Capítulo 20

Washington, centro de la ciudad.

—¡Jay! ¡Debes correr! —Susie estaba frenética—. ¡Escapa ahora!

Jay había caído a medio camino en las escaleras. Había corrido demasiado rápido al atravesar la miserable vivienda, girando vertiginosamente alrededor del pasamanos en un esfuerzo por llegar a su alcoba y echarle el cerrojo a la puerta antes de que su padre pudiera atraparlo. En el instante en que había aparcado, Jay había salido de la camioneta a toda velocidad. Yacía sin aliento, exhausto y dolorido, a tres escalones del final de la escalera, con las uñas clavadas en la madera.

Se oyeron golpes en la pared. En la casa de al lado, el señor Young reclamaba silencio.

Y, al pie de la escalera, Ben Collins se quitó el cinturón, lo aferró fuertemente con ambas manos y lo azotó frente a él mientras trepaba el primer escalón.

—¡Huye, Jay. Va por ti!

Susie flotaba cerca de donde Jay había caído; ella había abierto la puerta de la alcoba. Le hacía un ademán desesperado para que entrase.

Jay tropezó en su huida y extendió una mano en dirección a Susie. —No puedo…— jadeó.

—No —dijo su padre—. No puedes escapar. Quédate allí, pequeño trozo de mierda —subió otro escalón—. Afronta tu paliza.

Susie se deslizó hacia abajo, donde se hallaba Jay. Miró a su padre con expresión furiosa y después se elevó sobre su amigo con las manos extendidas.

Ben Collins subió otro escalón. Algo cogió el cinturón de sus manos y lo azotó sobre su cabeza. Cayó fuertemente de espaldas, se deslizó dos escalones y rodó sobre un costado en el suelo. Gruñó y maldijo al tiempo que gritaba el nombre de su hijo, intentó ponerse de rodillas.

Susie voló de regreso hacia donde se hallaba Jay sin dejar de mirar la puerta.

—No me refería a tu padre, Jay —se inclinó sobre él y le tocó el hombro vacilante, enviando un cálido hormigueo a través del cuerpo de ambos—. Me refería a alguien más. El hombre malo.

Jay alzó abruptamente la cabeza. Olvidó a su padre y, cuando el sueño le vino a la mente, abrió la boca y comenzó a intentar impulsarse para subir.

—¿El hombre malo? —repitió. El sueño regresó a su mente—. ¿El Águila?

Susie meneó la cabeza, insegura.

—Sólo sé que es malo, muy malo. ¡Te ha estado siguiendo y ahora está aquí! —señaló la puerta.

—Maldito hijo de perra —Ben Collins se arrastró para ponerse de pie, apoyándose en el pasamanos de la escalera. Miró a Jay y en lo profundo de los ojos le brilló un deje de intención asesina. Repentinamente, al oír algo, se giró hacia la puerta.

—¡Vamos Jay! ¡Muévete! —una nota de desesperación mezclada con impotencia acentuó el ruego de la niña.

Subió un escalón sin dejar de mirar a su padre.

Ben lo señaló.

—Ve a tu cuarto, niño. Si se trata del hombre de Asistencia Social, yo me encargaré. Tu solo ve a tu alcoba y no salgas ¿Me has escuchado? —le dispensó otra mirada de furia a Jay y después caminó pesadamente hasta la puerta, pateando latas de cerveza a su paso.

—El Águila —musitó Jay con el rostro desencajado—… quiere mi Canción. No puedo alejarme volando.

—Jay —Susie se hallaba nuevamente a su lado con el rostro ensombrecido y los ojos húmedos—. Tú puedes volar más rápido que él —dijo y su voz careció de la confianza que había esperado inspirar.

Jay meneó la cabeza tristemente.

—No. No puedo.

Ben Collins llegó a la puerta justo cuando golpearon.

Susie dejó salir un sollozo contenido.

