Capítulo 16

Playa Delaware, sábado, 14 de julio, 9:30 horas.

Entornando los ojos por el repentino brillo del sol que se asomaba detrás de una perezosa nube con forma de pato, Rebecca arrojó otro pedazo de pan a la voraz bandada de gaviotas de la playa. Las aves graznaron y se subieron unas a otras en la prisa por alcanzar los mendrugos. Caesar corrió tras las gaviotas, apretando las mandíbulas intangibles sobre los cuerpos emplumados, retorciéndose, deslizándose y persiguiéndolas, mientras ladraba furiosamente, lamentando su impotencia.

El cielo era un aterciopelado mar azul, y las nubes intermitentes iban haraganas flotando a la deriva a lo largo de las corrientes como si fueran trozos de hielo. Los vientos y lluvias de la noche anterior habían dejado a las dunas suaves y tranquilas. Pequeños cangrejos cavaban túneles y daban rápidos saltos sobre la arena esculpida.

Una línea de huellas marcaba la playa, un solo rastro desde la pequeña cabaña al borde de la playa donde el océano adormilado avanzaba y se retraía de la costa. Una sola huella guiaba hasta el lugar donde dos figuras permanecían sentadas cerca del agua, arrojándole pan a las gaviotas y maravillándose de la belleza de la mañana.

Si pudiese congelar ese momento, pensó Rebecca. Tomar una instantánea. Ella y Duncan junto a la costa, Caesar en pleno salto intentando atrapar una gaviota que levantaba vuelo, el sol perezoso parcialmente escondido detrás de una henchida nube. Si tan solo pudiese vivir en una fotografía, dejando atrás al mundo para que empalideciese como un rollo expuesto al sol. El pasado y el futuro esfumándose con un simple pestañeo, llevándose los recuerdos y los temores de toda una vida. Si solamente el sol pudiese ser detenido, impidiéndole liberarse de la nube.

Y si sus preguntas, al igual que el sol, pudiesen se reprimidas.

Pero ella no podía detener al mundo en su eje; y sus preguntas no serían silenciadas. El pasado seguía allí; solo tenía que rebobinar la película.

Necesitaba ver y entender cada toma, tenía que estudiar la luz y los ángulos para aprovechar el resto de la cinta y avanzar hacia el futuro. No sabía cuántas fotografías le quedaban en el rollo. Quizás era el último para todos.

Parpadeando, se dio cuenta de que Duncan le había hecho una pregunta antes que formulara la propia.

—¿El azteca? —repitió, la palabra mancilló inmediatamente el momento de encanto. El mundo tomó rápidamente un aura distinta. Las nubes cambiaron quedando con bordes dentados, amenazantes. El sol se cubrió de una sombra púrpura, abrasándose en su escondite, irradiando furiosamente su calor. Las gaviotas se picotearon entre ellas y se clavaron mutuamente las garras, y los cangrejos se retiraron con presteza a sus santuarios.

—¿Existe la posibilidad de que rastree tu casa?

Rebecca pensó en ello.

—No —dijo finalmente—. Mi dirección no figura en el listado. A menos que vaya a mi oficina y busque en mis archivos, es muy improbable que pueda encontrarme.

—Bien —el pirata le sonrió y después desvió lo mirado hacia la inmensidad del océano—. Tenemos tiempo, pues.

—¿Tiempo?

—Para planificar.

—¿Planificar? —Hundió las puntas de los pies en la arena caliente mientras dibujaba ochos en su sombra—. Interpreto que está ofreciendo sus servicios para mi causa.

Se dio la vuelta hacia ella con una pícara sonrisa en el rostro. Estaba sentado con las piernas estiradas hacia delante y las puntas de los pies flexionadas en su cobertura de cuero. La capa estaba plegada en la espalda, aparentemente enterrada en el suelo; y los brazos con las mangas holgadas enrolladas hasta los codos, cruzados sobre el pecho. Dos botones de la túnica abiertos, y el cabello suave y suelto le cubrían las orejas hasta rozarle los hombros.

—Servirla a usted, lo consideraría un honor, madame.

Caesar ladró su consentimiento al regresar de jugar con las gaviotas. La lengua le caía por el costado de la boca.

—¿Un honor?

