Los números digitales 945 aparecían exhibidos sobre la radio del automóvil. El motor del Probe estaba apagado, los focos también. El viento enfurecido buscaba vanamente desafiar la inmovilidad del vehículo, y vendavales de lluvia caían del cielo como hebras devanadas. Ella estaba estacionada en la calle Sexta, a metros de la estación Gulf. La luz roja del semáforo se refractó en la cascada de gotas que golpeaba el parabrisas del Probe.
Rebecca se miró en el espejo retrovisor. Estelas escarlata se deslizaban sobre su rostro, y gotas refrescantes le salpicaban la piel. Sus dientes reflejaban tonos carmesí y, en los ojos, antorchas encendidas.
Nerviosa, parpadeó, giró el espejo, y miró por la ventanilla. A través del caleidoscopio creado por la lluvia, notó el parpadeo de unos focos cuadrados desde una calle lateral más adelante.
—Calma, Becki. Tranquilízate. Es solo otro propietario preparándose para una entrada enloquecida al garaje —suspiró, retiró la llave y apagó la radio—. Además, Dick Tracy y Sam Spade están estacionados atrás, a solo un coche de distancia. Sin duda engullendo alitas de pollo, pero seguramente lo están controlando todo. Recordó su furia cuando los hizo detenerse en la gasolinera, otra desviación de su plan de rutina.
—Oh, no deben aguantarte más, Becki. Otros trucos como ésos, y estarán dispuestos a atarte y enviarte por correo a la oficina de Karl.
La voz de Phil Collins surgió de los cuatro altavoces, acompañada de un tenue y rítmico repicar de tambores, y de un suave rasgueo de guitarra.
—«Es siempre lo mismo, es una vergüenza, no hay nada más. Nada».
—No es todo —golpeó la cabeza contra el volante— ni por asomo… hay mucho más —levantó la cabeza y pudo descubrir su imagen borrosa en el parabrisas. En el cristal, parecía un fantasma.
Pálida, transparente. Con ojos torturados que rogaban liberación.
Una vez más se enfrentaba al hecho de cuán imprevisible podía ser la vida. Tres horas atrás, no había una nube en lo alto; el cielo estaba tranquilo, el aire quieto.
Ahora, volvía a llover a cántaros contra el parabrisas y las gotas golpeaban con fuerza en el techo.
Dos semanas atrás ella creía que la vida era vida, y la muerte era muerte. Oh, se aferraba a la dulce esperanza de que cuando algo llamado alma se iba, para bien o para mal, se dirigía a otro lugar inaccesible a las limitaciones de la mortalidad. Pero que la vida y la muerte eran como el agua y el aceite, la línea estaba claramente definida, y jamás podrían cruzarse o mezclarse de ninguna manera. Psíquicos y practicantes de la necromancia[11], no eran más que charlatanes con un disfraz elegante.
La verdad la había golpeado como si se tratasen de incontables dagas, empujando su cándida fe hacia una luminosidad deslumbrante, con efecto cegador y cuyo estruendo continuaba rugiendo, creciente, ensordecedor, cuando pensó que había menguado.
Reconoció que había dejado el tribunal demasiado pronto. Jacobs tenía todo el tiempo del mundo y había mucho que ella quería saber.
Hordas de preguntas luchando por el primer lugar. ¿Por qué deambula en ese lugar en particular? ¿Cuántos fantasmas más hay ahí? ¿Quién decide si uno se va o se queda? ¿Podría ser que no hubiese fantasmas que hayan permanecido durante siglos y siguieran deambulando sufrientes, buscando la paz que para siempre los elude?
Tantos preguntas sin respuestas, mezcladas, confusas. Abrumada, había sentido que la voluntad le flaqueaba; necesitaba el consuelo de los seres vivos, sólidos. Había tenido que irse. Además, sabía que Jacobs no tendría las respuestas. Le había prometido limpiar su nombre, él aseguró que lo sabría cuando sucediese y, entonces, se iría. Con lágrimas agradecidas, intangibles, como si ya estuviese libre, se lo había agradecido, ya que seguramente no volverían a encontrarse en ese plano de existencia.
La música la serenó, devolviéndole el sentido de la realidad, ahogando al mismo tiempo la furia de la tormenta. Phil cantó enérgicamente el último verso: «Y cuando pensé que todo saldría bien, descubrí que estaba equivocado al creer que estaba en lo cierto…».
Rebecca se reclinó hacia atrás, permitiendo que el apoya-cabezas acunara su cráneo. Se había soltado la coleta; el cabello húmedo logró metérsele debajo del vendaje del cuello haciéndole picar la piel expuesta.
Se le puso la piel de gallina. La cinta del profesor Bergman estaba negligentemente tirada en el asiento sobre varios libros.
El reloj cambió de 9:48 a 9:49 horas y Rebecca cogió la grabación, la colocó frente a sus ojos.
—Urgente —su voz tapó el sonido quejumbroso de las guitarras. El paquete tenía una inscripción no muy prolija en tinta roja, «URGENTE». Se acordaba de Bergman. Ella había cubierto la historia de un robo en el museo. Según recordaba, era un hombre mayor, inteligente y sociable, y debió reconocer que había sido el tipo entrevista que necesitaba una periodista cansada a cuatro horas de la hora de cierre.
Obviamente confiaba en ella. Y le había enviado algo importante.
En el paquete había encontrado una sola cinta y cuatro libros voluminosos.
Una docena de anotaciones en Post-it pegadas en las páginas de los libros.
Otra nota en el primer libro decía:
«Señorita Evans. Disculpe mi atrevimiento, pero no tengo alternativa y el tiempo se termina. Por favor, lea las secciones señaladas en los libros, después escuche la cinta grabada por un colega, el profesor Ramsey Mitchell, a cuyas clases usted no pudo concurrir en Georgetown. Por favor, cuando escuche a Ramsey, mantenga la mente abierta. Puede ser la noticia más importante de la historia».
Rebecca levantó los libros, prestó atención a los títulos: América Central primitiva; Antiguas ciudades de los mayas: Mitos y creencias mesoamericanas; y uno sobre Historia de los aztecas.
Dos semanas atrás, nada la habría detenido y se habría sumergido en la historia y escuchado la grabación sin dilación. Dos semanas atrás, creía en la finalidad de la muerte.
Mientras sostenía en alto la caja, la luz rojiza del empapado parabrisas pintaba en ella figuras esotéricas. Era como si lo que había parecido sangre cubriéndole el rostro, de alguna manera, se hubiese esparcido con ondas suaves sobre la caja, salpicando y fluyendo sin solución de continuidad. La ilusión era tan real que tuvo que pasarle los dedos para convencerse de que estaba seca.
La Rebecca Evans de dos semanas atrás se había ido, un caparazón exterior desechado.
Un reptil despojado de su vieja piel emergiendo con un nuevo rostro, con escamas más brillantes y más fuertes. Esta Rebecca dejó atrás la falsa arrogancia junto con la piel inútil. No lo sabía Todo. No estaba próxima a develar los misterios del mundo. En realidad, ni siquiera había hallado el cerrojo…
Los eruditos y sus respectivas civilizaciones habían debatido los eternos interrogantes durante siglos, y ahora ella intentaba resolverlos en unos pocos años. Habría querido cerrar el libro para siempre, arrojar a todos los filósofos en la línea de espera de los desempleados, y reclinarse en el porche de atrás mientras bebía el néctar de la Vida, sabiendo exactamente cómo se preparaba el brebaje, y, lo más importante, por qué mantenía su sabor único.
