Capítulo 22

Washington D. C, 16:30 horas.

Las puertas del ascensor se abrieron y Scott Donaldson bajó en el quinto piso. La mayoría de los cubículos estaban vacíos, las luces apagadas y los escritorios ordenados. Pero un buen número de redactores y escritores aún se hallaba trabajando arduamente. Se escuchaba el ruido de las teclas y sonaba una suave música en la comodidad del aire acondicionado.

—¡Hola Post! —gritó Scott con júbilo. Sonriendo ampliamente avanzó por la curva de un pasillo, balanceándose en los escritorios a su paso—. Las noticias nunca duermen ¿No es así, Nancy?

Una mujer con gafas y cabello gris levantó la vista de la máquina de escribir. —Así es, señor Donaldson. Usted, sin embargo, debería considerar dormir como una de sus principales prioridades.

Scott se bajó las gafas de sol y le guiñó un ojo.

—Es cierto, Nancy —se alejó y tropezó contra una pared. Tomó aire profundamente, se acomodó la camiseta, se quitó las gafas y, después de varios intentos, logró engancharlas debajo del cuello y entrecerró los ojos para observar el lugar.

—Dormir —musitó—. En cuanto averigüe en qué está trabajando ella.

Un sonido gutural se le escapó de los labios mientras forzaba los ojos para reducir el número de Bob Parker que aparecía en su visual.

—¡Bob! ¿Cómo demonios estás?

Scott le dio al hombre una palmada en el hombro.

—Un traje fantástico. Pensé que irías de pesca hoy. ¡Eh, Mary! No me pases llamadas. Estaré en la… oficina de Becki.

—Scott —una mano lo cogió del brazo—. ¿Cuánto has bebido, grandullón?

Donaldson se dio la vuelta y cogió a Bob por detrás de la cabeza.

—Parker, no te metas conmigo. Una sandalia me persiguió media manzana esta tarde, y… por consiguiente, no estoy de humor para… más… problemas.

Avanzó con dificultad, y halló finalmente el nombre de Rebecca en la puerta cerrada.

—¡Mary! —gritó—. No me pases… oh Dios. Casi un lapsus freudiano. No importa. Estaré aquí…

Abrió la puerta, la cerró de un puntapié, encendió la luz y se dirigió a la silla alta de cuero donde se desplomó.

—¿Cuánto? —murmuró y extrajo la billetera. La abrió torpemente y revisó el interior—. Maldición. Tres dólares. Entré allí con… cuarenta y cinco. Eso hace…

La billetera cayó de sus manos al piso.

Scott repentinamente profirió una risilla.

—Eso hace que Scotty esté muy ebrio.

Riendo entre dientes, miró el escritorio. Vacío. Abrió uno de los cajones al azar. Lápices, gomas elásticas, clips, una instantánea de la vista de la playa frente a la cabaña de ella.

Bob Parker asomó la cabeza por la ventanilla de la puerta. Scott le hizo un gesto soez con el dedo y giró en la silla. Se impulsó y rodó hasta la repisa que se hallaba debajo de la ventana que daba a la calle 14; levantó las persianas, silbó y se echó hacia atrás, protegiéndose los ojos del intenso resplandor.

—Maldición —musitó—. Qué vista —abrió otro cajón y lo registró también.

—¿En qué estás trabajando, Becki?

El borde del cesto de papeles se interpuso en su visión doble.

—¡Ajá! Veamos qué cayó, eso es.

Cuando se inclinó hacia el cesto, detectó que fuera se desataba una conmoción, unos cuantos gritos, el ruido de papeles.

—Nada de lo que debas preocuparte, querido Scotty. Porque… —Levantó el brazo de la profundidad del cesto.

—Le doy gracias a Dios por los perezosos empleados de limpieza —dijo mientras inspeccionaba un sobre roto—. ¿Qué tenemos aquí? Para Rebecca Evans, bla bla bla. Domicilio del remitente… E. Bergman, Smithsonian.

Sonriendo, Scott se recostó en la silla.

—Todo lo que debo hacer ahora, es hallar lo que te envió, querida. Ocultas algo grande. Verdaderamente grande. Y el querido Scotty lo averiguará. Te lo sonsacaré y llevaré zapatos esta vez y ¡qué demonios!

Alguien pasó corriendo frente a la oficina, detrás de un remolino de papeles. Las plantas se mecieron con furia, los cestos de papeles cayeron y rodaron.

