Capítulo 7

Washington D. C., viernes, 20:00 horas.

El juzgado estaba cerrado cuando Rebecca llegó.

A regañadientes, Johnson y Myers la habían autorizado a dejar la cabaña, particularmente protectores después de que ella se había escabullido sin ser notada, para regresar histérica y llena de arena. Se negó vehementemente tanto a contar lo que la había aterrorizado como a tomar los calmantes que le había ofrecido la enfermera. Por cierto, estaba aterrorizada, pero también profundamente furiosa consigo misma por haber huido.

Nunca había huido de algo antes. Siempre había desafiado lo desconocido con la frente en alto. Había retado cada hecho, investigado cada pista.

Había iluminado cada esquina oscura, y perseguido decididamente las volátiles sombras.

Y aquí estaba, corriendo de cosas insubstanciales, cosas que pedían su ayuda. ¿Qué sentiría el perro? ¿Seguiría actuando según sus necesidades, o ya podría disfrutar de la bendición de la libertad? Y el hombre, la elegante pero imponente figura cuyos ojos la cautivaron a pesar del terror… ¿Cuál sería su historia? ¿Qué relato triste hilaría de concedérsele la oportunidad? ¿Qué solicitaría de los vivos?

Cuando ella había cumplido ocho años, le habían regalado uno pesada linterna negra. La noche que se había escapado de la granja y escabullido para explorar había iluminado con ese poderoso haz de luz cada milímetro, cada agujero, cada madriguera.

Constantemente, había tenido la sensación de que algo estaba reptando y confabulando en la oscuridad detrás de ella; y había pensado que si iluminaba hacia alguna dirección apartaría su atención de ella y podría darse cuenta del peligro. Por eso, cada tanto, se daba la vuelta, dispersando las sombras que se habían espesado detrás de ella.

Finalmente, semanas más tarde, las baterías se habían agotado, y sus incursiones en lo desconocido cesaron, hasta que varias tragedias conmocionaron su vida y la retrotrajeron al inicio del círculo, la retornaron al comienzo de la maraña de misterio.

Dedicó su vida a resolver ese enigma para desatar los nudos de la confusa existencia.

Y de repente, cuando la mejor herramienta para la búsqueda le fue brindada, salió corriendo.

Corrió, asustada del misterio de las sombras que la rodeaban por doquier, adelante, atrás, a la izquierda, a la derecha.

La mejor linterna, pensó, equipada con baterías que jamás se agotarían. Recordó haber visto una ridícula película años atrás sobre un luchador que había encontrado un par de gafas muy particular, con el que se podía ver a los extraterrestres que se habían mimetizado en nuestro planeta como seres humanos, como los que pasan junto a nosotros todos los días: el cartero, el banquero, la señora mayor de la esquina, todos eran en realidad horripilantes invasores esperando su momento oportuno, explotando nuestra ceguera. De igual manera, su visión había sido alterada, aguzada para percibir ese reino espectral; irreal e intangible, como aquél en el que había crecido.

A pesar de ello, el factor esencial seguía sin develarse, y ésta era la oportunidad para completar la búsqueda. Podría ser que el secreto de la vida no estuviese en el mundo de los vivos.

Quizás, pensó cuando la enfermera se le acercó con el sedante en la mano, sea necesario primero entender la muerte para poder develar el misterio de la vida. Algunos decían que al morir se conocen las respuestas.

Rebecca siempre imaginó una hilera de almas arrastrándose en una gigantesca biblioteca donde un ángel controlaba cada partida de defunción antes de autorizar el ingreso a ese lugar donde, por el resto de la eternidad, se podía absorber el conocimiento de lo infinito. La Muerte era la Gran Reveladora. Cuando se cruzaba el umbral, todos los misterios por los que se había padecido eran resueltos, descubríamos el porqué de todo, desde la extinción de los dinosaurios y las verdades de la religión hasta el lugar donde se encontraban las plumas extraviadas durante toda la vida.

Posiblemente, solo bastaba que uno de este lado conversase con alguien que había cruzado, algún alma habilitada en el archivo de la biblioteca celestial para explotar ese pozo de sabiduría.

Rebecca se había enfrentado a la muerte, había estado cerca. Sin embargo, no le fueron dadas las respuestas.