—No puedes hacerlo todo, Becki —cerró los ojos y movió la caja entre los dedos.
De la misma manera en que quería arrojar la grabación en el paquete junto con los libros hasta que resolviese el intento de asesinato que había sufrido, además de la liberación de Jacob, algo de la vieja Rebecca subsistía, machacando las células nuevas. La vieja Rebecca se alimentaba de la urgencia y de la aventura. La vieja Rebecca seguía cada pista, chequeaba cada fuente. La vieja Rebecca olía una historia.
La compañía musical de Phil se acabó y fue reemplazada por el estridente acople de guitarras eléctricas.
—Un misterio a la vez —dijo Rebecca por encima del estruendo de la música de rock. Encendió las luces interiores del automóvil y abrió el primer libro en la página marcada.
Bajó el volumen de la radio y comenzó a leer en voz alta. Las palabras lograron calmarle los nervios, más que la música. Poco después se sintió como si hubiese vuelto al colegio y estuviera leyendo un libro de su materia favorita, y pronto se halló inmersa en el antiguo pasado.
«Los aztecas eran nómades que surgieron en lo que ahora se conoce como México a fines del siglo XII. Absorbieron las culturas nativas a las que dominaron. De forma gradual y después, cruelmente, se expandieron conquistando, saqueando, arrasando a otros pueblos para volver con el botín obtenido a su capital, Tenochtitlán. Algunos ejemplos de la avanzada cultura alcanzada son: un alfabeto escrito, un calendario increíblemente exacto y las cartas astrales.
»Su arquitectura no tuvo paralelo, sus obras públicas fueron sorprendentemente eficientes.
»Eran politeístas y sus numerosos dioses jugaban importantes roles en la vida diaria.
»Quetzalcóatl, divinidad del inframundo, de las artes y del viento. Tláloc, dios de la lluvia, quien comparte la cima del templo del sol con el terrible dios guerrero del sol, Huitzilopochtli.
»Según la mitología azteca, ellos estaban viviendo en el Quinto Sol o el quinto ciclo de la creación, el mundo había sido creado y destruido cuatro veces. Cada destrucción fue provocada por fuerzas diferentes en las disputas de distintos dioses.
»En la antigua ciudad de Teotihuacán, a corta distancia de Tenochtitlán, fue donde el Cuarto Sol fue destruido, y donde surgió nuestra estrella actual.
»En Teotihuacán, durante la interminable noche del Cuarto Sol, los dioses, uno a uno, se tuvieron que sacrificar a sí mismos con el objeto de alimentar al nuevo sol y comenzar el nuevo ciclo de existencia. Cuando pereció el último dios, nació el Quinto Sol.
»La mitología azteca consideraba la vida como un don efímero, una condición que podía ser destruida en cualquier momento. Los dioses se habían sacrificado para crear el mundo y su subsistencia solo podría ser asegurada a través de los sacrificios de sus habitantes.
»Y de esa manera, el sacrificio humano era santificado. La práctica se estableció por medio de un rígido sistema de creencias y tradiciones sustentadas en la mitología.
»Así resultaba honorable morir sacrificado como ofrenda a Huitzilopochtli. Los prisioneros en camino a ser sacrificados nunca intentaron evadir su destino ya que era un destino envidiable. Así las víctimas lograban vivir en la gloria con Huitzilopochtli; y gracias a sus muertes, el sol permanecía en su lugar y el mundo continuaría.
»¿Qué podría haber sobrevenido de esa colosal civilización si no fuese por las acciones de un imperio trasatlántico y de un hombre llamado Cortés en los inicios del siglo XVI? Eso entra en el terreno de las suposiciones. Algunos opinan que fue el progreso la causa de la caída del imperio azteca, otros lamentan su ocaso y presentan elocuentes hipótesis sobre futuros posibles».
Rebecca cerró el primer libro, lo colocó al final de la pila, después abrió el siguiente en la primera marca.
»Los Olmecas[12] fueron guerreros y artesanos que vivieron cerca del golfo de México. Prosperaron durante siglos, alcanzando su pináculo en el periodo 1100 a. C. 400 a. C. Se destacaron como grandes escultores, y entre las obras más curiosas que han perdurando figuran las cabezas de gigantes que miran hacia el Golfo. Cabezas chatas talladas en basalto cuyos ojos alargados escudriñan por siempre el agua. Según la tradición Olmeca, se llevaban a cabo danzas en los acantilados, cuyos participantes quedaban inmersos en un enloquecido frenesí durante toda la noche hasta que despuntaba el alba.
»Durante el primer siglo, los invasores se establecieron en Teotihuacán. Aproximadamente en 400 d. C. la ciudad controlaba toda América Central. En 650 d. C. por razones desconocidas, esta civilización se extinguió. Hasta ese momento Teotihuacán creció y floreció como ninguna otra ciudad. Su mejor obra de arquitectura, la Pirámide del Sol, permanece como testamento silencioso de una cultura avanzada y misteriosa. Mil años después, los aztecas realizaron peregrinajes a Teotihuacán por considerar a la Pirámide un lugar sagrado construido por los dioses antes del final del ciclo del mundo anterior.
«Después de 650 d. C. los mexicanos llegaron al poder infiltrando a los Zapotecas y apoderándose del control del valle de Oaxaca. Eran orfebres, pintores y escultores».
El último libro…
«A comienzos del siglo VII, la civilización maya ejerció uno considerable influencia intelectual y religiosa sobre Mesoamérica. Con su avanzado conocimiento de la ciencia y de la astronomía resulta desconcertante que tantas ciudades mayas fueran abandonadas unos pocos siglos después…».
Rebecca cerró el libro y pensó que los pasajes eran ciertamente interesantes, y si bien servían para refrescarle la memoria sobre la historia de Centroamérica, no descubría nada trascendental en ellos. Tuvo la sensación de que Bergman estaba presentando un adecuado escenario.
Lo que el profesor Mitchell fuese a decir en la grabación estaría relacionado con el antiguo México.
Antes de escuchar la grabación, Rebecca apagó la luz del automóvil, cerró los ojos y pensó por un momento en lo que había leído. Los pasajes que Bergman había subrayado tocaron una cuerda sensible de Rebecca. Misterios que sabía habían existido en toda la historia. La verdad era esquiva, difícil de descubrir, al punto de ocultarse a sí misma conscientemente, como en el caso de las ciudades mayas consumiéndose bajo un grueso manto de crecientes junglas.
Colocó los libros sobre el asiento del acompañante y buscó la cinta.
Abrió la tapa con dedos temblorosos.
—Bueno, profesor Mitchell. En esta solitaria calle cubierta por la tormenta, usted cuenta con mi más completa atención.
♠ ♠ ♠
En una angosta y sombría calle lateral bañada por cortinas de lluvia, un solitario y silencioso Transam se enfrentaba con la tormenta. Los exiguos desagües se habían llenado más allá de su capacidad, tosiendo e inundándose con el agua que los rebasaba, elevándose y fluyendo sobre la calle. Las ramas se sacudían y los árboles parecían luchar y retorcerse como si temiesen que la tormenta pudiese arrancar sus troncos del mismo suelo. En la estrecha hilera de casas económicas, varias luces tenues evidenciaban la presencia de sus ocupantes. Al levantarse la cortina de una casa cercana, un rostro borroso curioseó a través de la ventana empapada.
