Washington, centro de la ciudad, primeras horas de la tarde del viernes.
El padre se había ido. Susie se aseguró de ello antes de remover las barricadas de la puerta. El apartamento era un caos, según pudo notar Jay al pasar entre los muebles arrojados al suelo. Caminó con precaución entre los pedazos de cristal roto. Botellas destrozadas, latas abolladas, bolsas de sándwiches de McDonald desperdigadas por el suelo. La pantalla del televisor tenía una nueva raja en el centro. Las hormigas nadaban en la cerveza derramada y las moscas zumbaban perezosamente en la cocina.
Jay no se detuvo a revisar el caos; se dirigió rápidamente hacia la puerta de entrada y abrió los tres cerrojos. Cuando Susie salió de la pared, Jay se apartó de la puerta y cruzó el umbral.
Y huyeron juntos hacia el calor del verano, la niña intangible guiaba el camino a través de las tortuosas calles del gueto.
—La perdí —le dijo Susie cuando llegaron a la Avenida Michigan.
En ese mundo de gigantescos edificios de cristal, hombres y mujeres elegantemente ataviados, llamativos automóviles y bullicioso trajinar, Jay se sintió dolorosamente fuera de lugar. Con mugrientos y andrajosos jeans azules y una camiseta de Batman, se abrió camino torpemente en las atestadas calles, sorteando parejas asidas de las manos, carros de niños, perros con correas y rodillas de hombres de negocios mientras Susie avanzaba por un sendero directo, flotando entre los transeúntes.
El pavimento absorbía y potenciaba la luz del sol, y el brillo de los parabrisas casi cegaron a Jay. Un pastor alemán pasó junto a él arrastrando a un joven que trotaba. El perro se detuvo poco después de que Susie pasara junto a su cuerpo peludo; olfateó frenéticamente el aire, mostrando los dientes con un grave gruñido burbujeando en su garganta.
Jay frunció el ceño a la criatura, vio que Susie lo había ignorado y se apresuró para alcanzarla.
—¿Qué quieres decir? ¿La has perdido? ¿Dónde fue?
Un hombre vestido con un traje gris y gafas oscuras miró furioso al niño.
—No sé —respondió Susie deteniendo su vuelo. Un área verde rodeada de magnolias atrajo su atención—. Vamos. Vamos al parque. Se está tranquilo ahí.
Jay dejó la acera cuidadosamente. Cruzó la calle de sentido único y caminó entre dos arbustos hacia un sendero de tierra.
—Nunca había estado en un parque —dijo suavemente.
Pasaron junto a grupos de personas que estaban de picnic, familias sentadas a la mesa, comiendo y conversando felices. El olor a pollo fresco y jamón asaltó sus fosas nasales y desató una reacción de espasmos en cadena que finalmente repercutieron en su estómago vacío. Echó una mirada a los cestos de basura, pero tres cuervos y una ardilla ya habían comenzado a competir por los premios que contenían.
Necesitaba algo que comer…
Un súbito pánico lo sobrecogió y apagó su hambre cuando sobresaltado se dio cuenta de que Susie había desaparecido. Aturdido, casi se encogió ante el peso de un inmenso sentimiento de insignificancia. Solo, no era nada. Un pequeño niño negro, sin un penique, sin un plan; arrojado a un confuso y hostil universo. Susie era su guía en aquel mundo. Le había dado la inspiración suficiente para actuar contra la reclusión. La necesitaba para seguir adelante, para que lo guiase.
—¡Por aquí, Jay! —la dulce voz lo llamó desde detrás de una bosquecillo de cornejos.
Rápidamente se dirigió hacia ella. El hambre, la velocidad de los automóviles y el azote del sol desaparecieron mientras cruzaba el bosquecillo y observaba a la niña. Un subibaja y un arenero se hallaban en el centro del claro, ambos solitarios junto a un largo juego de columpios cuyos asientos estaban sujetos con fuertes cadenas a una gruesa barra de hierro, que se encontraba en la misma ubicación privilegiada en el lado norte.
Había manchas de suciedad en los asientos, y el brillo del sol se reflejaba en las cadenas.
Susie voló hacia arriba y después hacia abajo, una y otra vez en un columpio invisible entre dos de los asientes inmóviles. Emulaba los movimientos que haría al mecerse en la hamaca, hacia atrás recogiendo los pies, hacia delante, arqueando el cuerpo.
—¡Guau! —musitó Jay.
Susie lo miró y su efímera expresión se iluminó.
—¡Ven conmigo!
—Ven, es divertido.