Duncan se encogió de hombros mirándola a los ojos.

—Un privilegio, por lo menos. Podría hacer algo noble salvándole la vida. Además, Caesar nunca me perdonaría si algo le sucediese.

El perro carraspeó, dio una vuelta, cavando infructuosamente la arena, después se sentó a los pies de Duncan. Olfateó la suave brisa y se lamió el hocico.

—Y por supuesto —continuó el pirata— conlleva una promesa de aventura. ¡Excitación y aventura para afrontar cualquiera terror en los Grandes Mares!

—¿Cómo puedo darle la espalda a tal invitación? ¿Cómo puedo permitir que se zambulla en el peligro mientras me quedo sentado aquí, paseando en los médanos arrojando palos?

Caesar se dio la vuelta y resopló amenazadoramente.

—Mucho agradecería su ayuda —dijo Rebecca—. Pero, si su esqueleto sigue allí y usted está obligado a permanecer en lo playa… ¿Qué sucedería si tuviésemos que viajar?

Duncan aplaudió.

—Ah, estaba deseando que me lo preguntara. Porque necesito que me ayude en ese sentido. En realidad, usted está en lo correcto. Debo permanecer junto a mis restos mortales; el llegar hasta su casa me demandó un agotador esfuerzo y…

—Aun así usted permaneció allí toda la noche… —Rebecca lo miró fijamente como si se hubiese quitado una máscara y le descubriese un nuevo rostro.

—Considéreme ávido de castigo —le sonrió.

Rebecca frunció el ceño.

—¿Y qué pasa con Caesar? ¿Cómo puede alejarse tanto?, si estuviese sufriendo, seguramente…

Duncan negó con la cabeza.

—No entiende. Caesar es diferente. Ese tal Ramsey del cual usted me habló solo conoció la mitad del asunto. Según lo que he aprendido durante tres siglos, y de acuerdo a lo que usted me contó anoche, parece que hay dos tipos de condiciones para las apariciones.

—Una es del tipo que describió el profesor Mitchell, por la cual el espíritu permanece encadenado a su aspecto físico. Su profesor atribuyó esa atadura a una dependencia con el cuerpo adquirida durante eras, y fortalecida con el paso del tiempo; por lo tanto, ambas, inseparables durante la vida, mantienen el vínculo después de la muerte.

Duncan hizo una pausa para respirar, y Caesar bostezó y se desperezó, colocando una pata sobre la bota de su amo.

—Sin embargo —continuó—, al examinar el segundo tipo de aparición, resulta evidente que el profesor no estuvo realmente acertado.

—¿El segundo tipo de aparición? —Rebecca estaba confundida.

—Sí. Se habrá preguntando sobre los espíritus del museo.

Rebecca asintió. —Por qué había tantos si sus cuerpos no se hallaban en exhibición. De igual manera que el anciano del hospital. Y Ronald Jacobs ¿por qué deambulaba por el tribunal en vez de hacerlo cerca de su tumba?

Duncan levantó la mano.

—Exactamente. Mi teoría resuelve esas condiciones.

—Se puede explicar como que un alma, espíritu, como lo llame, se está balanceando constantemente entre dos fuerzas: el cuerpo y la psiquis.

—En el segundo ejemplo de aparición, los fantasmas permanecen en un sitio de particular significado, grabado muy profundamente en la memoria del individuo, como para doblegar el aferramiento del cuerpo al alma. El apego a lo corpóreo puede ser fuerte, pero es posible que sea anulado por un proceso mental intenso a través del cual otro lugar, incluso un objeto, mantiene un dominio total más fuerte sobre el espíritu. Puede ser un hito escénico donde la persona retiene un recuerdo de completa felicidad, un lugar que, en cierto sentido, definió su ser. El asiento del parque donde un anciano, cuando era joven, encontró su verdadero amor, la casa donde un niño se enfrentó a una muerte prematura, la laguna donde el amor de alguien, y la razón de su vida, se ahogó, lo biblioteca que sirvió al erudito como medio para alcanzar el objetivo no cumplido de la sabiduría…

Rebecca sintió caer la mortaja de la ignorancia.