—Jay. Yo… —miró hacia la puerta—. Debo irme ahora.

Aquello llamó rápidamente la atención del niño.

—¿Qué? —pestañeó e intentó cogerla, después se echó atrás sabiendo el peligro que aquello implicaba—. ¿Qué quieres decir? ¿Te irás? ¿Me dejarás?

Ella asintió mientras las lágrimas agolpadas en sus ojos comenzaron a derramarse. —Yo… no quiero morir… —tragó con dificultad y se esforzó para pronunciar las palabras—… de nuevo.

La puerta se abrió.

—¿Qué quiere? —Le gruñó Ben al visitante—. Ya he pagado mis malditos impuestos. Ahora váyase.

Jay se quedó mirándola, confundido.

—Pero…

Susie se arrodilló cerca de él.

—Lo vi, al hombre malo, él… asesinó a otro que era como yo. Fue espantoso, horrible.

—¿Él puede verte? —Preguntó Jay, sorprendido—, ¿tocarte?

—Sí, pero no como tú. Él hace cosas malas —se enjugó las lágrimas que le recorrían las mejillas—. No quiero dejarte, pero…

Desgarrado y triste, Jay miró por entre los barrotes de madera. Al otro lado del umbral, en las sombras, se hallaba de pie una figura alta y enhiesta. Algo le brillaba en la mono.

—¡Ve a tu alcoba! —le rogó Susie. De alguna manera Jay halló la energía, recuperó la fuerza para ponerse de pie y subió uno y después otro peldaño.

—¿Qué mierda es esto? —Ben dio un paso atrás y levantó la mano—. ¿Qué…?

Jay echó una mirada por encima de la baranda al llegar a la parte superior de la escalera. El hombre blanco cerró la puerta de un puntapié y avanzó sobre su padre, blandiendo un gran cuchillo.

—¿Quién demonios es usted? —gritó Ben al tiempo que retrocedía con los puños levantados.

El visitante sonrió y describió un arco con el cuchillo, cortándole a Ben los nudillos.

—Puedes llamarme muerte —dijo el hombre.

El señor Young gritó:

—¡Cierren la boca!

Avanzando brevemente hacia la puerta desde la que Susie lo llamaba insistentemente, Jay no pudo quitar la vista de la escena. Su padre maldijo y se abalanzó sobre el hombre blanco que bajó el cuchillo y lo volvió a levantar por debajo de su guardia, perforándole la corbata de seda antes de enterrárselo en las tripas.

Ben quedó boquiabierto, los ojos le refulgían. El hombre desenterró la hoja y la sangre salpicó una caja de pizza, después lo volvió a apuñalar, introduciendo el cuchillo cerca de la primera herida. Ben cayó al suelo, contorsionándose de espaldas, intentando retirar la hoja.

Jay sintió la bilis subirle por la garganta. Le dieron náuseas y estuvo a punto de desmayarse.

El hombre blanco levantó la palma de la mano sobre su cabeza, y curvó la punta de los dedos hacia dentro. Brillantes franjas doradas salpicadas de sangre le circundaron los dedos. Se arrodilló y se dirigió hacia el pecho de Ben. Le abrió la empapada camisa con la otra mano.

Paralizado, Jay observó con horror cómo le clavaba las puntas de los dedos en la piel de su padre hasta los huesos hasta que la mano completa desapareció dentro del pecho. A Jay le dio la impresión de que el hombre estaba excavando, buscando algo como lo hace uno cuando busca un anillo perdido en la arena.

El hombre se puso de pie al liberar la mano. Líneas de color carmesí le surcaban la muñeca, al chorrear desde los brillantes dedos y del bulto ensangrentado con forma de tomate que pulsaba sobre la palma de su mano.

La imagen de su padre retorciéndose sobre un lecho de latas de cerveza aplastadas permaneció en la mente de Jay mientras se liberaba de la parálisis de terror y corría hacia la alcoba, después atrancó la puerta y echó el cerrojo.

