Capítulo 8

En el exterior de la Universidad de Georgetown,

23:00 horas.

—¿Otro trago, señor?

El hombre que se hallaba en el reservado pareció ignorar la pregunta, y la camarera empezó a enojarse. Era de un tipo extraño, de apariencia distinguida, brillante cabello oscuro, teñido supuso, vestía un jersey negro de cuello alto con las mangas arremangadas hasta los codos. Sentado silenciosamente en las penumbras, contrastaba profundamente con el resto de los parroquianos, el bar cada vez más bullicioso con la gente que celebraba animadamente el final de la semana de trabajo. Sin embargo, ese hombre permaneció en silencio durante casi una hora ocupando él solo un reservado.

Había terminado un tequila triple de un sorbo en la barra, después se había llevado otro que bebió mirando concentradamente las marcas de la mesa de madera.

—Con permiso, amigo —dijo con tono molesto. Había comenzado a trabajar al mediodía, y estaba empezando a cansarse del ruido y del humo—. Su vaso está casi vacío. ¿Quiere otro, o las dos últimas vueltas lo convirtieron en un zombi?

Lentamente, levantó el mentón, y giró la cabeza. La lámpara de arriba, un globo que proyectaba una tenue luz, parecían producir el efecto contrario, quitándole la luz de los ojos. Manchas negras le desdibujaban los rasgos, las cuencas de los ojos le produjeron un escalofrío en todo el cuerpo. No podía explicarlo, pero percibió que en esas sombras vacías, en la profundidad de esos pozos oscuros, se albergaba algo maligno.

En ese brillo fantasmagórico, la figura se movió. Una mano grande, magníficamente enjoyada con anillos de oro de garras con piedras, salió de debajo de la mesa. Los labios apretados.

—Traiga la botella —dijo. Y la mano depositó en la mesa un billete de cincuenta dólares.

La camarera contuvo la respiración, no por la suma de dinero, o por el resplandor de las joyas, sino por la voz del hombre. El tono era insensible, descarnado, irritante, y pareció tener como un eco, como si fuesen dos voces hablando al unísono. Penetrante, en la forma en que modulaba las palabras, poderosa; imponente con un acento irreconocible, contenía esa característica particular del nacido para el liderazgo, que exige incuestionable lealtad.

Cuando se acercó con la cuenta, la mano le retorció la muñeca. Pestañeó con una mueca de dolor, pero no pudo gritar.

—Encárguese de que no me molesten nuevamente, mujer.

Al borde del llanto, asintió rápidamente, estrujó la cuenta en los dedos retorcidos. Finalmente, la soltó y tambaleándose, regresó a la barra donde un trío de estudiantes de verano de Georgetown casi borrachos la silbaron y la miraron lascivamente, y pidieron otra vuelta.

El hombre del reservado respiró profundamente y quedó sumido otra vez en su concentración. La visión se le nubló, los ojos quedaron fijos en un punto en la distancia. La respiración se hizo rítmica, controlada, suave y lenta. Los finos labios temblaron y enrolló la lengua contra el paladar, convirtiéndose su respiración en un horripilante silbido.

—Ramsey…

El cuerpo se sacudió con un espasmo, la copa sobre la mesa tembló.

—¡Ramsey! Gorrión. Ven… Aparece, te dejo lugar. Ocúpalo.

El brazo izquierdo sufrió un brusco espasmo, golpeando las flores del estante en la pared; las puntas de los dedos se clavaron frenéticamente en la suciedad.

—Ven… Tu Tlatoani se dirigirá a ti.

La camarera, sorprendida por los temblores del hombre, regresó.

—Gorrión. Regresa a lo que una vez fue tu nido.

Colocó la botella en el centro de la mesa, consciente del sudor que le bañaba la frente. Una pareja del reservado contiguo le hizo una seña impaciente.

—Ah. Despierta. Responde a mi llamada, fiel creyente.

En el momento en que iba a entregarle el cambio, le echó una rápida mirada al rostro del hombre que se retorcía en la oscuridad. La piel tensa en los pómulos prominentes y huesudos, los dientes al descubierto, y los ojos, los ojos completamente en blanco.

—Te permito ocupar una parte para que podamos hablar. ¡Levántate, buscador de la verdad!

La camarera guardó desordenadamente el dinero en el bolsillo, se tambaleó, tropezó contra una mesa y derramó dos jarras de cerveza. Murmurando disculpas incoherentemente, corrió hacia el baño.

—¡Ven!

Un gemido, una profunda inhalación. Músculos que se distendían. Ojos que se cerraban.