—… un tribunal que para uno, simbolizó la última fase contra contingencias increíbles, y para otro, un bastión de justicia cuya falla no podía ser racionalizada en vida. Una cama de hospital donde un anciano pasó sus últimos días, contemplando, y posiblemente, lamentando la decisión más importante de su vida. Una familia aferrada unos a otros como lo estuvieron en el último momento, que permanece en la carretera donde injustamente se les arrebató la vida y los sueños.

Duncan la ayudó a seguir profundizando.

—Y de igual manera que con los lugares, sucede con los objetos. Si en vida, el individuo le otorgó tal valor a mis posesiones, puede rehusar seguir en su afán de protegerlas con celo. Es probable que los fantasmas del museo fuesen de esa clase, sus esencias deben estar ligadas a los objetos que en vida tuvieron un inmenso valor sentimental. La obra maestra de un pintor. El uniforme de un soldado estimado más que todo el resto, incluso que a sí mismo.

—La calavera del vikingo —agregó Rebecca.

Duncan la señaló.

—Así es. Él era una pequeña bestia, egocéntrico, y probablemente pensó que su horrible rostro era un regalo de Odín[15] a las mujeres.

Riendo, Rebecca continuó:

—Y Caesar…

Duncan levantó la mano.

—Bueno, la historia de ese cachorro es más complicada.

El perro aulló y se desperezó.

Con la mirada en las olas, Duncan respiró profundamente.

—En vida, Caesar amaba jugar a buscar el palo. He perdido el rastro en el tiempo, pero creo que lo conocí hace aproximadamente sesenta años.

Rebecca parpadeó. ¿Por qué había supuesto que habían estado juntos desde el principio?

—En ese entonces, esta playa estaba más poblada. Casas bajas se alineaban más allá de donde uno podía ver. Todas fueron arrasadas por un huracán hace aproximadamente treinta años —hizo una pausa, se humedeció los labios y continuó—. Ese verano, una joven de aproximadamente dieciséis años, venía todos los días a la playa. Una vez por la mañana, y otra por la noche. Solía gritar el nombre de Caesar cuando el perro se quedaba atrás o se alejaba. Siempre le arrojaba un palo, y así comenzaba el juego. Durante sus paseos nocturnos, solía caminar al borde del agua. Algunas veces, cuando se sentía tentada y si no había nadie a la vista, se quitaba la ropa y nadaba a corta distancia.

—Caesar permanecía en el borde mientras ella nadaba; ladrando todo el tiempo furiosamente, molesto porque lo dejaba, ya que él odiaba el contacto con el agua; cuando las olas rompían en sus garras, aullaba y retrocedía, con el rabo entre las patas.

Duncan suspiró e inspiró profundamente. Clavó los ojos en la distancia como si se retrotrajera al pasado reciente.

—Hacia el final del verano, cuando los días se volvieron más largos y el césped se oscureció, la joven, repentinamente, dejó de venir a la playa. Durante una semana completa ambos no aparecieron. Lamenté mucho su ausencia. Ella había sido la primera compañía real que tuve en casi un siglo. Aunque jamás notó indicio alguno de mi presencia, de alguna manera, sentía que estábamos relacionados. Solía correr con el perro detrás del palo, y seguía a la joven a través de las olas, compartiendo la juvenil exuberancia, deleitándome a través de ella de la emoción de sentir y amar la vida.

—Cuando casi había perdido la esperanza de que regresara, lo hizo. Una noche, tarde, cuando los últimos tonos violetas estaban sangrando en el oscuro horizonte, apareció caminando en la playa. Caesar saltaba alrededor de sus pies, alegre de regresar a su lugar favorito de juego. Inmediatamente se alejó con la nariz pegada al suelo en busca de un pedazo de madera.

—Cuando me deslicé feliz hacia donde se hallaba ella, noté que algo faltaba. La joven estaba con la cabeza gacha y los ojos cerrados. Tenía los hombros abatidos y los brazos desmañados a los costados. Sostenía un objeto delgado en la mano.

—Aminoré el paso. Caesar ladraba juguetonamente a lo lejos. Si la joven lo escuchó, no evidenció interés alguno en el juego. En cambio, levantó el objeto hasta su rostro. Sus ojos se abrieron, y noté el brillo de las lágrimas en ellos. Y al estar más cerca, pude advertir que estaban hinchados y enrojecidos, al igual que sus mejillas, como si hubiese estado llorando durante mucho tiempo.

