Playa Delaware, 1:30 horas.
Gerry Myers debió apartar la vista del cuello de Rebecca. Algunos de los puntos se habían abierto y la sangre fresca fluía poco a poco del labio de la herida. La enfermera Beverly Harris había trabajado diligentemente desinfectando el área con antisépticos.
Rebecca estaba sentada en una mesa de cristal en la cocina. Mantenía los ojos cerrados mientras la enfermera atendía la herida. Myers tuvo que admirar a la mujer, loca como era. Tenía fortaleza. Y resistencia. Demonios, parecía capaz de enfrentarse a toda los agentes de la CIA.
Myers pensó que estaría muerta. Cuando Holton, tuvo que haber sido ese bastardo asesino, salió tan fresco del automóvil, incluso tuvo el descaro de guiñarles un ojo, Myers se había sobrecogido con el indiscutible presentimiento de que habían fallado en su última misión.
De alguna manera, la señorita Evans había eludido a Karl, incluso le había infligido graves daños. Aunque Myers no había conseguido ninguna información de ella todavía.
Tan pronto como llegaron a la casa, la sobreprotectora enfermera insistió en atender a la señorita Evans antes de cualquier interrogatorio.
Myers dejó vagar la mirada por la cocina, sin poder distinguir nada aparte de la herida que se había abierto. En las sencillas paredes colgaba una estantería de cristal que exhibía hermosos caracoles. Encima del fregadero, había un estante con cuchillos de varios tamaños y una pila de platos y jarros de café estaban apoyados en la encimera.
—Está cicatrizando muy bien, Rebecca —la enfermera le colocó una venda adhesiva alrededor de la zona. Su paciente se encogió—. Pero no está lo suficientemente recuperada como para andar corriendo por ahí. Si persiste en ello, tendré que insistir en que regrese al hospital.
Myers movió los ojos.
—Vea, enfermera. Realmente necesitamos hablar con ella. ¿No puede apresurarse?
Beverly lo miró indignada y abrió la boca.
—Está bien —dijo la señorita Evans apoyando la mano sobre el hombro de la enfermera. Se bajó de la mesa—. Estoy bien. Gracias —dirigió la mirada a Myers—. Pero realmente necesito hablar con ellos ahora.
Myers sonrió y asintió. La cogió del brazo y la llevó hasta la sala, hasta un suave sofá azul. Doug Johnson se sentó en una silla de mimbre frente a ella.
—Qué tal si nos cuenta qué está sucediendo, señorita Evans —dijo Johnson.
Rebecca asintió.
—Es necesario. No puedo manejar esto sola.
Myers se sentó junto a ella, consciente de que la enfermera lo miraba molesta recostada contra la encimera de la cocina.
—Aunque realmente me gustaría que estuviese Donaldson aquí. Él estaría más dispuesto a creerlo —al menos, pensó, más dispuesto que estos dos extraños.
—Podemos llamarlo si usted quiere —dijo Myers—. Podemos despertarlo y decirle que venga.
Rebecca asintió.
Johnson se paró y se encaminó hacia el teléfono.
La pequeña ventana rectangular de la cocina explotó cuando un pequeño objeto la atravesó. Pasó por encima de la cabeza de la enfermera Beverly y cayó al lado de Myers haciendo un ruido sordo contra el suelo, rodó y fue a parar junto al pie de Rebecca.
—¡Abajo! —gritó Johnson instintivamente, agachándose.
Myers se dirigió hacia Rebecca y la empujó contra el suelo enfrente del sofá. Buscó el revólver que tenía en la pistolera.
La enfermera Beverly gritó y se ocultó detrás de la encimera.
Myers le echó una mirada a Rebecca para cerciorarse de que estaba bien.
Estaba lívida, con la boca abierta y los ojos clavados en el objeto.
Su expresión demostraba que le resultaba imposible de creer.
Myers lo miró. Se acercó y lo levantó.
—¿Quién ataría una bolsa Ziploc a un ladrillo?
Johnson, empuñando el arma, espió por encima del sofá, y preguntó:
—¿Qué hay en la bolsa?
Myers miró más de cerca.
—Pedazos de roca blanca, o algo así.
