Washington, viernes, 13 de julio, 8:30 horas.
Museo Smithsonian.
El profesor Edwin Bergman jamás había sentido en su vida verdadero temor. Por ende, cuando se apoderó de él, a partir de una simple llamada telefónica, no supo cómo reaccionar. Era un hombre mayor, encorvado y, a menudo, desordenado.
Las canas abundaban en su cabello desde tiempo atrás, incipientes arrugas en el rostro como los dedos de su nieto después de un largo baño. La dirección y mantenimiento de uno de los mejores museos del mundo habían cobrado su precio, tanto en su salud como en su apariencia. Pero la recompensa había hecho que valiera la pena el esfuerzo.
Cada mañana, el profesor Bergman recorría solo las instalaciones de los distintos edificios que componían el museo. Solo en medio del pasado; y solo entre los objetos exhibidos casi en penumbras, imaginaba cómo las fachadas desaparecían. Rodeado por las memorias del pasado, podía imaginar que se encontraba en esa época en particular de la historia. Compartió el entierro de Tutankamón I[9], ascendió los templos mayas, cabalgó en la carga contra Lee[10], y fue piloto bombardero en los vuelos sobre Berlín.
Su cuerpo podía estar marchito pero su imaginación podía rivalizar con la de un niño de siete años. A menudo imaginaba que los fantasmas del pasado deambulaban sobre las reliquias encerradas en las vitrinas de exhibición. Durante sus caminatas matinales, solía detenerse frente a alguna de ellas en particular y si conocía el lenguaje, saludaba a cualquiera de los moradores invisibles que pudiese estar presente. Una vez, uno de los guardias lo espió y lo vio conversar con una armadura usada en las Cruzadas, y desde aquel día corrieron rumores sobre su salud mental.
Pero en cada una de las reuniones del Consejo, los directores reconocían su habilidad, y lo ratificaban en el cargo.
Su imaginación lo había metido en problemas antes. Pero nada como esto.
Dios, Bergman deseaba, rezaba, para que el presente temor fuese solo el producto de su imaginación hiperactiva, de una mente fantasiosa que añoraba aventuras más allá de lo mundano.
Una simple llamada telefónica…
El teléfono: un pequeño instrumento discreto, útil y eficiente, algunas veces, molesto. Bergman había tomado conciencia recientemente de su propia mortalidad, y había intentado imaginarse el tipo de disfraz que utilizaría la Muerte para llamarlo. Muchos eran las formas horrendas que había elucubrado: virus malignos multiplicándose en su cerebro, burbujas de aire en las arterias, terribles accidentes aéreos, graves choques de automóviles…
Pero nunca por teléfono. Recostado en la esquina derecha de su escritorio de roble, el teléfono adoptó un aura amenazante como si lo mirase con furia y se deleitase con su temor.
La mano le temblaba terriblemente. Tenía la garganta seca e involuntariamente se clavó los dientes en la lengua. La oficina le pareció opresivamente oscura, y demasiado pequeña, asfixiante.
Se debatió en la idea de levantar el teléfono y llamar al personal de seguridad, para que viniese de inmediato a protegerlo…
Pero Bergman desestimó la idea de inmediato. Si su temor era verdad, si la historia grabada en la cinta era cierta… entonces, estaría adjudicando al teléfono el rol de mensajero de la muerte. Ya que el vigilante indudablemente perecería junto con su empleador.
Si Edwin Bergman tuviese la posibilidad de volver a vivir solo un día de su vida, la aprovecharía ahora; y se retrotraería a la mañana del martes, la mañana en que su fuerza de voluntad se vio menoscabada, la mañana en que no pudo resistir más el perturbador suspenso, ni vislumbrar si su colega estaba vivo y en capacidad de volver; la mañana en que decidió que tenía que saber.
La mañana del miércoles se encerró con llave en esa oficina y le dijo a su secretaria que no le pasara las llamadas. El reproductor estaba colocado en el centro de su escritorio.
En total oscuridad, concentrándose únicamente en las palabras de su colega y amigo, Bergman permaneció sentado, sin moverse salvo para subir el volumen. Una vez que hubo escuchado la grabación, caminó hasta el gabinete donde guardaba sus costosas botellas de gin y whisky. Regresó con una de cada bebida, y procedió a escuchar cinco veces más la grabación.