—Con profundo temor, floté detrás de ella, esforzándome para ver en la oscuridad qué era lo que sostenía.

—Era una fotografía. Dificultosamente por la oscuridad, pude advertir que era de un joven parecido a la muchacha; estaba sentado en un artefacto metálico con ruedas. Una tenue sonrisa no podía disimular la pena de sus ojos.

—Justo cuando la estaba analizando, se le escapó de los dedos arrebatada por una suave brisa que la hizo volar por la playa.

—Los ladridos de Caesar se acercaron y parecieron amortiguados, como amordazados. En realidad, había encontrado un buen trozo de madera, y corría ansioso por iniciar el juego.

Duncan hizo una pausa, las palabras se le agolparon en la garganta.

—Me había hecho una promesa siglos atrás, cuando acepté mi condición y conocí la magnitud de mi poder: no interferir en la vida de los mortales. Después de todo, había tenido mi oportunidad; ahora era el momento de otros. Así como había vivido mi vida sin interrupciones del reino espiritual, mi decisión fue que le brindaría al resto la misma oportunidad de manejar sus propias vidas.

—Si hubiese sido un poco más rápido, habría roto mi promesa esa misma noche. Pero la situación no se había desencadenado aún. Yo estaba con mi mente todavía en el juego del perro; no estaba preparado… para lo que ella hizo después.

—Y una vez que se había quitado la ropa, no hubo nada que yo hubiese podido hacer. Mientras ella se adentraba en el océano, las lágrimas le corrían sin reparo por el rostro; atrapadas por el viento seguían el mismo rumbo de la fotografía. Finalmente, reconocí esa determinación en su expresión. La había visto antes, el deseo de morir.

—Creo que enloquecí entonces. Rompí mi promesa, me esforcé por hacer cualquier cosa para llamar su atención. Nadé en la arena detrás de ella, agité las olas, moví rocas y caracoles, pero de nada sirvió.

—El agua le llegó al pecho y un silencioso sollozo se le escapó de los labios. Desesperado miré hacia la costa y vi a Caesar de pie en el borde con el palo junto a las patas. Debió haber percibido la gravedad del momento; empezó a pasearse desesperadamente, hacia delante y hacia atrás, juzgando la distancia. Instintivamente salió del agua, retrocedió y lanzó un lastimero aullido. Mientras lo observaba, el perro saltó las olas, y fue inmediatamente golpeado hacia atrás por la corriente que lo empapó. Se sacudió y corrió hacia delante otra vez, lanzándose sobre la cresta de la ola, arremetiendo y pataleando hacia nosotros.

—La joven se detuvo, con el agua llegándole al mentón. La esperanza que albergué en mi corazón etéreo, fue cruelmente arrasada. «Michael, oh, Michael» y se hundió. La seguí, hundiéndome en el agua con ella. E intenté poseer su ser corpóreo, meterme en su carne, pensé que si nadaba de vuelta a la playa, podría dejarla allí, inconsciente en la arena.

—Pero su voluntad era demasiado fuerte. Aunque sus pulmones se ahogaban con el agua salada, aunque la vida se le escapaba del corazón, su ansia de muerte se negaba a ceder. Decidida hasta el final, tragó más profunda y ansiosamente. Hasta el fondo de arena, con las piernas aun respondiendo órdenes de su cerebro sofocado llevándola hasta el límite. Descendimos juntos, lentamente y a la deriva de la corriente fría que la subía nuevamente.

—Su alma había partido, pero me llevó lo que parecieron horas hasta que me di por vencido. No podía aceptar la decisión, no alcanzaba a comprender por qué alguien querría terminar de esa manera. Seguramente ella amaba a su hermano, y seguramente el significado de su vida había perdido fuerza sin su presencia… ¿Pero sería razón suficiente como para renunciar a las alegrías y aventuras de la vida por una condición, que más tarde o más temprano, nos reclama a todos?

—Con esos pensamientos en la mente aparecí en la superficie del océano, y regresé a la costa. La playa estaba silenciosa salvo por el silbido del viento. Arriba, las constelaciones habían aparecido con todo su brillo y belleza. Y desparramado en la arena, hinchado y casi indistinguible de un espeso manojo de algas marinas, yacía el perro de la joven.