—Huesos —le contestó Rebecca con voz ronca—. Fragmentos de una calavera.
Se retorció para liberarse del brazo del hombre.
—¡Tenemos que salir de aquí! ¡Ahora!
—¡Quédese quieta! —siseó Myers levantando el arma—. Nos encargaremos de esto.
Un alarido ensordecedor llenó la cocina. Horrible y torturado, surgió, enmudeció y se repitió.
Myers se puso de pie, apuntó con el revólver. Pensó que debía haber algo que no había visto. La enfermera yacía de espaldas sobre la encimera mientras dos cuchillos de cocina flotaban en el aire sobre ella. Uno descendió primero, le atravesaron el uniforme dejando trazos de sangre en la piel con cada una de las salvajes cuchilladas.
Se oyeron disparos detrás de él. Johnson disparó varias veces al aire, hacia los cuchillos. Aparecieron agujeros de bala en las salas. Gritaba:
—¡No hay nada allí! ¡Nada!
Myers solo pudo mirar boquiabierto las hojas de los cuchillos teñidas de color carmesí mientras salpicaban sangre sobre las paredes, las lámparas, los platos.
Los gritos de Beverly cesaron cuando su cuerpo dejó de luchar.
Los cuchillos permanecieron inmóviles en el aire.
Rebecca, a su lado, le clavó las uñas en el brazo.
—¡Muévase! ¡Nos ve!
Myers la miró completamente confundido.
—¡Rápido! —gritó—. Mientras esté drenándole la vida de su espíritu.
Rebecca se ocultó de la vista del vikingo de un solo ojo cuyos dientes estaban clavados en el cuello del espíritu de Beverly. El alma de la enfermera estaba vestida igual que su cuerpo con el uniforme del hospital desgarrado en el hombro. El fantasma la tenía inmovilizada debajo de él mientras devoraba ansiosamente la energía de su espíritu que se le escapaba por el cuello.
Rebecca se soltó de las manos de Myers que la sujetaban.
Mientras Johnson seguía maldiciendo y disparando al azar, Myers siguió a Rebecca, intentando permanecer entre ella y la cocina. Demasiado tarde se dio cuenta de su decisión tomada por instinto. Rebecca gritó y se aferró de sus hombros en un intento para apartarlo del cuchillo que habían lanzado en su dirección. La hoja le penetró el hombro y le desgarró los huesos del pecho. El brillo del metal ensangrentado permaneció en sus retinas mientras la vida se le escapaba.
Rebecca dejó que el cuerpo del agente muerto se soltara de sus manos. Los ojos vacíos fijos en ella se pusieron blancos mientras se desplomaba. Algo salió deprisa de su cuerpo. Pudo distinguir la rápida sonrisa y el brillo de los ojos mientras la figura transparente se retorcía y desaparecía de la vista.
Johnson efectuó un disparo con su arma. Dos. La arrojó a la cocina. Sin preocuparse más por la seguridad de Rebecca, buscó una salida frenéticamente, espió la tormenta y salió corriendo.
En la cocina, el vikingo regresó al estante de los cuchillos, y seleccionó los dos con hojas más grandes. Sonriendo, caminó por la encimera y arrojó uno primero, después el otro. Ambos se clavaron en la espalda de Johnson.
Gruñó y giró en el aire desplomándose a través de la ventana, cayendo con un ruido sordo sobre la tarima de madera en una lluvia de cristales rotos.
El viento entró ansiosamente a través del agujero del cristal partido acarreando grandes gotas de lluvia, el rugido del océano y el sonido del ladrido de un perro que avisaba.
El fantasma caminó lentamente sobre sus pasos para elegir otro cuchillo.
El grito de Rebecca finalmente logró ser audible. La última acción de una mujer desesperada, pensó. Sin lugar a dónde correr, sin escapatoria. Las llaves estaban en un cajón de la cocina, y aparte del coche, no había otra forma de escapar del fantasma. La calavera del vikingo, desparramada como estaba, se encontraba en el living de su casa. Podía romperla aún más hasta pulverizarla pero de todas formas seguiría allí.
Sus alaridos cesaron, reemplazados por torturados sollozos mientras caía de rodillas. Las gotas de lluvia se marcaban en la alfombra y salpicaban una pintura en la pared. El ladrido del perro se hizo más intenso, más nítido.
