23:00 horas.
Una ensordecedora música de rock surgió de repente de los altavoces del Transam.
Con el sonido de fondo del repicar de tambores y el rasgueo de las guitarras, Karl detectó el ruido tenue del encendido del motor.
—¿Qué mierda?
Permaneció sentado como si hubiese echado raíces en el asiento de vinilo. A través de la ventanilla mojada por la lluvia Karl vio encenderse los focos del Probe como si los dispositivos mecánicos estuviesen al acecho.
El automóvil se sacudió y las cubiertas derraparon. Aumentó la velocidad, rugió al cruzar la intersección y desapareció en una cortina de lluvia.
Otro par de focos atravesaron la noche.
Rápidamente, Karl encendió la radio.
—No puedo creerlo —sonó la voz de Myers.
—¿Adónde demonios se dirige?
Ruido de encendido de motor.
—No sé, pero estamos detrás de ella.
—Maldita sea, me provocará una úlcera.
—Ya la tienes, imbécil.
—Por los mil demonios, tienes razón. Tengo que dejar este tipo de trabajo.
Cuando el automóvil desapareció ni doblar lo esquina, Karl apagó la radio y dejó caer los cables en la caja que estaba debajo del asiento. Arrancó el automóvil y aceleró el motor.
Sabía hacia donde se dirigía. Tomaría otro camino y llegaría al museo poco después que ella, sin llamar la atención de los guardaespaldas.
El recorrido le llevó menos de veinte minutos. Durante ese tiempo, Karl intentó evaluar la situación, y trató de encontrar algún sentido a toda esa idiotez. Debería haberla matado esa mañana. A los guardias, a la enfermera y a ella. Ya habría terminado con todo y estaría de vuelta en su propiedad en Orlando bebiendo un trago frío.
Demonios, tendría que haberlo hecho bien la primera vez. Un disparo en la cabeza.
Los Escuadrones de la Muerte lo habrían hecho así, apuntando al cráneo a dos pies de distancia.
Pum. Un cuerpo silencioso.
En vez de eso había optado por la garganta. Y ese cuerpo había vuelto, como una amenaza más peligrosa que nunca. Por suerte su atención estaba enfocada hacia otra cosa. Parecía estar lidiando con un lunático. Aunque tenía que admitir que el fulano había tejido un cuento fantástico. Y se había encontrado a sí mismo intentando penetrar la mente del profesor. La historia era tan fantástica, cuidadosa y laboriosamente elaborada, que poseía una innegable lógica. Varias veces mientras la escuchaba, debió concentrarse en otra cosa pues el encanto de las imágenes era demasiado poderoso a pesar de lo absurdo de la historia.
La mujer estaba de alguna manera al tanto de todo ese asunto místico del Juicio Final, pero por suerte él podía adelantar el asunto, tenía más urgencia en finiquitar ese proyecto que la que había tenido para la cuestión de Jacob.
La encontraría en el museo. La interrogaría sobre lo que sabía respecto de él, y después, si estaba en condiciones de hablar, le preguntaría sobre la hipótesis del profesor y lo que ella significaba. Y así habría terminado con toda esa cuestión. Se retiraría de los negocios de una vez por todas. Había cumplido más que lo suficiente. Que otros soportaran la carga. Después de todo se la había aligerado considerablemente.
Sólo una muerte más, posiblemente también la de los guardias, dependía de cuán acendrado tuviesen el sentido del deber.
El Probe y su escolta estaban estacionados frente a la entrada principal. La señorita Evans no se encontraba a la vista, aunque dos sombras permanecían en el otro vehículo.
Karl lo rodeó y estacionó no muy lejos, en la calle 14. Se quitó los guantes, se palmeó la 45 que tenía bajo el brazo y se colocó la chaqueta de cuero. Caminó a paso vivo bajo la lluvia que lo taladraba hacia la rotonda principal, peligrosamente cerca del vehículo ocupado.
En el interior del vestíbulo del museo se encontraba un solo guardia leyendo una revista.
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Cuando Karl pasó junto al automóvil giró la cabeza levemente, se secó las gotas de lluvia de los labios y les hizo un guiño a los guardaespaldas antes de escabullirse hacia la entrada principal.
El vigilante nocturno se levantó y abrió la boca. Inmediatamente, Karl le mostró la insignia de identificación de la CIA y lo apabulló con una sucinta historia que incluía una velada amenaza. Por encima del hombro, vio cómo los fornidos detectives se atropellaban para salir del automóvil, mascullando furiosas protestas.
Sonriendo, Karl subió las escaleras.
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Rebecca había tenido que implorarle al vigilante.
—Bergman. Por favor tengo que verlo. Aquí tiene mi credencial de la Prensa. Llámelo, ahora.