—Caesar, que había vencido su temor más grande para adentrarse en el océano detrás de su ama, se había sacrificado en vano. Retrospectivamente, me di cuenta de que había intentado salvar el alma equivocada. Pero resultó que esa alma volvió.

—Aproximadamente una hora más tarde, mientras me hallaba sumergido en mis eternas cavilaciones sobre la vida y la muerte, escuché un aullido desorientado. Profundo y lastimero, y hasta el viento se silenció ante su sonido. Lo rastreé y me topé con el espíritu del perro, parado atentamente contra un pequeño pedazo de madera que flotaba a la deriva. Gritaba, miraba al océano, y nuevamente al palo. Y otra vez aullaba.

Una densa nube gris pasó frente al sol, ennegreciendo el brillo de las agitadas olas. Los ojos de Duncan se enfocaron nuevamente retornando al presente.

—Y así fue —dijo— como conocí a Caesar.

El perro levantó la cabeza hacia el pirata, aulló y le colocó la mandíbula en la rodilla.

—Para cuando encontraron el cuerpo de la joven a dos millas de aquí, yo ya le había enseñado de Caesar cómo levantar un pedazo de madera material. Fue sencillo, y un proceso que este obseso pudo fácilmente aprender —un esbozo de sonrisa le cruzó los labios—. A los perros viejos, y a los no tan viejos pero muertos, se les puede, definitivamente, enseñar nuevos trucos.

Rebecca rió, aunque sonó más como un sollozo. Los ojos amenazaban anegarse en llanto; con solo parpadear…

—Por tanto —balbuceó—. Caesar se quedó porque…

Duncan descruzó los brazos.

—Por el juego, Becki. El juego. Era todo lo que importaba en su pequeño cerebro. Cuando dormía junto a ella en la noche, cuando en la mañana buscaba la comida en su plato, los pensamientos siempre estaban en el palo, el lanzamiento, la devolución. Una y otra vez. Incansable.

—Se quedó por el juego, y yo me convertí en su compañero.

—Por tanto —contestó Rebecca asombrada—. Lo negará a usted…

—Exactamente —Duncan acarició al animal, le rascó las orejas caídas, le frotó el cráneo—. Adonde yo vaya, él irá, aunque algunas veces, es él quien guía. ¿No es así, callejero sarnoso?

—No está atado a nada, salvo por la devoción hacia aquel que le permita mantener el juego con vida.

—En cuanto a la aseveración de su profesor acerca de que los animales no tienen alma…

Duncan suspiró.

—¿Qué puedo decir? Obviamente estaba equivocado. Quizás esa Luz a la que hizo referencia tenía un plan más sutil. Quizás en lo más profundo de sus pechos, las bestias no estaban originalmente vacías, y contenían una pequeña fracción residual de espíritu. Suficiente, quizás, para que sus vidas tuviesen sentido. Para que no luchasen por nada…

Rebecca suspiró.

—Sentido…

—¿Perdón?

—Nada. Sólo estaba pensando —se sentó derecha de repente y lo miró de frente, notó las marcas de arena en la piel y en la capa debajo de su cabeza—. Espere un minuto…

—¿Qué?

—Usted habló de la «Luz», como si creyese en ella. Y durante mi relato de la idea de la creación de Ramsey, usted permaneció sentado, aceptando la mayor parte de ella. Y ahora está cambiando.

—¿Sí, y con eso?

Exasperada, Rebecca dijo:

—¿Y qué pasa con esa necesidad colectiva de reprimirla a la que aludió Ramsey? Si la leyenda es correcta, nuestros espíritus, de los cuales usted es un referente, continuarán incorporando rituales y mitos de la cultura humana aun después de muertos; y, como Ahuítzotl, honestamente negarán toda referencia a la verdad. La verdad sobre su pasado, y sobre la Luz, y…

—Espere —interpuso Duncan—. En sus mismas palabras yace la respuesta a la pregunta.

Se limitó a mirarlo.

—Usted dijo que el alma retiene los mitos, rituales y creencias a los que adhería en vida aun después de que el vínculo entre el cuerpo y el espíritu desaparece. En vida, yo no tenía mitos. No profesaba ninguna religión, no oraba a ningún dios, ni practicaba ningún ritual.

