Capítulo 10

Cementerio de Arlington, viernes 21:30 horas.

Jay aferró los barrotes de hierro con fuerza, y lentamente dejó que su cabeza descansara sobre el frío metal. Respiró profundamente, aspirando la refrescante brisa.

Arrugó la nariz.

—Lo huelo —le dijo a la niña que estaba junto a él.

Susie estaba imitando su pose, las manos espectrales aferrando dos barrotes de las rejas, la cabeza espiando a través del espacio.

—¿Hueles qué? —preguntó con la mirada fija en la agonizante luminosidad del horizonte. Pinceladas violetas parecían vetear con pintura húmeda de color púrpura la neblina brillante. Densas nubes se acercaban del este, atiborrándose sobre las pequeñas estrellas y devorando el contorno de la luna. Las inconfundibles sombras de los encorvados árboles parecían agrandarse acompasando aquellas proyectadas por cientos de monumentos y lápidas que salpicaban la colina.

Jay tosió suavemente.

—Muertos —dijo escudriñando el cementerio.

Piedras irregulares sobresalían de parcelas cubiertas de césped recién cortado; mausoleos bajos lindaban con altas estatuas de mármol. Ángeles, cruces, urnas y banderas observaban desde privilegiadas alturas sobre las lápidas talladas. El suave viento susurraba meciendo las hojas de los pocos robles dispersados en la colina, y los grillos seleccionaban respetuosamente tonos sombríos para honrar la noche.

—¡Allí hay uno! —Susie casi gritó, señalando—. Junta a la estatua alta del ángel con la espada.

—Sí, ya lo vi —Jay miró con cansancio al punto en cuestión.

—Él solo flota allí con las manos unidas. Como si estuviese rezando…

Los ojos de Susie se iluminaron.

—¡Quizás has sido enviado en respuesta a su oración!

—Quizás —Jay se encogió de hombros.

—Tú contestaste a mi plegaria, Jay CaCollins —empujó la cabeza a través de la punta de hierro y lo miró de frente—. Rogué por un amigo. Un amigo que me pudiese ayudar.

Suspirando, Jay levantó la cabeza y aguzó la vista para verla. La sonrisa, su expresión esperanzada, ahuyentó su desesperación, y una expresión se dibujó en sus labios.

—Vamos, aguafiestas —le urgió—. Has logrado tantas cosas hoy, deberías estar orgulloso, feliz.

Jay frunció el ceño.

—Lo estoy. Es solo que… Bueno, sé que puedo brindar ayuda a esa gente, como al viejo del estadio, el que contó que había muerto durante la Depresión o algo así, cuando estaba jugando por peniques…

—… y la mujer de la librería —agregó Susie pensativa—. Quien dijo que no se iría hasta que su libro fuese publicado.

—… y el pobre banquero que se ahorcó porque había perdido el empleo.

—… y aquellos cuatro adolescentes fuera del hospital…

—¡Puaj! —gruñó Jay—. Era un desastre, todo ensangrentado. Olían igual que mi papá. El olor de la cerveza es hediondo… —Jay quedó sumido en silencio, y se dio la vuelta.

Posó los ojos en un par de apariciones que estaban aullando y gimiendo fuera de una bóveda.

—Es solo que… que no sé quién soy.

Susie pestañeó, abrió la boca. Bajó los ojos y se apartó para observar las lápidas más cercanas.

—Pensé que iba a haber más espíritus aquí —dijo de repente—. ¿Tú no?

—¿Quién soy? ¿Qué soy? —Jay sacudió la cabeza. Los gritos de los dos fantasmas golpearon sus sentidos—. ¿Por qué solo yo puedo oírlos y nadie más?

—Allí hay otro, atravesando el árbol —pareció aliviada—. Quizás es cierto lo que mis padres me decían…

—Si soy tan especial… —continuó Jay.

—Ella me dijo que las tumbas son lugares pacíficos. Sólo lugares de descanso.

—… ¿por qué me fue otorgada la peor vida? Aislado del mundo…

—Las almas se han ido…

—… atrapado en una habitación infame, sin que pudiese usar mi don.

—Los cementerios son para los vivos, solía decirme mamá.

—Susie ¿qué soy yo? —nervioso, cayó de rodillas. Se frotó los ojos con las palmas de las manos, como si pudiese físicamente anular su visión maldita.