—No tenernos salida —dijo, mirando las paredes detrás de Susie. Recordó el día en que había entrado allí y la había visto por primera vez. Cerró los ojos y deseó poder volver a aquel día, cuando su padre era malvado, cruel, pero aún estaba con vida. Jay recibiría la paliza, soportaría el dolor. Para poder estar junto a Susie, lejos de las cosas que los separarían. De la manera como eran entonces, cuando podía verla; cuando no sabía nada de canciones o águilas.

Un grito torturado y atormentado llenó el apartamento, Jay se percató de que era el espíritu de su padre sufriendo la destrucción final.

—Todavía puedes lograrlo —dijo Susie mientras se le acercaba flotando—. Eres especial ¿recuerdas? —Se movió para mirarlo a los abatidos ojos—. No permitas que se lleve tu Canción. Es tuya, y solo tú puedes cantarla correctamente. Él la destruirá.

Fuera, un escalón crujió.

Jay la miró a los ojos y vio que se le llenaron de temor al mirar la puerta.

Otro escalón cedió a causa del peso.

—Jay…

Miró la puerta, después a ella. Sus suaves coletas, el rostro puro, los pequeños pies con calcetines.

—… No quiero morir… otra vez.

—Lo sé —le dijo quedamente mientras elevaba los brazos y estiraba la punta de los dedos.

Dubitativa en un principio, como un ave zancuda que teme mojarse, ella se colocó entre sus brazos, se estiró y le tocó el rostro suavemente. Él cerró las manos sobre sus hombros y la acercó.

El último escalón crujió.

Ella lo abrazó, suspirando con la emanación de energía liberada. Un millón de libélulas parecieron revolotear en derredor de su visual. Su sensación corpórea comenzó a desvanecerse; ya no podía sentir. ¿Todavía lo estaba abrazando? Una sensación ardiente le envolvió la consciencia, y sintió que se disipaban todas sus dudas y sus temores. Imaginó una estalactita bajo el calor del sol, que rápidamente se derretía y se encogía. El conocimiento la abordó; imágenes y hechos, un torbellino de información.

—Siempre serás mi mejor amigo, Jay… Collins —dijo, o pensó, o de alguna manera se lo hizo saber.

Y su esencia se disipó, todos sus sentidos se expandieron y se convirtieron en uno. El mundo que había experimentado y conocido se esfumó en una niebla grisácea que se arremolinaba.

Se oyó un golpe en alguna parte de aquel otro reino; pero no importó. Apareció una luz espléndida y centelleante que disipó las sombras, levantó todos los velos y la convocó.

Adiós, la palabra le llegó desde aquel mundo pasado. Dulce y tierna, su armonía la escoltó hacia la brillante luz.

El aire destelló entre las yemas de los dedos de Jay, las luces fulguraron en los surcos mojados que habían dejado sus lágrimas. Sollozando, cayó de rodillas con una mano aún extendida intentando acariciar los destellos de luz que se esfumaban. Se le hincharon las venas con increíbles corrientes de poder. Se le nubló la visión, el corazón le latió con fuerzo, se sentó y se abrazó a sí mismo.

La puerta tembló y después se salió del marco. El panel crujió y se abrió de par en par dejando entrar al hombre que inmediatamente cayó de rodillas y emitió un chillido ensordecedor.

Jay cerró los ojos, deseando ser imperceptible a la vista de su enemigo. No le iba a dar al hombre malo la satisfacción de ver el temor en sus ojos.

Unos pocos segundos después, percibió otra presencio en la minúscula habitación.

Un plato fue arrojado al otro lado contra la pared. Y una voz escalofriante se estrelló contra la voluntad de Jay, forzándolo a abrir los ojos y mirar la aterrorizante forma adoptada por el águila.

—Al fin —entonó el imponente espíritu mientras lo escudriñaba—. Ahora conozco a la Paloma.