Una señal de su destino, pensó desesperadamente. Muchas gracias.
El vikingo levantó el último cuchillo y lo lanzó en el aire ofreciéndole visuales perfectas de cada lado. Su júbilo era descaradamente evidente.
La iba hacer sufrir. Después de que su cuerpo falleciera, le devastaría el alma y le devoraría el espíritu.
Se dio cuenta de que ésa sería la peor parte. Nunca vería la Luz de nuevo. No podría seguir adelante. La paz le sería negada para siempre. La cortina del más allá nunca se levantaría, su estrella nunca brillaría. Sólo la nada, absoluta inexistencia.
El espíritu se le acercó con el cuchillo en alto, sujeto con ambas manos.
Rebecca contuvo la respiración y rogó porque su espíritu pudiese soportar la increíble lucha después de que su cuerpo muriera.
El sonido de un gruñido feroz mezclado con aullidos de furia llegó hasta sus oídos. El vikingo gritó y el cuchillo cayó, clavándose de punta en la alfombra junto a la mano de Rebecca. Giró hacia atrás, llegó hasta la pared y comenzó a levantarse.
Cuando miró hacia atrás, un perro que gruñía había clavado los colmillos con fiereza en la garganta del vikingo, perforándola, desgarrándola. Le clavó las garras en el pecho y las poderosas patas traseras le patearon el estómago.
El vikingo le rodeó el lomo intentando dislocar, luego quebrar al perro.
Con un grito de agonía el perro se soltó, arrancando un pedazo de carne espiritual humeante. El vikingo aferró la garganta del perro con una mano y levantó al animal. Sus patas peludas se agitaban salvajemente y su aullido cobró una nota torturada.
Una imagen borrosa cayó del techo ante los ojos de Rebecca hasta quedar a varias yardas junto al vikingo. La figura transparente estaba envuelta en una capa negra, salvo por un brazo al descubierto, y una mano que aferraba un trabuco de chispa de caño largo.
Bajo uno maraña de cabello oscuro, un enfurecido ojo azul se cerró mientras el otro se entornó apuntando al vikingo con la mira.
—Suelte a mi perro —dijo el hombre de la capa con voz calma.
Rebecca pestañeó y el vikingo echó hacia atrás la cabeza y rugió salvajemente.
—No me parece que esto sea gracioso —dijo el recién llegado mientras tiraba del gatillo. Una nube de humo azul salió del caño, y el espacio entre los ojos del vikingo explotó, seguido por una ráfaga de vapor.
Soltó al perro que rápidamente cayó y mordió la pantorrilla del guerrero. Ignorando al animal, el vikingo se llevó las manos a la cabeza como si quisiese detener el flujo de energía que se le escapaba. Brotó un quejido de su garganta, ahogando los gruñidos del perro. Clavó los ojos en el fantasma de la capa.
Pateando para liberarse del perro, con las manos estiradas en una extraña posición, el vikingo se abalanzó sobre el hombre. El fantasma de la capa arrojó la pistola que voló en la cocina. El extraño se apartó y arrojó la capa sobre un hombro para alcanzar algo que tenía en el cinturón.
Gruñendo, el vikingo se impulsó hasta el lugar donde su enemigo había estado. Se dio la vuelta, pateó al animal que lo atacaba y arremetió de nuevo.
El hombre se había mantenido de espaldas mientras saltaba, pero de repente, la capa se arremolinó, la figura giró sobre sí misma, extendió el brazo y una brillante espada curva se clavó en el fantasma que lo embestía.
Rebecca vio cómo la hoja se enterraba en la espalda del vikingo cubierta de pieles, escuchó su gutural grito de agonía. El espadachín se enderezó, levantó una bota que descargó contra el estómago del vikingo y lo apartó de una patada. El espectro que se disolvía se deslizó del arma firmemente asida y fue arrojado a través de la sala hacia la ventana abierta a la tormenta, desintegrándose en el camino. Para cuando llegó a la ventana, dejando una estela de haces de luz tras él, la forma del vikingo se había reducido a un revoltijo de partículas cual amebas que finalmente giraron en la tormenta, y allí se disiparon totalmente en el aguacero.