Pero se le habían brindado los medios para buscar a aquellos que ya no se preguntaban más. Podría ser que no encontrase el propósito esencial de la vida, pero podía utilizar el don recibido para corregir muchos de los males intrínsecos en el mundo, y brindar un atisbo de significado a la vida. Podía servir como los ojos de la Justicia, para buscar las respuestas sin dilucidar aún en las oscuras bolsas de la realidad.

Con esa determinación Rebecca había apartado a la enfermera, había cogido las llaves de su coche y se había dirigido hacia la puerta.

Johnson y Myers maldijeron furiosos, y después de que Myers había apagado el vídeoreproductor, se apresuraron a seguirla.

Cuando llegaron al tribunal los guardaespaldas dejaron el automóvil y revisaron cuidadosamente las sombras y los umbrales. Había demasiado movimiento en la Avenida Constitución. Demasiado para su gusto. Johnson mantuvo la mano en el bolsillo aferrando el revólver al acercarse al coche de Rebecca. La luz proveniente de un farol de la calle iluminó los dos autos.

—¿De qué se trata todo esto, señorita Evans? —preguntó el agente Myers cuando ella bajó la ventanilla. Gerry Myers estaba molesto. Era una húmeda noche de viernes, viernes trece, recordó con un escalofrío que le recorrió las capas de exceso de equipaje, como le gustaba llamar a los treinta kilos de peso indeseado. Myers era un hombre de baja estatura, rollizo pero aparentemente ágil.

Él y Doug Johnson habían trabajado en equipo durante siete años; «Abbot y Costello», los llamaba el jefe. En el servicio de protección, entre los dos hombres habían matado a trece hombres, y a una mujer ruda.

Eso sucedió en los días de peligro. Ahora, se habían vuelto aburridos. Lo que solía ser una operación que implicaba emboscadas, embozos, trampas caza-bobo, se había deslucido por su banalidad. Ahora se sentaban detrás de cortinas cerradas bebiendo cerveza suave y mirando películas de estreno, y ocasionalmente se levantaban para revisar el lugar. Ninguno de los trabajos asignados en los últimos seis meses habido implicado una amenaza real. Por cierto que el dinero estaba bien, pero ambos estaban de acuerdo en que era momento de cambiar, de salir durante los fines de semana; había pensado en encontrar una mujer a quien le gustaran los hombres rollizos, y sentar cabeza.

Y allí estaban, en una calurosa noche de viernes trece, intentando vigilar a una joven que no le importaba un ápice su propia seguridad.

Rebecca ignoró su pregunta. Salió del automóvil y cerró la puerta bruscamente.

—Cerrado —murmuró y giró su hermoso rostro hacia Myers quien gruñó, reconociendo que no podía quejarse de la persona a la que debían custodiar—. Necesito entrar allí —les dijo Rebecca decididamente, encaminándose hacia el silencioso edificio de mármol cuyas columnas se elevaban hacia la oscuridad con las estrellas como telón de fondo. La escalera de piedra ascendía hasta una sombría entrada.

Myers casi rió sonoramente.

—Lo siento, señorita. Las incursiones clandestinas no son parte de nuestro oficio. Puede regresar mañana por la mañana.

Le dispensó una adusta mirada.

—Esto está relacionado con mi seguridad.

Detrás de la hilera de árboles y faroles, pasó un automóvil lentamente, como agobiado por el calor.

—¿Cómo? —preguntó Johnson, mirando nerviosamente al callejón en penumbras.

Rebecca cerró los ojos.

—Vamos, muchachos. Es muy probable que allí se encuentre algo que necesito, y requiero tiempo para conseguirlo, tiempo del que no puedo disponer durante el día, con toda la gente rondando por allí.

—¡Por Cristo! —exclamó Myers—. Es una locura, no podemos solo…

—Por favor —imploró aferrándole los hombros. Sin ajustarse totalmente a la verdad, dijo—: Esta puede ser mi única oportunidad para atrapar al asesino. Créanme. No estoy loca, solo… apremiada.

Myers constató la verdad en sus ojos.

—Está bien —dijo sin detenerse a pensarlo.

Johnson tragó con dificultad. Pero cuando vio la mirada de su compañero, se contuvo.

—Bueno, pero entra y sale rápidamente, y nosotros la acompañamos en todo…

—No. Ustedes deben permanecer fuera del recinto.

—¿Qué? Señorita, usted tiene razón, no está loca. Está completamente demente.

—¿Qué demonios…?

—Intento protegerlos, muchachos —aseguró subiendo los escalones.

