Cuando la masacre se aplacó y los gritos se apaciguaron, Ramsey abrió los ojos, y espió por el borde del escritorio. Ahuítzotl y cuatro indios permanecían allí. Con una orden del azteca se dispersaron, devorados por las paredes.
Ahuítzotl envainó la espada. Parecía haberse agrandado después de la pelea, y un aura azul lo rodeaba.
Ramsey se levantó con esfuerzo. Su cuerpo estaba agotado y las piernas apenas lo sostenían.
—Amo…
—¡Silencio!
—Pero…
Ahuítzotl giró y Ramsey vio que los ojos del Tlatoani habían cobrado un color turquesa intenso; parecían gotear a través de las órbitas oculares, diluyendo el distante blanco mar.
—Debo encargarme del otro intruso.
Dio tres grandes pasos y desapareció por la puerta.
Ramsey se desplomó en una pila junto al escritorio. La presencia física de Ahuítzotl dentro de su cuerpo estaba minando considerable energía de sus propias células. El espíritu del Tlatoani no estaba presente para nutrir sus restos corpóreos, y por ende se alimentaron del vigor remanente de Ramsey, sosteniendo el sistema vital a través de su fuerza. Necesitaba que Ahuítzotl regresara a ese cuerpo y repusiese sus propios elementos de mortalidad.
Se lo escapó un quejido de los labios. Escudriñó la habitación y automáticamente detuvo la mirada en el cuerpo del profesor Bergman. La sangre de la frente perforada había formado una especie de telaraña que se extendía hasta los ojos, acumulándose en charcos de tono carmesí en las órbitas cuyas pupilas avellana alguna vez habían brillado con vida.
Cava demasiado profundo, amigo.
—No… —Ramsey cerró los ojos y deseó poder levantar las manos para taparse los oídos.
Debería haberse quedado en la universidad. Podría haber tenido algo agradable con la señorita Andrews.
—¡Déjeme solo!
¿Por qué? …debería estar agradecido porque su conciencia aún funciona.
—¡Basta! Si no hubiese sido yo, otro habría unido las piezas…
… destino. Ya lo sé. Otro pequeño Gorrión habría sido llamado para que dejara su rama e hiciera la obra.
—¡Sí! —Ramsey sollozó y se mordió los nudillos—. Sí. El destino.
Pero permítame preguntarle algo. ¿Cuál es exactamente ese destino por el cual está tan eufórico?
Respiró profundamente y se arriesgó a mirar a Bergman, quien no se había movido, ni siquiera una contracción.
¿No lo sabe realmente, no es así? Incoherencias sobre desenlaces cíclicos y cosas por el estilo.
—Pero la Profecía… —hizo un esfuerzo para levantarse apoyándose en los codos.
… estaba incompleta. Está en el aire, colega. En el aire.
—No —Ramsey insistió con un suspiro intentando convencerse a sí mismo—. Todo está decidido. No puedo cambiarlo.
Imaginó al cuerpo de Bergman haciendo un extraño gesto como si se encogiese de hombros.
Arde en el infierno que has desatado
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Las imágenes se hicieron nítidas solo después de luchar duramente contra las fuerzas de la inconsciencia. Clavaron profundamente sus garras en la voluntad de Karl, pero las dominó, sacudió la cabeza como si quisiese espantar hordas de polillas.
—¡Mierda! —la palabra fue repetida en un espeluznante eco al rebotar el sonido contra las paredes a lo largo del pasillo vacío. Se frotó el cuello, advirtió el cartucho plateado cerca de sus pies retorcidos. Rodó sobre la espalda y pateó suavemente el extinguidor.
Algún bastardo lo había sorprendido desde atrás justo en el momento en que le iba a disparar a Evans. Ella había corrido aterrorizada hacia él fuera de sí, como si la persiguiese un fantasma de su pasado. Le había agradecido al destino por esa oportunidad, le apuntó, y después… las luces se apagaron para Karl.