—Ah, allí estás. Bienvenido.

—Señor… aaayyy… —los labios luchaban infructuosamente para proferir las palabras.

—De esa forma, no, estúpido. Transmite tus pensamientos. ¡Hazlo!

—Señor… Aquí estoy.

—Bien.

—¿Qué… dónde estoy? ¿Cómo podemos estar ambos conscientes?

—Simplemente he renunciado al control de una fracción de espacio al que perteneces. El tiempo es cada vez más escaso. No puedo desperdiciarlo en engorrosas técnicas de comunicación.

Ramsey agitó los párpados con los ojos abiertos y giró la cabeza hacia una dirección, después hacia la otra.

—¿Por qué estamos aquí? ¿Un bar? Lo último que recuerdo… Bergman muerto. Varios espectros pavorosos arrodillándose frente a usted, jurando su eterna lealtad. Después…

—Después reclamé tu cuerpo y recorrí las calles de esta vasta ciudad, el centro de un imperio.

—¿Señor?

Silencio altivo.

—¿Cómo puede ser… que sea capaz de ver esas… apariciones, esas presencias de los que murieron hace tanto tiempo?

—Necesito que puedas ver mi forma cuando estemos separados. Y por eso, alteré, digamos, aumenté tus sentidos hasta su capacidad total. Antes, tus ojos aunque abiertos, estaban impedidos, limitados; como si sufrieran de una ceguera autoinducida; un rechazo a ver lo que no creías. Corregí el defecto, como lo hice con muchos de los impedimentos físicos que has acarreado al igual que otras cargas innecesarias.

—Mi cojera…

—No corresponde con un emperador evidenciar ningún signo de debilidad.

—Me siento vibrante, joven. Le has devuelto años a mi cuerpo. Años, sí. ¿Se nota? ¿Alguien lo nota?

El cuerpo de Ramsey tembló de repente, los labios se le secaron y la garganta se le contrajo.

—Con tu receptáculo mortal atravesé las calles de ésta extensa ciudad. Sentí el calor de soles ficticios, deambulé a través de sus desperdicios, me regodeé con su opulencia. Dos veces debí enfrentarme con matones exigiéndome riquezas. Sus cuerpos irreconocibles yacen destrozados en acueductos subterráneos.

—Investigué y aprendí. Busqué por todos lados a la Paloma, pero no pude detectar su rastro. Estuve cerca algunas veces, estoy seguro.

Meditativo silencio.

—¿Podría ser, oh mi Señor, que él lo sepa y que se haya escondido?

—¿ESCONDIDO?

Un temblor sacudió todo el cuerpo de Ramsey, haciéndole golpear la cabeza contra la madera. Alguien murmuró desde el otro lado:

—Quédate quieto, imbécil.

—¿Escondido? ¿Por qué habría de querer escapar de un destino tan glorioso? ¿Se oculta un emperador en otra tierra cuando los ejércitos derrotados llegan para rendirle homenaje, a ofrecerle riqueza, sus mujeres, sus propias vidas?

—Lo siento, yo…

—¡SILENCIO!

En una convulsión, Ramsey se agitó hacia los costados mordiéndose la lengua levemente.

—No. Él no, no puede saber su destino. Está allí. Cerca.

Un hilillo de sangre le bajó por la garganta. Las manos se aferraron con fiereza al borde de la mesa.

—Lo siento —dijo una mujer de cabello castaño que de repente había aparecido junto a la mesa.

—¿Qué es esto? Qué descaro…

Rió tontamente y señaló a un grupo de estudiantes que estaban del otro lado del bar. Las dos mujeres le devolvieron el saludo, los tres hombres sonrieron con suficiencia y levantaron las botellas. Una de las mujeres, más baja que las otras, con la mano vacía, frunció el ceño levemente; entrecerró los ojos y abrió la boca de par en par con preocupación.

—¿No es usted el profesor Mitchell? —dijo la joven de cabello castaño, inclinándose hacia delante, apoyándose en los codos, la blusa, con tres botones desabrochados.

La tenue luz le bañó la piel con las doradas tonalidades del crepúsculo, mostrando seductoramente sus bien formados pechos.

—No sabía que había vuelto —río nuevamente y apoyó el mentón en la punta de los dedos.

—¿Quién es esta perra? Deshazte de ella, Ramsey.

—Es decir, sabe que lo extrañamos este año realmente. Bueno, colocaron un estúpido anciano para dictar la clase 120. Dios, qué aburrimiento. Mis amigos y yo abandonamos el curso en la segunda semana. Íbamos a esperar por usted. Es decir, por algún curso suyo previsto para el próximo semestre, sabe, en la primavera voy a ir al exterior. Un semestre a América Latina —se pasó la lengua por los labios.