La figura hundida en el Transam se relajó. Los ojos se habían acostumbrado a la oscuridad, había captado los haces de luz plateados que se filtraban desde la calle a través de la ventanilla. Estaba concentrado en la radio. Dos cables delgados se extendían desde detrás del equipo hasta una caja pequeña colocada en el asiento del acompañante. Otro cable más grueso estaba conectado al encendedor del automóvil.
Karl Holton estaba enojado con él mismo por no haber traído otro encendedor.
Necesitaba un cigarro. Desesperadamente. Había una cajetilla nueva en el tablero, y uno de los pitillos sobresalía del paquete burlonamente.
Maldita perra, maldijo en su interior. De todas formas, no se suponía que estuviese viva. Nunca había estropeado un trabajo antes. Y ahora estaba en la situación más arriesgada de su vida. En 1988, cuando estaba en Nicaragua, haciéndose pasar por uno de los habitantes asesinados, había llegado tan lejos como para mancharse el cuello y el pecho con la sangre de una anciana que yacía con los ojos abiertos, había contenido desesperadamente la respiración y había evitado mirar a los rebeldes que pasaban negándose a gritar cuando revisaron el cuerpo buscando cosas de valor, la situación de aquel momento había sido menos precaria que el apuro que afrontaba ahora.
Había fracasado al intentar eliminar el único indicio que lo acusaba. Y, lo que era el peor, era una periodista altamente apreciada.
De contar con pruebas suficientes, ella podría exponer a su sórdido grupo por completo y a toda una serie de asuntos oficiales. Malversación, asesinato, fraude, traición… solo para nombrar algunas de las cuestiones que el público rotularía como crímenes. ¿Qué sabían ellos de crímenes? El público. Los juristas. Los políticos. ¿Qué sabían de libertad? La deseaban. La declamaban. La mencionaban en inspirados discursos para conseguir empleos cómodos.
¿Qué sabían de la sigilosa amenaza Roja, que sangraba desde las arenas de Cuba, nadando como una anguila hacia las costas de América Latina, infectando su tierra, saturando el aire y vertiéndose como lluvia desde las nubes?
El comunismo en nuestro patio trasero y la nación permanece frente a sus televisores japoneses observando Carson y MTV, bebiendo cerveza alemana y vistiendo ropas coreanas. Americanos.
Las manos de Karl aferraron el volante hundiendo las uñas en el mullido tapizado.
Él y su equipo de expertos habían actuado en nombre de la nación. Y la peor parte era que nunca podrían recibir el crédito por el retorno del continente a la democracia. Oh, todos vitoreaban la restauración de las elecciones populares en Nicaragua. ¿Pero quién podría asegurar que esa amenaza a la libertad no se atrevería nunca más a elevar su monstruosa cabeza?
No, él jamás podría reclamar el crédito. Los abogados no considerarían los planes a largo plazo, ni reconocerían que el fin justifica los medios. Mirarían estúpidamente y señalarían, una y otra vez, destacando los pequeños detalles, torturas, asesinato, desvío de ingresos públicos para financiar una Operación de Prevención.
Por eso, debía mantener cada aspecto de su trabajo bajo absoluto secreto.
Hubo que utilizar grupos para proteger la información, para transformar asuntos preocupantes en discretas ficciones.
Ronald Jacobs perteneció a esos grupos. Infortunadamente, Karl había estado demasiado ocupado como para supervisar cada aspecto del procedimiento, principalmente, para inculcar lealtad. Y cuando Jacobs renunció, sin haber completado su trabajo y con justificaciones difícilmente creíbles, Karl no tuvo otra alternativa. Mientras los asesinatos estaban siendo arreglados y la unión de la familia de Jacob agonizaba, Karl había ejercido control total sobre Jacobs.
Había monitoreado comunicaciones telefónicas, contratos comerciales, conversaciones durante cenas, todo.
Cada nivel había sido cubierto. El último vínculo se había solucionado con una sentencia de muerte, disfrazada de un expeditivo suicidio, que ahorraba unos cuantos miles a los contribuyentes.
Todo estuvo arreglado, hasta que Rebecca Evans metió demasiado su inquisidora nariz. Karl nunca supo cuánto había descubierto, pero el hecho de que supiese su nombre y de haber hecho preguntas sobre su paradero, fueron motivos suficientes para su eliminación.
¿Qué importaba una vida más sacrificada en aras de la libertad? Millones de nuestros hombres murieron en la Segunda Guerra Mundial para salvar a los europeos esnob y a los judíos. Pero ahora, cuando nuestro suelo estaba en peligro, ninguna muerte podía ser considerada importante.
Mascullando, Karl subió el volumen de la radio. Una luz parpadeó en la caja metálica del asiento. Había estado vigilando a la señorita Evans desde que supo que había sobrevivido. Extrañamente, excepto durante las primeras horas de su recuperación, había dicho poco sobre el caso de Jacob. Un confidente, soborno de por medio, había colocado micrófonos en su habitación en el hospital. Pronto le había mencionado su nombre a un compañero llamado Donaldson, quien probablemente después se lo dijo a su jefe. Por supuesto, la mujer estaba histérica, tenía alucinaciones, y probablemente no la habían tomado en serio.
Si fuese necesario que sufriese un accidente, una recaída… Le habían permitido dejar el hospital demasiado pronto. Incluso sus abogados podrían demandar a los médicos por negligencia.
La había seguido cuando salió del hospital y fue testigo de su estado de conmoción. Casi le había facilitado las cosas provocando que el conductor se saliese del camino. La había perdido solo durante media hora mientras estuvo en la casa. Se había escapado para dar una caminata por la playa, y durante ese lapso, sus micrófonos solo pudieron captar el ruido de los guardaespaldas engullendo comida comprada y había escuchado sus chistes de mal gusto. Ella había regresado balbuceando incoherentemente sobre nuevas alucinaciones.
Karl podría haberla eliminado en varias ocasiones, pero estaba intrigado. No podía comprenderla.
¿Qué se traería entre manos? Les rogó a los custodios que le permitiesen ir al tribunal. No solo se lo habían permitido, sino que, además, habían forzado la entrada para que ella realizara incursiones subrepticiamente. ¿Qué había tan importante dentro? Karl jamás había estado allí; convenientemente, había arreglado unas vacaciones en Suiza durante todo el tiempo del arresto y del juicio.
Según el panel luminiscente de su reloj pulsera eran las 9:46 horas.
Extrajo un par de guantes de cuero de debajo del jersey negro de algodón. Instintivamente, chequeó mentalmente los elementos que portaba, un revólver calibre 38, un cuchillo de hoja dentada de 15 centímetros escondido en la pantorrilla izquierda, una pistola 45 con silenciador en la pistolera que portaba en el hombro bajo el jersey. En el bolsillo derecho delantero, dos agujas tapadas que contenían un líquido inocuo con burbujas de aire que provocarían una embolia a los pocos minutos de inyectarla. Debajo del cojín del asiento delantero, dos Uzis cargadas, un rifle semiautomático y siete granadas incendiarias.
El tiempo se estaba acabando. Cada minuto de vida que le perdonaba era un minuto restado a su propia vida. Pero la curiosidad…
Subió el volumen de la radio.
La lluvia resultaba indistinguible debido a los sonidos que captaba. La música de Génesis y de Phil Collins. Un suspiro femenino. El volumen de la estación de radio que la mujer subió.