—Cuanto menos sepan, menor es su responsabilidad. Confíen en mí. Sólo entraré y saldré enseguida. No hay peligro.

Rebecca se encogió avergonzada por sus palabras. Pero ¿realmente no había ningún peligro?

¿En qué se estaría metiendo? Se estaba introduciendo en un mundo desconocido por propia voluntad. Cualquier cosa podía suceder…

Finalmente, Johnson y Myers subieron los escalones tras ella, y arriba fueron persuadidos fácilmente. Johnson llevaba una ganzúa en la pistolera, y pronto estuvieron dentro, cerraron la pesada puerta de madera detrás de ellos.

♠ ♠ ♠

Rebecca dejó a los custodios en la puerta de entrada; si alguien la había seguido, podrían interceptar al atacante y al menos dar la voz de alerta. Ese sentimiento del deber fue la causa por la cual le habían permitido seguir adelante.

Se sintió estúpida en un principio. El tribunal estaba vacío. Desprovisto de seres vivos o muertos. Pero cuando Johnson y Myers quedaron fuera de la vista, los primeros signos de aprensión comenzaron a roer su confianza. Y a medida que fue avanzando por los pasillos de mármol iluminados por lámparas de techo, alcanzó a oír un sonido indefinible, disipando los últimos rastros de dudas de su mente. Para ese momento, había llegado a la escalera, fue entonces cuando escuchó el sollozo.

Y como un eco lastimero, más allá de la curva al terminar la escalera, escuchó el familiar llanto, el ahogo, el tono desolado, que solo podía pertenecer a Ronald Jacobs.

Las piernas le flaquearon y se tambaleó debiéndose aferrar al pasamanos.

La cabeza le giraba y el corazón le latía apresuradamente, cerró los ojos e inspiró tratando de llenar los pulmones de aire y de controlar el miedo.

Adelante, Becki. Está esperando. Es tan solo otra entrevista.

Con cada paso no pudo evitar rememorar el momento final del juicio de Jacob. Los ojos despidiéndose e implorándole…

«¿Alguna novedad, señorita Evans? ¿Algo que pueda salvarme o debo atravesarme el cerebro ya mismo?».

… la conmoción agitando todo el recinto cuando su cuerpo sangrante sacudido por estertores se desplomó contra la primera fila…

Rebecca subió el último peldaño y avanzó con gran esfuerzo.

Un pálido brillo cubría la antesala del recinto cuyas imponentes puertas de roble permanecían cerradas, una opresiva quietud dominaba el ambiente. El sollozo fue más audible, aunque de alguna manera más suave y lastimera. Con paso inseguro, luchando contra los temblores que le corrían por la línea de transpiración de la espalda, movió la puerta. Como en un sueño, vio su mano penetrar la penumbra, localizar el picaporte, y empujar.

Suavemente, sin hacer ruido, la puerta se abrió, dejando salir una suave brisa y un mar de sollozos. La oscuridad la absorbió y el miedo la dominó. El llanto estaba mezclado con un vago murmullo y un extraño, rítmico goteo. Al avanzar impulsivamente palpando la pared, tropezó con una silla.

Finalmente localizó el interruptor, y el recinto se iluminó.

Entornando los ojos a causo del repentino brillo de la luz, Rebecca intentó situar el origen del movimiento en la parte de adelante de la sala; enfrente del escritorio una figura inmaterial estaba vestida con un fino traje azul; tenía brillante cabello negro y largas patillas. Estaba gesticulando vehementemente frente al estrado, con una pluma en la mano señalaba a la mesa vacía que se hallaba a su espalda, después se dirigió bruscamente hacia el jurado acodándose contra la barandilla. Sus labios se movían incesantemente, pero Rebecca no podía escuchar su voz.

Sólo un apagado goteo, como la de una gotera cayendo del techo.

De repente, se dio cuenta de que había dos presencias en la habitación. El sollozo provenía del escritorio de la defensa, donde una forma desplomada levantó la cabeza a regañadientes, alarmada por la luz.

El llanto se acalló cuando el fantasma lentamente se dio la vuelta en el asiento. Tenía una perforación en el centro de la frente. Los ojos hinchados de Ronald Jacobs se fijaron en los de la periodista, y en sus anteojos etéreos, Rebecca vio el familiar reflejo de apatía, mezclado con el anhelo de reivindicación.