Un pesado aliento a cerveza azotó el rostro de Ramsey.

—¿Algún consejo para darme, tal vez?

—Se…

—¿Qué? —se acercó aún más—. ¿Se siente bien? —miró la botella.

—Todavía llena, no lo puede haber afectado aún, Mitch. Eh ¿por qué no viene con nosotros? Nos encantaría pasar un rato con usted. Podríamos hablar acerca de su viaje y contarnos sobre los pequeños misterios que haya desenterrado. O podría escuchar a Marsha. Nos ha impresionado durante la última hora, ella es psíquica, sabe, o algo así, ya le contará. Nos dijo que puede entrar en una habitación y empezar a conversar con todos los espíritus que estén allí, hacerles preguntas, jamás lo creería.

—Yo no puedo hablar, Señor. Yo…

Un puño golpeó la mesa, sacudiendo la botella que cayó y giró hasta las manos de la joven.

—Ah, lindos anillos. ¡Son increíbles!

—Muy bien. Necesito escalpar de tu lastimoso cascarón de todas formas.

La joven castaña se dio la vuelta y sonrió con suficiencia a sus amigos cuando un feroz viento la azotó con toda su fuerza. El cabello se le arremolinó sobre los ojos, la botella se cayó y se hizo añicos. La lámpara de arriba empezó a moverse como si fuera un péndulo, ocultando e iluminando los rasgos desfigurados del profesor Mitchell.

La joven pestañeó y se apartó los mechones de cabello.

—Qué… oh.

—Lo siento, Mitch. Pensé… Guau, ¡qué viento!… ¿Quién dejó una ventana abierta? En todo caso…

Ramsey logró recomponerse.

—Lo siento, señorita… ¿Andrews, me parece?

—¡Sí, se acordó de mí! Es realm…

Un alarido ensordecedor se escuchó en todo el bar. Una mujer se puso de pie bruscamente, con la boca abierta de par en par, y el rostro lívido por el terror.

La joven castaña pegó un salto.

—¡Marsha! ¿Qué sucede? ¡Marsha!

Con los ojos desorbitados, Ramsey miró a la joven y a la figura siniestra sobre la mesa.

Ahuítzotl parecía tan sorprendido como él. Pero su expresión de asombro cambió rápidamente a una de furia descontrolada. Los puños, cerrados con fuerza, los músculos de los brazos etéreos, tensos. El mentón erguido desafiante, los ojos entreabiertos debajo del elegante casco en forma de águila. El viento azotó nuevamente desparramando manteles, haciendo caer vasos de plástico, despejando el humo de los cigarrillos. El pánico se desató en el bar, brotaron gritos mezclados.

—Me ven, Ramsey.

¿Cómo puede ser? —preguntó el profesor, asombrado mientras intentaba ponerse de pie.

Y recordó, psíquica, que habla a los fantasmas… El Tlatoani había alterado su poder visual. El poder de Marsha podría haber surgido naturalmente, un misterio de la genética, o un tipo de accidente que modifica las células cerebrales.

La cabeza espectral giró, chispas de furia le danzaban en la profundidad de los ojos vidriosos.

—Debe ser eliminada. Cómo alcanzó a tener ese poder no importa. Ella es una amenaza.

—¿Por qué? ¿Qué daño puede hacer? Seguramente, nadie le creería cuentos sobre un fantasma azteca rondando desquiciadamente por ahí.

Ahuítzotl no le quitó la vista a la joven, clavándole la mirada a través de la confundida multitud.

—¡No debo ser visto! Aquellos que quisiesen usurpar mi destino podrían fácilmente mutilarme a través de ti. Sí, leal siervo. Eres mi anfitrión, me muevo y actúo a través de ti. Vero si el caparazón que me alberga expirase, para siempre estaría impedido de viajar lejos de aquellos componentes esenciales que echaron raíces en tu sistema…

Una figura en la esquina del bar llamó la atención del azteca, un hombre con chaqueta de cuero que cabeceaba adormilado, abstraído de los gritos, sumido en su intoxicación.

La señorita Andrews había regresado a la mesa de Marsha. Intentó calmar a su amiga desesperadamente. Marsha aún chillaba, señalando e intentando balbucear algo coherente.

Y Ahuítzotl voló suavemente sorteando los parroquianos y confundidos fortachones, a través de los distintos bancos y lámparas, a través de la mesa de billar. Al igual que Ramsey, Marsha lo observaba, sus ojos aterrados seguían cada uno de los movimientos del fantasma.