Se inclinó hacia ella, como si tuviese la intención de impactarla con un codiciado secreto.

—Creía solo en mí mismo —dijo.

Ella parpadeó intentando comprender.

—En mí mismo —repitió—. En mi capacidad, en mi cuerpo y en mi mente. No confiaba en nada ni en nadie más. No necesitaba de ninguna deidad confusa para pelear, comer o que velara por mí. Y no esperaba nada que no pudiese conseguir por mí mismo.

—¿No creía en un Dios? —Preguntó incrédula Rebecca—. Ni siquiera en una fuerza superior, algo que velara por nosotros y cuando cayésemos…

Negó con la cabeza.

—Si podía valerme por mí mismo, no quería ayuda para recuperarme de una caída. Prefería arrastrarme; de esa manera al menos el avance era obra mía —se encogió de hombros—. Puede considerarme insensible y porfiado, pero desde esa perspectiva, y por ende, ningún otro era responsable de mis errores, había alcanzado un perfecto nivel de comprensión. Mis logros eran solo míos, y por tanto, nadie más era responsable de mis tropiezos y mis defectos. Y de esa manera, en la seguridad en mí mismo, encontré que podía lograr lo que otros esperaban ciegamente de rodillas de la intervención divina que nunca llegaría. Por esperarlo de arriba se privaban de la mejor fuente de ayuda que podían encontrar, la que tenían dentro. Encontré así paz interior y terminé amando la vida por lo que era, una efímera aventura en un mar impredecible, donde uno se embarca en un bote de una sola vela, un único remo y sin ancla.

Rebecca lo instó a profundizar más.

—¿Y qué pasa con la muerte? ¿No le teme a la otra vida? Sin creencias… cómo debe haber temido el naufragio de aquella nave.

Sus ojos azules se oscurecieron como si las pupilas hubiesen capturado una imagen concentrada de un claro cielo vespertino empalideciéndose frente a la oscura noche nublada. Con expresión pétrea dijo:

—Usted ha… ¿cómo le dicen hoy en día? …dado en el clavo.

Caesar carraspeó, se sentó y se fue cansado de la conversación.

Duncan bajó la vista; levantó el brazo hasta la cintura y lo balanceó a través de la arena como si estuviese probando la temperatura de un estanque de agua.

—¿Duncan? —Rebecca suspiró. Una cauta gaviota se posó cerca de sus pies, y se pavoneó frente a ella.

—¿Por qué —preguntó ella al tiempo que él se daba la vuelta— se queda?

La pregunta quedó pendiente en el aire, hasta que el viento la arrebató y se la llevó hacia el océano.

—Trescientos años —musitó ella—. Obviamente usted está ligado a su cuerpo. Pero… ¿por qué se queda? ¿Su nombre fue irrevocablemente manchado? ¿Desea vengarse?

—No —habló sin mirarla de frente—. La venganza fue mía antes de morir.

—Y nadie conoce mi verdadero nombre, ni se preocuparon lo suficiente por mi reputación. No es nada tan simple como eso.

Miró hacia el océano una vez más. Y los ojos se le llenaron de imágenes de fuego y de arremolinadas brasas del pasado.

—Es solo lo que usted dijo: miedo.

Se dio la vuelta hacia ella, le temblaron los labios, y el cabello le ocultó parcialmente los ojos.

—Miedo —repitió—. En mi juventud frecuentaba el teatro, una vez presentaban una asombrosa tragedia llamada Hamlet, príncipe de Dinamarca.

Tragó con dificultad.

—El trágico príncipe lleva a cabo un extraordinario soliloquio donde cuestiona los méritos del suicidio…

Rebecca recitó lo que recordaba le había dicho una colega de la clase de inglés. —«Morir, dormir; dormir… tal vez soñar. Sí, he ahí el obstáculo, porque es forzoso que nos detenga el considerar qué sueños pueden sobrevenir en aquel sueño de muerte, cuando nos hayamos liberado del torbellino de la vida».

La miró bruscamente; levantó las cejas.

—Debe haber sido más popular de lo que había pensado.

