Capítulo 21

23:30 horas.

Una suave brisa proveniente del océano sopló por encima de la barandilla y le salpicó los brazos y el lado izquierdo del rostro. Repentinamente, el estómago le dio un brinco cuando el bote de motor perdió momentáneamente contacto con el agua. Después otra ola la salpicó desde el costado, empapándole la camiseta y los muslos desnudos.

—¡Duncan! —dijo Rebecca dando un salto, meciéndose al tiempo que sus pies descalzos casi patinan en la resbaladiza cubierta; pudo cogerse de la barandilla. La camiseta amarilla flameaba con el fuerte viento, azotando el traje de baño rojo de una pieza que llevaba puesto debajo. Tenía el cabello sujeto con una trenza francesa. Algunos mechones le caían sobre la frente y se aplastaban a causa del viento—. Por favor, ¡ve más despacio! —gritó.

Duncan se puso de pie frente al timón con una amplia sonrisa en el rostro, ni su vestimenta ni su cabello se movían por el viento. Inclinó el cuerpo hacia un lado mientras hizo girar el timón para embestir una ola que se les aproximaba.

—¡Al menos evita las estelas de las otras embarcaciones! —gritó ella cubriéndose la boca con la mano. En los quince minutos que habían pasado desde que había alquilado ese bote de veinte pies llamado Dark Manta, habían visto más de nueve embarcaciones más; y ella había perdido la cuenta del número de veleros, surfistas y jet skis que había en el agua, disfrutando de los placeres marinos de un tranquilo domingo de julio.

Exasperada, y un poco más que preocupada porque la gente en los otros botes de motor pudiera verla cuando pasaban junto a ellos, volvió a gritar.

—Éste no es un crucero social ¡por el amor de Dios! Dejé que pilotaras porque me di cuenta de lo que significaba para ti.

—¡Es fantástico! —le respondió él gritando—. ¡La velocidad, la fuerza bruta! ¡La maniobrabilidad! —Duncan se giró por un momento y cerró el puño sobre su cabeza—. Con todo el debido respeto a mi Prometheus, nunca igualado, esta nave es… simplemente increíble. Oh, ya había visto naves de esta clase, de hecho presencié la evolución del bote a motor; estuve a bordo de uno o dos cuando pasaron por encima de mi tumba de agua. Pero nunca me percaté de hasta qué punto se tenía el control, la libertad de los vientos…

—Eso es maravilloso —dijo Rebecca avanzando hacia la proa del bote—. ¿Pero dónde está tu sentido común? Deberíamos estar evitando el tráfico. Conmigo sentada en la popa y ¡maldición! —Lo miró furiosa y se acercó al asiento del conductor—. Aquellos dos hombres en jet ski a quienes acabas de pasar nos están señalando.

Miró por encima del hombro y los localizó, ambos habían sido arrojados de las máquinas cuando la estela del Dark Manta había llegado hasta ellos. Protestaban en el agua, aún gritaban y los señalaban.

—¿Qué les sucede? —preguntó Duncan chistosamente—. Parece que no habían visto nunca a un bote girar por sí solo.

Rebecca alcanzó el borde del asiento y recuperó el equilibrio. Le dispensó una mirada feroz que pensó que amedrentaría su amplia sonrisa. En vez de ello, su expresión no cambió y con la etérea mano tiró parcialmente de la palanca del acelerador. El bote aminoró la marcha, el rugido del motor se transformó en un suave murmullo. El agua estaba oscura y calma y dejaba pasar graciosamente al Dark Manta a esa velocidad.

—Gracias —dijo ella con el deje de una sonrisa jugueteándole en los húmedos labios. Sintió un gusto salado en la boca y decidió abrir la nevera y extraer una Pepsi. Se hallaba solo a unos pasos de la nevera y una mano la cogió del hombro cuando estaba a punto de dar otro paso.

Giró sobre sus talones y sintió cómo la presión palpitó y después se desvaneció. Duncan había estirado el brazo y extendido los dedos. Su sonrisa desapareció y fue reemplazada por una expresión de disculpa.

—Lo siento, Becki. La emoción de la velocidad me apartó de la razón, y… ¿qué sucede?

Rebecca meneó la cabeza y dio un paso hacia atrás. Se tocó el hombro donde había estado la mano de él ¿Por qué lo había sorprendido? El dios azteca había podido ejercer presión sobre ella por medio de su camiseta ¿Por tanto por qué no podría Duncan, también, tocarla indirectamente?

Pero aquello era diferente, pensó repentinamente. De alguna manera…

—No tema —dijo Duncan deteniendo el motor y alejándose del timón.

