Si?
—… soy un hombre de acción, no de palabras, y… Puedo leer tu mente, ¿sabes?
—Ah. Puedes. Por tanto no hay necesidad…
—Pero aún quiero escucharlo.
—¿Escucharlo?
—Escucharlo. Por favor.
—Becki, te am…
—¿Qué sucede? Detecto temor. ¿Acaso…?
—No, no tú. Algo. Fuera. Debo incorporarme, escuchar…
—¿Qué? Dime.
—El perro. Ladrando fuerte, urgente.
—¿Una advertencia? ¿Qué…?
—Debo constatar…
—¡No! Quédate, por favor. Yo…
Un fuerte ruido de astillas estremeció los sentidos de Duncan, penetrando su verdadera alma, sacudiéndola antes de que recobrara el control.
¡LA PUERTA DE ENTRADA!
Duncan fue lanzado como una roca de una honda, arrojado fuera de su cuerpo, al otro lado de la alcoba, girando a través de la pared del baño.
Se oyeron pasos pesados en la escalera. Subían rápidamente.
Los ladridos habían cesado.
Rebecca saltó de la cama envolviéndose con las sábanas. Debía llegar a la cómoda. El revolver en el segundo cajón…
La puerta de la alcoba se abrió de par en par y se golpeó contra la pared. Desde las sombras adheridas al umbral, se escuchó una voz.
—Hola de nuevo, dulzura.
Se encendió la luz y Scott Donaldson entró a la alcoba. Llevaba una gruesa jeringa en una mano y una pistola en la otra.
—He regresado —dijo en un tono de voz que parecía una mezcla de la entonación de Scott con una modulación más áspera y profunda.
Colocó la pistola en la frente de Rebecca.
—Ven aquí, cariño. Y toma tu medicina —sonriendo, se acercó un paso más. Hay alguien que quiere conocerte muuuy bien.
Una figura borrosa rugió a través de la pared, se abalanzó contra el pecho de Scott y lo arrojó al suelo. El arma fue extraída de su mano, se elevó por los aires y le apuntó.
Con mirada furibunda y la respiración pesada, Duncan, desde el interior de la capa, levantó el brazo que tenía libre. Un viento fuerte azotó a Scott, levantándole la camiseta y arremolinándole el cabello.
—¡Duncan, no! —Rebecca corrió hacia él—. ¡Es Scott!
—No es Scott.
—Escúchala, extraño —Scott se frotó el pecho—. Si me disparas, el querido Scotty será hombre muerto. Y el viejo Holton seguirá aquí. Después de satisfacerse con el espíritu de Donaldson, vendrá por ti.
Duncan lo miró enfurecido, después buscó entre los pliegues de la capa y extrajo una pistola etérea.
—Me gustaría ver que lo intentara.
—Eso —dijo otra voz desde la entrada— no será necesario.
—¡Ramsey! —siseó Rebecca dando un paso atrás.
—Nos volvemos a encontrar, mi querida amiga —vestido con un impermeable largo de color blanco, Ramsey entró a la alcoba y se cruzó de brazos. Hablaba con aquella misma voz, nefasta, glacial—. Veo que otro caballero de brillante armadura ha acudido en tu defensa.
Duncan miró a Rebecca, a Ramsey y después a algo detrás de las piernas del profesor.
Con la pared como soporte, Scott se puso de pie y constató la jeringa.
Rebecca gritó.
—¡Mátalo ahora! ¡Atrapa a Ramsey!
Duncan entrecerró los ojos y apuntó; pero, como había supuesto, el profesor se agachó y expuso la pequeña figura que se escondía detrás de los pliegues de su abrigo.
Ramsey alzó al niño negro y lo colocó delante de su pecho.
—Vamos, dispara, pirata. ¿Qué diferencia hace una Paloma de más o de menos? —dio otro paso. El niño parecía estar profundamente dormido, la cabeza se le bamboleaba y los ojos le revoloteaban—. O quizás no tienes conciencia, pirata. Quizás estás acostumbrado a matar niños. Quizás…
—¡SUFICIENTE! —Duncan bajó el arma. Le echó un vistazo a Scott y a la jeringa. Por el rabillo del ojo vio que una figura se escabullía subiendo la escalera—. Déjeme adivinar sus planes, profesor. Drogar a Rebecca y dejar que su morador azteca habite su cuerpo y después…
—Y después regresaremos al glorioso Tenochtitlán, la primera parada en nuestro camino a Teotihuacán, donde ella y la Paloma serán sacrificadas según las órdenes del gran Huitzilopochtli. Más tarde, —dijo con voz gutural mientras bajaba la cabeza invitando a las sombras a cubrir sus rasgos— daré comienzo a la Canción para iniciar el fin del Quinto Sol.