—No puedes hacerlo todo, Becki.
Una débil sonrisa se extendió debajo de las sombras amorfas de profundas y sinuosas raíces que parecían estar creciendo en las cuencas de los ojos de Karl.
—Habla sola —dijo con un suspiro irritado—. Bien.
Se estiró los guantes firmemente, flexionó los dedos de ambas manos. Sabía que sus guardaespaldas habían aparcado detrás de ella ya que no habían sido muy discretos.
Sin duda habían notado su automóvil, y probablemente se estaban preguntando si habían visto a alguien salir de él. Pero por el momento, no habían llamado a la policía, a nadie en realidad, para que lo revisaran. El Transam era robado, estaba registrado a nombre de un albañil de Fairfax. Nunca sería vinculado con él.
Con un suspiro resignado, Karl se dio cuenta de que probablemente tendría que llevarla con vida, para sacarle información sobre quién más sabía, y cuánto. Lamentaba no haber llevado elementos de tortura, pero estaba seguro de que se las ingeniaría. Después de todo, tenía mucha experiencia.
Démosle unos pocos minutos más.
Mientras tanto, Karl decidió constatar qué estaban haciendo Myers y Johnson. Había deslizado un pequeño micrófono debajo del felpudo del asiento trasero mientras ellos llevaban comida china a la cabaña de Rebecca. Ajustó la banda de la radio y la voz de uno de los guardaespaldas llenó el Transam.
—Demonios, Doug, nos van a pagar para quemarnos lo lengua con esta salsa caliente y cuidar y una mujer hermosa. ¿En qué piensas?
—Ella no está bien. Este trabajo no está bien. Tengo un mal presentimiento.
Una lata de soda se abrió.
—Sí, quizás, pero tampoco querías aceptar el trabajo que hicimos para un millonario que nos dio un bono del treinta por ciento por encontrar a su maldito gato.
Se escuchó una risa entre dientes y el ruido de carne al ser masticada y engullida.
—Pero esta vez estamos lidiando con la CIA…
Ruido a huesos partiéndose. Dientes masticando.
—Puede ser, puede ser. La joven está viendo fantasmas cada vez que gira la cabeza. ¿No vas a creerle el asunto de que la CIA quiere matarla? Demonios, es mucho más probable que se trate de un desertor escolar de Georgetown desquiciado que la atacó porque es famosa y…
—Su dirección no figura en la guía de teléfonos, Myers. Sabes tan bien como…
Karl cambió el dial a la frecuencia de Rebecca, los engranajes de su mente giraban al mismo tiempo y de igual manera que sus dedos. Podía escabullirse fácilmente hasta el coche de los hombres, y cuando bajasen la ventanilla, dispararles dos cargas con silenciador, y dirigirse hasta el automóvil de Evans sin que se diera cuenta de nada. Se le aceleraron las palpitaciones ante la expectativa.
Génesis estaba terminando de sonar en el coche de Rebecca.
Su reloj marcó las 9:49 horas.
Algo sonó en el reproductor.
La mano de Karl se deslizó hasta el picaporte de la puerta.
—Bueno, profesor Mitchell. En esta solitaria calle cubierta por la tormenta, usted cuenta con mi más completa atención.
Sus dedos se detuvieron, el picaporte giró hasta la mitad pero no lo suficiente como para abrir la cerradura y encender la luz interior.
Una voz extraña llenó el automóvil, Holton soltó el picaporte. Se dejó vencer por la curiosidad.
—Sí, profesor —dijo Karl—. Por favor prosiga. Usted cuenta con mi más completa atención.
♠ ♠ ♠
—Mi nombre es Ramsey James Mitchell. Soy profesor de Antropología de la Universidad de Georgetown. La fecha es… 2 de julio. Lunes.
La voz no le era familiar a Rebecca. No sabía qué esperar habiendo visto en pocas ocasiones a Mitchell, solo en los pasillos de Georgetown.
Cuando hablaba, sus palabras parecían lindar la locura. Sonaba muy asustado como para avanzar coherentemente, pero también demasiado enardecido como para desistir.
—Si está escuchando esto, Edwin, algo ha salido mal.
Un automóvil pasó en otra dirección, sus focos atravesaron el velo líquido. Rebecca pestañeó, y se alejó de la ventanilla. Subió el volumen de la grabación.
—Le solicito como último favor y abusando de su cortesía, que escuche la grabación entera. Espere a terminarla antes de emitir cualquier juicio de valor. Se lo ruego. Para entonces, sin duda usted me habrá considerado un lunático, un profesor trastornado por ilusiones elucubradas por él mismo, o pensará que soy un hombre alterado después de un exasperante año bajo el sol.
—Puedo estar al borde del abismo que se abre ante mí, pero no, no estoy loco. Trastornado, obsesivo, desesperado. Sí. Es así como me siento. He investigado más a fondo que cualquier historiador, investigador, científico o detective. He cruzado límites que nadie jamás supo que existían ¡Dios, Edwin! ¡Todo encaja, todo!
—Oh, cómo desearía que usted hubiese dejado su cargo tedioso y me hubiese ayudado. Escalaríamos estas paredes juntos, amigo mío.
—Espero que tenga suficiente ambición y empuje como para aceptar la responsabilidad y terminar el trabajo que yo no pude.
—Ah, sé que con las incoherencias que he dicho hasta ahora no debe estar aún convencido totalmente.
—No llegue a rápidas conclusiones. ¿Recuerda, querido Edwin, las conversaciones que mantuvimos esas noches en Georgetown cuando dábamos debida cuenta del brandy y consumíamos cigarros hasta rebasar los ceniceros? ¿Acaso no soñábamos con poder aspirar a algo más de este mundo de banalidad? Cómo lamentábamos nuestros destinos, por ser simples coleccionistas, en vez de hacedores de la historia.
—Me he valido de la primera condición para alcanzar la última. Seré tanto forjador como destructor de la historia, Edwin, los misterios que he develado… No sé por dónde empezar. Una década atrás tropecé con la primera pista. Era tan solo un fragmento, un trozo solitario de basalto en la punta de un escarpado risco. Tan pronto lo vi, supe que era un hallazgo. Pero no tuve la visión suficiente como para vislumbrar lo que era realmente, un antiquísimo fragmento de una fantástica efigie.
—Con el tiempo, empecé a descubrir la verdad. Era un completo acertijo. Un gran rompecabezas milenario. El más endemoniadamente difícil que alguna vez fuese forjado.
—Tuve que hurgar a través de centurias del pasado de cada una de las principales civilizaciones, visitar todos sus monumentos. Lo que más me obstaculizó la tarea fueron los pedazos que habían sido destruidos, removidos y nunca incluidos en el grupo… por Dios, Edwin, se me acaba el tiempo.
—Si no puedo convencerlo de la verdad… solo estoy divagando. ¡Qué dolor!
—No puedo tomar los calmantes, tengo que seguir…
El silencio inundó el automóvil de Rebecca. De cierta forma, la tormenta se había calmado y el estruendoso aguacero se había convertido en un quedo golpeteo contra el capó. Miró fijamente las líneas de agua que se deslizaban sobre el parabrisas, observó cómo zigzagueaban, se cruzaban, se unían absorbiendo las pequeñas gotas quietas para desviarse en flujos descendentes. Se vio tentada a conectar el limpiaparabrisas para eliminar el intenso y fútil apremio de los raudos hilillos de agua, pero la acción le pareció un tanto cruel. Mentalmente, las asemejó a vidas humanas arrastrando sus existencias, entretejiendo esperanzados rumbos, interactuando y uniéndose con otras vidas; e imaginó una colosal mano cósmica acercándose al mando del limpiaparabrisas para destruir todo el afán y la lucha con un simple movimiento de los dedos.
