Washington, por la tarde.
Acobardándose frente a una andanada de insultos y obscenidades, Jay intentó mirar por encima del asiento para constatar si Susie aún se hallaba en la parte trasera de la camioneta.
—Maldito sea, bastardo hijo de perra, bueno para nada… —su padre golpeó el volante con la palma de la mano cuando la camioneta se sacudió y se detuvo en una intersección de calles. Le asestó un golpe con el revés de la mano a Jay en el costado de la cabeza.
Furibundo, más enfurecido aún por la falta de respuesta de su hijo frente al dolor, Ben Collins levantó el puño para golpearlo nuevamente. Entrecerró los ojos para divisar algo al otro lado de la ventanilla de Jay.
—¿Qué demonios miras tú, perra? —hizo un gesto obsceno con el dedo a la mujer de mediana edad que conducía el Plymouth en el carril contiguo, después hizo rugir el motor durante tres segundos hasta que la luz del semáforo cambió y le dio paso.
Jay pudo ver brevemente un mechón de cabello rubio en la parte trasera de la camioneta, se giró y se acomodó en el asiento, contemplando la posibilidad de soltar el cinturón de seguridad y arrojarse del vehículo a través de la ventanilla.
Como si hubiese percibido sus pensamientos instantáneamente, Ben rugió:
—Y será mejor que no se te ocurra ninguna estúpida idea acerca de huir ¡No volverás a escaparte, bastardo! Me costó bastante atraparte esta vez. Estoy hundido en la mierda ahora y por Dios que te arrastraré conmigo.
Su padre estaba vestido como Jay nunca antes lo había visto: un traje oscuro a rayas y una elegante corbata ancha. Parecía un hombre diferente, y por un esperanzado momento, Jay se había atrevido a pensar que alguien había venido a rescatarlo. Pero una vez que estuvieron fuera del hospital y del alcance de la vista de las personas que podrían ayudarlo, aquel hombre bien vestido se convirtió en la bestia de costumbre, arrojando a Jay dentro de la camioneta y partiendo a toda velocidad hacia calles menos transitadas en las que le pudiese dar un golpe o dos a su hijo mientras conducía.
—Maldita sea, los de Bienestar Social vendrán ahora —intentó golpear nuevamente a Jay en el cráneo, pero el niño lo pudo esquivar agachando la cabeza en el último momento—. Se preguntarán dónde has estado toda tu vida ¡Me harán pagar! Pagar por tu inservible maldita…
Con la cabeza apoyada contra las rodillas, Jay luchó por contener las lágrimas. Susie se encontraba en la parte trasera. No podía permitir que lo viera llorar. Debía ser fuerte. Por ella. Tenía que probar que ella estaba en lo cierto en lo referente a ser especial. Los niños especiales no lloraban cuando los aporreaban.
¿O sí? Jay sollozó y refunfuñó a causa de la punzada de dolor que le provocó el golpe en el hombro.
—Todavía puedo lastimarte, niño. No vayas por la vida pensando que solo porque vendrán los de Servicio Social no volverás a recibir golpes. Sé cómo pegar sin que puedan descubrirlo. Te seguiré pegando, niño. Y fuerte. Fuerte ¿Me has escuchado?
Jay agitó la cabeza y volvió a mirar en dirección a la manilla de la portezuela. Pero no, los niños especiales tampoco huían. No se daban por vencidos cuando las cosas se complicaban. Soportaban y hacían su mayor esfuerzo por sobrevivir.
♠ ♠ ♠
El taxi aún los seguía. Desde lo compuerta de la camioneta Susie monitoreaba el devenir de los sucesos. Los seguían dos autos que se deslizaban hacia el medio de la calle para que el conductor pudiese ver la camioneta.
Los seguían a ellos. Precisamente a Jay, según se percató Susie. Cuando estaban en el hospital, el hombre que llevaba puesto el impermeable cruzado había caminado por el pasillo y pasado frente a la puerta de la habitación en varias oportunidades. Susie se hallaba sentada en el suelo junto a la mesa de Jay mientras le hacían los exámenes de rutina y habían determinado que se encontraba bien. La puerta estaba cerrada, pero Susie, que podía ver a través de la madera, había observado al hombre alto pasar por primero vez y echar una rápida mirada hacia el interior, después había vuelto a pasar en la dirección contraria. Llevaba puesto un jersey de cuello alto bajo el pesado impermeable. Y los anillos. Susie recordó haber notado la gran cantidad de anillos que el hombre tenía en la mano cuando la extrajo del bolsillo para echarse hacia atrás el cabello despreocupadamente. Tenía los ojos oscuros y hundidos, como los de un ave.