Aprendió rápidamente, y poco después se balanceaban al unísono, arriba, abajo, alcanzando juntos la mayor altura. La sombra de Jay luchaba por alcanzarlo, pero Jay pateaba el suelo para aumentar la velocidad. Se exaltó con el viento golpeándole el rostro, con la sensación de volar y de libertad que le permitía alejarse del suelo; le parecía que si subía más alto podría volar.
Deseó que durara para siempre; deseó que la fuente de energía del sol se agotase imposibilitándole completar su recorrido en la vía celestial.
Pero pasó una nube, lo luz se oscureció, y Susie fue disminuyendo la velocidad de su vuelo hasta detenerse. Cuando renuentemente Jay hizo lo mismo, se quedó arrastrando los pies en el suelo, la niña tenía una mirada sombría en los ojos. A Jay le disgustó esa expresión, por lo que se concentró en las ramas que podían verse a través de su piel etérea.
—Lo siento, Jay. Yo solo… la perdí —flotó todavía sentada, girando suavemente hacia la derecha y hacia la izquierdo—. Pensé que estaría en el hospital durante un tiempo más, pero cuando fui esta mañana, se había ido.
Jay parpadeó y contempló las huellas que dejaban sus zapatos en el suelo.
—¿No puedes conseguir la dirección y seguirla? Digo, ni ella es tan importante…
—No. Me cansó mucho viajar hasta el hospital. Está muy lejos. Me he quedado débil…
—¿Muy lejos de dónde? —Jay preguntó aunque adivinó la respuesta.
—Demasiado lejos —contestó con voz somnolienta, ahogada—, de donde yo…
—¿Perdiste los zapatos? —Jay completó la frase con tono alegre.
Susie sonrió.
—Sí —se impulsó en su inexistente columpio—. No puedo ir demasiado lejos, me siento mal y todo me duele —cerró los ojos y tragó con dificultad—. Intenté ir a casa esta mañana.
—¿Está lejos tu casa? —preguntó Jay.
Ella solo asintió.
—Quería… solo quería decirle a mami y a papi dónde estaba. Prometí que siempre les diría adónde iba a ir. Pero… esa vez no lo hice. Necesito decírselo —detuvo su balanceo y miró a Jay a los ojos—. O, lo necesitaba antes. Pero ahora que te he encontrado, tú puedes liberarme. Casi lo hiciste aquel día, semanas atrás.
—Pero ¿no deberíamos hablar con tus padres de todas formas? Deben extrañarte.
Un sollozo escapó de sus labios.
—Lo sé, Jay. Lo sé —exclamó en un arrebato de emoción—. Es en lo único que he pensado mientras recorro el lugar de construcción. Mientras los hombres apilan más escombros, y colocan cemento y ladrillos; lo único en que pienso es en mami y papi. Pienso que quizás irán a hacer las compras allí, cuando el lugar esté terminado. Y caminarán sobre mí cuando busquen un cartón de leche con mi fotografía en el envase.
Jay se estremeció y lo invadió un fugaz sentimiento de felicidad que se deslizó entre los pliegues de su sobreprotectora memoria.
—Yo se lo diré, Susie —se colocó la mano sobre el pecho como si prestara juramento.
Susie se cubrió el rostro.
—Oh, ¿me prometes que lo harás? Ahora no… después de que me haya ido. Libéralos después de que me vaya.
Jay quiso tocarla, liberarla en ese momento, o hacer lo que fuese que lo hacía especial. Pero cuando se acercó, algo se movió entre los árboles.
Atónito, Jay casi se cae del asiento del columpio. Susie, boquiabierta, se elevó en el aire. Una mujer salió corriendo, dando alaridos, miraba hacia atrás aterrorizada. Vestía un pantalón deportivo celeste de fibra de poliuretano, una camiseta muy corta, y auriculares que le colgaban del cuello. Se tropezó sobre… nada, y cayó de espaldas, con los brazos extendidos y las piernas ondeando.
Pero estaba sobre el césped.
Un viento fuerte, opresivo rugió a través del claro del bosque, haciendo tintinear las cadenas y levantando la arena del arenero como si fuese un tornado en miniatura.
—Otro fantasma —suspiró Susie—. Pero ¿de qué tiene miedo?
Un perro ladraba amenazadoramente desde el otro lado de los árboles.
Jay advirtió la camiseta destrozada, las vendas en su frente, las heridas en el abdomen, y finalmente, el cuello dentellado y la protuberante arteria seca.
Extrañamente, Jay se deslizó sin temor del asiento y se acercó hacia el fantasma revolcado.
Susie sobrevoló detrás de él, en silencio y curiosa.
La mujer gritaba pidiendo ayuda, después los alaridos cesaron como si le hubiesen colocado una mano sobre la boca. Mientras luchaba, arqueaba la espalda y el cuello pareció ladearse en un ángulo imposible.