Le echó una mirada al reloj. Había estado inconsciente durante siete minutos. Maldijo otra vez e intentó levantarse. La base del cráneo le dolió intensamente y tuvo que sentarse hasta que le fue posible dominar el sufrimiento. Con un ataque de pánico tembló al pensar que le habían quitado el arma, pero allí estaba, esperando donde la había dejado caer.
Cuando intentó acercarse a ella algo en el otro extremo del pasillo hizo un agudo clic.
Las luces se apagaron.
—¡Hijo de perra! —Karl se agachó buscando a tientas la 45. Alguien estaba todavía allí, jugando con él. Alguien que sabía la verdad.
De repente, sintió una ráfaga de brisa fría que le agitó el cabello y le secó los ojos. Frenéticamente, se arrastró con ambas manos por el liso suelo buscando el lugar donde había caído el arma.
Tic, tic.
Karl quedó paralizado. El ruido provenía de apenas algunos metros adelante. El sonido parecía de algo metálico contra el suelo. Metal…
Maldita sea. El bastardo tiene mi arma. Karl inspiró profundamente y sin hacer ruido levantó la pierna izquierda.
Tic, tic, tic.
Más cerca. En la profunda oscuridad, Karl sonrió. Dejemos que el idiota siga con el juego. Su enemigo pensaba que estaba desarmado. Grave error.
Levantó la pierna izquierda del pantalón, cogió el revólver 38.
Tic, tic, tic, tic, tic.
—¡Hijo de una gran perra!… —Karl cambió de mano el arma y la cogió con fuerza. Una vez, dos veces. Por la luz de los disparos, detectó el brillo de su 45 pendiendo en la oscuridad.
Apuntó y disparó por tercera vez, cuarta, quinta y sexta, hacia el espacio de arriba donde divisaba su arma robada.
Silencio.
Oscuridad.
Los ojos de Karl se movían bruscamente hacia la derecha, la izquierda, intentando desesperadamente ver algo. No había oído ningún grito. Ni siquiera un gruñido.
Nada.
Se arrodilló.
A la derecha, un nítido ruido metálico.
Tic, tic, tic, tic.
Karl dejó caer el revólver y se desplomó de espaldas, alejándose del ruido.
—¡Oh, maldición, por favor! Le pagaré. Lo que me pida. Lo tengo. Casas, autos, mujeres… jovencitos —buscó a tientas el cuchillo que tenía sujeto a la pierna.
—¡Lo que quiera, por favor!
Tic.
Repentinamente, perdió la fuerza de las piernas. Un recuerdo lo asaltó bruscamente, la decisión que había tomado dieciocho años atrás de unirse a la CIA. Había dudado entre tres empleos. Los otros dos eran cómodos pero aburridos, contables. Había elegido la aventura, demonios ¿quién no lo habría hecho? El sueldo era el mismo, y le brindaba la oportunidad de hacer algo por su país, algo que le permitiría a otros pusilánimes hacerse cargo de tareas contables sin tener que temerle al terrorismo o a una revolución.
Nadie le había dicho que tendría que morir por un disparo de su propia pistola en un oscuro pasillo, a manos de un atacante desconocido.
—Por favor…
—¡Bang! ¡Bang!
El primer disparo le impactó en la rótula, cercenándole el hueso. Rebotó en el suelo y se le incrustó en la parte inferior del muslo. El segundo disparo le entró profundamente en el hombro.
Los gritos de Karl eran ensordecedores.
¿Dónde había oído antes gritos similares?
¡Bang!
La mano izquierda fue arrojada contra la pared cuando la munición le perforó la palma.
¡Bang!
La cuarta bala le impactó justo en el abdomen. La sangre manó a borbotones de la boca de Karl, enmudeciendo repentinamente los alaridos. Maldición, no tuve oportunidad de concentrarme en una herida cuando ya me infligieron otra.
¡Bang!
Otra rótula.
—¡Jesús, Dios!
Pensó que había algo terriblemente familiar en esa escena mientras nadaba en un mar rojo. El dolor le resultaba más impreciso. Parecía sentirlo en todas partes, como si con martillos le estuvieran clavando clavos en cada hueso…
Martillos… huesos destrozados…
Y recordó.