—Por lo tanto —dijo Rebecca—. Usted está aterrorizado por lo que viene después…

—Los sueños que llegan en ese letargo, sí. Pero no necesariamente diría «aterrorizado». Aún en este estado intermedio entre la eternidad y la mortalidad, me gusta hallar el equilibrio. En un lado de la balanza está el temor de algo horrible que está esperando detrás del velo final. A pesar de mi aparente bondad y encanto, Rebecca, he hecho mucho daño en mi vida. ¿Qué tal si el dios cristiano es el verdadero? ¿Dónde me encontraría? ¿Y qué sucedería si los ateos estuviesen en lo correcto, y yo quedase en el olvido?

Rebecca permaneció en silencio.

—En mi mente —explicó—, es mejor sufrir la soledad de la costa que seguir y arribar a una playa donde no pudiese elegir entre encaminarme desde el norte o desde del sur, caminar rápido o lento, o no caminar en lo absoluto. Un lugar donde no soy más que un grano de arena, sin capacidad de movimiento entre miles de millones que esperan la marea que pueda o no llevarme a nuevos paisajes; o si las religiones del Lejano Este están en lo correcto, mi conciencia es entregada a otra vida, a un cangrejo, por ejemplo. Ese temor —dijo—, tiene del otro lado de la balanza, un intenso apego a la vida. Ah, Rebecca, la alegría que sentí junto a la joven treinta años atrás. ¡Saborear la efervescencia de la vida por cada uno de sus poros! Estaba tan enamorada de la vida.

Duncan cerró los ojos ante el recuerdo.

—Me recordó a alguien.

—Alguien tan enamorado de cada aspecto de su corta expedición, porque tan solo eso es la vida, una exploración; cada paso es una incursión en un territorio desconocido donde todo lo visto y hecho es nuevo y diferente.

—Sí, ella me hizo acordar de alguien que vivió hace muchos años. Alguien quien, en el ocaso del siglo XVII, comenzó su exploración; alguien quien no solo le sacó el jugo a la vida, sino que lo frotó por toda la piel y se revolcó sobre él hasta marearse.

Rebecca lo dejó explayarse, sabiendo que la historia se remontaba a siglos atrás, siglos, fabricándose y compaginándose en su esencia, esperando oídos receptivos.

Ella estaba allí, y evidentemente lo escucharía.

Horas más tarde, cuando temblando con gran emoción, Duncan había finalmente terminado su dramática historia, a Rebecca le resultó imposible alejar de la mente las imágenes de cañones, relámpagos y barcos hundiéndose. La vida de Duncan, sus aventuras, y su trágica muerte fueron narradas tan vívidamente que los hechos parecían más sustanciales que la fresca playa bajo sus pies o el suave movimiento de las olas a unas pocas yardas de distancia. Cerró los ojos y realmente pudo sentir el azote del viento y la copiosa lluvia de aquella noche tres siglos atrás cuando el mar reclamó tres barcos de guerra y decenas de vidas.

Duncan había desechado la vida de nobleza que le había sido impuesta por una rígida cultura y un padre igualmente estricto. Abandonó la propiedad de su padre a los dieciocho años, se compró un barco veloz al cual le colocó el nombre de Prometeo, contrató a una tripulación y se hizo a la mar en busca de aventuras. Al cabo de casi un año, el barco fue capturado por buques piratas. Su tripulación y su mejor amigo fueron masacrados en una valiente pero infructuosa batalla, a Duncan le fue perdonada la vida por el capitán pirata con la condición de que continuase como primero de a bordo y liderase las hordas de asesinos durante los ataques. El Prometeo se convirtió en el Devilspawn, el barco pirata más temido de los grandes mares. Y Duncan ejerció el más sangriento reinado del terror durante seis años ya que los piratas atacaron barcos comerciales de todos los países. No había aguas seguras y ningún barco pudo equipararse al Devilspawn o a su cruel tripulación. Duncan vivió en un mundo de sangre y lucha, de tierras exóticas y tesoros que superaron cualquier sueño. Totalmente corrompido, nunca olvidó ni perdonó la agresión original contra su sueño y sus amigos. Sea cual fuese la verdad, se dijo, estaba desempeñando su parte, aguardando su momento, esperando su venganza.