En las últimas horas de la tarde del jueves, cuando recobró la sobriedad y la conciencia, Bergman envolvió la cinta en un paquete junto con varios libros alusivos, y lo envió con un mensajero a una oficina del Washington Post donde trabajaba una joven periodista llamada Rebecca.
Evans, una mujer brillante que había cubierto la historia del robo de un raro juego de monedas romanas cometido dos años atrás. Le había hecho una entrevista, y sus preguntas habían sido realizadas de forma concienzuda e inteligente.
Bergman recordó que antes de la entrevista, Rebecca le había mencionado que se había graduado en Georgetown especializándose en arqueología. Le había preguntado si alguno vez había estudiado con el profesor Mitchell, pero ella había dicho que no, ya que era inscribirse con un año de anticipación para cursar con Ramsey.
A Bergman le disgustaba colocarla en una situación tan grave, pero no tenía a nadie más a quien recurrir. Ella era fuerte y tenía recursos, y contactos.
Al menos conocía a Ramsey y estaba al tanto de sus antecedentes. Nadie más le daría a la historia el enfoque apropiado. Si había algo que pudiese hacerse…
Y si no fuese posible, realmente no importaba, ¿o sí?
Se había pasado todo el jueves recorriendo cada uno de los pisos, inspeccionando cada elemento exhibido, memorizando la ubicación y el aspecto de cada reliquia. Había pasado el día con un agudo sentimiento de premonición. Y pasó la noche murmurando y sollozando sumergido en un sueño intoxicante y perturbador frente a su escritorio junto a dos botellas vacías.
¿Sería cierto que la gente podía vislumbrar su propia muerte?
Bergman no sabía respecto de otros, pero en cuanto a la suya, lo sabía. Pasó la mañana y la tarde en un borroso sueño, deambulando de tanto en tanto, arreglando sus cosas, llamando a sus hijos por última vez.
Y esa noche, cuando renuente se sentó detrás de su escritorio, después de que todos los visitantes del día habían saciado su curiosidad, y las puertas se cerraron con llave y las luces se atenuaron, Edwin Bergman supo que la arena de su reloj estaba dejando caer los últimos granos.
Aun antes de que la campanilla del teléfono resonara penetrante en su silenciosa oficina la llamada de la muerte, había tenido la intención de impedir el colapso, pero supo que toda su vida había transcurrido para llevarlo a ese momento.
Esa oficina. Ese escritorio, esa silla. Ese teléfono.
Su mano se había movido por su cuenta, cogido el tubo, y abierto la puerta, saludando al eterno apelante…
—Señor Bergman. Un caballero desea verlo.
Un caballero. Bergman no pudo evitar una sonrisa. Ah, sí.
—Su nombre es Mitchell. Ramsey. Dice que es un viejo amigo.
Viejo, la palabra resultaba ahora literalmente descriptiva. Pero, sí.
—Hágalo pasar.
¿Cómo debe uno reaccionar cuando se encuentra con el terror por primera vez? El profesor Edwin Bergman se puso de pie temblando, se acomodó su deslucida corbata marrón, se abotonó las mangas y estiró su chaqueta. Mareado, carraspeó preguntándose si necesitaría una pastilla de menta.
Las pisadas se oyeron más fuertes, resonando con majestuosidad en el angosto pasillo exterior.
Bergman respiró profundamente y salió de detrás del escritorio, lo rodeó, y se apoyó en la superficie de roble. Las piernas le exigieron al cerebro mensajes claros ya que los mismos eran confusos, y paralizantes. ¿Debería enfrentarse al calvario sentado o tendría que correr? Los dedos de los pies y de las manos le hormigueaban en una explosión de sensaciones. Cada poro de su piel parecía abierto, experimentando ansiosamente las funciones comunes realizadas rutinariamente durante los últimos sesenta años.
—Adelante, Ramsey —pronunció claramente, antes de que se pudiese oír el golpe a la puerta.
Después de un momento de silencio durante el cual Bergman notó dolorosamente los acelerados latidos de su corazón y se preguntó si debería comenzar a contar las pulsaciones, el picaporte dorado giró.