Duncan asintió y levantó el revólver.
—Estoy un poco confundido, su Gracia. Si de cualquier manera morirán, si toda la creación está a punto de sumirse en el olvido ¿qué pierdo con matar a su anfitrión y a esta escoria y después pruebo mi suerte con su fantasma?
Ramsey gruñó y asió al niño con más fuerza.
—Tu alma, pirata. Perder tu alma eterna.
Duncan se encogió de hombros y martilló el arma.
—Nunca le he dado gran valor a los elementos de tal insustancialidad.
Rebecca contuvo la respiración e intentó gritar su nombre, pero el disparo ahogó su voz.
Duncan había cambiado el ángulo de puntería en el último momento y le había disparado a la parte de abajo del cuerpo de Ramsey. Su rótula estalló en una lluvia de sangre y hueso y el profesor se retorció de dolor, dejando caer al niño cuando el impacto lo sacudió hacia atrás.
—¡AHORA Caesar! —Duncan le gritó a la figura en el rellano mientras le arrojaba el revólver a Rebecca y, con el mosquete aun apuntando al pecho de Ramsey, extrajo su espada.
En un arrebato de furia, Ahuítzotl se liberó de la carne de Ramsey y, estaba a punto de coger su espada, cuando algo se le clavó en la espalda. Caesar clavó la mandíbula en el hombro del azteca desgarrándole la carne espiritual. Ahuítzotl estiró el brazo, cogió al perro por detrás de las orejas y, con un movimiento rápido, le rompió el cuello y después lo arrojó contra Duncan.
El pirata logró apenas mover la punta de la espada cuando Caesar le golpeó el pecho. Los angustiosos quejidos del perro le desgarraron el corazón; las pequeñas garras se aferraron a sus brazos, sus oscuros ojos giraron y apretó y abrió la mandíbula mientras que su cabeza se inclinaba en un ángulo extraño. De la boca le salieron bocanadas de vapor azulino.
Ahuítzotl voló hacia ellos blandiendo la gran espada y con los ojos encendidos.
Scott Donaldson avanzó sobre Rebecca con la jeringa en alto.
Duncan dejó caer la pistola trabuco y sostuvo a Caesar con la mano libre mientras esquivaba el golpe. Se dio la vuelta, la capa se arremolinó en el trayecto del azteca. Depositó a Caesar junto al tembloroso niño y levantó la guardia justo a tiempo para enfrentarse al ataque de Ahuítzotl.
—Retrocede Holton —Rebecca se apartó temblando. Sostuvo la pistola con dedos trémulos—. Te dispararé en el muslo y después en el brazo.
Kalt rió con la voz de Scott.
—No es mi cuerpo ¿Qué demonios me importa lo que hagas con él?
Las hojas de las espadas chocaron, Duncan apartó los ojos de los del guerrero para ver cómo se hallaba Rebecca. Asestó un rodillazo en el estómago del azteca, lo empujó y cayó al suelo mientras oía el enfurecido chillido más arriba de él. Rápidamente voló a través del estudio y emergió por el techo justo entre Rebecca y Scott. Duncan se abalanzó y golpeó a Scott en el estómago, después le pateó las ingles.
El niño que se hallaba en el suelo movió la cabeza y parpadeó mirando la desconocida habitación a su alrededor. Caesar se retorcía y se encogía a solo unos pies de distancia. Tenía las garras curvadas hacia arriba y la cola quieta.
Ahuítzotl se encaramó a través del cuerpo de Scott y empujó al pirata, ambos se tambalearon hacia atrás atravesando la pared y quedando bajo la luz de la luna. Los dos cogían la muñeca con la espada que blandía el oponente; brazo con brazo flotaban y giraban sobre los arenales. Valiéndose de la táctica de Duncan, el guerrero colocó la rodilla en el estómago del pirata y después lo golpeó con el revés de la mano haciéndolo rodar sobre la arena.
Duncan recuperó el equilibrio y se giró, listo para volver a la carga, pero Ahuítzotl había desaparecido. Cuando regresaba a casa, Duncan oyó el grito. Un sonido que taladraba los oídos y era desgarrador.
A través de la pared de la alcoba, Ahuítzotl le sonrió mientras se inclinaba sobre la figura de Rebecca. La jeringa que tenía en la enjoyada mano se introdujo en su suave cuello, el líquido le penetró rápidamente en el sistema. Retorciéndose, Rebecca miró hacia la pared y murmuró su nombre mientras se le cerraban los ojos.