Dejá-vu, pensó Rebecca mientras se desplomaba en una silla.

La expresión de Jacobs se iluminó. Con el mentón caído al levantarse a través del escritorio, se dio la vuelta y la miró de frente flotando en el aire sobre el mueble.

El abogado, al otro lado, continuaba presentando silenciosamente su caso ante el jurado.

Rebecca dijo:

—Hola, Ronald.

El fantasma reaccionó como si lo hubiesen golpeado.

—¡Señorita Evans! Usted…

—Puedo verte, sí —estaba sorprendida de cómo el terror había sido rápidamente controlado. Podía ver hacia todos lados. No había nada que temer. Sólo había conocimiento esperando ser revelado.

—¡Oh, gracias, Dios mío! —Jacobs giró en el aire, estrechándose los hombros—. ¡Tengo otra oportunidad! —esbozó una amplia sonrisa que estiró la piel transparente de su frente de manera tal que la cuchillada se agrandó formando una gran elipse.

El fantasma del abogado se detuvo para mirar a ambos, como si estuviese perturbado por la falta de respeto en el recinto, después continuó con su alegato ante el estrado.

Rebecca se obligó a avanzar y se detuvo en el pasillo.

De nuevo percibió el sonido de un líquido goteando.

—¿Qué le sucedió? —peguntó Jacobs flotando hasta el final del pasillo, al notar el vendaje.

—Karl Holton, eso es lo que me sucedió, Ronald. Me encontró, me disparó, me cortó la garganta. Quería silenciarme.

El fantasma se cubrió el rostro con las manos, y gimió nuevamente.

—Hice muy bien mi trabajo —dijo ella.

—Es mi culpa —gritó Jacobs—. ¡Usted sufrió por mi culpa, todas esas personas sufrieron por culpa mía!

—Pagué el precio por saber demasiado, Ronald —su voz fue suave, apaciguadora.

Jacobs pareció ignorarla.

—Y ésta es mi penitencia —hizo un gesto fugaz con el brazo hacia los escritorios y el estrado—. Aquí permanezco, sufriendo por el dolor que le he causado a otros.

—No —Rebecca negó acercándose—. Ésa no puede ser la razón por la que está aquí.

«¡Escúchate! Hablando de porqués…».

—No creo que esté siendo castigado. Se ha quedado por alguna razón.

«¿Razón, Becki? ¿Has cambiado?».

—La verdadera razón del sufrimiento está aún allí…

—Sí —declaró Jacobs después de un momento de silencio durante el cual el fantasma del abogado se paseó frente el estrado del jurado, agitando los brazos ostensiblemente y apretando los puños—. ¡Sí! —exclamó, al tiempo que se deslizaba y descendía hasta donde se encontraba Rebecca. Se arrodilló con los brazos extendidos hacia ella.

Rebecca pensó que podía ver todo a través de la incisión de la puñalada, sin obstrucciones fantasmagóricas en el túnel. Se irguió y gritó mentalmente con ansias de escaparse. Pero se mantuvo en el lugar. No había qué temer. Era la representación de la muerte arrodillada frente a ella.

La primera periodista en conversar con la Muerte…

—¡Sí! —gritó nuevamente—. Lleve a Karl frente ante la justicia. Limpie mi nombre —sus ojos se llenaron de lágrimas azulinas—. ¡Seré libre! Quiero seguir adelante, quiero… —apartó la vista.

—¿Qué…? —Rebecca preguntó arrodillándose—. ¿Qué… sucede cuando uno muere?

Jacobs se enfrentó a su mirada intensa. Parpadeó, sus ojos se agitaron fuera de foco, después comenzó a relatar lentamente, como si profiriese cada palabra con esfuerzo.

—Un dolor cegador, lacerante, en el cerebro… después… una especie de paz. Estaba flotando en un mundo nebuloso de sombras y nubes; imágenes del recinto, los gritos, los alaridos… mi cuerpo arrastrado. Percibí algo cálido y me pareció que algo me atraía desde lo alto. Pero cuando intenté subir, me sentí demasiado pesado como para elevarme. Algo me obligaba a bajar, algo opresivo, demandante.

—El viento sopló y dispersó las nubes y aclaró la bruma. Y me hundí, me hundí hasta el techo inmaterial del tribunal. Aterrorizado, pensé que seguiría bajando, a través del suelo, a través de la misma tierra, que había sido juzgado una vez más, y nuevamente hallado indigno.