Eso era. Parpadeó comprendiendo, no sin sentirse un tanto confundida por la respuesta. No sentía miedo, como le había ocurrido en la última ocasión. Era algo distinto. Sorpresa, sí. Pero placentera. Y deseada.

—No —balbuceó—. No… no tengo miedo. Es solo que… me sorprendiste —se atrevió a mirarlo a los ojos y se sintió atraída hacia ellos, deseosa de fundirse en su profundidad oscura y difusa. Él tenía la mano amablemente extendida con la palma abierta…

Ella volvió a girar sobre sus talones, caminó alrededor del equipo de buceo e introdujo la mano en la nevera. Se inclinó y buscó entre el hielo, se percató de la sangre que le palpitaba en las venas, su corazón marcaba el mismo paso de aquellos latidos y sintió un delicado estremecimiento recorrerle la piel. Colocó los dedos alrededor de una lata fría. Cerró los ojos, la cogió y respiró profundamente.

—¿No estás preocupado por Caesar? —le preguntó involuntariamente. La última vez que había visto al perro, éste iba de un lado a otro del muelle, gimiendo y, de vez en cuando, emitiendo un ladrido enojado ante la partida del bote. El perro había subido a bordo en un principio, a pesar de la protesta de Duncan. Él le había explicado a Rebecca que la única manera de que Caesar se quedara con ellos mientras el bote tomaba velocidad era si él mismo sostenía al cachorro; aparentemente la concentración requería que en todo momento se cogiese de una parte tangible del bote, o al menos de un objeto que estuviese a bordo y que se moviera con la misma velocidad; era demasiado complejo para Caesar. Duncan sostenía orgullosamente que después de trescientos años de experiencia y práctica podía adecuar cualquier parte de su forma espiritual para que actuara en el mundo físico sin hacer un gran esfuerzo mental. Por ende, podía ponerse de pie o sentarse sin necesidad de asirse del timón, y permanecía en el bote mientras éste navegaba. Caesar, sin embargo, quedaría suspendido en el aire con el primer movimiento del bote. Y de hecho, eso mismo había ocurrido; Caesar había aullado, después corrido unos metros para alcanzarlos y por último había recordado cuánto le disgustaba el océano y había regresado a su lugar en el muelle, a mordisquear el palo que Duncan le había dejado.

—Un poco —contestó Duncan cruzándose de brazos y dirigiendo la atención hacia la distante costa—. Pero supongo que nos sigue arrastrando el palo por la playa.

Apenas concentrada en su respuesta, Rebecca intentó calmar sus aceleradas emociones. Se sentó, bajó la cabeza y largos mechones de cabello le cayeron sobre los ojos. Abrió la lata torpemente y bebió varios sorbos.

—Oh Dios —dijo Duncan tajantemente.

Ella lo miró, pálida, temerosa de que él hubiera malinterpretado sus sentimientos. Pero él no la estaba observando, sino que miraba en dirección al camino que habían recorrido y no había notado su expresión.

—Nuestros curiosos amigos del jet ski se aproximan. Será mejor que tome el mando nuevamente y huyamos de aquí. Todavía quedan varios kilómetros por recorrer.

El motor se aceleró nuevamente y la bebida se derramó de la lata por las sacudidas durante el avance.

—Sabes —dijo él con tono casual—. No soy tan ingenuo en lo referente a las cosas de este mundo como habría de esperarse de un marino del siglo XVII varado en una playa —viraron ligeramente para permanecer a una distancia prudente de los botes a motor que se aproximaban—. Como habrá notado hoy, la extensión de mi alcance es considerable. ¿Qué distancia hemos recorrido hasta el lugar donde alquilamos el bote, unos ocho kilómetros?

—Aun así —dijo Rebecca después de respirar profundamente—, en verdad parecía como si te fueras a desplomar.

—¡Pamplinas! —Duncan giró la cabeza hacia donde se hallaba ella y frunció el ceño—. De acuerdo, es lo más lejos que me he aventurado, y a medida que avanzábamos mi esencia sufrió dolores insoportables; pero no fue nada en realidad. Viajé en un exótico y cómodo automóvil, visité un astillero fascinante y, por supuesto, disfruté de la delicia de su compañía —guiñó un ojo y volvió a mirar en dirección al océano.

Rebecca intentó imaginar al hombre de capa comandando un gran navío británico, gritándole órdenes a una tripulación leal y respetuosa, guiando el navío a vela por las peligrosas aguas. Sintió un escalofrío de nervios al percatarse de que en menos de una hora estaría en las profundidades, lejos de la superficie y del alcance de los rayos del sol, observando directamente en el mismísimo barco que, en su mente, había tomado las características de una leyenda.