Todo el tiempo, Ahuítzotl le obsequió una amplia sonrisa de dientes perfectos. Llegó a su destino, levantó al borracho que estaba inconsciente. Haciéndole un guiño a Marsha, la pretérita aparición cerró los ojos y descendió, encogiéndose en la espalda del hombre dormido.

Marsha se soltó de sus amigos e intentó salir del reservado.

El viento se calmó dejando arremolinados zarcillos de humo disolverse en las lámparas de arriba.

El borracho que estaba del otro lado del bar se levantó erguidamente, con los ojos abrasados de percepción y propósito. Se deslizó de la silla, tambaleó y se encaminó aferrando una botella vacía de la mesa.

La psíquica apartó a uno de los jóvenes que intentaba detenerla. Le echó una rápida mirada al hombre con chaqueta de cuero, vio que sus pasos eran demasiado rápidos. Empujó a uno de sus amigos hacia donde se acercaba el atacante.

La botella osciló en un limpio arco estrellándose contra el cráneo del joven. Se partió cubriendo a Marsha con fragmentos de vidrio como hojas de afeitar.

Gritando desaforadamente, se cubrió los ojos con las manos ensangrentadas, retrocedió hasta chocar contra una silla caída y tropezó.

Él se le acercó.

Intentaron detenerlo, pero fácilmente se deshizo de ellos.

Marsha levantó un brazo para protegerse de la botella, pero el hombre enloquecido fue más rápido; se agachó, alzó la mano y descargó la botella partida en sus costillas desgarrando el cuerpo hasta perforarle el corazón que quedó incrustado en las dentadas puntas del cristal.

Ramsey dejó el reservado, con movimientos aturdidos y lentos, presenció la masacre.

Se detuvo, a pesar del horror que lo rodeaba, pudo percibir el alivio de sus piernas liberadas de todo dolor. Pero otra sensación desagradable se iba gestando. Lentamente, una bruma le aletargaba las células.

Con vista desfalleciente, Marsha pudo percibir al espíritu autoritario separarse del cuerpo del borracho vestido de cuero. Se elevó como vapor que sale al levantar la tupa de una olla.

El espíritu le echó una última mirada de satisfacción, se cruzó de brazos, parecía estar esperando. El mundo se volvió todo negro como el carbón, menguó el dolor hasta desaparecer por completo.

Su espíritu se elevó hacia una luz guía, desde cuya brillante luminosidad figuras susurraban su nombre y la urgían a entrar.

Un dolor lacerante detuvo bruscamente la imagen. El mundo se tornó borroso y un vértigo le dominó la mente. Divisó una visión dantesca, un gruñido, una máscara lunática del mal.

Y algo se estrujó en el núcleo de su esencia, se cernió sobre su alma, y la ciñó. Aulló con insoportable agonía al disolverse sus extremidades cósmicas, al fundirse su torso en fibrosos haces, zarcillos de luz humeante.

Jadeando, luchó contra la maligna atracción; con el último resabio de brumosas volutas resistió la extinción de su alma. Pero fue inútil.

Fue como si un torbellino se formase en el puño del fantasma, y la arrastrase inexorablemente, girando a bandazos, empujándola. Su esencia atomizada luchó para poder huir, pero fue atrapada y sojuzgada.

Daba vueltas, y vueltas.

Un último grito se perdía, menguando lastimoso.

Había desaparecido.

Ramsey se acercó a la multitud de espectadores horrorizados. Notó que la señorita Andrews se cubría el rostro sollozando. El borracho había sido alejado del cuerpo; varios fortachones lo habían inmovilizado golpeándolo sanguinariamente y sin sentido.

Ahuítzotl flotó en el aire hasta quedar junto al profesor. Observando displicentemente como espectadores de un partido de fútbol.

—¿Por qué? —susurró Ramsey. Rememoró la muerte de Bergman—. No, dos muertes… Un final tan horrible… seguramente ella no merecía ese destino.

La última ofrenda —contestó Ahuítzotl solemnemente—. Huitzilopochtli no estuvo satisfecho solo con corazones humanos. ¿No lo entiendes, fiel creyente?

Debatiéndose inmerso en un mar de dudas, Ramsey cerró con fuerza los ojos apartando la imagen de horror que desfiguraba los rasgos de la joven, los hilillos de sangre escurriéndose de la boca abierta. Sacudió la cabeza, y recordó algo que le había dicho Bergman: «… hay cosas que no deben salir a la luz… secretos que es mejor que se mantengan ocultos». Las cosas no estaban resultando como Ramsey lo había planeado; algo estaba muy mal, terriblemente mal.