O como los de un águila, había pensado con horror. Le había echado una mirada a Jay para constatar si estaba agitado o si se había percatado de la presencia del hombre que patrullaba fuera, pero él no evidenció preocupación alguna, solo el temor por la inminente llegada de su padre.
Cuando acompañaron a Jay fuera de la sala de análisis para que se reuniera con su padre, el extraño hombre había desaparecido, no había rastros de él. Flotando sobre la silla de Jay, ella salió y escudriñó la acera fuera del hospital. Como era de esperarse, allí estaba, apoyado contra la puerta de un taxi. Ni bien Jay apareció, el hombre de los ojos de pájaro extrajo un par de lentes de sol de uno de los bolsillos del impermeable y se los colocó. Jay fue arrastrado por su padre dentro de la camioneta, y el extraño hombre subió al taxi y le dijo al conductor mientras señalaba la camioneta.
El coche blanco dobló en una calle lateral, dejando solo una pequeña y oxidada Yugo entre ellos. Susie echó una mirada por encima del hombro. Entrecerró los ojos al ver que el Señor CaCollins golpeaba a Jay en el hombro. Qué hombre tan malvado, pensó. Deseaba poder hacerle algo al coche para así lograr herir al señor CaCollins para que nunca volviese a lastimar a Jay.
Una extraña sensación se apoderó repentinamente de ella. Algo, algún recuerdo se aferraba a su esencia. Susie miró a su alrededor, incorporando lo que veía. Las confusas fachadas de las tiendas, las luces, los árboles, la multitud de peatones, los perros, los policías montados, el claro a lo lejos… y el cartel que anunciaba la construcción por parte de Howard del futuro centro comercial Richardson.
Susie cerró los ojos y resistió el impulso de dirigirse al sitio donde las excavadoras arrasaban la tierra, donde los andamios se elevaban por sobre crecientes capas de ladrillo, y donde un pequeño y destruido zapato era levantado junto con una pila de tierra que sería arrojada en un camión y llevada al alejado basurero.
Un chirrido de neumáticos volvió la atención de Susie al camino. La Yugo había doblado hacia el oeste, en busca de un lugar para aparcar en una atestada calle lateral.
El taxi rugió cuando se adelantó y quedó tan solo unos metros detrás del guardafangos de la camioneta.
Susie, intentó asirse de la compuerta de la camioneta y espió a través del parabrisas del taxi, buscando divisar al hombre que se hallaba en el asiento trasero. Pudo ver su mano apoyada en el respaldo del asiento delantero, los grandes anillos centelleaban con la luz del sol.
Repentinamente pudo ver el rostro, el hombre estaba inclinado sobre el asiento y los lentes de sol le resbalaban por la nariz, y…
Susie profirió un grito mudo.
… Los hundidos ojos la miraban directamente a ella.
Se echó hacia atrás y tropezó al hacerlo. Su corazón estaba preso de una andanada de terror. El taxi aminoró la marcha y, lentamente, permaneció distante. El hombre bajó el cristal y asomó la cabeza de águila por la ventanilla. Ya sin los lentes de sol, sus ojos azotados por el viento, miraron en dirección a Susie. El hombre abrió la boca y echó la cabeza hacia atrás.
Susie pensó que se deslizaría por la ventanilla y se desplomaría sobre el pavimento; o quizás un camión que avanzara en dirección opuesta le golpearía la cabeza arrancándosela del cuerpo. Pero el hombre permanecía en la misma posición y él tráfico que avanzaba en dirección opuesta, maniobraba para esquivarlo.
Susie lo observaba absorta y se quedó mirándolo fijamente cuando los ojos del hombre se volvieron blancos y su cuerpo comenzó a convulsionarse como si hubiera introducido los dedos en un enchufe.