—Como le estaba diciendo —continuó Duncan—, he estado siguiendo el progreso de este mundo que continuó girando sin mi presencia física. Primero fueron solo los botes que pasaban sobre el Prometheus. Flotaba en cubierta y escuchaba las conversaciones, examinaba los avances tecnológicos, hojeaba los libros y los periódicos. Con el tiempo me aventuré a ir a tierra firme. Cuando el mercado de bienes raíces finalmente reconoció el valor de las propiedades que daban al mar, las escasas cabañas de pesca fueron reemplazadas por hogares y casas de fin de semana. Sin entrometerme demasiado en los asuntos privados, visité las moradas ocasionalmente, quizás una o dos al año, observando el cambio en las costumbres, la moral y las creencias. Leía las enciclopedias mientras los propietarios dormían. Me estremecí ante la victoria de la revolución norteamericana; me entristecí por la división y el alto precio que se pagó por liberar a las naciones de la esclavitud; me maravillé ante el cambio del mundo al convertirse en un lugar de centros industrializados y sistemas eficientes; me sobrecogió el advenimiento de los aviones y ver navíos del tamaño de ciudades.

—He visto suficiente —dijo después de un breve silencio durante el cual el viento aulló ante la imposibilidad de tocar al capitán—. Suficiente para seguir adelante, para no sorprenderme de los sucesos; he sido testigo durante tres siglos, un espectador imparcial que alentaba a un equipo desorganizado y desordenado. He visto suficiente del progreso del hombre como para lamentarme de sus errores, suficiente como para festejar sus victorias. Suficiente como para percatarme de que el mundo no ha cambiado desde el último cañonazo del Devilspawn. Gira y gira, las naciones se levantan y vuelven a caer, los movimientos alcanzan su apogeo, su punto culminante y después se desvanecen en el trajín de la vida diaria; la gente vive y muere, y le dejan lugar a los prolíficos miles de millones que aguardan su turno.

—La vida es una gran puerta giratoria. Entramos, giramos un tiempo y después volvemos a salir, dejando entrar a alguien más, alguien que quizás lleva puesto un traje diferente y un periódico más complicado, pero nada cambia; el recién llegado también girará, quizás durante un minuto o dos más gracias a los avances tecnológicos, y después se retirará por el mismo lugar que su predecesor.

—¿No estás siendo un tanto cínico hoy? —preguntó Rebecca después de tomar otro sorbo.

Duncan se encogió de hombros.

—En realidad pensé que estaba siendo bastante generoso. Podría haber ahondado en la creciente inhumanidad del hombre, la progresiva brutalidad, la violencia doméstica, la avaricia, la corrupción. Todos estos crímenes empeoran ante el hecho de que, con tales avances en otros campos, nuestros espíritus, por decirlo de alguna manera, no han madurado al mismo paso. De hecho abusamos del conocimiento adquirido.

Rebecca permaneció en silencio, escuchando el suave rugido del motor y el persistente enojo del viento, mientras que las palabras de Duncan hacían eco en su propio razonamiento, se halló a sí misma negando apasionadamente sus acusaciones.

—Es cierto —dijo cogiéndose de la barandilla para incorporarse—, has tenido trescientos años para elaborar esta sobresaliente perspectiva; pero esa puede ser lo falla que arruina tus observaciones. Como periodista sé que solo las malas noticias venden. ¿Quieres incitar al público? ¿Hacer que corran al puesto de diarios más cercano? Pues publica algo horroroso en letras grandes y llamativas en la portada anunciando una tragedia tras otra. Haz hincapié en la maldad y envía todo lo demás a las sombras.

Respiró profundamente, preguntándose de dónde había salido todo aquello. No recordaba que esos pensamientos hubieran sido concebidos antes ¿Dónde habían estado un año atrás cuando no había podido hallar la salida de uno oleado de pesimismo?

—El asesinato vende. La muerte, las masacres, los accidentes sin sentido, los suicidios, las violaciones y las siempre tan populares guerras, es eso lo que ves si solo vives a través de los periódicos. Si nunca sales al mundo. Nunca vas solo a una cafetería y se te pide que te sientes junto a un extraño, si no entablas una conversación en la parada del autobús ni caminas por el parque observando a las familias y a las parejas, si nunca experimentas la vasta veta más allá de lo que merece ser noticia, más allá de los acontecimientos más destacados de la historia, no podrás evitar sentirte sobrecogido por el pesimismo —bebió otro sorbo, estrujó la lata y la colocó en el asiento.

—Créeme —continuó—. Por cada acto inhumano del que se tiene registro, hay millones y millones de desconocidas proezas de bondad. Por cada traficante de drogas expuesto hay miles de niños que dicen «No». Por cada hombre que golpea a su esposa o viola a una extraña existen miles de hombres que le hacen el amor tiernamente a su compañera cada noche. Sólo tenemos que afrontarlo, la bondad es aburrida; y la gran mayoría de la población sigue ese camino, lo diferente les inquieta, aunque también los consterna.

