Capítulo 4

Virginia, 13 de julio, viernes por la mañana.

—¿Qué sucede? —preguntó Scott Donaldson y presionó el pedal del freno. Se desplazaban por la carretera 15 en su automóvil Mazda Rx-7 azul brillante, y justo habían sobrepasado una salida. ¿Sería a causa de una recaída o de alguna herida abierta nuevamente durante el trayecto? ¡Maldición! ¿Por qué seguía con eso? Se suponía que ella no debería haber salido del hospital hasta por lo menos al cabo de otra semana más. Pero temprano esa mañana, había estado lo suficientemente bien como para dejar el hospital y terminar su recuperación en su hogar.

Donaldson había ido a visitarla al amanecer, camino a la oficina, y con la testarudez que la caracterizaba, Becki lo había convencido de mover los hilos para que el personal del hospital la dejara ir. Le designaron una enfermera permanente en la cabaña. Y por supuesto, Scott debía encargarse de la seguridad consistente en varios guardaespaldas y la vigilancia de la propiedad. Si el atacante se había dado cuenta de que no había terminado con éxito el trabajo, seguramente lo intentaría otra vez.

Scott había discutido vehementemente negándose a volver a la escena del crimen. Había ofrecido su propio apartamento o, en su defecto, había sugerido una habitación en el hotel Hilton hasta que todo se calmara y cogieran al hombre. Pero Becki había sido inflexible. A pesar de todas las discusiones, nada haría que recuperara el sentido común. Estaba afectada por algo más que las heridas o el temor a que el atacante regresase.

Cuando le había hablado en la habitación del hospital, había estado sumamente distraída, observando constantemente por encima del hombro, y cada tanto, hacia la ventana.

Al final, se había dado por vencido. Y tan pronto como les fue entregada la documentación para ser firmada, Becki estaba vestida y dispuesta. Al dejar la habitación en la silla de ruedas, se había dado la vuelta y había echado una última mirada hacia atrás. Donaldson creyó haberle escuchado susurrar:

—Lo siento.

La observó cuando estaban ya en el coche. Vestía una liviana camiseta azul marino con las mangas arremangadas hasta el codo. Los jeans lavados le ceñían las esbeltas piernas. Llevaba el cabello recogido en una coleta y algunos mechones le caían sobre la frente. Su apariencia podría haber sido bastante sexy si no fuese por la mirada de neurosis de guerra que reflejaban sus ojos brillantes y por la gasa blanca alrededor del cuello, Dios, parecía haber envejecido varios años, pensó. Qué trauma debió haber sufrido…

Ella parpadeó.

—Lo lamento.

—¿Qué?

Donaldson giró los ojos y parpadeó.

—Te he preguntado si algo estaba mal. Bueno… quiero decir, algo serio. ¿Necesitas volver?

—¡No, por Dios! —exclamó Rebecca—. Estoy bien. De verdad —le tocó el hombro repentinamente—. Gracias. Gracias por sacarme de allí —miró la mano de la mujer, y después a los ojos. Suspirando, apartó la vista.

El punto salió a relucir una vez más. ¿Por qué, por qué lo seguía intentando?

Jamás podría haber algo entre ellos. Becki lo había dejado bien claro sin decir una palabra. Podía verlo en su mirada distante. Maldición ¿que estaba esperando? No tenía a nadie más y aun así no reparaba en él. Oh, pasaban mucho tiempo trabajando juntos, perfectos compañeros de trabajo, por una simple cuestión laboral. Una salida al cine o a cenar, un poco de romance, y nada. Un fracaso total. Jamás un brillo en sus ojos oscuros, ojos gélidos.

Su corazón era impenetrable.

Afronta los hechos, Scotty. Ella está fuera de tu alcance. Pero, Dios, qué tortura era trabajar a su lado día tras día, el manjar frente a sus ojos, pero siempre tras una grueso escudo de cristal. Tenía que hablar con Tony sobre la posibilidad de una nueva compañera.

—Bueno, pareces preocupada, Becki —adopta una actitud profesional. Relájate. Mira el camino—. No te preocupes. Tony y todos en la oficina están preocupados por ti. Hemos contactado con el jefe de policía. Ha enviado a dos hombres que nos están aguardando en la cabaña. Y una camioneta inspeccionará el lugar cada media hora. Estarás segura. Y Tony dijo que te tomaras el tiempo que sea necesario para volver. Si quieres esperar hasta estar bien, perfecto. Si crees que el trabajo te distraería de las preocupaciones, vale.