La puerta se abrió. Las sombras intentaron vanamente detener al visitante, pero dos largos pasos lo llevaron a la luz. Ramsey Mitchell vestía un impermeable blanco sobre un jersey negro de cuello alto; pantalones pinzados y zapatos de cuero. No exactamente vestimenta de verano, notó Bergman, pero quizás ese clima resultaba frío para aquel hombre. El cabello engominado hacia atrás y los ojos brillándole con un destello animado.
La mano extendida, dejaba ver los anillos de oro con guardas que tenía en los dedos.
—Profesor —dijo—. Amigo ¿estás contento de verme? —la voz de Ramsey parecía de alguna manera altisonante. Como si un eco diabólicamente opresivo siguiese a cada palabra.
Bergman luchó contra el pánico que amenazaba dominarlo. Calma. Calma. Se muere una sola vez.
—¿Recuperado de la lesión en la pierna? —dijo con hábil disimulo sin asir la mano extendida.
Ramsey frunció el ceño, cerró el puño y lo introdujo en el bolsillo de su abrigo. Se dio la vuelta y se dirigió al gabinete de los licores.
—Vacío. Por Dios, Edwin. ¿Sediento en mi ausencia, eh? —ladeó la cabeza sonriendo ampliamente—. No le preocupes. No puedo quedarme mucho tiempo.
Se acercó con paso ágil y una postura airosa que Bergman no le había visto en más de una década.
Ramsey le palmeó con fuerza el hombro. Bajó el mentón y sus ojos oscuros escudriñaron los del curador.
—Creo que… ¿tienes algo que me pertenece?
Bergman no contestó.
—Confío, querido amigo, en que hayas seguido mis instrucciones —Ramsey lo liberó, se dio la vuelta y se dirigió a la puerta—. Guardarlo hasta que regrese o en caso de fallecimiento…
Bergman tragó con dificultad y cerró los ojos. En su interior pudo ver cientos de reliquias flotando, gloriosas en su perfección, hermosas imágenes del pasado perpetuadas.
—Bien, no he recibido ninguna noticia sobre mi muerte. Y aquí estoy. Por lo tanto… —levantó las cejas al acercarse al picaporte ¿Dónde está mi regalo?
—Eeeh… —Bergman intentó inventar una historia—. No lo recibí, Ramsey. ¿Estás seguro de que lo enviaste correctamente por correo? —con osadía, buscando fuerzas de algún lugar muy hondo, se alejó del escritorio y se adelantó unos pasos—. ¿Tienes la dirección correcta, el código postal, el remitente? Quién sabe, puede ser que algún incompetente en el correo lo haya perdido y…
Algo en los ojos de Ramsey lo obligó a detenerse y retroceder.
Una membrana sobre las retinas, un matiz de odio, y un rasgo de demencia.
Una brisa comentó a soplar desde algún lado; varios papeles crujieron y se elevaron del escritorio. La corbata voló sobre su hombro. El cabello de Bergman se erizó y se clavó las uñas en las palmas.
—Ven —dijo Ramsey gentilmente, esa mirada se desvaneció de sus ojos al tiempo que el viento se aquietaba—. Camina conmigo. Se dio la vuelta para irse.
—Mejor no —suspiró Bergman.
Ramsey se irguió, con el cuerpo tieso, el rostro perdido en las sombras.
—Si usted vive o muere, profesor Bergman, depende de sus próximas acciones.
Bergman se encogió de hombros.
—Todos morimos tarde o temprano. He vivido setenta años. Mi tiempo se termina.
El impermeable ondeó al darse la vuelta Ramsey.
—Hay muertes y muertes, profesor —de repente su expresión se mezcló con una sonrisa—. Realmente, Bergman. Por las alabanzas que había escuchado de usted, pensé que sería más… colaborador. En cambio me he encontrado con un viejo débil y obstinado.
Bergman miró fijamente a su colega.
—Los que me alabaron deben haber omitido una vasta historia de diferencias, creencias divergentes que nos mantuvieron siempre distantes. Le tuve mucho respeto, pero a menudo llevó las cosas demasiado lejos, ahondó demasiado…
—¡Nunca es demasiado! —siseó Ramsey—. Nada vale la pena a menos que sea llevado al extremo, hasta que las posibilidades sean completamente agotadas, hasta que no solo se llegue al fondo, ¡sino que sea prolongado y desglosado!