Duncan aminoró lentamente la marcha del bote. La observó en silencio durante un momento.

—Es usted muy sabia, Becki. El solo hecho de que en ésta era exista alguien como usted, le da esperanzas a la humanidad. Y tiene razón; yo solo he aprendido acerca del mundo a través de las noticias o de novelas trágicas. Lamento profundamente no haber podido adentrarme en la corriente dominante de la cultura y la vida del siglo XX. Una era tan vibrante, repleta de posibilidades. Tantas puertas al alcance de la mano…

La pregunta casi le brotó de la garganta. Ella deseaba preguntarle, con el don de la edad y de la imparcialidad con que él contaba. ¿Creía él que esta carrera de ratas llevaba a alguna parte? ¿Veía él algún propósito para que las puertas continuaran girando? ¿O solo daban vueltas una y otra vez sin razón, construidas y después abandonadas hasta que los tornillos se oxidaran y las puertas se atrancaran?

Pero la pregunta que él le hizo suprimió la suya y pronto todo se desdibujó en la lejanía.

—¿Dónde están sus padres? —le preguntó él—. ¿Y cómo son? Siempre pensé que los padres podrían…

—No lo sé —dijo ella tajantemente, interrumpiéndolo con la verdad. En realidad no lo sabía ¿no era cierto? ¿Qué tal si? Desestimó el pensamiento. No, estaba segura de que sus sombras eran las que había visto en la Luz. Se giró y se recostó contra la barandilla, observando las olas, fascinado por la espuma que se formaba, se disolvía y se volvía a formar ante sus ojos.

—¿No lo sabe? —él detuvo el bote y se deslizó hacia donde ella se encontraba—. ¿Cuándo los vio por última vez?

Rebecca cerró los ojos y musitó:

—Hace quince años.

Duncan contuvo el aliento e hizo una pausa.

—Por Dios, mujer. Quince años. Deben haber tenido una gran pelea. Ellos… —quedó boquiabierto. Una nube cubrió el sol y, con la pérdida de luminosidad el rostro de Duncan también pareció ensombrecerse.

—Lo siento —dijo quedamente. En silencio se movió para colocarse detrás de ella y, vacilante, extendió una mano para acariciarle la espalda—. No pensé que… Debe haber sido difícil. Era usted tan joven…

—Tenía diez años —ella se puso tensa ante el roce de sus dedos que describían círculos en su espalda arrastrando la camiseta al hacerlo.

—¿Puede hablar de ello?

Ella comenzó a contestarle afirmativamente, pero se percató de que durante quince años en realidad no se lo había contado a nadie. Les explicaba brevemente a sus amigos que no tenía familia, pero nunca había entrado en detalles como lo iba a hacer en ese momento.

—Me hallaba en la parte trasera de la furgoneta Chevy. Fuertemente sujetada con el cinturón de seguridad. Era un día de calor, las ventanillas estaban bajadas. La parte de atrás estaba atestada con cajones repletos de diferentes hortalizas, nuestras mejores muestras de la feria de Kentucky.

Sintió que se le aflojaban las piernas, que le se le estrujaba el corazón y que se le secaba la garganta. Pero se forzó a continuar, permitió que el recuerdo fluyera y regresara a su mente, allí donde diera lugar al tormento de las emociones ya derrotadas hacía tanto tiempo.

—La radio estaba encendida, sonaba una canción de Neil Young que cantaba acerca de nuestro hermoso país; papá silbaba y se acomodó la gorra de los Reds de Cincinnati. Mamá se había dado la vuelta y, sonriéndome, se estiró por encima del asiento para coger la bolsa de fruta que habíamos traído para comer durante el camino.

Las palabras se le agolparon en la garganta. Se concentró en la amable caricia de Duncan y se forzó a seguir hasta llegar al punto culminante del relato.

—El camión negro estaba cargado con fardos de heno. Recuerdo haber visto las matas rectangulares temblar y sacudirse con los tumbos que daba el camión al aproximarse desde un sendero de tierra a la izquierda del camino. Yo miraba por debajo del mentón de mamá, preocupada de que el camión no detuviera la marcha al llegar a la intersección.

—Papá… con su típica camisa a cuadros, viró, pellizcó suavemente a mamá y dijo que preferiría una pera en lugar de una manzana. —Rebecca se atragantó con la frase, contuvo la respiración y luego suspiró lentamente—. Yo abrí la boca, pero, era como si me hallara de alguna manera más allá de la escena.