Trastornada, solo atinó a mirar boquiabierta al fantasma de la capa mientras se limpiaba la espada en la pierna, y después la envainó. El perro de pelaje dorado brincó hacia su amo y saltó hasta sus brazos, hociqueándole el suave rostro.
—Está bien, está bien Caesar. Ya te he saludado.
Ella desvió la atención hacia la ventana abierta. Las palabras se le atropellaron en la boca:
—¿Qué le ha sucedido a… él?
—¿Al caballero de los execrables modales? —el fantasma sonrió burlonamente—. Partió hacia la muerte final.
—¿Muerte final?
Asintió, apoyando una rodilla en el suelo para que el perro bajara de sus brazos. —Final. Concluyente. Kaput. El fin. Nada más. Es lo que nos sucede cuando nos matan de esta forma.
Rebecca frunció el ceño.
—¿Y su esencia?, él absorbió la vida del fantasma de mi enfermera. ¿Dónde fue la de él?
Poniéndose de pie y arrojando la capa sobre la túnica blanca se encogió de hombros.
—A ningún lado. A todos lados. Para él, no es relevante. Sin recuerdos, sin existencia. Es como si nunca hubiese existido.
Rebecca cerró los ojos y apoyó la cabeza contra la pared.
—Oh, él existió, en verdad. E hizo suficiente daño como para asegurar que su recuerdo nunca muera.
El fantasma echó una rápida mirada alrededor de la habitación, notando los muebles por primera vez. Sus ojos se posaron en los cuerpos sin vida.
—Sabe usted, madame. Usted realmente debería ser más cuidadosa con sus invitados.
Lo miró penetrantemente, se encontró con sus apasionados ojos azules.
—Usted… vio…
—Parece que es algo recurrente en su casa. Una semana atrás fue un mortal que buscaba su muerte. Y ahora, un fantasma —se arrodilló frente a ella, se apartó un mechón de cabello de los ojos y se ajustó la banda negra revelando gran parte de su frente. Los pómulos pronunciados y su mentón prominente destacaban su labios bien marcados y sus brillantes dientes blancos.
Rebecca intentó concentrarse solamente en su imagen para no prestar atención a la visión de las paredes ensangrentadas de la cocina que divisaba a través de su rostro.
—¿Usted estaba allí? ¿Cuándo sucedió?
Él asintió.
—Cerca. Caesar oyó el ruido de la ventana al romperse. Yo escuché el disparo. Cuando llegamos, el atacante estaba en una bicicleta, y usted, querida, estaba camino a la paz eterna.
Ella suspiró y las lágrimas le brotaron espontáneamente.
—Madame, lamento profundamente mi comportamiento en nuestro primer encuentro esa noche. Mi intención era probar una mera cuestión a mi excesivamente solícita mascota. Admito mi grave error y humildemente reconozco los sentidos más agudos de mi compañía canina.
El perro profirió un gruñido satisfecho.
—Le ofrecería una mano para ayudarla —dijo el fantasma— pero desgraciadamente, nuestras naturalezas divergentes prohíben tal cortesía.
Una exhalación se le escapó de los labios y con ojos húmedos le suplicaron ayuda. —¿Quién es usted?
Tan rápidamente como se irguió, el fantasma pareció realmente enojado consigo mismo.
—¿Puede ser que mis trescientos años de intangible caballero me hayan hecho olvidar formalidades tales como las presentaciones? Le presento mis sinceras disculpas desde el fondo de mi corazón, si en verdad conservo alguno. —Estiró los brazos y la capa se le deslizó de los hombros.
—Soy Duncan Miles, el hijo del renombrado conde de Berkshire.
Hizo una grácil reverencia.
—Absteniéndome de mi profesión de noble, busqué aventuras en los Grandes Mares; y por desgracia, me topé con una buena cantidad, con el tiempo me convertí en un pirata, de la más conspicua y flagrante clase, a bordo del barco Devilspawn. ¿Quizás ha oído hablar de él?
Con los ojos abiertos de par en par, Rebecca negó con la cabeza.