El guardia había exhalado un exasperado suspiro mientras cerraba el último ejemplar de Fantasías Adultas. Marcó el número.
—¿Bergman? —silencio—. Oh, es usted profesor Mitchell. Sí, ya sé que es tarde y que ustedes dos no desean… sí, sí, lo sé. Pero… —colocó los ojos en blanco y después miró con furia a Rebecca.
Mitchell. Rebecca suspiró el nombre. ¿Allí? ¿Ya estaba allí? Se le congeló la sangre, y sintió un gran peso en el estómago.
—Señor, una mujer de la Prensa está aquí y quiere verlo. Rebecca Evans.
—Dice que es realmente importante, y…
Rebecca se secó los párpados mojados por la lluvia. Tenía el cabello empapado y el agua le chorreaba por el rostro. El cuello le picaba terriblemente bajo el vendaje y la ropa húmeda se le pegaba a la piel.
—¿Ya mismo? Sí, señor. Le diré que suba —colgó el receptor—. Bien, señorita. Puede pasar. Suba las escaleras por allí, siga por el primer pasillo, doble a la izquierda, la segunda puerta a su derecha.
—Sí… lo sé. He estado aquí antes —se movía incómoda en sus blandas zapatillas. Mirando hacia fuera, recordó haberles gritado a Myers y a Johnson para que se quedaran quietos allí, estaría solo un momento. Ahora reconsideraba inquieta su decisión.
—¿Qué está esperando, una alfombra roja? —el guardia rió por lo bajo y cogió la revista.
«No hemos nacido para ser espectadores pasivos de este drama».
Las palabras habían estado dirigidas a Bergman, pero de alguna manera encontró que se aplicaban a ella. Una extraña conjunción de circunstancias y coincidencias habían surgido en su vida, después de su muerte. Quizás su fallecimiento fue una prueba de admisión y había conseguido el papel estelar al ser enviada de regreso para una última representación. Deslumbrar a la audiencia. Dar lo mejor.
No tuvo que esperar. La alfombra roja la aguardaba.
Y con piernas cansadas y temblorosas caminó hacia la escalera.
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Mientras se dirigía hacia la oficina de Bergman, Rebecca contó once espectros.
El primero la conmocionó. Permanecía de pie como a un metro del brillante suelo aferrando un hacha tomahawk en la mano. Era calvo y tenía la frente y las mejillas con trazos de pintura de guerra. Llevaba una aljaba con flechas en la espalda y un arco alrededor del hombro. Varios mechones de cabello cubiertos con gotas escarlata pendían de su cinturón. La miró con furia, después se elevó a través del techo con un jubiloso grito de guerra.
Se obligó a continuar, y solo se detuvo cuando un par de caballeros feudales montando caballos espectrales rugieron desde la pared que se hallaba adelante, para después desaparecer hacia el otro lado en cuestión de segundos.
Intentando recobrar la confianza se dijo que esos fantasmas no podrían causarle daño, y siguió adelante. Dos hombres sollozando y vestidos como monjes caminaron en su dirección y ella les cedió el paso. De repente, se escucharon disparos, e instintivamente se arrojó al suelo. Un hombre salió de la pared revolcándose, llevaba un rifle y una bayoneta apuntando hacia el techo. Con los ojos desorbitados miraba hacia arriba, sacudía la cabeza hacia adelante y hacia atrás, gritó y se zambulló contra la pared opuesta.
Empezó a correr. Una mujer cubierta con un velo se desplomó desde el techo, pasó frente o Rebecca y desapareció hacia abajo. Otros fantasmas aparecían y desaparecían de su vista. Pertenecían a distintas épocas y lugares, pero todos parecían agitados, confusos y temerosos.
Dios mío, pensó. ¿Habrían permanecido allí durante siglos?
¿Y por qué no habrían sido confinados al lugar donde fallecieron, según lo indicado en la grabación? ¿No deberían estar deambulando en un cementerio o algo así? No había tantas momias en ese museo. Y había visto espectros de caballos. ¿No había argumentado el profesor Mitchell que los animales no podían tener alma? Recordó al fantasma del Golden retriever de la playa, y llegó a la conclusión de que el profesor no lo sabía todo.
Dio la última vuelta a la izquierda con paso lento y la respiración agitada. La puerta de Bergman estaba custodiada por dos soldados de la Confederación que mantenían los mosquetes en posición de atención.
Esforzándose para no mirar a los fantasmas, se encaminó hacia la puerta. Si ellos supiesen que los podía ver, se le habrían arrojado encima en un segundo, rogando, implorando. Debía permanecer calma, tranquila.
Estaba en un escenario después de todo.