—En el instante previo a que el camión embistiera contra el costado del lado de papá, intenté ver al conductor del camión. El sol estaba a nuestra derecha, y brillaba contra el parabrisas del camión. Me cegó el resplandor y después recuerdo una fuerza terrible, una sensación de ingravidez, un grito que me heló la sangre y el ruido de los cristales haciéndose añicos. Rodamos una y otra vez, el cinturón me sujetaba fuertemente mientras mi cabeza se sacudía de un lado a otro. La madera se astilló y el metal reventó, y después, afortunadamente, me desmayé.

Cuando recobré el conocimiento, respondiendo violentamente a un horroroso hedor bajo mi nariz, alguien me asió y me pasó un paño frío y mojado por el rostro. Tenía el cráneo inflamado, pero aparte de eso, estaba bien. Un calor intenso me bañó los ojos, induciéndolos a enfocar. Durante varios minutos, mientras el policía me ayudaba a ponerme de pie y murmuraba algo, observé la escena, intentando hallarle el sentido a lo que había ocurrido.

—Primero vi el heno. Había heno por todas partes, apilado al azar formando un montículo y un pasillo que conducía a un camión boca arriba cuyas ruedas todavía giraban. Me percaté de las centelleantes luces y de la gente que se agolpaba y observaba atónita. Gradualmente distinguí la forma de la camioneta. Estaba parada al lado de ella, había pequeñas llamas flameando en los bordes, esparciéndose sobre la capa superior de paja. Los cajones se habían hecho pedazos y su contenido se había desparramado entre el heno, tallos de maíz, sandías destrozadas, tomates y zumo.

—Dos… camillas cubiertas estaban siendo llevadas hacia una camioneta blanca que tenía las puertas abiertas. Las sábanas… estaban empapadas de un color rojo brillante. Y… colgando debajo de una de las sábanas… vi un brazo ensangrentado, con la manga de la camisa a cuadros completamente desgarrada. Recobré la cordura entonces y comencé a gritar y a llorar. Corrí hacia las camillas, pero me cogieron de la cintura fuertemente con un brazo impidiéndome que avanzara. Pateé y golpeé hasta que quedé exhausta. Jadeando, me así del brazo del policía. Miré a la multitud y vi que apartaban la vista cuando los miraba. Algunos meneaban la cabeza y se llevaban pañuelos al rostro. Alguien dijo algo sobre los misteriosos designios de Dios, y un arrebato de furia se apoderó de mi corazón.

—Quería saber el gran misterio. Quería que me dieran pistas sobre el gran plan. ¿Por qué? Necesitaba saberlo ¿Qué razón posible podía haber? Si antes de que nos fuéramos de la granja me hubieran preguntado acerca de nuestro destino, habría dicho que era ir a la feria y mostrar nuestra mercancía, quizás ganar un premio o dos, y de regreso, detenernos para tomar un helado. Ese plan estaba bien una hora antes ¿Por qué tuvo que cambiar? Y lo que es más ¿por qué ellos murieron y yo seguí viva? ¿Qué tenía yo de especial y por qué era esencial que continuara sin ellos?

Después miré hacia el camino, hacia el camión, el destructor de mi familia. Entrecerré los ojos y la resolución me corrió por las venas. Quizás ése era el plan, pensé. El propósito de mi vida sería hallar al conductor de ese camión, quizás matarlo al cabo de algunos años justo antes de que fuera a hacer algo horrible que afectaría a miles de personas. De esa manera se justificarían ambas muertes, ya que me encolerizaba lo suficiente como para destruir a una que, de lo contrario, dañaría a tantas otras.

Rebecca suspiró. El viento sopló y le arrancó varias lágrimas en su recorrido por las mejillas.

—Dos hombres vestidos de blanco se acercaron al camión, se inclinaron sobre algo oscuro que yacía sobre la paja. Le levantaron un brazo, lo sostuvieron un momento y después lo dejaron caer. Ambos hombres permanecieron de pie meneando la cabeza y después hicieron un gesto con la mano hacia la camioneta blanca. De ella sacaron otra camilla y supe que no habría venganza, ningún gran plan para mi vida. No tenía sentido. Ningún sentido. Mi mente pareció sumirse en el aturdimiento; las imágenes se arremolinaban en cámara lenta, los fardos de heno cayendo detrás del camión, mamá guiñándome un ojo, papá pidiendo una pera…

Rebecca se estremeció y se dio la vuelta, alejándose de la caricia de Duncan. Se aferró firmemente de la barandilla de metal detrás de ella. Finalmente elevó los ojos enrojecidos y húmedos para aceptar cualquier emoción que él pudiese estar expresando. Vio solo comprensión en él.