Duncan rugió y se dirigió deprisa hacia la alcoba.
Ahuítzotl extendió los brazos dándole la bienvenida a la batalla.
Al llegar a la pared, Duncan analizó su forma de actuar y apaciguó su furia. Entró calmadamente a través de la madera y se posó sobre la alfombra. Scott se estaba poniendo lentamente de pie con las manos entre las piernas. Los gemidos de Caesar inundaban la habitación; el perro floraba en el aire a unos pies del suelo.
Y el niño se arrastró dolorido hacia el animal.
—Perro —dijo extendiendo la mano. Con los dedos pequeños y temblorosos tocó la cabeza del animal como si fuese a acariciarlo.
El rostro de Ahuítzotl se giró bajo la máscara, interesado en lo que hacía el niño.
—Perro —dijo nuevamente el niño, con los oscuros ojos entreabiertos intentando ver a través de telarañas imaginarias. Caesar gimió y levantó las orejas. Movió la cola una vez y sus patas traseras patearon el aire como si estuviera corriendo.
El niño se estiró lo más que pudo y llegó hasta la frente del perro. Caesar se estremeció, se le erizó el pelaje, levantó la cola y la movió acompasadamente mientras comenzaba el cambio.
Duncan quedó boquiabierto; Ahuítzotl pestañeó y apretó el puño.
Caesar se contorsionó con la caricia del niño, se giró sobre su estómago. Su pequeño cuerpo comenzó a perder definición y pulso en un aura dorada que se intensificaba con cada caricia en su cabeza. Haces plateados atravesaron la brillante bruma; los ojos de Caesar brillaron con un color azul intenso y, por un momento, miraron anhelantemente a Duncan.
Los colores se arremolinaron, se unieron y se separaron, y finalmente disminuyeron, disipándose en los haces de intensa luz que giraban en torno al brazo de Jay, dejando rastros de brillo plateado. Se oyó un aullido lastimero que creció en intensidad y después se perdió junto con los matices sobre la piel del niño y los destellos entre las yemas de sus dedos.
El niño esbozó una sonrisa, dejó caer la cabeza al suelo y cerró los ojos.
Duncan soltó la respiración.
—Que continúes jugando —susurró— adonde sea que hayas ido.
—Ese poder —proclamó Ahuítzotl con voz temblorosa— pronto será mío.
—Asumo —dijo Duncan—, que lo utilizará solo de una manera igualmente noble.
El azteca sonrió y soltó una risotada.
Duncan cogió con todas sus fuerzas la empuñadura de la espada, preparándose para el choque próximo, uno que bien podría dar como resultado su inexistencia. Tuvo que reír burlonamente. Eso resolvería todos sus preocupaciones sobre los sueños del más allá.
Ahuítzotl debió haber notado la mirada demencial en sus ojos ya que dio un paso atrás.
—¿Vienes a renovar el desafío? —dijo haciendo una reverencia—. Huitzilopochtli apreciaría en gran medida un alma tan antigua.
Con los ojos entornados, Duncan miró a través del guerrero. Ramsey estaba sentado contra la pared, su rostro era una máscara de dolor lacerante, la agonía de la bala obviamente empeoraba con la ausencia del parásito en su cuerpo. Duncan jugueteó con la idea de entrar en el profesor y después arrojar su cuerpo de cabeza por el hueco de la escalera pero decidió que no podía correr el riesgo de que la condición de Ramsey no permitiese ser poseído.
—¿Y si me niego a pelear? —preguntó Duncan, envainando la espada y dando un paso atrás—. ¿Qué sucederá? ¿Si me doy la vuelta y corro solo para perseguirte a una distancia prudente, haciendo tiempo hasta que pueda destruir a tu anfitrión y esparcir vuestras cenizas por la tierra?
Ahuítzotl permaneció en silencio. Sus músculos ondearon debajo de las decoraciones de plumas y los ornamentos dorados.
—Libera a la mujer —sugirió Duncan—. Déjala aquí y huye rápidamente a México. Prometo no seguirte hasta que ella despierte. Quizás incluso podamos esperar hasta la mañana; detenernos para desayunar; quizás…
—¡Huitzilopochtli requiere que ella sea sacrificada junto con la Paloma! —Ahuítzotl se le acercó esgrimiendo la espada—. Le arrancaré el corazón y devoraré su alma. Y si intentas seguirnos, sí… —ladeó la cabeza. Sus ojos, calculadores y alertas escudriñaron la habitación, miró a través de las paredes y el suelo, buscando algo.