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Cuando Karl Holton llegó a la escalera buscó la 45 que tenía debajo del jersey. Le quitó el seguro y le colocó el silenciador. Con un suspiro pensó que tendría que matar a otros más, además de a la mujer. Después de saber qué sabía y a quién más se lo había dicho, tendría que encargarse de los guardias, del vigilante del museo y de ese profesor Bergman. Qué mala suerte para él, pensó Karl. Todo aquel que supiese de la CIA y que él había estado allí, debía ser silenciado.
Miró hacia atrás a través de la pequeña ventana de la puerta, y vio con satisfacción que los guardaespaldas de la mujer estaban siendo detenidos por el vigilante.
Sonriendo, subió las escaleras.
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—Ah —dijo la figura que se hallaba sentada en la silla detrás del escritorio—. Usted debe ser la señorita Evans. ¿Una… amiga del profesor Bergman?
La oficina se hallaba incómodamente a oscuras, sombras espesas y deformadas cubrían la mitad de la habitación. Una pequeña lámpara de escritorio con pantalla iluminaba difusamente los lujosos muebles del otro extremo manteniendo en la penumbra el rostro del que hablaba.
Algo se movió en la oscuridad, a la izquierda. Se escuchó una risa por lo bajo.
Rebecca sintió su propia voz al dar un paso hacia adelante.
—Y usted es Ramsey James Mitchell.
La figura que se hallaba sentada se inclinó hacia adelante, sonriendo y con los codos apoyados sobre el escritorio. Una voz, indudablemente la misma de la grabación aunque de alguna manera evidenciaba un acento extranjero, le dijo:
—¿Y qué pensó usted de mis teorías, señorita Evans?
Se aclaró la garganta. «No deberías estar aquí, Becki. Definitivamente, esto no está bien». Pero tenía que saber, tenía que descubrir de qué se trataba todo eso.
—Veo que está intrigada —dijo Ramsey. El tono en que fueron proferidas las palabras rechinó en la mente de Rebecca como si alguien hubiese raspado algo metálico contra una pizarra.
—Somos muy parecidos, usted y yo ¿no es así, señorita Evans? —pudo ver la mano llena de anillos que cambió la lámpara de lugar, su rostro quedó bañado por una luz brillante que lo otorgaba una apariencia angelical en medio de la habitación en penumbras.
—No puede ignorar una historia. Le resulta imposible descansar hasta conocer los hechos. Usted está obsesionada, de la misma manera que lo estuve yo —dijo con una amplia sonrisa y ojos que asimilaron y guardaron la luz de la lámpara.
—¿Pudo lograrlo? —preguntó Rebecca finalmente.
Ramsey suspiró y se recostó cruzando las piernas.
—Totalmente —dijo. Rebecca intentó discernir qué eran las sombras a su izquierda, pero el resplandor de la luz en los ojos, se lo impidió—. ¿Dónde está Ahuítzotl?
Ramsey bajó la cabeza. Su risa, suave al principio, creció hasta convertirse en un rugido. Con ambas manos se cogió del borde del escritorio y se puso de pie extendiendo los brazos.
—¿Por qué, señorita Evans? —y en otro tono de voz como en un eco aterrador se escuchó—: Estoy aquí.
La carcajada murió pero la sonrisa perduró, de oreja a oreja.
—En la carne.
Rebecca gimió y retrocedió.
Alguien chasqueó la lengua y caminó arrastrando los pies en las sombras. Se puso lívida.
—Por supuesto, no es mi carne per se. De cualquier manera, carne es —se inclinó hacia adelante, hasta que los codos quedaron afirmados en el escritorio y apoyó el mentón sobre los puños.
—¿Dónde está Ramsey? —logró preguntar Rebecca.
—Oh, aún se encuentra aquí. Sólo lo saqué del camino, lo envié más adentro.
—¿Y Bergman?
Se escuchó una risa entre dientes en las sombras.
Ahuítzotl, o Ramsey, señaló con la cabeza algo que estaba junto a Rebecca.
Volvió a escuchar una risa burlona y pasos arrastrándose. De repente, la oficina se iluminó.
Rebecca se dio la vuelta y gritó retrocediendo hasta la esquina de la oficina.
No sabía qué era más aterrador, si el cuerpo retorcido y mutilado de Edwin Bergman desplomado a medio camino del gabinete de licores o el horripilante y terrorífico espectro cuyos dedos se posaban sobre el interruptor de luz, o la aparición, imponente y musculosa, vestida con pieles de animales salvajes. Tenía el pecho desgarrado y la piel totalmente despellejada en algunos lugares. Una espesa barba y grueso cabello le cubrían casi toda la cabeza.
Aun así, pudo divisar claramente que a ese ser de rasgos salvajes le faltaba un ojo, y el otro, abierto de par en par, ardía con ansias de lucha. Un hacha, deformada y astillada, pendía del cinturón. Le recordó dibujos de vikingos. En su mano libre llevaba en alto una descolorida calavera a la que le faltaban varios dientes y tenía el cráneo partido.