—Está muy bien, se encuentra a dos millas adentro —señaló hacia el océano—. Abrazado al fondo del mar —apartó la mirada de ella, siguiendo una línea invisible que se extendía desde su dedo, a través de la tormenta y por encima de las olas…— donde mi esqueleto, cubierto de suciedad, continúa tercamente aferrado al mástil.
Pestañeando, se dio la vuelta hacia ella de nuevo. Hizo un ademán hacia el Golden retriever que estaba sentado en el aire moviendo la cola y lamiéndose la pata derecha.
—Ya conoce a Caesar.
—¡Guau!
Al mirar al alegre cachorro, Rebecca tuvo que sonreír.
—Hola, Caesar —miró de nuevo al pirata—. Juega muy bien a buscar el palo.
—¡Guau!
Duncan rió.
—Sí. Es un juego sencillo —su rostro se ensombreció mientras la sonrisa se esfumaba, y se dio la vuelta hacia la ventana—. Sirve para pasar el tiempo…
Rebecca tragó con dificultad y se puso de pie. De inmediato la masacre de la habitación la impactó con la fuerza de una locomotora.
—Oh Dios, debo llamar a la policía. Les diré que los agentes de Karl lo hicieron, y… oh, Señor. ¡No puedo pensar bien! —se sentó en el sofá cercano al cuerpo de Myers y se cubrió el rostro.
—¿Por qué no dice que logró escabullirse por la puerta de atrás durante la pelea?
—Que se escondió en los médanos hasta que los atacantes se fueron.
Alzó la vista y miró a Duncan. Estaba en posición horizontal sobre Caesar. Con las piernas cruzadas, y la cabeza apoyada en una mano, parecía que estuviese recostado de lado en el suelo. Con la otra mano le rascó la mandíbula a Caesar.
Rebecca suspiró.
—Está bien. Funcionará —se levantó y fue hasta el teléfono—. ¿Sí, madame…?
Se dio la vuelta.
—Oh, Dios mío. Lo lamento. Es Becki. Ah, quiero decir, Rebecca Evans.
—Lo sé —contestó Duncan— he leído su correspondencia. Lo que yo…
—¿Ha leído mi correspondencia?
—Bueno… —el pirata se encogió de hombros y se cubrió los ojos—. No hay mucho para hacer en esta playa…
—¡Guau! —Caesar protestó vehementemente.
Duncan le sonrió.
—Estoy bromeando. Solo vine una vez a su casa, después del asesinato. Tenía interés en descubrir quién era usted y por qué casi la asesinan.
—Oh —Rebecca lo miró dubitativamente, después se dirigió hacia el teléfono.
—Madame —Duncan se colocó en posición erguida—. Lo que estaba intentando decirle, antes de la agradable interrupción, era que para que la versión funcione, usted debe estar mojada. Mojada como un pez, querida.
Él tenía razón. Todavía no podía pensar bien. Su cerebro parecía abrumado. Es extraño, pensó. Los científicos dicen que usamos solo el cuatro por ciento del cerebro, que el resto está vacío. Quizás, debería estar listo, preparado para esos días traumáticos cuando nuestra vida cambia varias veces por completo.
—Por ende, debo tomar una ducha vestida, y después…
—¿Por qué no sale a caminar conmigo? —le propuso Duncan extendiendo la mano.
Caesar ladró dos veces y se puso a dos patas. Empezó a dar vueltas, intentando morderse la cola.
—¿En la playa? —miró hacia la oscuridad del exterior. La luz de un relámpago se extendió sobre el océano iluminando las olas salpicadas por la lluvia.
—En la playa —repitió acercándosele—. Bajo la lluvia, junto a las olas embravecidas, sobre los médanos anegados. Tan solo dos almas…
—¡Grrufff!
—Tres almas. A solas con el mar eterno.
Rebecca se mordió el labio.
—Es que…
Duncan se puso de rodillas. —Se lo ruego, madame. Duncan Miles III ruega solo una vez cada trescientos años. Si me rechaza…
—Está bien, está bien —los labios de Rebecca se distendieron en una amplia sonrisa espontánea.
Duncan saltó en el aire sonriendo como un triunfalismo infantil.