Duncan abrió los ojos de par en par. Repentinamente al tanto de las intenciones de su enemigo, elevó los brazos y desapareció atravesando el suelo. En el estudio, empujó el aire como si lo hiciera con una sólida pared, y se dirigió rápidamente hacia la cocina, a la urna que había sobre la mesa. Voló a través del aparador, buscando…
Como una avalancha de ladrillos, Ahuítzotl cayó sobre su espalda desde arriba. Gruñendo, Duncan se dio la vuelta mientras volaba y levantó la mano, apenas cogiendo lo muñeca del azteca en el momento en que cargaba la espada contra él. Descendieron juntos a través del suelo de linóleo, a través del sótano, hasta la mismísima tierra.
Rodeados de anquilosadas raíces, topos que dormían y huecos de lombrices, lucharon y patearon. Ahuítzotl primero le golpeó el rostro a Duncan, se liberó y se deslizó al espacio libre que Duncan había dejado.
El guerrero azteca ascendió a una velocidad cegadora, irrumpió en la cocina y cogió la urna del aparador. La sostuvo en alto mientras caminaba hacia el estudio. Describiendo un círculo levantó la espada.
—Ven, pirata, observa cómo te condeno al aislamiento eterno en esta casa. ¡Observa, pirata, observa!
Ramsey levantó una mano empapada en sangre. El dolor era extremo. Imaginó que había resbalado en el hielo y que su pierna estaba atrapada en un lago congelado. Las imágenes pasaron frente a sus ojos. Un pequeño niño de espaldas. Una mujer acurrucada en el suelo estaba envuelta en una sábana y se le veía un pecho.
Alguien se acercó a ella de rodillas.
—Oh, cariño —dijo la oscura voz del hombre que estaba de rodillas—. Te haré pagar, y cómo… no me importa lo que él dijo acerca de sacrificarte. Eres mía. Mía. Mía…
—¡Obsérvame, pirata! —Ahuítzotl, con una sonrisa sardónica, caminó hacia la pared más cercana. Echó la urna hacia atrás, preparó el brindis.
El suelo entró en erupción despidiendo una masa de color negro. Con la capa desplegada a sus espaldas, Duncan salió rugiendo de la tierra, con los brazos cruzados sobre la cabeza. Golpeó al guerrero en la espalda, y el ímpetu empujó al espectro hacia y a través de la pared.
Cuando Ahuítzotl desapareció más allá del yeso, la urna golpeó la pared y rebotó, cayendo… sin romperse sobre la alfombra.
Duncan se inclinó y cogió el recipiente.
De la pared emergieron dedos enjoyados que le cogieron la capa justo cuando se alejaba. Duncan se desplazó rápidamente por la habitación, en dirección a la contraventana. Se volvió mientras volaba, echándole un vistazo al furibundo espectro que se abría paso hacia el estudio.
Duncan cogió la urna con ambas manos mientras cerraba los ojos y se preparaba para huir a través de la ventana.
—¡Te veré en el infierno! —rugió, irrumpiendo en la noche en una lluvia de cristales rotos. El panel de siete pies se hizo trizas cuando la urna lo traspasó.
Girando sobre los médanos y elevándose sobre las olas furiosas y resplandecientes, Duncan echó la cabeza hacia atrás y profirió un grito de angustia que se expandió sobre la playa.
Dos gatos callejeros que se hallaban a tres manzanas de distancia se erizaron por el miedo y se escabulleron entre las sombras; dos mapaches huyeron del bote de basura a los pies de una familia de aterrorizadas ratas. Todos los animales que se encontraban a un kilómetro de distancia a la redonda levantaron las orejas, mostraron los dientes y se escondieron en la oscuridad.
La palabra sonó estridente y amargamente en la noche: «¡Rebecca!».
Karl tiró de la sábana, y dejó al descubierto toscamente los pechos. Con los ojos desmesuradamente abiertos, le acarició el cabello con los dedos de Scott, le frotó la venda del cuello. Con ambas manos la empujó para que quedase boca arriba e intentó desenredar la sábana de sus piernas.
Temblando ante la expectativa, Karl se estiró para tocarle el pecho izquierdo. —Este cuerpo siempre te deseó, dulzura. Ahora es la oportunidad. Ahora…
Rebecca abrió los ojos de par en par, con las pupilas dilatadas y oscuras. Con un rápido movimiento cogió la muñeca de Scott con una fuerza que podría haberle roto los huesos. En un instante su otra mano lo cogió por la garganta.
—No vuelvas, nunca a tocar a tu Amo, —dijo ella con tono dominante y gutural y un deje familiar de maldad en los ojos.