Le llamó la atención la calavera que portaba, pues se dio cuenta de que no era parte del espectro. Era sólida.
Se sintió como si la hubiese aplastado una tonelada de ladrillos. Y recordó al perro que llevaba un palo en la boca… Oh, Dios, no estaba totalmente a salvo de ellos.
—Usted tiene dos opciones —le informó el cuerpo de Ramsey—. Una, terminar igual que el querido Bergman.
El vikingo se rió burlonamente con una sonrisa desdentada y colocó ambas manos en la calavera, mimándola, acariciando los huesos de las mejillas.
—Dos, ofrecerse voluntariamente como anfitrión de uno de mis siervos.
Apartó los ojos de la aparición y de la mirada inmóvil y aterrorizada de Bergman. Un gusto amargo le llenó la boca. ¿Qué era todo eso? Se preguntó dejando de lado la actuación. ¿La habían traído de vuelta solo para que fuese asesinada otra vez, sin propósito alguno?
—Su era y su mundo están llegando a su fin. Puede quedarse sentada ociosamente mientras sucede o puede cumplir otra función. Le estoy dando la oportunidad de tomar parto en mi destino, mujer —Ramsey se irguió—. Ayúdeme a situar a la Paloma.
Gradualmente, la frustración dio paso a la ira. Miró con furia al profesor, con los puños apretados y los ojos entrecerrados.
—Veo que está preocupado. Quizás Ramsey mismo pueda ser más persuasivo —el cuerpo del profesor chocó contra la biblioteca. Arqueó la espalda y gimió. Los ojos en blanco quedaron fijos en el techo.
Rebecca se olvidó completamente de su furia. Asolada, observó como el emperador azteca dejaba libre la carne de Ramsey. Con vestimentas deslumbrantes, el impresionante monarca emergió estirando las piernas de las rodillas encogidas del profesor.
Ramsey se desplomó contra el suelo gimiendo y aferrando la alfombra.
Ahuítzotl, con los brazos cruzados sobre el fornido y engalanado pecho, estudió el rostro de Rebecca. Los ojos se le agrandaron inconmensurablemente. Echó un vistazo a Ramsey, al vikingo, y después volvió la mirada hacia Rebecca.
Con un tenue grito, se dio cuenta de su error. Él había notado que ella lo veía.
Se abalanzó sobre ella con los brazos hacia atrás, se le acercó gruñendo, le atravesó los dedos y los retrajo, después le agarró la camiseta.
Se sintió arrastrada por una fuerza tremenda que casi le desgarró la prenda. Fue arrojada a través de Ahuítzotl y se tambaleó hasta la esquina quedando a escasas centímetros del rostro ensangrentado de Bergman.
—¡Otra que puede verme! —gritó Ahuítzotl con el pecho henchido y los brazaletes tintineando—. ¿Cómo es posible? —dio un paso hacia Rebecca.
Un indio bravío irrumpió deprisa en la oficina desde la pared junto a la puerta.
—¡Tlatoani!
Ahuítzotl se dio la vuelta y se acercó al espíritu aferrándole la garganta.
Jadeando, el espectro señaló el suelo.
—O… otro humano, Amo.
Aflojó la presión. —¿Dónde?
—Acaba de entrar al museo. Lleva un arma, y…
—¡Desaparece! —Ahuítzotl golpeó al espíritu con el reverso de la mano, el cachetazo retumbó en toda la oficina—. Vigílalo. Si se acerca, avísame.
Humildemente, el salvaje se arrastró en el suelo.
Rebecca, se apoyó en el gabinete de licores para ponerse de pie. Ahuítzotl se deslizó hacia adelante.
—¿Quién es él? ¿Uno de sus compañeros, quizás?
Rebecca negó con la cabeza pero no pudo proferir respuesta. No podía pensar bien. Una vez más, lo que había aceptado como la verdad había sido destrozado. Había tenido que modificar sus creencias anteriores sobre seres intangibles. Pero ahora se daba cuenta de que los espíritus eran capaces de tocar y de interactuar con el mundo material. El aceite y el agua todavía se mezclaban.
—¡Ahuítzotl! Espera —la voz de Ramsey. Fría, humilde.
—Déjame hablar con ella. Quizás pueda convencerla de que acepte voluntariamente. No tiene que ser como con… Bergman.
El fantasma del vikingo lanzó la calavera y la atajó en el aire.
Ahuítzotl respiró profundamente.
—Adelante pues. Rápido.
—Gracias, Amo —Ramsey se puso de pie, caminó hacia Rebecca—. No me tema —le dijo mientras sus ojos contenían la seguridad feroz que le faltaba a su voz—. Soy la única oportunidad que tiene.