La voz de Ramsey llenó nuevamente el interior del automóvil y sus palabras captaron toda su atención, como si aguardase al oráculo que prometía la verdad y el significado. Y, temblando de expectativa, se maravilló de la informalidad de su posición para que le fuese brindado tal conocimiento. El asiento delantero de un vehículo que la protegía de la lluvia. Sonrió de repente. Ah, qué ironía, el automóvil, un Probe[13], y ella en el asiento del conductor. Quizás ese lugar tenía significado después de todo.
Cerró los ojos, se distendió y dejó que las palabras conjuraran poderosas y realistas imágenes. Con un suspiro se sumergió gradualmente en el relato…
«… Recuerde, Edwin, los hechos de la historia de México. Según lo he enseñado en mi cátedra, el imperio azteca sucumbió ante el poder del trono de España. Pero, ahora, querido amigo, debo aseverar con total convicción, que la caída de los aztecas fue predeterminada. Fue solo una escena en el acto final de un drama en el que el Tiempo ha representado edades antes de que la primera ciudad surgiera en Sumeria, antes de que los primeros hombres miraran hacia el cosmos y buscaran allí el significado…
»Sé que parece una nueva digresión, pero debe retrotraerlo aproximadamente tres mil años, no al principio, fíjese usted, sino solo hasta un punto lógico desde donde proceder. En esa época, la de los olmecas, fue la primera pista, ese indicio que dio lugar a todo: las grandes cabezas de piedra olmecas que por sí solas no significaban nada, por supuesto.
»Las gigantescas esculturas mirando expectantes al mar. Inmediatamente, las relacioné con Cortés. Pero ¿cómo pudieron los olmecas predecir una invasión proveniente de una tierra desconocida, aproximadamente dos mil quinientos años antes de que sucediera? A su debido tiempo, iba a descubrir que las figuras realmente predijeron la llegada, pero no era un enemigo vivo lo que temían. Y Cortés era simplemente un actor en el gran drama.
»Pero voy demasiado rápido. Volvamos…
»En octubre, visité Teotihuacán, pero no encontré nada nuevo; nada hasta que por un golpe de suerte, durante el vuelo de regreso, el avión sobrevoló el lugar.
»Es posible divisar las ruinas en su conjunto, los templos, las avenidas, las chozas… formando un gran jeroglífico, una señal que ofrece a los avizores celestiales un mensaje.
»Ya antes había visto ese diseño en particular. Lo rastreé, sabía que era de origen preolmeca. Con anterioridad al año 2000 a. C., varias tribus nómadas habían esbozado las configuraciones básicas, y las habían colocado en objetos de significación religiosa. Si pudiese dibujarle el diseño, sin duda reconocería la imagen ya que aparece en varios de los objetos exhibidos en su museo.
»Era el símbolo de la Creación, Edwin.
»¿Creación, se preguntará usted? Y se preguntará también por qué; esa misma pregunta es la que me obsesionó durante meses después de haber observado la vista aérea de la ciudad. ¿Por qué colocar un símbolo de la creación en un lugar que solo podía ser avistado desde el aire?
»Obviamente mi mente se proyectó a los siempre buscados seres extraterrestres irrumpiendo a pleno día, buscando una guía para su provecho. Si fuese así, el interrogante sigue planteado ¿Por qué la alusión a la Creación?
»Al tiempo que la hipótesis extraterrestre se debilitaba gradualmente, seguí hurgando en el pasado.
»Como sabe, en 1932 fue descubierta la “Tumba 7” en las ruinas del monte Albán. Junto a otros cientos de tesoros, había una pintura en especial, realizada sobre una superficie de hueso. Aunque desvaída y astillada, pude descubrir detalles suficientes de esa simple fotografía. Los mexicanos tenían sus propios dioses y no los habían adoptado de Teotihuacán. Aun así, encontré un paralelismo, una imagen del sol, inmensa y radiante suspendida sobre dos líneas de figuras humanas difusas, con los rostros en blanco. Los individuos parecían estar de pie sin tocar el suelo y flotando hacia el sol.
»Una vez más, le recuerdo que no estaba buscando algo en particular. Sólo sabía que estaba intentando armar un rompecabezas. Cada pista que hallaba no tenía sentido por sí sola, y no lo adquiría hasta que se le agregaba otra. No podía determinar qué era pertinente o no. Mi mente se convirtió en una esponja. Podía absorber todo, y los indicios más importantes los encontraba en mis viajes.
»El primer indicio surgió en una fría y húmeda caverna, en un lugar que había sido recientemente excavado al sur de Guatemala. Grabada en una pared e iluminada por la titilante luz de la antorcha de mi guía, se hallaba la imagen del sol sobrepuesta al símbolo de la Creación. Otra vez dos hileras de figuras se extendían hacia el sol. Una figura más grande estaba de pie ante el sol, con los brazos extendidos y goteándole sangre de las puntas de los dedos. Su vestimenta evidenciaba claramente su condición de soberano. Tenía la cabeza de un águila y sus pies terminaban en garras. El arte era característico de los olmecas, y seguramente pertenecía a los años 500 a. C., pero la razón por la cual el artista se había encontrado en Guatemala, era algo que no podía desentrañar.
»Por ende, tuve una imagen recurrente del sol adoptada por tres pueblos diferentes, dos de ellas con diferencias de miles de años entre sí. ¿Podría implicar algo más que la adoración del sol, lo que era bastante común en casi todas las culturas antiguas?
»La inclusión del símbolo de la creación me llevó a buscar otras posibilidades de explicación.
»Medité nuevamente sobre Teotihuacán y sobre los rostros de piedra en el Golfo. Estaban conectados, no tenía duda. De alguna manera oscura, intrincada.
»Seguí adelante. La contribución maya al rompecabezas provino de la antigua ciudad de Cacaxtla a través de un confuso mural que ahora se encuentra colgado en el Museo Nacional de Honduras. Un fascinante mural, aunque incompleto, de deslumbrantes colores con frescos minuciosamente detallados y profusa información de astronomía que aludía fragmentariamente a una profecía. Me las arreglé para tomar varías fotos, y de regreso en el hotel conté con la colaboración de un criptólogo inglés que se encontraba de vacaciones. Juntos pudimos descifrar lo más esencial del mensaje escrito en el marco que rodeaba el mural.
»En dos palabras, lo que pudimos recuperar del mural de Cacaxtla decía lo siguiente:
Gran Águila cayendo ante el dios del Este. Aunque en vuelo permanece, sobre el mismo sitio de la muerte. Reinando aún… un gran ejército bajo su mando… las águilas se levantarán y caerán, mientras él aguarda… que llegue del Norte el Gorrión para guiar a la Gran Águila hacia la Paloma. El Águila devorará a la Paloma, y se apoderará de su canción… cantar alrededor del mundo… atraídos por la Canción… y el Águila…
«Asombrado, contemplé el pasaje una y otra vez. Lo analicé hacia delante, hacia atrás. Cómo maldije el paso del tiempo que provocó que las partes más importantes se deterioraran. Aunque tenía suficiente. Más que suficiente para impulsar mi búsqueda hacia la luz que brillaba al final del túnel.