¡Bang!
Una bala explotó atravesándole el esternón. Su cuerpo se sacudió y se agitó.
Sus víctimas, especialmente, las mujeres y los ancianos.
Eso era lo que había estado tratando de recordar. Sí. Complacido con su memoria, Karl se acordó de los centros de detención que había recorrido durante altas horas de la noche, donde oyó los lamentos de los prisioneros torturados; recordó las sesiones con los izquierdistas que había dirigido personalmente. Cómo habían rogado, suplicado y ofrecido sus vidas, sus cuerpos; y las vidas y cuerpos de todos sus descendientes; si tan solo terminaba con sus sufrimientos.
Oh, sí. Recordó.
Karl abrió la boca para implorar por última vez a su agresor. Pero tenía la garganta ahogada de sangre, y no pudo producir más que un vago gorgoteo.
Bang.
Una fracción antes del impacto, Karl hubiese jurado que podía distinguir el número de serie de la munición que giró frente a su ojo izquierdo.
♠ ♠ ♠
A catorce kilómetros de distancia, en el segundo piso del Centro Municipal, el sollozo que había sido un elemento recurrente durante varias semanas en el recinto del tribunal, cesó. El fiscal de distrito, en medio de su alegato ante el jurado, se detuvo para mirar al hombre que se encontraba en el escritorio de la defensa.
En la penumbra, Ronald Jacobs se sentó erguido. Atento, giró la cabeza como si escuchase una canción en la distancia. Se le secaron milagrosamente las lágrimas, los ojos se le iluminaron y los labios se distendieron en una sonrisa.
Libre. Sonrió y dio vueltas en el aire.
¡Rebecca! Gracias, señorita Evans. Gracias.
Lágrimas, ahora de alegría, le caían libremente por las mejillas mientras se elevaba hacia el techo.
Gracias, graa… su espíritu se detuvo bruscamente, como un perro a la carrera que de golpe descubre el largo de la cadena que lo sujeta. Parpadeó, se miró las manos, después al cielo más allá del techo. Miró fijamente, boquiabierto. Levantó una mano.
No. ¡Noooooo!
El fiscal de distrito movió la cabeza con tristeza, se limpió la sangre de los puños y retornó a su alegato frente a un juez inexistente.
El espíritu de Jacobs voló, se sacudió hacia atrás como un anzuelo vacío recogido por el riel. Fue empujado de vuelta al escritorio. ¡No puede ser! Gritó en el recinto vacío.
No puede.
¿Dónde estaba la justicia? Le preguntó al fiscal de distrito, quien prontamente lo ignoró.
¿Terminaría alguna vez esa pesadilla?
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—No tan rápido —le dijo Ahuítzotl al espíritu perverso que intentaba huir.
El fantasma de Karl Holton se retorció en el puño del azteca. La mano poderosa le aferraba la garganta, y Karl supo que podría destrozar su esencia con solo un pensamiento.
—Se preguntará por qué apareció en este escenario, gusano —lo empujó hacia él hasta quedar frente a frente. El fuego que despedían los ojos del azteca pareció incinerar cualquier sentido de individualidad que quedara en Holton—. Ahora le otorgo un papel en este acto.
Le incrustó los dedos en la garganta etérea. El dolor era peor que todos los impactos de bala juntos. La sangre aún le brotaba en abundantes borbotones de la boca y de las cuencas de los ojos, y los órganos internos comenzaron a escurrírsele por el agujero que tenía en el estómago.
—Hace un momento ofreció cualquier cosa para terminar con el dolor.
El espíritu amordazado de Karl asintió rápidamente.
—Me lo estoy cobrando —Ahuítzotl sonrió—. Su alma me pertenece. Júreme lealtad.
Karl abrió la boca. Lo que fue su cuerpo se inmovilizó y se desplomó hacia adelante, después golpeó bruscamente contra el suelo.
Se encontró con la terrorífica mirada de su asesino.
Ahogándose, logró proferir solo unas palabras:
—Le… pertenezco.