Rebecca pestañeó y miró a Ramsey, después a Ahuítzotl. Por el rabillo del ojo vio al vikingo que, divertido, lanzaba y atajaba la calavera.
—¿Cómo puede verlos? —preguntó Ramsey.
Tragó con dificultad.
—Yo… fallecí. O algo así. Y cuando regresé, podía ver. Eso es todo.
Ramsey permaneció un momento en silencio.
—Tiene sentido. Usted fue puro espíritu durante un tiempo, provista de todos los sentidos y capacidades. Cuando revivió mantuvo una capacidad visual y auditiva potenciada. O, pudo ser que usted recordara algo del pasado colectivo pero no quiso renunciar a la verdad al regresar a la mortalidad.
Rebecca levantó la cabeza.
—Oh Dios, no lo sé. ¿Qué le sucedió a usted? —preguntó de repente—. ¿Encontró la urna?
Él asintió. —Había sido sacada en secreto de la Catedral por los sirvientes de Díaz. Se mantuvo en la familia hasta que pasó a posesión del último descendiente, el curador del Museo de Antropología de México.
—Mis cartas requiriendo información lo alertaron de que la Profecía estaba próxima a cumplirse. Se preparó para mi visita sabiendo que yo intentaría robarla si era necesario.
—Por eso, cuando vine a buscar las cenizas de Ahuítzotl, sus empleados me estaban esperando. Me drogaron para debilitar mi espíritu para que el Tlatoani pudiera sojuzgarlo y poseer mi carne. Luego… me hicieron ingerir por la fuerza sus cenizas molidas y mezcladas con un líquido.
Ahuítzotl sonrió.
—Y su cuerpo pasó a formar parte del suyo —completó Rebecca.
—Exactamente. Mi sistema absorbió sus últimos restos permitiéndole no solo existir en mi cuerpo y conocer todo lo que tenía en mi memoria y en mis pensamientos, sino también desplazarse corpóreamente.
Ahuítzotl dijo:
—Y así el Gorrión liberará a la Gran Águila de su cautiverio y la guiará hacia la gran tierra del norte.
Rebecca se sintió marcada.
—¿Funcionó, Ramsey? ¿Su hipótesis era correcta?
Asintió.
—Bien… sí. Funcionó.
—No parece muy seguro.
—Es un estúpido —dijo Ahuítzotl—. Un irremediable estúpido. Esperaba algo más. Una necedad totalmente errada.
El vikingo les sonrió. La calavera casi se le cae de la palma de la mano pero reaccionó rápidamente y la cogió con la otra.
—Su mente está constantemente elucubrando incoherencias sobre verdades reprimidas y ritos quiméricos.
—No sabe nada. —El azteca levantó los puños y arqueó el cuello. El pico de su elaborado tocado pareció rozar el techo.
—Huitzilopochtli es la única verdad, y mi destino es el único destino. Estoy predestinado a provocar el fin de uno de los ciclos de la creación. Después de lo cual, Huitzilopochtli me reclamará y me llevará a mi hogar.
Ramsey captó la mirada de Rebecca.
—A la Luz —aclaró con los ojos cerrados y recostado contra la biblioteca—. El poder del inconsciente colectivo era más fuerte de lo que había supuesto, señorita Evans —Rebecca apartó con recelo la mirada de Ahuítzotl. Distinguía los ojos sin vida de Bergman fijos en ella. ¿O estaban fijos en Ramsey?
—Había pensado, de acuerdo con el símbolo de la Creación que vi, que al volver a la forma del espíritu original se podría recuperar la memoria y conocer la verdad tan claramente como la brillante luz del día.
—Pero no era tan poderoso —dijo Rebecca.
Ramsey meneó la cabeza. Parecía estar perdiendo fuerzas.
—No lo suficiente. Tuvo más poder la voluntad para olvidar combinada con el tiempo de permanencia dentro del cuerpo. Con cada generación de espíritus que permanecían y se trasladaban a la prole de los humanos, la verdad perdía fuerza; y crecía el apego al cuerpo, o la cultura y o el sistema de creencias en el cual vivían.
—A la muerte de Ahuítzotl, mientras su esencia comenzaba el viaje de regreso hacia la Luz… —Rebecca hizo una pausa— él divisó el símbolo de la Creación en Tenochtitlán…
—Y recordó solo las lecciones fundamentales.
—Que era distinto a la Luz. Que no le pertenecía.
—Exactamente —Ramsey aplaudió—. Todo el resto permaneció en su lugar, la creencia en el templo azteca, la necesidad de sacrificio, el propósito del ritual, y…
—SUFICIENTE —gritó Ahuítzotl—. Estoy harto de tus mentiras.
Rebecca lo ignoró y se dio la vuelta hacia Ramsey.