Para cuando se sobrepuso de su estado de parálisis, ella solo tuvo un instante para evadir al monstruoso guerrero que empuñaba una espada, el cual había emergido del cuerpo del hombre, chillando como un águila mientras se le acercaba.
Ella gritó cuando las afiladas uñas del guerrero le desgarraron la carne espiritual del brazo. Susie se giró y se soltó, perdiendo la condición de movimiento. Pasó a velocidad cero, el taxi pasó a través de su cuerpo y el techo del vehículo la atravesó por la mitad. Miró por encima del hombro y se percató de que el fantasma ataviado la perseguía. Tenía los brazos extendidos como las alas de un avión y arrastraba la enorme espada.
Desesperada, Susie se elevó en el aire, dio medio salto mortal y se lanzó sobre el pavimento.
Una camioneta pasó velozmente primero sobre ella y después sobre el fantasma azteca quien descendió sobre el camino, y en el momento en que otros tres vehículos lo atravesaron, bajó la cabeza, impulsándola por debajo de la superficie de la calle. Volvió la espalda primero hacia la izquierda y después hacia la derecha. Se puso tieso, después estiró el cuerpo y descendió desapareciendo dentro del camino.
Un camión con remolque pasó rugiendo por el lugar, y cuando se disipó la polvareda que dejó a su paso, la calle estaba vacía.
En las alcantarillas que se encontraban más abajo, un grupo de ratas chilló y chirrió, escabullándose a causa de una repentina ráfaga de viento. En los tenues y polvorientos conos de iluminación que se hallaban en los espaciados enrejados sobre el techo abovedado, se escurría lentamente el agua fangosa.
Susie avanzó rápidamente por el túnel en la dirección en la que sabía que se dirigía Jay. Intentó no mirar a los peludos animales de larga cola que daban rápidos saltos debajo de sus pies, espantados por su presencia.
A sus espaldas se escuchó un rugido agudo. Se arriesgó a echar un vistazo y divisó los destellos dorados, las plumas, el centelleo de la espada mientras su perseguidor atravesaba las sombras y los rayos de luz.
Se le veían los dientes, su rugido era tan ensordecedor como paralizante.
Susie aumentó la velocidad y se impulsó hacia delante concentrándose solamente en escapar. Más ratas huyeron por su avance, el agua formó pequeñas ondas y el túnel se bifurcó más adelante. Eligió al azar la ramificación de la derecha… y chocó contra el pecho de un desaliñado y amargado fantasma quien perdió el equilibrio hacia atrás y casi cae. Pero la cogió de los codos con sus mugrosas manos y se aferró a ella para no perder el equilibrio.
—Más despacio, pequeña —dijo el andrajoso espíritu. Ella inmediatamente se percató de que se trataba de un vagabundo o de una persona sin hogar. Su ropa estaba hecha jirones, llevaba puestos guantes sin dedos, tenía el calzado roto a la altura de los dedos del pie; la camisa ajada, el cabello largo y enmarañado y llevaba una botella bajo el cinturón.
—No necesita ir tan aprisa, señorita —sonrió, y sus ojos se agrandaron como monedas bajo una lupa—. No hay lugar adónde ir. He estado aquí durante por lo menos unos ocho años. Desde la nevada del ochenta y dos. Fue una nevisca brava, déjeme decirle…
—¡Fuera de mi camino! —gritó Susie, golpeando al hombre en el estómago y liberándose de sus manos. Lo eludió por un lado, y en el momento en que el hombre se disponía a cogerla, el inmenso cuerpo dio la vuelta a la esquina del túnel a gran velocidad.
El azteca extendió los brazos de manera refleja, cogió al hombre de la garganta y se la retorció bruscamente; balanceó la otra mano y destajó con la espada el estómago del vagabundo, la punta del arma emergió por la clavícula del hombre.
Por el rabillo del ojo, Ahuítzotl vio a la niña escapando a través de una de las paredes del túnel. Profirió un insulto, retiró la espada y se dispuso a seguirla, pero la energía espiritual que emergió del agonizante fantasma lo retuvo rápidamente; se aferró al sitio e introdujo la mano en la arremolinada masa vaporosa, y extrajo su poder, absorbiendo su fuerza.