»En ese punto, la razón y la lógica habían desaparecido de mi mente. Nunca se me ocurrió la idea de que el mural contenía algo más que una profecía de buena fe.
»Dios del Este. Eso era sencillo. Cristiandad. ¡España y Cortés habían sido vaticinados casi setecientos años antes de que el General guiara a su país al Nuevo Mundo!
»La “Gran Águila” podía referirse tanto al mismo Imperio Azteca como a uno de sus gobernantes. Una vez más, esa predicción era fácilmente deducible. Sólo tenía que recordar la imagen en la caverna guatemalteca, la figura majestuosa de pie frente a las hileras de personas con los dedos cubiertos de sangre. No podía ser otro que Ahuítzotl, cuyo largo y triunfante reinado finalizó once años antes de la llegada de Cortés. Volví a pensar en la pintura mexicana.
»El sol y dos formaciones de figuras.
»Ahuítzotl fue recordado por tres cosas: las grandes construcciones finalizadas durante su reinado; las masivas conquistas de todas las tierras lindantes desde el Pacífico hasta la frontera guatemalteca; y la asombrosa mortandad atribuida al sacrificio de prisioneros ofrendados en el Gran Templo. Dos filas de prisioneros marchaban subiendo los escalones hasta la cima donde Ahuítzotl y sus asistentes, con solemne y ceremoniosa precisión, les arrancaban los corazones a cada uno. Los órganos eran arrojados a una gran urna e incinerados en honor del dios del sol, Huitzilopochtli».
«Hagamos una pausa, para que las conclusiones a las que haya llegado puedan…».
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«Puedo imaginarme su asombro, hasta sentir pena por la consternación provocada por la asimilación gradual. Detenga la grabación y tómese el tiempo necesario para meditar lo escuchado, pero debe creerlo.
»Ah, las implicaciones que deben estar girando locamente en su cerebro ahora.
»Pero seré benévolo. Permítame evitarle el caos, aclarar la maraña de imágenes. Necesitamos detenernos por última vez en un punto de la historia. Volvamos a la época justo antes de que los aztecas llegaran gradual y devastadoramente a México. Al tiempo en que el poder de los toltecas era débil. Uniré las muchas reliquias que sobrevivieron a sus creadores, un bloque cuadrado de basalto fue desenterrado tres años atrás en las ruinas de Tula, al norte de la ciudad de México.
»Los cinco colosales rostros, notablemente preservados, estaban esculpidos con gran minuciosidad. Los detallados pictogramas, después de toda una vida dedicada a la investigación, desentrañaban más cosas que miles de palabras. El arqueólogo mexicano que descubrió la pieza, como muchos ignorantes que solo buscan dinero, entregó la piedra al gobierno por un considerable adelanto. Fue etiquetada y abandonada en un depósito hasta que alguien pudiese decidir dónde y cómo podría ser exhibida; la pieza permaneció escondida de los ojos humanos hasta que soborné a los guardias del depósito para poder verla personalmente, y por supuesto no me fui hasta que agoté un rollo completo. Esto fue en la moderna ciudad de Puebla, al sudoeste de la ciudad de México.
»Rápidamente organicé el material fotográfico de cada rostro en los que instintivamente consideré el orden correcto.
»Y la historia se me presentó en la palma de la mano.
»Mientras la verdad se me desplegaba como una pancarta en technicolor, me imaginé una voz susurrándome al oído: ¿Por qué tardaste tanto, Gorrión?
»Querido Edwin, estoy convencido de que de haber tenido tiempo podría haber aplicado la hipótesis a cualquier cultura, a cualquiera sistema del mundo. Y en cada mito, subyacería la esencia de la leyenda. Está allí, existe, aunque disimulada, oculta tras disfraces inteligentemente consensuados. No puedo creer la extensión de nuestra ceguera colectiva. Las conexiones son sobrecogedoras. Pero, otra vez, puede ser que tuviéramos una razón para la perpetuación de la pérdida de visión.
»Las representaciones en la Piedra de Tula. Me debe estar recriminando ahora, sigamos, Ramsey. Muy bien, Edwin.
»Pero recuerde, si realmente he fallado, usted deberá ser el Gorrión.
»Escuche y prepárese.
»Lado uno. Un gran círculo, perfecto en su redondez. Dentro del círculo hay una docena de pequeñas estrellas, alineadas en columnas serpenteantes y aros inclinados.
»Lado dos. El mismo círculo. Pero las estrellas están fuera de la circunferencia, revoloteando como abejas alrededor de un retoño.
»Lado tres. Una escena de naturaleza viva. Árboles. Agua. Un pájaro en vuelo y un pez que salta del mar. Ambas criaturas tienen un espacio dibujado en su parte central, un espacio que alberga a una de las estrellas. Una luna creciente suspendida en el cielo que está encima del árbol.
»Lado cuatro. Un jaguar descansa bajo un árbol y un espacio similar grabado en la panza de la bestia. Sin embargo, el espacio está vacío. Varias de las estrellas están agrupadas en el extremo inferior de ese lado de la piedra. El círculo, claramente el sol, descansa en la parte superior izquierda. Furiosas ondas se dirigen hacia abajo.
»Lado cinco. La figura de un hombre llena el centro de la piedra. Aparece caminando, con la cabeza gacha, los ojos cerrados. Una nube esconde parcialmente al sol. Las estrellas, en un arco descendente, sobre la cabeza del hombre. Y una estrella se encuentra en la parte central.
»Y allí, en los cinco grabados, se hallaba el secreto.
»Y solo me pregunto si la piedra fue tallada por un hombre poseso, uno ridiculizado por su arte. ¿O si él realmente sabía? Y tuve que preguntarme cómo y por qué la piedra debió ser enterrada.
»Dejando eso de lado, supe que tenía las respuestas. Las tenía todas. Con un golpe de suerte, pude develar los eternos misterios, correr la cortina de la incertidumbre y revelar la proximidad del destino.
»Se encuentra ahí, Edwin. A la vuelta de la esquina. La consumación de incontables años de lucha filosófica y religiosa. La respuesta estuvo siempre dentro de nosotros, pero optamos por olvidar. Debimos hacerlo. A la Humanidad se le ha demandado miles de años bloquear su memoria para que los pensadores modernos pudiesen ponderar el significado de todo.
»Se lo diré, Edwin, si aún no alcanza a descubrir el brillo de la verdad.
»Al menos, lo pondré más claro que el agua».
«En un principio, estaba la Luz. Una luz. Una conciencia.
»Única.
»Por razones inexplicables, esa única creó otra de sí misma.
»Y así, aquellos cuerpos libres, aquellas esencias intangibles fueron creadas para rondar, volar sin ataduras. Las esencias crecieron y disfrutaron de sus existencias.
»Después la Luz creó el plano físico, habitado por elementos corpóreos. Montañas, océanos, árboles, placas tectónicas. Las obras.
»¿Le parece conocido?
»Después, la Luz introdujo las bestias al mundo físico.
»A este ambiente nuevo, llegaron las primeras creaciones. Y, al comienzo, se maravillaron de sus poderes en ese mundo estable. Nada podía tocarlas o dañarlas. Retozaron sobre estepas congeladas, danzaron sobre abrasadores desiertos. No conocían ni el hambre ni la sed.
»Eran solamente entidades de placer.