—¿Pues cómo puede usted seguir brindándole su apoyo? Si él persigue un conjunto diferente de…
—Ah, pero ése es justamente el punto —Ramsey señaló al azteca—. Él no está buscando un destino diferente. Inconscientemente está actuando de acuerdo al plan. ¿No se da cuenta? ¿Qué importa si los nombres han cambiado? ¿Designio de Huitzilopochtli o voluntad de la Luz? —Ramsey miró a uno y a otra—. Le sigo siendo fiel porque la causa no ha sido traicionada.
Una rosa bajo otro nombre…
Ahuítzotl se acercó a él.
—Tú me sigues siendo fiel, perro, porque así te lo ordeno, en cuanto a tu…
Sonó un disparo de mosquete fuera.
Ahuítzotl giró la cabeza abruptamente. Parecía estar mirando a través de la pared.
El vikingo apoyó la calavera sobre el gabinete de licores y extrajo el hacha.
—Nos atacan —gritó.
Un alarido desgarró el aire, y un soldado de la Confederación atravesó la pared tambaleándose, con una flecha corta atravesada en el pecho.
Ahuítzotl levantó los brazos y lanzó un grito salvaje, desnaturalizado. Desde lejos le contestó un coro de voces fantasmagóricas.
Rebecca se alejó unas pulgadas de la biblioteca dirigiéndose hacia la puerta.
Percatándose del movimiento, Ramsey la llamó.
—No correría si estuviese en su lugar.
—Puede ser que Ahuítzotl no sea capaz de seguirla porque debe estar en mi cuerpo, pero el vikingo que está allí solo necesita llevar su cráneo para seguirla a cualquier lado.
Maldiciendo, con el ruido de la lucha de los desventurados atosigándole los oídos, se quedó quieta.
—Si se está preguntando —continuó Ramsey— cómo pueden tocar objetos… Es algo que me molestó durante un tiempo. Pero luego me di cuenta. ¿Por qué no habría de tener sentido? Los Primeros originales eran de una naturaleza completamente diferente a la de los seres materiales. Sin embargo, ¿qué les sucedería después de vivir en el interior de ellos? ¿Se convertirían en algo indistinguible de la carne con el paso del tiempo, de manera tal que aun liberados de la carne, mantendrían la capacidad de controlar el mundo físico que habían tenido en su existencia mortal? Oh, es cierto que ya no pueden tocar la carne por volver a ser de naturaleza opuesta. Pero los objetos, es otro asunto. Con concentración y suficiente seguridad en sí mismos, es posible. Ahuítzotl se lo ha enseñado a muchas de las almas perdidas de este museo.
—¿Qué está pasando allí? —preguntó Rebecca mirando a través del vikingo, al soldado que estaba luchando por sacarse el arma de madera que tenía incrustada en el pecho etéreo. Parecía estar desintegrándose en espirales de humo azul que salían de sus ropas y de su piel.
—Después de la muerte de Bergman, los espectros se dividieron adhiriendo a facciones opuestas. Ahuítzotl los ofreció poder y libertad. Sin embargo, a lo largo de los años, Bergman había hecho muchos amigos entre las pretéritas almas perdidas. Esos espectros están dispuestos a vengarlo… y posiblemente se estén movilizando para protegerla.
Ahuítzotl la miró rápidamente y desenvainó de su cintura transparente una espada de bordes aserrados del tamaño de su brazo, tenía la hoja pintada con signos aztecas. Se disponía a proferir una declaración cuando varias cosas sucedieron simultáneamente.
Primero, el vikingo se abalanzó sobre el soldado agonizante y le clavó los dientes en el cuello. Los haces que se estaban esfumando fueron absorbidos por la boca del vikingo mientras se batían a golpes y después se separaron.
Armas y cabezas emergieron del suelo, como buzos de las profundidades; y muchas armas brillaron en los puños espectrales.
El otro soldado confederado irrumpió en la habitación tambaleándose, traspasado por la espada del caballero del siglo XIII que lo seguía. El oficial rebelde se estaba disolviendo rápidamente con la boca exánime en un silencioso grito.
Dos figuras cubiertas con armaduras siguieron al caballero. Ambos blandían sendas espadas. Uno de ellos tensó la ballesta y apuntó al corazón de Ahuítzotl.
El azteca gruñó y arremetió contra ellos, pero la lucha se tornó salvaje y desaparecieron a través de la biblioteca después de que el vikingo incrustara el hacha en la rodilla del guerrero.
Ahuítzotl, enceguecido por la furia, estaba encima del caballero. La enorme espada perforó el pecho plateado y lo desgarró hasta el hombro bajo una densa bruma de vapor azul.