Susie cortó camino a través de cuatro ramales de túneles, emergió en una pequeña caverna que se hallaba más al norte, se impulsó hacia delante y después salió a la luz del día atravesando el hormigón. Se elevó cada vez más alto hasta que pudo ver a kilómetros de distancia en todas direcciones; buscó puntos de referencia, divisó la calle y se dirigió hacia ella.
Después comenzó a buscar el taxi.
El hombre con el impermeable la observó con los ojos abiertos de par en par cuando ella descendió sobre el taxi. Susie voló en dirección al techo, lo atravesó y cogió el mando del volumen de la radio. El volumen subió desmesuradamente, casi empujando al conductor fuera del vehículo. El coche viró cuando el conductor cogió el mando y bajó el volumen.
Susie reaccionó de inmediato girando nuevamente el mando en la dirección contraria.
El conductor profirió algunos insultos, y el hombre que se hallaba en el asiento trasero le gritó que se detuviera.
La camioneta avanzaba más despacio con el intermitente del lado derecho encendida.
Susie miró hacia atrás, hacia el rostro atemorizado del hombre que luchaba desesperadamente por desprenderse del cinturón de seguridad.
Ella sonrió abiertamente y se estiró para alcanzar la palanca de cambios. Había visto conducir a sus padres y le fascinaba el procedimiento. A su padre le agradaba enseñarle la función de cada uno de los dispositivos. Sabía que cuando no se usaba el coche, la palanca debería estar colocada a la izquierda en «aparcar» y en «avanzar», obviamente, cuando estaba en movimiento.
Se concentró en la palanca que sobresalía del volante y la envolvió con la mano. El hombre del pesado impermeable se inclinó hacia delante.
—¡Frena, idiota. Por el amor de Dios!
Susie empujó la palanca hacia arriba hasta que la línea roja estuvo sobre la letra de «aparcar».
Ben Collins giró en la esquina al tocar el freno.
—¡Maldito sea! —Murmuró mirando por encima del hombro mientras se ponían a la par—. ¡El imbécil perdió el control de la maldita cosa! ¡Condujo derecho hacia el poste de teléfono! Eso le pasa al bastardo por conducir tan cerca.
Jay se inclinó hacia atrás en el asiento y escuchó las palabras susurradas a su oído. Susie había regresado y todo estaba bien.
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A una manzana de distancia, la puerta trasera del taxi crujió al abrirse. Ramsey Mitchell bajó con dificultad del asiento trasero, le dispensó una última mirada al ensangrentado conductor del taxi y le sonrió burlonamente al azorado espíritu que aún permanecía allí, reiniciando un cronómetro imaginario para que marcara los segundos hasta el infinito.
Le sangraba la cabeza y tenía el hombro magullado. Por lo demás, se encontraba bien. Se tambaleó a través de la multitud que se acercaba para observar, y se recostó contra el parachoques de un coche que estaba estacionado.
El cemento de la calle a sus pies vomitó la figura del encrespado azteca. Los ojos del espectro bulleron al ver a Ramsey y emitió un fuerte rugido gutural.
Ramsey abrió la boca para dar explicaciones y un fantasmagórico puño lo golpeó desapareciendo a la altura hombro. Las mejillas de Mitchel se expandieron, la garganta se le hinchó como un globo. Ahuítzotl parecía comprimido, y, como si se tratase de una fina columna de humo, fue absorbido dentro del cuerpo de su huésped.
Ramsey se desplomó sobre la calle y se llevó las manos a la garganta, enmudecido y con convulsiones.
—Amigo —le preguntó un preocupado conductor quien se inclinó y le extendió una mano—. ¿Se encuentra bien? ¿Necesita ayuda? ¿Que lo lleve a alguna parte?
Con el rostro entre las sombras y un destello perverso en la profundidad de sus ojos, Ramsey elevó la vista.
—Oh… qué amable —se incorporó y le dispensó al hombre una cálida sonrisa—. Serás bien recompensado por este acto, créeme.
Mientras caminaban hasta el coche, el samaritano no pudo evitar sentirse levemente nervioso a causa de la inquebrantable sonrisa de aquel hombre.