—Se me perdonó la vida —dijo ella—. Y en las semanas siguientes, cuando el estado me sacó de mi hogar de Kentucky, de hecho y durante los años siguientes, cuando maduré, esa pregunta me persiguió a cada momento de vigilia y ha invadido una buena parte de mis sueños. ¿Por qué seguí con vida? Era una negación vehemente de mi muerte, una aseveración de que había algo importante que debía hacer. Era suficiente con convencerme de la existencia del destino, de una suerte ya echada para cada uno de nosotros. Pero… a medida que viví y adquirí experiencia, que estudié y aprendí en los años siguientes, hallé que no había propósito alguno. Seguí las tragedias ajenas, busqué a otros supervivientes, entrevisté a las víctimas años después de ocurridos los sucesos que habían marcado sus vidas. Y no hallé nada. Nada. —Rebecca se llevó las manos al pecho—. ¿Comprendes? —le dijo con mirada implorante—. ¿Puedes comprender la tragedia a la que me enfrento?

Duncan parpadeó y se estiró para cogerla de los hombros. Suavemente la caricia la apaciguó.

—Creo que sí, Becki. Se ha cavado una cómoda tumba en vida, dentro de la cual la vida cabe perfectamente. Ha logrado autoconvencerse de la inexistencia del sentido de las cosas, de que solo rodamos a bandazos con las circunstancias. Todo tenía sentido; no fue una situación necesariamente agradable, pero, aun así, fue una racional.

Derramó lágrimas al decir aquellas palabras.

—Puede atribuírselo a la coincidencia. El hecho de que no haya muerto y de que haya logrado sobrevivir relativamente ilesa, puede ser racionalizado desde la visión que tiene del mundo —le deslizó las manos desde los hombros hasta el borde de la manga y volvió a subirlas.

—Pero dos… dos veces golpeó las bases de su vida.

Rebecca abrió los ojos.

—Exactamente, esa vez no solo sobreviví a otro roce con la muerte, Duncan. Morí. Fallecí; estuve en el portal, con un pie en el otro mundo. Y se me negó la entrada, me mandaron de regreso ¿Qué otra prueba necesito? No puede haber evidencia más irrefutable que ésa. Si alguna vez existió una causa para decir «no es mi momento», fue ésa. No tengo alternativa más que aceptar que soy necesaria aquí, que la muerte de mis padres, la del conductor del camión, la elección de mi carrera, mi extremo interés en el caso Jacobs; todo fue parte de un gran pero aterrorizante plan.

—Y ahora puedo ver y hablar con los muertos. ¿Acaso se trata de esto? ¿Por eso todavía estoy aquí? ¿Es por Ronald Jacobs, o por el azteca o… o por ti? ¿Por qué, Duncan? ¿Por qué estoy todavía aquí? ¿Por qué?

Se estiró para abrazarlo y pasó a través de él desplomándose sobre la cubierta. Se dejó caer de lado y lloró abiertamente mientras golpeaba el suelo de plástico con el puño. Sintió una presión en el cuello, unas manos cálidas en la espalda.

—Tranquilícese, Becki —Duncan se arrodilló a su lado—. No se torture así, mi lady. Si existe un propósito, y le puedo mostrar un montón de almas que disentirían ardientemente, pues debería por tanto estar agradecida. Ya que alguien o algo, algún poder de cuya existencia no estoy todavía convencido, la ha señalado como distinta. La ha incluido en un esquema que…

—¡Yo no quería que se me incluyera, maldita sea! —Rebecca se encogió sobre su estómago, se cubrió el rostro y sollozó—. Yo solo quería vivir, crecer y envejecer. Enamorarme; arder como un pequeño meteoro, dejar mi impacto y después seguir mi camino. No deseaba ser parte de ningún plan o designio maestro, Levantó la cabeza y lo miró con lleno con los ojos repletos de lágrimas. —Podría haber elegido a otra —siseó.

Duncan la sostuvo lo mejor que pudo, frotándole la espalda mientras miraba hacia el sol. Una sombra de dolor le oscureció los ojos, y derramó fantasmales lágrimas. La dejó llorar. Dejó que la furia y la frustración de quince años colisionaran y batallaran con los conflictivos mensajes del presente.

Y finalmente ella se incorporó con dificultad, se enjugó los ojos y le sonrió tristemente a Duncan.

—¿Dónde está ese cuerpo tuyo, a todo esto?

Duncan parpadeó y se cruzó de brazos.

—Bueno, Rebecca. Hemos estado flotando sobre él hace ya más de diez minutos —sus pies comenzaron a desaparecer a través de lo cubierta—. Cuando estés lista, prepárate y arroja el ancla —le guiñó un ojo cuando estuvo inmerso hasta la cintura—. Voy a saludarme y a ver cómo he estado.