»Sin embargo, con el transcurso de las eras, el placer languideció y el gozo se extinguió. Las primeras creaciones comenzaron a discutir entre ellas. Algunas querían regresar a La Luz única para retrotraerse a la tranquilidad de la conciencia pura, a la trascendencia total.
»Otra facción de las primeras creaciones se enajenó con un objetivo diferente. La curiosidad había prendido. Eran parte de este mundo, pero no una parte de él. Estaban aquí, pero no podían afectar al mundo. ¿Qué importaba si podían volar a través de las montañas o caminar sobre las olas?
»¿Por qué no podían sentir? Querían tocar, saborear. ¿Cómo se sentiría el agua contra el propio… cuerpo? ¿Qué era el hambre? El dolor, la fatiga, la pérdida… ¿cómo eran esos estados? Placer, alivio, saciedad de la sed, goce de un sueño reparador.
»Esos miembros, los primeros querían experimentar. ¡Se les habían negado esos dones! Seres inferiores tenían en abundancia las bendiciones de lo material, mientras que ellos, nada.
»Ellos, los primeros, no desperdiciaron un momento más y descendieron sobre una variedad de bestias y encontraron con placer que podían existir en el interior de la criatura misma. En realidad, tomaron efectivamente el control del cuerpo físico. Como pez, nadaron y se sumergieron, aturdidos por la sensación de ser y estar; fríos, húmedos, hambrientos. Como halcones, planearon cruzando el aire cálido con susurrantes plumas, desgarradoras gorras y escudriñadores ojos. Como jaguares, corrieron a toda velocidad distancias cortas y treparon tras de su presa saboreando su sangre y sus cartílagos.
»Con un solo pensamiento podían abandonar el cuerpo elegido y seleccionar otro. Solían permanecer hasta que el cuerpo perecía, deleitándose con la experiencia de la muerte y de la descomposición, cuando la carne era devorada y la sangre coagulada.
»Pronto, aquellos que habían querido regresar a la Luz fueron tentados por las experiencias de sus hermanos. Bajo la protección de la oscuridad, porque le temían al calor abrasador del orbe en el cielo que asociaban con la Luz, se unieron a los otros. Vivieron juntos y actuaron en el mundo bajo el disfraz de las bestias.
»La Luz pronto descubrió lo que habían hecho los primeros. Y no estuvo complacida. Había credo a las bestias para existir por sí solas en el mundo. Los primeros estaban interfiriendo con el orden que la Luz había creado, y fueron echados de las bestias para siempre.
»Por ende, las entidades intangibles fueron privadas de las sensaciones una vez más, solas, en un universo eternamente fuera de alcance. Se escondieron de la Luz, preferían las sombras y la noche. Durante el día, se hundían en las profundidades más recónditas, bajo la tierra o el océano. Y lejos de la Luz, relataban sus hazañas pasadas como aventureros corpóreos. Y con los relatos, mantuvieron vivo el sueño.
»Las eras llegaron y se fueron. Los continentes cambiaron, las masas de tierra se enfriaron, las aguas se expandieron. Las constelaciones se formaron.
»Y aún los más sabios de los primeros no pudieron olvidar los placeres del cuerpo. Muchos se marcharon en aventuras solitarias, soñando bajo el lecho del océano, paseando en los blancos desiertos árticos, flotando en el centro de la tierra.
»Gradualmente, uno a uno, los primeros fueron percibiendo o una nueva criatura que caminaba en la tierra. No era como las bestias, caminaba sobre dos apéndices, y consideraba el mundo como su jardín. Vivía de la tierra, hacía frente a las dificultades y aprendía de los errores. Mataba indiscriminadamente, incluso destruía a los su misma clase.
»Y uno a uno, los primeros comenzaron a buscarse entre ellos. Nuevamente se reunieron en la oscuridad, danzando y cantando, para examinar a ese ser agregado al mundo. Hombre, se llamaba. La última creación de la Luz. Quizás, algunos sostuvieron, un intento de enmendar el error que significó el primero.
»Poco después, las esperanzas no expresadas se confirmaron.
»El hombre no era negado a los primeros. No estaba moldeado con un escudo impenetrable como las bestias.
»El descubrimiento se propagó y, con entusiasmo, hasta el último espíritu eligió un cuerpo.
»Y, después de incontables eras, se deleitaron con el éxtasis de satisfacer las demandas de la corporalidad.
»¡Carne y sangre de nuevo! Dolor y placer, enfermedad y salud, hambre y saciedad. Una vez ligados a un cuerpo, se negaron a abandonarlo, hasta que la muerte del anfitrión liberaba al espíritu y éste se embarcaba a la búsqueda de un caparazón vacío. Este proceso causó un abrupto crecimiento del desarrollo del hombre, impulsado aceleradamente por los primeros. Las leguas se desarrollaron rápidamente para compensar la pérdida de la comunicación instantánea que disfrutaron los primeros en estado natural. Las Matemáticas y la Astronomía surgieron para facilitar los viajes del hombre.
»Muchas áreas de la tierra permanecieron intocadas por los primeros, en esas regiones, el desarrollo del hombre fue suspendido, lo que justificaría las ostensibles diferencias de las culturas actuales.
»Milenios han pasado con los primeros incorporados a caparazones mortales.
»Las memorias comenzaron o perderse. Con cada muerte, el espíritu volaba instantáneamente a un cuerpo vacío, generalmente, un niño recién nacido.
»Y un cambio curioso sobrevino a los primeros. Gradualmente, con la continua inmersión en carne nueva, sus formas etéreas se convirtieron, de alguna manera, en injertos del cuerpo. Aunque hubiesen recordado su naturaleza, la separación hubiese sido imposible. Lo que es más, con la integración de la carne y el espíritu, una parte del ser intangible participó en el proceso reproductivo. La información genética del niño llevaba parte de la esencia del primero, una porción que creció con la maduración corpórea del niño.
»La existencia previa no fue más discutida. En cambio, las leyendas se expandieron manteniendo cierto apego a la verdad. El sol fue respetado y honrado, y los dioses fueron instituidos para que prodigasen sus bendiciones.
»El mensaje se cimentó enturbiado por un sistema de creencias que enseñaban al hombre a respetar al sol, ya que este proveía las maravillas de la comida y el calor, alimentaba la tierra y alumbraba nuestros caminos. Aunque en lo más profundo, en el inconsciente colectivo, lo sabían. Sabían que el sol representaba a la Luz, al Creador. El Único que había otorgado ese último regalo a los primeros, una ofrenda disfrazada de carne.
»Las mitologías surgieron para explicar también la creación. Los cinco mundos de los aztecas demuestran el intento de mantener un modelo, aunque insuficiente, para separarse completamente de la memoria heredada. Cinco mundos, cinco fases de existencia; existencia con la Luz; existencia separada de la Luz, existencia con las bestias, existencia solitaria bajo la tierra, y finalmente… existencia integrada a la forma del hombre.
»Por supuesto, esta última fue una existencia provisional. La Luz nunca ofreció su bendición a esa existencia como tal. Como no lo hizo con las bestias, por lo tanto podría echar a los primeros del hombre. Esta idea, reprimida y bloqueada en lo más recóndito de la memoria, surgió en la forma de religión. Los sacrificios se volvieron necesarios para apaciguar al Creador, a la Luz, al Sol. Llamadlo como se os antoje.
