Capítulo 9

Viernes por la noche, 21:30 horas.

Un velo de ébano desciende sobre el cielo, precediendo la ola de abultadas nubes negras. En la ciudad, escudada por el brillo de miles de lámparas de neón, la transformación del reino celestial ocurre sin ser notada.

Un niño pequeño de la zona este se encamina hacia un gran cementerio, adonde su sombra se disuelve al tiempo que una delgada luna de cuarto creciente es devorada codiciosamente. Un profesor, quien una vez caminaba cojeando, se deshace de los restos de dos criminales. Y una periodista enciende la luz de su oficinal del Washington Post para descubrir un pequeño paquete que la espera.

A kilómetros de allí, en una arenosa franja de tierra junto al agua agitada por el viento creciente, una figura cubierta con una capa permanece de pie, la atención fija en un punto distante del océano embravecido. Las olas que antes brillaban a la luz de la luna y capturaban imágenes estelares se han convertido en una pura sábana negra, que se eleva al encuentro del cielo. La arena danza y se arremolina alrededor de las piernas de la figura que las olas las embisten, extendiéndose a sus pies. El largo de su cabello, sujeto atrás con un retazo de tela, permanece inmóvil, y la capa cuelga suelta y quieta.

A su debido momento, se le une un perro de tamaño mediano. Juguetón en un principio, el animal hace cabriolas con un palo en la boca y agitando la cola hasta el lugar donde se encuentra la figura. La actitud del perro cambia repentinamente al percibir el humor del hombre. El animal suelta el palo, da vueltas en el lugar, después se echa a los pies de su amo, aullando suavemente.

Sabe que no habrá juegos esa noche.