Rebecca descendió cautelosamente, colocando una mano detrás de la otra en la tensa soga, siguiendo el ancla hacia la penumbra. El agua, refrescante en un principio, pronto la entumeció filtrándose por el traje húmedo, helándole los huesos. El miedo le afectó los movimientos, estaba descendiendo más de lo que lo había hecho en cualquiera de las otras dos zambullidas de placer en el Caribe; allí ella había aprendido lo básico, y había bajado y observado los corales jugar con la vida marina. En ese momento buceaba sola. Todo el equipo era alquilado y le era poco familiar, extraño e incluso hostil.

Hizo movimientos ligeros en el agua con las aletas mientras colocaba una mano en la guía, cogió lo linterna que estaba atada a su cinturón. Halló el interruptor y jugueteó con el haz de luz en las oscuras profundidades donde los matices de color índigo se disolvieron en la lobreguez intacta.

En algún sitio de aquel mundo de tinieblas la aguardaba Duncan.

El pensamiento la hizo avanzar, y le dio lugar a las otras consideraciones que disiparon sus miedos y ocuparon su mente. Mientras descendía y el haz de luz de la linterna que llevaba en la cintura rasgaba al azar la oscuridad, reflexionó sobre sus sentimientos por aquel pirata de varios siglos de edad. No recordaba que ningún hombre viviente hubiera tenido tal efecto sobre ella. ¿Acaso solo la atraía su misticismo, el encanto de un caballero con la gloria de épocas pasadas?

¿Cómo podía sentirse tan relajada con él, confiar en él por completo? ¿Era por el hecho de que él confiaba en ella lo suficiente para dejar al desnudo sus esperanzas, sus temores y sus sueños? ¿Como una oveja que le ofrecía el cuello al lobo? ¿Y su gran atractivo? Por lo general ella no le prestaba mayor importancia a la apariencia física, prefería lo interior a lo exterior. Pero no podía negar la atracción. La primera vez que lo había visto en la playa temprano la noche anterior, se había sentido impactada por su belleza rústica; la tersa piel, los pómulos prominentes, los embrujadores pero compasivos ojos, la espesa y arrogante melena, por su libertad salvaje y abandonada que presentaba una imagen en principio sensual y encantadora.

¡Y su roce! ¿Cómo podía explicar lo que había experimentado ante su contacto? Las sensaciones que la habían recorrido desde la punta de los dedos de él susurrando dulcemente una llamada, las ansias que despertaban dentro de ella y se elevaban para responder. Descendió más rápido, casi ignorando el procedimiento para adaptarse a las presiones a mayor profundidad. Cuando se deslizó en las regiones más frías y oscuras, no pudo resistir el pensamiento tentador de que mientras ella llevara puesto el traje de buceo, él podría acariciarla por completo, abrazarla fuertemente…

El haz iluminó un tramo de madera. Volvió a revisar el suelo, a casi veinte pies más abajo, un borde rocoso y desigual, el ancla se asió rápidamente. La luz recorrió el fondo del mar, se posó sobre una línea curva, con incrustaciones de suciedad y percebes. Pequeños peces ciegos entraban y salían de las hendiduras y los agujeros. El haz de luz jugueteó sobre el casco, y Rebecca notó varios huecos enormes donde anidaban las anguilas, ocultándose de la luz. Finalmente obtuvo perspectiva. El barco estaba parcialmente inclinado. El casco estaba frente a ella. Había una sección completamente despedazada, y la luz se posó sobre varios arcones grandes, dos esqueletos, un cajón y varios objetos brillantes.

Se alejó de la línea del ancla y nadó hacia el naufragio después de echar una mirada hacia atrás. Justo al borde del alcance de la luz de la linterna, divisó una oscura masa, difícilmente reconocible como el contorno de otro navío.

Las burbujas que emanaban de él se interponían en su camino. Rebecca nadó hacia lo que supuso era la cabina de mando de la nave. El haz de luz se movió en las profundidades cuyos secretos habían permanecidos ocultos durante incontables siglos. Algo que parecía una delgada aguja desgarraba el agua más adelante, en el borde del casco; se percató de que se trataba del mascarón de proa.

Después, la luz alumbró otra sección del barco, sobre una fila de cañones, donde algo había estado escrito con grandes letras de metal, la mayoría de las cuales se habían desprendido o habían sido cubiertas por hollín o suciedad. Todavía quedaban la «D» y la «SP…N». La «A» y la «W» eran casi ilegibles. Hizo una pausa sobrecogida por el descubrimiento, sintiendo como si se hubiese topado con el arca de Noé.

Le llamó la atención un sonido que no supo de dónde provenía, como si la atmósfera del océano destrozara la voz adrede y no dejara que se mantuviera uniforme.