»Las ofrendas comenzaron y los rituales proliferaron en un ciclo autosustentado, creado por el hombre, quien confundido sobre su existencia y aferrado a la vida, buscaba apaciguar a la Luz a través de ofrendas de distinta clase. Y así la continuación de la vida era percibida como una señal de complacencia del Creador cuyo beneplácito exigía del hombre nuevos sacrificios en su honor. La verdadera historia subyacía, y una señal persistía en caso de querer encontrarla. Las alusiones están presentes en las líricas de los cánticos a la muerte, en las oraciones a los dioses, en las fábulas de la creación, en el arte y la arquitectura.
»Por ejemplo, en las danzas de los olmecas durante la noche junto a las cabezas de piedra cuyos ojos miran al golfo de México, perpetuamente hacia el este; los rostros permanecen vigilantes, pero no en busca de buques enemigos ni de naves espaciales extraterrestres, sino del ojo del Creador; y la danza debía terminar y debían esconderse antes de que los rayos del alba tocaran el cielo.
»¿Y la muerte? ¿Podían los primeros y sus descendientes, incorporados y expuestos a los peligros de la carne, experimentar también ese acaecimiento? ¿Regresaban entonces a la fuente? Sería mejor reformular la pregunta como muchos la han expresado desde siempre. “¿Qué sucede cuando morimos?”.
»Ah, pero eso sigue siendo el misterio final, querido Edwin. Sólo puedo especular basándome en los rituales que esta combinación doble, llamada hombre, que perdió el derecho a lo inmortalidad. Hemos retenido la noción de un espíritu, de un alma perdurable. Algunos sostienen que pensar lo contrario es admitir la futilidad y ceder ante la desesperación. Debemos continuar después de que el cuerpo perece o la vida no tiene sentido. Si este pensamiento es el origen de nuestra creencia, o si el proceso va mucho más allá, es algo que usted tiene que decidir.
»En cuanto a Teotihuacán, como manifestación de esa creencia, automáticamente y, estoy seguro, con la asistencia de una memoria más profunda del acervo colectivo, la ciudad fue construida para llegar a ser el símbolo de la creación ¿Por qué?
»La única respuesta puede ser visible desde arriba.
»¿Por quién?
»Por los espíritus en su partida, por supuesto. Con nuestras mentes racionales nos imaginamos a nuestras almas echando una última mirada a la vida que dejamos atrás antes de elevarnos hacia la eternidad. ¿Y qué verían las almas de Teotihuacán en esa última visión?
»Su pasado. Libres de la carne entonces, en el ínterin entre el mundo y la eternidad tendrían solo una posibilidad… quedar impactados por la memoria de lo que una vez fueron. Derrumbados todos los bloqueos, las barreras, las paredes erigidas para encerrar la memoria de existencias ingrávidas. Todo vertiginosamente hacia atrás. El sentimiento inicial de libertad del Único, el gozo de la insubstancialidad, después el logro y cambio de la corporalidad, la vergüenza de vivir provocando la furia de la Luz, el ocultamiento…
»Miles de millones de años reflejados en un solo instante.
»Habiéndose acordado de su disimilitud con la Luz ¿cómo puede el alma proseguir a su encuentro?
»El alma permanece.
»Y creo que en esos casos el alma debe permanecer cerca del cuerpo del cual recientemente ha partido. ¿Por qué?
»¿Recuerda el injerto de la carne? Es algo irreversible. Aunque la carne se pudra y los huesos se pulvericen, el espíritu deberá permanecer cerca ya que renunció a su libertad cuando eligió existir dentro de un caparazón mortal, y nada puede cambiarlo ya. Quizás se sientan dolores imaginarios si los espíritus se alejan demasiado. Necesitan la consolación de la proximidad de aquello por cuyo canje sacrificaron la inmortalidad.
»Ésa es mi teoría, al menos. Llamadme loco. Colocadme un chaleco de fuerza. He vislumbrado la eternidad, profesor. He saboreado una mezcla de cielo, infierno, vida, muerte, reclusión y trascendencia. Debo seguir adelante.
»Porque he descubierto el más profundo terror de todos.
»Si había tenido alguna duda de la profecía maya, ya no la tengo ahora. Sus dioses, el poder de la mente, la fuerza del colectivo…
»Tenochtitlán, querido Edwin. Tenochtitlán.
»La ciudad entera. Hice mapas y registré los detalles de todo el plan. Lo analicé en su conjunto y desde cada ángulo.
»En cuanto a la Luz, Edwin, ¡jeroglíficos en todos lados! Hasta en Teotihuacán, ¡casi un milenio antes!
»¿Entiende las implicaciones?
»¿Se da cuenta? Cortés devastó Tenochtitlán en 1524. La ciudad había sido construida, con todas sus modificaciones, en 1487.
»Treinta y siete años…
»¡Durante aquel tiempo ninguna de las almas pudo irse!
»Teotihuacán estaba desierto alrededor de 650 d. C., después de haber prosperado desde el primer siglo. Según estimaciones aproximadas, la población de Teotihuacán en 600 d. C. era de 150 000 personas.
»Piense, Edwin. Si mi teoría es correcta…
… las dos ciudades están atiborradas de fantasmas.
»¿Adónde nos conduce eso? La Profecía es todo lo que me queda. La Gran Águila espera a su Gorrión. Ahuítzotl es el que la completará. La gloria azteca murió, es verdad. Pero su espíritu siguió viviendo. Los miles de sacrificios, las víctimas de las guerras, el hambre y las enfermedades.
»Todos permanecen.
»Tienen a su rey, su Tlatoani eterno.
»Pero este ciclo de la creación está llegando a su fin. A la piedra Tolteca en el depósito de Puebla debe dársele la vuelta para que inscribamos del lado que está en blanco, el sexto lado.
»Nosotros, la Gran Águila y yo.
»Sus cenizas son lo único que me falta. Debo encontrar los últimos componentes de su cuerpo.
»A su muerte, siguiendo la costumbre azteca, Ahuítzotl fue cremado. Sus cenizas fueron colocadas en una gran urna en el templo a Huitzilopochtli.
»Cuando Tenochtitlán fue registrada en 1790, muchos objetos, incluso la Piedra del Sol, fueron desenterrados, la urna fue guardada en la gran catedral. El presidente Díaz llevó la piedra al museo en 1835.
»Pero después no se hizo más mención de la urna.
»¿Otra acción por parte del colectivo? ¿Guardar las cenizas para que no se perdieran o le causaran daño, para conservar la urna hasta el día que fuese necesario? El Museo de Antropología de la Ciudad de México guarda un extraño silencio ante mi demanda de información concerniente al paradero de la urna.
»De nuevo oigo el fantasmal susurro en mi oído que dice: “Sigue adelante, Gorrión”.
»No hemos nacido para ser espectadores pasivos de este drama, Edwin. Somos actores. Debo llevarlo adelante. Para bien o para mal. Ésta era está próxima a su fin.
»Cómo se presentará el final, no lo sé, pero ¿cuál es la diversión si se tienen todas las respuestas, eh?
»Pliego mis alas, me afilo el pico.
»La Gran Águila me llama.
»Y me detengo solo para preguntarme sobre la Paloma, y su Canción…
»Edwin, créame.
»Aquí culmino.
»Ésa es mi historia. Pero no es solo mía. Le pertenece al mundo. Porque éste es el mundo.
»Mi nombre es Ramsey James Mitchell y soy profesor de Antropología…
»Puede que nos encontremos en la Luz, Edwin. En la Luz…».