La que llegó en su momento, cuando los piratas se volvieron descuidados, consumidos por el ansia de sangre. Una noche de marzo de 1691, atacaron el barco de unos colonos desarmados cerca de la costa del Nuevo Mundo. Duncan encabezó un motín y logró asesinar al capitán pirata antes de que la tripulación pudiese sofocar la rebelión. La noche siguiente, antes de que los piratas pudiesen llevar a cabo su ejecución, dos galeones británicos encontraron al Devilspawn. Durante la intensa batalla que siguió, un cañonazo liberó a Duncan de su celda. Herido, se arrastró por la cubierta del barco que se estaba hundiendo, a tiempo para ver los cascos en llamas de los barcos británicos tragados por el agitado océano. En su propio barco, Duncan se arrastró hasta el mástil, aunque, a pesar de ello, desapareció bajo las olas agitadas y furiosas. Finalmente, sucumbió a la helada succión del Atlántico, justo a un kilómetro de la costa de Virginia. Poco después, su espíritu emergió y sobrevoló las oían hasta donde esperaría solo durante siglos.

Cuando a su momento Rebecca abrió los ojos, el océano parecía tranquilo, pasivo y confiable. Que fuese capaz de tal devastación le resultaba incomprensible. Permaneció sentada, abrazándose las rodillas mientras contemplaba la planicie azul que se extendía kilómetros más allá de las botas transparentes de Duncan. Le dolían los músculos por la falta de movimiento, y los hombros y la espalda clamaban por un suave masaje. Se humedeció los labios secos, extendió las piernas y clavó los puños en la arena caliente. Sintió un calor templado en el rostro y los brazos.

Duncan permanecía de pie varios metros adelante, de espaldas a ella, con los pies varios centímetros por encima del océano. Con la cabeza gacha, hundida por debajo del cuello de la capa, Rebecca solo pudo adivinar su expresión, solo pudo imaginar cómo las emociones cruelmente jugaban a pillarse en su conciencia.

Cuando se puso de pie, Caesar levantó la cabeza abruptamente. El perro había permanecido a su lado, como si desease airearse los lugares menos expuestos. Le seguía todos los movimientos con la mirada, movía las orejas con cada pisada suya. Agitó el rabo, cavó en la arena y olfateó el aire.

Las plantas de los pies le protestaron de dolor con cada paso sobre la ardiente arena, pero su atención estaba fija en el pirata. Su postura, sus hombros caídos, sus puños cerrados. Levantó una mano unos centímetros sobre de su hombro, después la apartó.

Caesar olfateó y Rebecca respiró profundamente, se dio la vuelta quedando casi espalda contra espalda del pirata. Cerró los ojos, y a pesar del clamor de dolor de sus pies, se imaginó tocándolo, abrazándolo, hundiéndole los dedos en el grueso cabello, acariciándole la mejilla, y sintió su respiración caliente en el cuello.

Retrocedió dos pasos. Uno. Dos. Sus pies respiraron aliviados al refrescarse en el agua fría, en la arena húmeda del borde del mar. Miró a través de los ojos entornados, vio la abundante melena agitarse, los labios gruesos separarse y los ojos agrandarse. Levantó la mano derecha, con la palma abierta, lentamente, la acercó a su rostro. Se mordió el labio cuando los dedos se acercaron a la piel espectral. Concentrada solo en los perfiles, la realidad de su visión le acarició, sin percibir contacto, la faz etérea, y le apartó mechones intangibles de cabello oscuro.

Con la mirada fija en sus movimientos, Duncan levantó la mano derecha, y con el dedo índice le trazó una larga línea a lo largo del brazo, que empezó en el hombro y avanzó lentamente hacia la muñeca hasta entrelazar sus dedos con los de la mano femenina.

Ella movió la palma para aceptar la caricia; lo miró a los ojos, y entornó los párpados imaginando cosquilleos en la punta de los dedos y presión en sus nudillos.

Suspiró y resistió el anhelo de arrojar los brazos alrededor de su esencia intangible. Sintiendo el sol caliente contra el rostro, la tranquila brisa del océano, y el agua fría, Rebecca tembló con una sensación repentina tan extraño como hermosa.

Y cerca, Caesar saltaba junto a sus pies, aullando alegremente mientras corría en círculos tras su cola.