—Pero hay ciertas cosas que no están hechas para ser profundizadas… —Bergman suspiró y miró fijamente el suelo—. Hay cosas que es preferible mantener en secreto…
Un grave gruñido brotó de la garganta de Ramsey. Levantó las manos y aferró el cuello de Bergman.
—¡Insignificante gusano! Te has rodeado de objetos del pasado, los has lustrado, colocado detrás de un cristal y te has deslumbrado con su belleza —le acercó el rostro hasta que los ojos quedaron a apenas centímetros de distancia. No sabes nada, estúpido. Cavas hasta que encuentras un plato o un tenedor, luego arrojas la pala; colocas las cosas en exhibición y proclamas sabiduría de la cultura.
Alzó a Bergman y lo arrojó a más de un metro hacia la puerta. Cayó y rodó. Aturdido, intentó ponerse de pie, solo para encontrarse con un zapato de cuero que le golpeó el mentón. Le rompió el hueso, pero antes de que pudiera gritar fue derrumbado y arrojado contra la puerta.
—Ven. Camina conmigo. Te mostraré la sabiduría.
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En la exhibición mexicana.
Bergman yacía boca abajo, sintiendo gusto a sangre, con el rostro inexpresivo.
Ramsey se arrodilló a un metro de distancia, con los brazos extendidos; un reflector de la pared le bañó el rostro con un apagado mar rojo. Tenía los ojos abiertos, solo las órbitas visibles; los párpados agitándose trémulamente. Un viento encarnizado le agitó el cabello y le levantó la parte de atrás del impermeable que golpeó contra la base de un bajorrelieve de Quetzalcóatl. Edwin aspiró el aire frío y sintió náuseas. Fétido y pútrido, le oprimió los pulmones con garras perversas; sintió arcadas y tosió sangre.
La cuarta vitrina de cristal vibró. Una soga que rodeaba una pesada urna tallada se azotó y fue tirada violentamente de la pared de exhibición.
Ramsey profirió un lastimero chillido.
—Parece… —se esforzó—, que tienes amigos entre las reliquias. Unas pocas almas valientes… Aaajjj —su rostro se contrajo, su cuerpo se sacudió—… tratan de protegerte… —con la lengua colgando y los puños apretados—. Sí —jadeó Ramsey—, sí… Tlatoani.
Bergman observó con horror cómo se producía el cambio en Ramsey. El hombre de rodillas se agitó, jadeando sin aire. Las órbitas de los ojos giraron aceleradamente bajo los párpados, y cada una de sus venas pareció hincharse.
Finalmente, se quedó sin respiración y el viento se aquietó, como la llama de un fósforo consumida por falta de oxígeno. Ramsey parpadeó, flexionó las manos y miró a su alrededor, dispensándole una rápida mirada a Bergman. La vitrina que exhibía las armas rápidamente llamó su atención.
—¿Se han ido, Tlatoani? —Ramsey le preguntó a algo que estaba en esa esquina.
Bergman entrecerró los ojos pero no pudo ver nada. Dolorosamente, se levantó.
Ramsey sonrió. Bergman se puso de pie. El cristal se quebró en dos y salieron despedidas dos largas lanzas destrozando pedazos de cristal a su paso.
Bergman, mientras intentaba ponerse de pie completamente, se encontró con la mirada de Ramsey. Vio a su antiguo colega en esa forma y creyó detectar un brillo de… ¿arrepentimiento?, anidado bajo las retinas usurpadas.
Una pesada lanza que tenía una moharra de metal cincelado se incrustó en el esternón de Bergman, lo atravesó y se hundió profundamente, el astil de madera de quinientos años de antigüedad arrojó astillas debido a la fuerza con que atravesó el cuerpo del profesor. Cayó estrepitosamente en el suelo de mármol y se deslizó.
Bergman se quedó mirando fijamente al agujero que atravesaba su corbata por donde empezó a fluir sangre.
—Él dice que sus amigos fueron débiles y, además, inexpertos, profesor.
Ramsey permanecía de pie con las manos en los bolsillos, cuidadosamente caminó alrededor de Bergman. —Sí, varios de ellos solo huyeron asustados a través del suelo. Es bueno tener poder, profesor. Debió haberme creído, Edwin. Debió haber escuchado. Habría compartido la sabiduría. Él le hubiese permitido entrar porque usted era especial para mí. Pero no puedo proteger a un necio, Edwin— se encogió de hombros, con aparente pena en su expresión.