Ahuítzotl continuó:

—Siglos atrás, mis ofrendas fueron insuficientes. No bastaron para detener la destrucción, no sirvieron para obtener las bendiciones.

Colocaron un mantel cubriendo el cuerpo de la psíquica. La gente se alejó parsimoniosamente, algunos pidieron un trago con desesperación.

—Por lo tanto, el dios Sol y yo firmamos un pacto.

Ramsey se encogió, y el recuerdo de las palabras de Bergman surgió una vez más, enviando ondas al tramado de la memoria de Ramsey.

—Debía morir para ofrecerle lo que yo no podía ver ni tocar estando vivo: las almas, la misma esencia interior de los seres. Porque ¿qué es un corazón humano? Un órgano mortal, un instrumento que provee animación a una masa vulnerable de carne. ¿Qué significa para un dios? ¿Le ofrendarías a tu maestro un pedazo seco de carne? No, Huitzilopochtli requería algo más, una ofrenda de naturaleza similar a su ser eterno.

Las sirenas ulularon fuera, acercándose.

—En mi arrogancia había pensado que él estaría satisfecho con la fuente de la vida. Fui derrotado, y con humildad le rogué servirle desde el otro lado, para reunir a las almas, a las esencias eternas de la existencia misma.

Vida y muerte y todo en lo infinito del otro lado… eso es lo que prometí entregarle. Y ése ha sido mi deber. En Tenochtitlán, he ofrecido muchos… Sin mi lealtad vuestro sol habría expirado centurias atrás.

Ramsey gruñó y sacudió la cabeza.

Sorprendente —suspiró—, realmente

—¿Te burlas de mí?

No, no —¿Cómo podía expresar su asombro ante la extensión de sus creencias? ¿Podría en un intento de abogar por la verdad producir otro resultado que no fuese una negativa categórica e inmediata desconfianza?—. Perdóneme —agregó optando por no intervenir. Particularmente, en consideración a que la fe del Tlatoani en la doctrina azteca era, después de todo, esencial para el cumplimiento de destino.

—Por mi fe y mi lealtad, un día, Huitzilopochtli restaurará mi imperio.

—Cuando vuelva, con la tarea cumplida, gobernaré en Mictlán, el imperio de los muertos, el reino del más allá.

Sin embargo, el profesor no podía escapar de la creciente sensación de temor. Las creencias no podían ser llevadas tan lejos. Quizás… quizás el Gorrión debió haberse mantenido en su nido. Algo le recriminó en su oído… mejor mantener oculto…

—Cada alma que junte, Huitzilopochtli la toma como un tributo, como prueba de que no lo he olvidado.

Ramsey consideró preguntar por qué, si el dios realmente tomaba las almas, Ahuítzotl brillaba más intensamente con uno luz etérea después de haber consumido el espíritu de la joven; por qué parecía más grandioso, sus músculos más marcados, sus ojos más grandes y su brillo más radiante.

Mareado, Ramsey se tambaleó al borde de la inconsciencia.

Recordó la imagen de Bergman. «Arde en el infierno que has liberado…».

—Me di cuenta de que había procedido bien cuando la Profecía fue proferida y supe de la Paloma, y de mi destino. Hasta ese momento, Huitzilopochtli me había cuidado, protegido mis restos. Porque aunque la carne es débil y carece de valor, el espíritu perdura junto al consuelo que una vez brindó, y no se desviará demasiado lejos. Pero entonces, tú, Gorrión, me fuiste enviado, y juntos terminaremos la gloriosa hazaña.

—¿Y cuando encuentre al que busca? ¿Qué sucederá, Tlatoani? —Ramsey se encogió interiormente, porque vislumbró que entonces, su utilidad sería inexistente.

La señorita Andrews estaba sollozando, escoltada por sus amigos. La policía pululaba por el área. El humo se asentó, descendiendo en capas, moviéndose lentamente alrededor de los bancos y las mesas.

La gramola reproducía una simpática canción publicitaria, un taco de billar golpeó las bolas agrupadas. Surgieron voces apagadas resumiendo las preocupaciones de semanas venideras, sobre hechos locales y nacionales, sobre el calor, acerca del crimen y castigo, drogas y prostitución, relaciones y amigos, béisbol y religión, vida y muerte.

Y Ahuítzotl se acercó al profesor Mitchell.

—Entonces el Quinto Sol detendrá su trayecto celestial, conteniendo la respiración hasta que el Destino y yo nos encontremos finalmente, para intercambiar dones, y desearme una bienvenida eterna.