De repente, la habitación se atestó de espíritus. Del suelo surgieron espectros que arremetieron contra los caballeros. Seres esqueléticos vistiendo uniformes nazis trepaban empuñando ametralladoras. Guerreros indios blandiendo lanzas, comandantes de submarinos escudriñaban la habitación con binoculares.
Llegaron arrastrando los pies para unirse a la refriega.
Rebecca permaneció de pie perpleja. No podía creer lo que veía, y deseaba fervientemente que los doctores tuviesen razón, que ella estaba sufriendo alucinaciones increíblemente reales. La masacre era increíble.
A los caballeros se les unieron soldados en uniforme camuflado y varios luchadores orientales. Aparte de ellos, a Rebecca le resultaba difícil distinguir quién peleaba contra quién. Brillaron espadas, aparecieron ametralladoras, piernas y brazos volaron a través de las paredes sin ningún impedimento. Cuerpos fantasmales estallaron en arremolinadas columnas de humo que fueron absorbidas por otro espíritu que parecía fortalecerse al incorporar la energía.
Ahuítzotl estaba en el fragor de la contienda, degollando, batiéndose a golpes. De alguna forma, había conseguido otra espada y giraba empuñándolas con sus poderosos brazos. Extremidades y cabezas cercenadas se desprendían de sus dueños.
Ramsey se había cubierto los ojos y temblaba en un rincón alejado.
Rebecca divisó algo plateado que se dirigió hacia ella. Uno de los caballeros la llamó.
—¡Corre, mujer! Huye. Debes vivir para vencer a este demonio, este…
Se escuchó un horrible crujido seguido de chispas después de que la espada grabada de Ahuítzotl se incrustó en el casco y decapitó al caballero cruzado cuya cabeza atravesó el techo.
Ondas de energía brotaban de la garganta destrozada del caballero como dedos expuestos a la boca abierta de Ahuítzotl.
Esa imagen sirvió para darle a Rebecca el impulso que necesitaba. Ya había iniciado la carrera hacia la puerta cuando un soldado de la GESTAPO vestido de negro le salió al cruce, cogió el picaporte.
Sintió algo que le aferraba la camisa.
Luchó por liberarse y se lanzó a través de la puerta abierta en dirección al pasillo. Ahuítzotl gritó su nombre. La voz le congeló la sangre y le paralizó el cuerpo. Parecía que corría en cámara lenta.
Se abrió la puerta al final del pasillo. Apareció una figura sólida, toda de negro, que empuñaba un arma.
Y algo gritó desde la oficina de Bergman llevando un deslucido cráneo y siseando su nombre.
No tuvo otra opción más que seguir adelante.
El hombre que estaba en el umbral levantó el brazo y apuntó el arma.
Rebecca percibió algo familiar en él. Se le acentuaba el dolor de los puntos en el cuello con cada paso y la espalda parecía que le iba a estallar.
El arma se disparó con un sonido sordo. Y un trozo de yeso cayó del techo cuando el atacante cayó desplomado por un extinguidor de incendio.
Un espectro, vestido de fraile permanecía de pie junto a la figura que gruñía en el suelo. Una mano que surgió de la manga holgada hizo una seña para que Rebecca se apurara.
No mires atrás, se dijo a sí misma, pero no pudo evitar echar una última mirada.
La sonriente calavera estaba a tan solo una yarda atrás sostenida por un vikingo que gruñía ferozmente.
Saltó por encima del atacante sin preocuparse de echarle una segunda mirada. Corrió detrás del clérigo, rodeando las escaleras y avanzó de cuatro en cuatro escalones a la vez. Cuando llegó al final pudo divisar al religioso y al vikingo luchando cuerpo a cuerpo al tope de las escaleras.
Un desgarrador grito sofocado le indicó que el vikingo había reiniciado su persecución tras ella. Rebecca bajó las escaleras volando, y descendió al nivel siguiente saltando por encima de los barrotes de la balaustrada. Esperaba que la bestia fantasmal se materializara en cualquier momento bloqueándole el paso, pero recordó que debía acarrear el cráneo sólido.
Alcanzó a llegar al pasillo del último piso. Myers y Johnson estaban corriendo hacia la puerta dejando atrás al vigilante que frenéticamente intentaba pedir ayuda por teléfono.
—¡Corran! —les espetó con un grito ronco al pasar junto a ellos. Cuando alcanzó el escritorio echó una mirada hacia atrás. La puerta que daba a las escaleras se estaba abriendo.
Rebecca se dirigió a toda carrera hacia la tormenta. Corrió hacia el automóvil mientras buscaba a tientas la llave en los bolsillos.
—¡Vamos! ¡Vamos!
El vigilante del museo se interpuso.
—¿Qué demonios está pasando…? —se desplomó bruscamente al ver una calavera bamboleándose en el aire a seis pies de altura del suelo. Pestañeó y se frotó los ojos. La puerta de salida fue empujada y se abrió lentamente. La calavera se dio la vuelta y pareció sonreírle burlonamente, después flotó fuera debajo de la lluvia.