—¿Dónde está la grabación?
Bergman gimió y cayó de rodillas.
—Arde en el infierno que has liberado, Mitchell —escupió sangre. A través de una bruma roja vio la segunda lanza balanceándose en el aire como si se tratara de los efectos de una serie televisiva barata de los años cincuenta.
—Y dile al Tlatoani que el Quinto Sol ha brillado sin su ayuda por los últimos quinientos siglos. Él puede…
Ramsey cerró los ojos con fuerza.
Y la segunda lanza se incrustó en su cráneo esta vez, solo hasta la mitad, el astil de madera antigua cubierto de un color rojo apareció por detrás de la cabeza del profesor mientras se desplomaba hacia un lado.
Así que esto es la muerte, pensó. No es tan malo.
Antes de que el cráneo siquiera tocara el suelo, el espíritu de Bergman abandonó el cuerpo. Un cegador y arremolinado cono de luz lo llamó y ansioso se encaminó hacia su calor, para experimentar júbilo y paz.
Solaz por fin…
Algo se aferró a su forma astral desde atrás. El centro de luz del túnel titiló. Su ser espectral se estremeció, devastado por indefinida agonía.
Pudo ver todo. Las paredes y los suelos eran como ventanas. ¡Y había tenido razón! Observó con gran alegría. En sus excursiones matinales, había tenido receptores de sus conversaciones. Muchos de los objetos exhibidos contenían espíritus, paseándose, flotando, confundidos. ¡Cómo deben haber aguardado sus visitas!
Los espectros permanecían inmóviles, algunos visiblemente acobardados. No solo estaban atemorizados. Estaban aterrorizados. «Conducta muy extraña para los muertos», pensó Bergman. Pero después, el dolor se manifestó por completo, y la demoníaca criatura que se apoderó de su forma, adoptó una silueta definida.
El espíritu de Bergman aulló cacofónicos sonidos de angustia ensordeciendo a cada alma del museo. Incluso Ramsey cuyo cuerpo era entonces el único que parecía borroso, transparente junto a los otros objetos físicos, mientras los fantasmas parecían materiales y opacos, se colocó las manos en los oídos.
La mano del monarca azteca aferró el tobillo de Bergman y el brazo con músculos tensos y destilando pintura de guerra, tiró de él ferozmente hacia abajo. El otro brazo se detuvo. Ahuítzotl estaba engalanado con una corona de plumas, pintura oscura de guerra, collares y joyas, y un casco con forma de águila cuyo puntiagudo pico descendía sobre su frente, sus ojos miraban fijamente hacia arriba; las plumas a cada lado representaban, entre otras cosas, al rey Sol. Huitzilopochtli. Los ojos del Tlatoani ardían con demencia perversa, tenía la boca abierta donde la sangre parecía escurrirse entre los dientes perfectos.
Bergman tenía cabal conciencia de su cuerpo retorciéndose con los últimos estertores de muerte.
La luz de arriba comenzó a disminuir, el resplandor decreciente se fragmentaba en haces verticales que se esfumaron completamente cuando el puño del azteca azotó y se incrustó en el pecho etéreo de Bergman.
El curador del museo estaba perdido en una marea de lacerante y devastadora agonía. Su cuerpo se agitaba como un pez atrapado en el anzuelo.
Ahuítzotl rió entre dientes y cerró el puño en el centro espiritual del profesor.
La forma de Bergman comenzó a disolverse. Perdió definición, fundiéndose en un humo que fue succionado por el puño de Ahuítzotl y absorbido por la piel espectral del brazo. Bajo la sombra del pico metálico del águila, los ojos del azteca se cerraron, los labios temblaron y la cabeza cayó hacia atrás, como si estuviese experimentando un inconmensurable éxtasis físico.
Susurró con maligna satisfacción:
—Hay muertes, profesor…
Las últimas volutas del espíritu de Bergman ascendieron hacia el techo, solo para descender y ser succionadas por la palma abierta de Ahuítzotl.
El emperador azteca suspiró pesadamente y abrió los ojos. Sus labios esbozaron una sonrisa de satisfacción.
—… y muertes.