—¿Quién dejó las malditas ventanas abiertas? —gritó para sí. Observó el sobre nuevamente, después se puso de pie—. Idiotas, todos ellos. Pero yo me largo de aquí. Tengo una cita. Yo…

Un viento glacial lo golpeó con fuerza, ondulándole la camisa y arremolinándole el cabello. El papel voló de sus dedos y se tambaleó hacia la repisa.

—¿Qué demonios? No hay ninguna ventana abierta aquí. Esto no puede estar sucediendo.

Su cabeza se tambaleó, sintió un gusto ácido en las parte de atrás de la garganta. Sintió la vejiga hinchada. Los últimos cuatro martinis no se mezclaban bien con el mismo número de bloody Marys en su estómago.

—No tomé tonto —murmuró—. Podría caminar derecho. Demonios, hasta conducir, yo…

El viento se arremolinó sobre su cabeza. Susurros siniestros parecían provenir del centro de la brisa y sentía como si dedos y garras se le incrustaran en la piel.

Intentó caminar hacia la puerta, pero la oficina dio vueltas y más vueltas y perdió el equilibrio. Antes de caer al suelo, algo más le golpeó con fuerza el cuerpo, penetrándole la mente y el alma.

El último pensamiento de Scott Donaldson antes de que la tremenda fuerza lo empujara al reino de la nada fue que quizás debería haber seguido el consejo de Nancy y haberse ido a dormir un largo tiempo atrás.

El viento se aquietó, las plantas se quedaron inmóviles y los papeles que antes revoloteaban habían caído. La oficina era un caos. Los pocos empleados que había allí, comenzaron enloquecidamente a escudriñar el desastre y después a restaurar el orden previo.

Scott Donaldson salió de la oficina de Rebecca Evans. Con los ojos ocultos detrás de las Ray Ban, atravesó el desorden tranquilamente, con las manos en los bolsillos, asintiendo de tanto en tanto. Las puertas del ascensor se abrieron cuando las tocó.

Bob Parker lo llamó y le preguntó si necesitaba un taxi.

—Tengo uno esperando para mí —respondió Scott al tiempo que entraba en el ascensor, se giraba y le sonreía. Las puertas se cerraron y se volvieron a abrir para dejar descender al ocupante en el hall de entrada. Dando largos pasos, Scott se desplazó hacia la salida y empujó las puertas de cristal, bajó los peldaños de mármol hacia la calle. Avanzó media cuadra hacia el sol que se estaba poniendo, cruzó la calle y se aproximó a un Lincoln Continental blanco con vidrios polarizados.

Abrió la portezuela del lado del acompañante y se deslizó en el asiento haciéndole un gesto afirmativo al conductor, un hombre alto que llevaba puesto un jersey de cuello alto, el pelo engominado hacia atrás y los dedos adornados con costosos anillos.

Del asiento trasero provino un sonido apagado.

—No hay problema —anunció Scott bajando el visor y examinando su rostro en el espejo. Se acomodó el cabello, se miró los dientes, bajó las Ray Ban y entrecerró los ojos—. Nada mal. Nada mal en absoluto. No es una mejora, pero…

—Deja de divagar —siseó el conductor mientras se unía al flujo de tránsito—. Dime cómo llegar a la casa de la mujer.

—Bien —Scott volvió a subir el visor y comenzó a dar indicaciones. Agregó que quizás deberían detenerse en su oficina y proveerse de más suero tranquilizante y quizás otra jeringa—. A propósito —agregó—. Le estoy tan agradecido, Maestro, por la oportunidad que me ha brindado. Yo…

El conductor lo miró intensamente, y con sus centelleantes ojos lo hizo enmudecer.

Nuevamente se oyó un sollozo, un gruñido y un movimiento de lucha desde el asiento trasero.

—El niño… —Scott echó una mirada por encima del asiento—. Se está soltando ¿Debo ajustar las ataduras?

—Déjalo en paz. Sólo los purificados pueden tocarlo.

—Sí. Lo que diga —Scott apoyó la cabeza nuevamente contra el asiento y estiró las piernas—. Escuche, Maestro.

—¿Qué sucede ahora? Verdaderamente estoy comenzando a lamentar no haber devorado tu alma como me lo había propuesto en un principio.

—Bueno, yo solo quería cerciorarme. ¿Yo me encargo de la mujer, verdad?

El conductor suspiró.

—Sí, Karl. Siempre y cuando ella sea silenciada, tú puedes acabar con su vida, puedes consumir su alma.

Scott/Karl se cruzó de brazos y sonrió agradecido, ignorando las patadas contra el respaldo de su asiento.