Caesar ladró intensamente, dando vueltas otra vez, haciéndose eco del entusiasmo de su amo. Moviendo la cabeza, Rebecca siguió al pirata que la guió a través de la ventana. No pudo evitar sentirse contagiada de su buen humor. —Se dará cuenta, señor, que debo volver a una hora razonable.
La risa llena de alegría de Duncan duró casi un minuto antes de sumergirse en la copiosa lluvia.
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Empapada hasta los huesos, Rebecca regresó aproximadamente a las 2:45 horas. Llamó a la policía y les dio su versión de los hechos. Se sentó en el último escalón, y durante el tiempo que debió esperar hasta que llegaran, mientras Caesar yacía acurrucado junto a los pies de su amo, le terminó de contar a Duncan lo sucedido en los últimos pocos días, completando lo que había empezado lacrimosamente bajo una tormenta eléctrica sobre el arenal más alto al lado del océano. La escuchó pacientemente, haciendo preguntas puntuales solo cuando ella hacía una pausa. La teoría de Ramsey despertó particularmente su curiosidad. Le hizo repetir algunas partes, y respecto de otras, la instó a sacar conclusiones al respecto.
Ella tenía muchas cosas que quería preguntarle. Realmente se sentía como si estuvieran en una primera cita con un extraño, del que no conocía ni su pasado, ni su personalidad, ni sus experiencias amorosas. ¿Cuáles eran sus esperanzas? Sus sueños y sus temores. ¿Dónde había estado y por qué había permanecido allí durante tres siglos?
Sin embargo, sintió que la historia era tan conmovedora como larga. Pero después de la visita de la policía, las preguntas, la repetición y el nuevo interrogatorio, se sintió abrumada por el agotamiento del día. Cuando se llevaron los cuerpos burdamente envueltos, le pesaban tanto los párpados que apenas podía mantener los ojos abiertos.
Durante todo el procedimiento, Duncan permaneció en una esquina con las piernas y los brazos cruzados. El perro, muy curioso al principio, olfateó a cada recién llegado buscando esperanzado una pista de reconocimiento en los ojos de cada oficial de policía. Después de un rato, disgustado, regresó junto a Duncan, le apoyó el hocico en la oreja y se acurrucó en su regazo.
Finalmente, aproximadamente a las cinco y media, cuando del cielo habían terminado de escurrirse las últimas gotas, los detectives se marcharon. Dos oficiales fueron apostados en un automóvil fuera, y Rebecca quedó sola en la casa.
Inmediatamente, se arrojó boca abajo sobre el sofá. Sumergida en un torbellino de sentimientos, las imágenes se agolparon en su mente, Ronald Jacobs sollozando en el tribunal, un anciano paciente paseándose frente a su cama, una familia mutilada deambulando por la carretera, Ramsey Mitchell liberando al espíritu maligno, el cuerpo grotesco de Edwin Bergman deslizándose del gabinete, el emperador azteca blandiendo la imponente espada, un vikingo portando su propia calavera, una oscura figura apuntándola con un arma…
—¿Duncan…? —lo llamó con voz asustada.
La lámpara junto al sofá se apagó.
—Estoy aquí, madame.
—Becki —lo corrigió adormilada.
—Becki —repitió la voz calma.
Sintió cómo le aflojaban los lazos de las zapatillas. Como le quitaban suavemente el calzado. Flexionó los dedos de los pies, cambió de posición. Muy cómoda. Pero muy fría. La policía había cubierto la ventana rota con un plástico, pero…
Sintió cómo le apoyaba una manta en los hombros, con la que después la tapó gentilmente.
Rebecca sonrió.
—No me deje —murmuró.
El suave sonido de las gotas de lluvia contra el plástico decreció. Unas cuantas rezagadas hicieron un último desesperado intento, después desistieron del esfuerzo. A través de un pequeño desgarramiento del material el viento silbó una melodía olvidada, y a corta distancia, un perro roncaba tranquilamente.
Al abandonarse en los brazos del sueño, recordó la imagen de una niña, hermosa niña. E intentó recordar por qué estaba tan triste, desesperada en realidad.
Suavemente, alas blancas volaban alrededor de su cabeza, y una dulce voz le susurró al oído.
—Dulces sueños, Becki.