Dos automóviles rugieron en el estacionamiento. El Probe salió primero arrasando una señal de aparcamiento para minusválidos, después se enderezó y salió a toda velocidad.
Con respiración agitada se ajustó el cinturón de seguridad, buscó a tientas el mando del limpiaparabrisas y el de las luces. El acelerador estaba presionado al máximo.
—¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! —giró en la curva sin tocar el freno, el vehículo sobrepasó rugiendo a una camioneta que avanzaba lentamente y que perdió el control saliendo de la carretera. Alejándose a toda velocidad del museo, echó una mirada al espejo retrovisor—. ¡Contrólate, Becki Contrólate!
—Sí —dijo una voz chirriante desde el asiento del acompañante—. Por favor, cálmese…
Se dio la vuelta y gritó con toda la fuerza de sus pulmones agitados, aunque solo pudo lograr con esfuerzo un chillido agudo.
La sonrisa desdentada se hizo más amplia bajo la enmarañada barba, y el único ojo abatió las estropeadas pestañas en su dirección. Un brazo empapado en sangre se extendió a través del parabrisas donde la mano del vikingo sostenía la calavera para señalar el hueco de los ojos.
—¿Nota el parecido? —preguntó el fantasma, pegando su rostro al de la calavera mientras levantaba las cejas.
El vikingo se acercó a su garganta.
Rebecca sacó el pie del acelerador, cubriéndose con los brazos, y frenó violentamente.
El cinturón la sostuvo bruscamente, su cabeza frenó a centímetros del parabrisas.
El Probe chirrió con el frenazo y giró bruscamente, patinando sobre el agua, las ruedas se apartaron de la carretera por un instante. El vehículo describió un círculo completo y se sacudió violentamente al detenerse.
El vikingo quedó detrás de ella, a unos buenos sesenta metros de distancia. Razonó rápidamente, con el golpe debió haber perdido su sostén material en el coche y, por ende, perdió inercia y quedó parado mientras el coche continuó derrapando hacia delante. A la calavera, sin embargo, le fue mucho peor. Debió haber salido expelida violentamente del débil asidero del fantasma describiendo un gran arco hasta caer aproximadamente a cincuenta pies del camino, el golpe en el cráneo se había agrandado bastante. Estaba inmóvil, al borde del cono de luz proyectado por los focos del Probe, como si fuese un ciervo asustado intentando realizar un cruce peligroso.
Dejó el pie fijo sobre el freno, mechones húmedos de cabello le caían sobre los ojos, y encendió el motor. El dolor en el cuello era lacerante y la idea de que la herida se debía haber reabierto le cruzó súbitamente la mente.
El espíritu del vikingo la alcanzó y se adelantó al automóvil dirigiéndose a recobrar la calavera. A diez pies de los focos, se detuvo, mirando sucesivamente a la calavera y al rostro detrás de los raudos limpiaparabrisas. Se dio la vuelta y corrió por la calle, mirando hacia atrás como si corriese por su última posesión.
Quitó el pie izquierdo del freno, y clavó firmemente el pie derecho en el acelerador hundiéndolo hasta el final. El chirrido de las cubiertas apagó el sonido del latido acelerado de su corazón. Encontró y golpeó el botón de la velocidad en el apuro. Sintió un fuerte empujón hacia atrás, contra el asiento, aferró ambas manos en el volante, alineó las ruedas delanteras en dirección a la calavera.
El vikingo sintió su proximidad, se dio la vuelta y levantó los brazos en un gesto que intentaba detenerla.
Sin pestañear o alterar su rumbo. Rebecca embistió y atravesó al espíritu. No fue más que un resplandor. Un suave hormigueo en la rodilla. Echó una rápida mirada al espejo y pudo ver al fantasma gesticulando salvajemente. Corriendo tras ella.
El velocímetro superó los noventa kilómetros, una fugaz sonrisa le apareció en los labios mientras guiaba las ruedas del Probe hacia la calavera. Una suave sacudida y un sordo ruido le indicó que le había pasado por encima.
Se detuvo lentamente y al mirar por encima del hombro vio las luces de un automóvil que se acercaba, probablemente el de Myers y Johnson, el fantasma se arrodilló frente a los fragmentos blancos que yacían sobre el pavimento. Movía las manos como si intentase recogerlos. Levantó la cabeza hacia el vehículo que se aproximaba. Pasó a través de él arrastrando varios pedazos de huesos que quedaron desparramados en el trayecto de las huellas.
Sonriendo ampliamente, Rebecca metió la marcha atrás y retrocedió.
Su risa no esperó a que su temor disminuyese.