—… becca… Reb… ecca…

Giró rápidamente la linterna y movió las aletas. Se elevó por encima de una barandilla astillada. Sobre cubierta, el ojo de la linterna se desplazó sobre un cañón dado la vuelta, hendiduras dentadas, un mástil quebrado cuya punta estaba enterrada en el fondo del océano del otro lado, impidiendo que el Favio se ladeara por completo. Un cardumen de peces plateados salió apresuradamente de un área destrozada, nadaron hacia ella y después la eludieron y se alejaron.

—… ebecca… aquí…

El haz de luz iluminó un cuadrado con barrotes en la cubierta, debajo, un pozo de oscuridad. Sintiéndose cansada, ella aminoró la marcha y se sumergió para pararse en la cubierta inclinada. Cuando se deslizó hacia abajo para cogerse de un palo de madera que sobresalía, percibió movimiento más allá en la cubierta. Alzó la linterna.

Duncan se regodeó como si fuese el centro de atención, con las manos extendidas sobre la cabeza y una mirada de alegría brillándole en los ojos. Más allá de su pecho y de la túnica seca, se divisaba la escalofriante figura del timón. Él permaneció de pie junto al timón, como si guiara al orgulloso navío fuera de puerto, lanzándose hacia una aventura más allá de los sueños de su creador. Rebecca imaginó la luz del sol rozándole los hombros, refulgiendo en su mirada, castigando la cubierta. Una corriente cambió en las profundidades y ella pensó en las primeras ráfagas de viento que habrían henchido el gran velamen impulsando al majestuoso barco hacia su destino. Un destino que con el tiempo lo llevaría a la profundidad del océano, con las velas destrozadas y el casco despedazado.

Ella se aferró al palo para recuperar el equilibrio y lo saludó con la mano.

Él le devolvió el gesto, se impulsó pasando a través del timón y descendió hasta donde ella se encontraba. Movió los labios y ella comprendió las palabras, apenas distorsionadas.

—Bienvenida —le dijo y se inclinó en una digna reverencia— al Prometheus, después denominado el sospechoso Devilspawn. —Se veía igual, el agua no le afectaba ni al cabello ni a la ropa. La instó a seguirlo—. Sé que no puede responderme de manera razonable, así que yo hablaré. En la sección de estribor podemos observar una gran variedad de impactos de balas de cañón y algunos restos de esqueleto. El mástil mayor soporta a este barco, protegiendo tanto a la mayor parte del casco y al área lateral de las rocas que se encuentran debajo. Debe haber notado una sección destrozada del casco al entrar; desparramados por el suelo y en varias de las cajas hay casi ochenta y siete libras de oro. Más tarde, tenga a bien servirse de unas cuantas monedas o adornos. Si mira hacia la izquierda, verá los distantes restos del último enemigo del Devilspawn…

»De cualquier manera —dijo flotando hacia atrás para poder observarla—. Más adelante se encuentra el mástil mayor, el puesto del vigía y un esqueleto muy prominente que ha aguardado pacientemente su llegada durante siglos. Le advierto que puede que no sea una visión agradable.

Rebecca sonreía debajo de la máscara, a pesar de su creciente terror. Pataleó con fuerza para alcanzarlo, y cuando estuvo lo suficientemente cerca, estiró el brazo y la mano enguantada señalando la mano de él. Duncan aminoró la marcha con una expresión de sorpresa en el rostro. Estiró el brazo cortando el agua, acercando los dedos a los de ella. Se tocaron, permanecieron así un momento y después deslizaron las manos hasta que estuvieron cogidas con igual fuerza. Los dedos de Rebecca pasaron momentáneamente a través de sus nudillos, después los retiró un tanto y los volvió a acomodar como si él hubiera solidificado su mano mentalmente. Ella volvió a colocar la linterna en el cinturón y levantó lo mano libre hacia la de él.

Nuevamente Duncan la cogió, y juntos siguieron la extensión del mástil, completando con facilidad un recorrido que él había hecho solo y en agonía trescientos años atrás. Rebecca relajó las piernas permitiendo que Duncan la arrastrara suavemente con él. Ella se cogió fuertemente de sus manos, miró por encima de su cuerpo donde la capa del color del ébano se arremolinaba y se fundía en la oscuridad de la profundidad del océano.

La luz iluminó destellantes trozos de metal evidenciando la suciedad en los peldaños tallados en la madera. El mástil parecía interminable; no podía imaginar a aquel hombre, o a cualquier otro, con la suficiente determinación de trepar aquella altura, batallando con la muerte a cada paso, sabiendo que cada escalón solo anticipaba lo inevitable.

—Contemple usted —dijo Duncan disminuyendo la velocidad. Le sonrió sombríamente y separaron las manos sin querer hacerlo en realidad. Señaló algo blanco que brillaba en las sombras por encima de su hombro.

—El cuerpo.