—Pero solo permanecí en el sitio de mi muerte. Sentí una profunda tristeza en el…, no sé cómo llamarlo, todavía duele como si fuese el corazón. Lo que se siente no difiere en mucho. Dolores y penas, todos desaparecieron, no tengo que afeitarme más. Pero de alguna manera, no he apreciado su triunfo sobre la carne. Porque tan pronto superé las miserias del cuerpo, me devastaron los horrores del alma.

Rebecca permaneció ensimismada en sus pensamientos durante un rato, después preguntó:

—¿Y nadie más ha podido detectar su… presencia?

Jacobs negó con la cabeza.

—No. Pero por supuesto, no me he esforzado en ello. Sentí que había logrado escapar de una grave sentencia para sufrir otra aún más inflexible. De la que no había escapatoria, ningún cuchillo para cercenar mi espíritu. Supe lo que era, y a pesar de la desesperación… lo acepté —su expresión pareció distenderse, tenía los rasgos más relajados—. Y en respuesta a su pregunta, no, nadie me ha visto. Ni mi compañero en la eternidad, el señor abogado defensor que está allí.

—¿Cuál es su historia? —Rebecca miró de nuevo al abogado bien vestido—. No parece sorprendido de que pueda verle y hablarle. Pensé que vendría enseguida hacia aquí, implorando algo.

Jacobs se encogió de hombros.

—Está demasiado lejos. Todo cuanto pude dilucidar es que está presentando su caso en contra de un hombre joven imputado por varios asesinatos.

Suspiró.

—De todas formas, antes de que realmente dejase de repetir las palabras en voz alta, alcancé a reunir fragmentos de información, y recordé el caso sucedido aproximadamente ocho años atrás.

—Un hombre llamado Sullivan había sido arrestado por el brutal asesinato de tres de sus colegas mujeres. El fiscal tenía sólida evidencia, pero…

Rebecca también recordó el caso que la había perturbado profundamente… pero los investigadores no habían cumplido los procedimientos correctos según la jurisprudencia existente y la defensa había logrado liberar a su cliente.

—Y una semana antes de que fuese inculpado con nueva evidencia, Sullivan siguió a la hija del abogado… —Jacobs dejó la frase sin terminar.

Rebecca cerró los ojos, y siguió viendo al fantasma pasearse ante el jurado, golpeando la madera, alegando ante el juez. Y descubrió qué era lo que estaba goteando.

—Oh, Dios…

Tenía dos cortes en las muñecas de los cuales la sangre goteaba eternamente sobre el suelo del recinto del tribunal.

Jacobs carraspeó y retomó el tema.

—Una vez, un perro vidente fue retirado de la sala. Con el pelaje del lomo erizado, no cesó de gruñir y ladrar furiosamente, se soltó y corrió hasta la mesa en donde me encontraba, aullando frente a un joven pirómano. Siempre me he preguntado por qué los perros empiezan a ladrar sin más a la nada en el medio de la noche…

Parpadeó, y continuó.

—Y en varias ocasiones, cuando me sentía de humor como para ello, fui capaz de desordenar algunas hojas del escritorio de los jueces.

—Nada importante, no del tipo Poltergeist.

Rebecca lentamente se puso de pie, se dio la vuelta y permaneció con la cabeza gacha.

—¿Qué sucede? —preguntó Jacobs, y al intentar apoyarle la mano en el hombro, se lo atravesó.

Movió la cabeza.

—Creo, acabo de darme cuenta… La muerte no brinda todas las respuestas —se dio la vuelta y encontró su mirada confundida—. Parece ser una existencia aún más sin sentido y confusa que la vida misma…

Jacobs asintió pero una sonrisa logró apartar su taciturna expresión.

—No considere mi condición o la de ese pobre infeliz, como la muerte.

Purgatorio, limbo, llámelo como quiera. Todo lo que sé es que usted puede liberarme. Haga lo que no pude hacer yo cuando estuvo con vida. Atrape a Holton. Descúbralo… expóngalo.

Sonrió ampliamente.

—Sé que usted me liberará. Y podré morir realmente. Hay más, señorita Evans, más allá de esto. Hay algo más…

Ella cerró los ojos, y sintió la sensación de lucha una vez más; recordó el túnel, la luz guía…

—Sí —asintió, y se le serenó el corazón al tiempo que sonreía tan ampliamente como él.

—Hay algo más, es cierto.