El cuerpo fantasmal se sacudió una, dos veces, hasta quedar inmóvil, agitado cada tanto por débiles estertores.
Los ojos permanecían abiertos, fijos, sin vida.
Jay se arrodilló a unos centímetros de distancia.
—¿Puede escucharme? —le preguntó.
Nada.
—Tócala —sugirió Susie.
Acercó un dedo y se lo apoyó en el hombro derecho. El efecto fue inmediato y Jay y Susie fueron despedidos hacia atrás. La mujer se puso de pie en postura desafiante.
—¡Ey! —gritó Susie, de repente volando entre Jay y la mujer.
—¡Espere! —somos amigos.
La mirada llena de dolor y odio apareció en los ojos de la mujer.
—Pensé que eras mi amigo —siseó al acercarse, con las manos extendidas como una bruja a punto de lanzar un maligno y devastador hechizo—. Pero entonces me perseguiste para asesinarme.
—¿Quién? —preguntó Jay al tiempo que giraba alrededor de Susie y le extendía las manos hacia la mujer en un gesto amistoso.
—No juegues conmigo, Karl —dijo con los ojos llenos de furia e intención de abalanzarse—. Me asesinaron, me violaron. Y lo que es peor, incriminaron a otro por eso.
Mientras hablaba, de lo arteria del cuello le empezaron a salir burbujas y se sacudió espasmódicamente, y los órganos se le empezaron a salir por la herida abierta del estómago, debajo de la camiseta. Su mirada de odio era tan vehemente que Jay casi desfallece. Susie voló hacia atrás, y el perro ladró frenéticamente.
—… sojuzgada para toda la eternidad a una infernal repetición hasta que el castigo se cumpla.
—¿Por qué debo sufrir por tu maldad? ¿Cuál fue mi crimen, Karl? ¿Tener un amigo involucrado en cuestiones sanguinarias? —siseó las últimas palabras, y se abalanzó hacia Jay, pronta a clavar sus garras y morderlo hasta matarlo.
El espíritu encontró la carne, y ninguno cedió por completo. Jay sintió un estremecimiento de calidez, un calor intenso, aunque placentero. La sensación le recorrió todo el cuerpo desde el lugar donde la mujer lo tocaba. Se le erizó la piel y la sangre le fluyó con repentina energía.
En medio de los inútiles intentos de arañar y lastimar de la mujer, las manos de Jay se elevaron y se las colocó sobre la cabeza. Presionó gentilmente una a cada lado. Y la lucha de la mujer inmediatamente cesó. Con los ojos en blanco, la boca abierta de par en par, de sus labios se escapó un suspiro.
—¿Qué estoy haciendo? —le gritó a Susie ansiosamente. Pero al preguntar, lo supo. De igual forma que sus manos sabían cómo moverse, tocar, tirar.
Susie permaneció junto a él, con los ojos desorbitados de asombro.
—Creo que la estás liberando —suspiró.
El espíritu de la mujer se elevó, brillando con un resplandor dorado. El aura latiéndole con fuerza, y una amplia sonrisa extendiéndose en medio de esa luminosidad. Destellos de luz la rodearon y titilaron alrededor del fantasma. Sus rasgos perdieron nitidez, se convirtieron en una dorada bruma humanoide. De repente, su cabeza, después todo su cuerpo, pareció fundirse, plegarse en sí mismo hasta transformarse en una onda centelleante de luz con motas plateadas que giraban y danzaban alrededor del niño. Jay solo pudo jadear con azorado asombro, estupefacto por su hazaña.
El ciclón de energía espiritual brillaba con una intensidad casi cegadora. Jay se cubrió los ojos y espió por el angosto resquicio de sus dedos. El deslumbrante remolino de aire finalmente fue perdiendo intensidad, atenuando más y más su brillo, desvaneciéndose en haces opacos hasta convertirse en puntos plateados que brillaron durante escasos instantes, para finalmente desvanecerse también.
Jay quedó mirándose las palmas de las manos. Lentamente, alzó la vista.
Vio cómo Susie se le acercaba, y descendía abruptamente para abrazarlo.
Durante un segundo quedaron inmóviles, asombrados, aterrorizados por el poder que Jay tenía.
Habían constatado una prueba de su fuerza. Confirmaron lo que era capaz de hacer. Pero aún necesitaba ayuda, dirección, para superar las reservas que Susie tenía. La vidente debía ser encontrada nuevamente.
Jay parecía desalentado ante la idea, pero los pensamientos de Susie, llenos de designios del destino, la hicieron sonreír con infantil optimismo.