La luz de la luna logró atravesar el techo de nubes, y por un instante tan solo, bañó el área con un brillo plateado. Las sombras del cerco pintaron rayas negras en el cuerpo de Jay, y una tranquila calidez le rozó la piel del rostro. Cuando la luz se apagó y la impaciente oscuridad regresó, Jay dejó escapar un grito profundo.

—Necesito ayuda. Alguien que me diga qué debo hacer, a dónde debo ir. Si soy tan especial…

—Las cosas saldrán bien. Tienen que salir bien —dijo Susie vehementemente, aunque su seguridad parecía disminuir.

—Si soy tan especial, las cosas tendrían que haber salido bien desde el principio —la miró con creciente ira en sus ojos oscuros.

Ella retrocedió.

—Jay, tienes que creer, tienes que tener fe.

—¿Y dónde la conseguiré? —se puso de pie, intentando sostenerse de un barrote de la reja.

—¿Cómo me podré pagar la comida, la ropa? No soy un fantasma, sabes. Todavía necesito comer —un rastro de humedad comenzó a brotar de la esquina de sus ojos.

—¿Dónde dormiré?

Suavemente, el viento comenzó a soplar, acompañado por el crujido de las ramas del árbol más cercano. Varias gotas cayeron sobre la frente de Jay.

—Mierda.

Susie gimió, y se colocó las manos en la cabeza, mascullando.

—Ahora, voy a empaparme —murmuró Jay—. ¿Por qué no podría ser yo el fantasma?

Susie levantó el rostro hacia las gotas de lluvia cada vez más gruesas. Abrió la boca como si quisiese atrapar las gotas que atravesaban su lengua. Bajó su rostro entristecido para mirarse los pies descalzos. Contestó:

—Cuestión de suerte, supongo.

Jay gruño y miró hacia atrás, a la calle distante. Pasó un automóvil oscuro cuyas cubiertas buscaban expandir los charcos que se juntaban en las cunetas poco profundas. Bajo la tenue luz de las lámparas de la calle las gotas bailaron, atrapadas en conos fosforescentes. Una tenue neblina se levantó de la calle caliente, subiendo en columnas como peces en un tanque.

—¿Quieres ir a tu hogar? —preguntó Susie.

Jay se mantuvo en silencio durante largo tiempo. La lluvia le golpeaba la cabeza, buscando los lugares secos de su camisa, humedeciéndola y escurriéndosele por el pecho.

El coro de grillos cesó de repente, permitiendo a los fantasmas competir con la tormenta por el derecho a cantar.

—Mi hogar —dijo el niño finalmente—. No lo he encontrado aún —cuando abrió la boca, las gotas lograron entrar y le golpearon los dientes y le salpicaron la lengua.

Susie flotó más alto, seca y sin cambios.

Jay se dio la vuelta y caminó hasta el cerco. Su rostro estaba desprovisto de expresión, como si la lluvia le hubiese borrado todo tipo de emoción.

—Aunque mientras tanto…

Las palabras siguientes fueron ahogadas por el rugido de las ruedas de un Semi que avanzaba a través de la lluvia. Jay se escabulló fácilmente entre dos barrotes, con las manos en los bolsillos, la cabeza gacha, caminó entre lápidas, alrededor de estatuas, sobre el lodo, adentrándose en el cementerio.

Susie se deslizó manteniéndose a la par, pero cuidadosa de no distraerlo o menguar su determinación. Sus piernas atravesaron hileras de monumentos mientras Jay los esquivaba o caminaba sobre ellos.

Finalmente, se detuvo y con cuidado de no pisar los nuevos maceteros con flores, trepó a una piedra alta. Se tambaleó y casi cayó, pero logró recuperar el equilibrio.

De pie y erguido, estiró los brazos. La lluvia le fustigó el rostro y el viento azotó sus andrajosas ropas. Como arroyos en miniatura, el agua le corrió por los brazos, por debajo de la camisa y por los costados del cuerpo. Le dispensó a Susie una pequeña y húmeda sonrisa, y con voz cascada y salvaje que se impuso al viento y a la tormenta, le gritó al fantasma que oraba, a las almas perdidas y desesperanzadas que yacían sentadas en las tumbas, a las cosas insustanciales que farfullaban incoherencias frente a sus bóvedas.

Los llamó a todos.

Y con rostros ansiosos, le contestaron y se acercaron a él.