Rebecca no dijo nada. Miró fijamente hacia delante y frunció el ceño.

—¿Becki? —Donaldson colocó el automóvil a 120 kilómetros por hora como velocidad crucero—. ¿Estás segura de que estás bien?

Sin moverse, sin pestañear, Rebecca dijo:

—He estado intentando recordar el sueño que tuve la última noche, después de que me sedaran.

—Sí, supe sobre el asunto de los sedantes. Dijeron que sufriste alucinaciones.

Entrecerró los ojos.

—No fue así —tragó con dificultad. No había tenido alucinaciones, estaba segura de ello, pero ¿qué sentido tendría intentar convencer a Scott?, jamás lo creería. Había visto suficientes cintas de terror como para saber que nadie creía a la heroína cuando gritaba «¡Monstruo!».

Sólo cuando era demasiado tarde, cuando estaban siendo descuartizados, miembro por miembro, los incrédulos deseaban haberla escuchado antes.

¿De que serviría intentar hacerle creer en algo que solo ella podía ver?

Está maldita…

Y cayó en la cuenta de una espantosa posibilidad que se iba perfilando lentamente. ¿Y si el espectro estaba diciendo la verdad? Entonces esas cosas, esos espíritus descarnados podrían estar en todas partes.

¿Cuántas veces en el pasado había caminado junto a ellos o había entrado a una habitación pensando que estaba vacía y, en realidad, la estaban observando? ¿Esclarecería eso la sensación inexplicable de sentirse observada cuando no hay nadie? ¿Y sus amigos muertos? ¿Estarían deambulando por ahí?

¿Y mamá y papá?

Tembló, y sintió que iba a desvanecerse.

¿Estarían todavía en el viejo camino de Kentucky?

Bajó la ventanilla del automóvil y aspiró el aire fresco. Eran demasiadas preguntas. Y estaba muy cansada para estudiarlas. El efecto de las drogas aún persistía atenuando los focos de dolor. Tenía la sensación de estar soñando despierta.

—Soñando despierta —musitó.

—¿Qué?

—Así me sentí la otra noche —lo miró a los ojos y él le sostuvo la mirada.

Sobrepasaron un automóvil por la derecha, demasiado cerca, y para esquivarlo debió hacer una maniobra peligrosa.

—Lo siento —murmuró y fijó la atención de nuevo en la carretera—. ¿Qué soñaste?

Levantó las cejas y se sumió en sus pensamientos, su visión se tornó borrosa y solo captó imágenes fuera de foco a través de la ventanilla, los árboles se convirtieron en pinceladas verdes.

—Una niña. Una hermosa niña, de quizás diez u once años. Con un colorido uniforme de colegio o ataviada como para ir a la iglesia, pero —se concentró—… sin zapatos.

Donaldson permaneció en silencio. Cuando Rebecca tenía ese tono melancólico de voz sabía que no debía interrumpirla. Estaba hablando sobre algo que la había marcado profundamente.

—Flotaba sobre mi cabeza hablando rápidamente, murmurando lo mismo una y otra vez. Algo… un nombre. Un nombre, un nombre de niño —se frotó los ojos y miró a Donaldson pidiéndole ayuda—. Parecía tan desesperada. Agitada. Y… como si sufriera. Aparecía y desaparecía, como si fuese una proyección, una imagen borrosa emitida por un proyector con poca batería.

Rebecca golpeó el tapizado de la guantera.

—¡Si tan solo pudiese recordar! El sueño estaba tan fresco en mi memoria cuando desperté, eso suele suceder con los sueños, pero ése comenzó a desvanecerse. Algo… algo referente a rescatar a un niño.

Sus ojos se iluminaron y contuvo la respiración.

—¡Jay! ¡Su nombre era Jay!

Donaldson se encogió de hombros.

—¿Qué quiere decir eso? ¿Conoces a alguien llamado Jay? ¿Un hermano, alguien que conociste en el pasado? Sabes, la gente a menudo tiene premoniciones sobre parientes. Mi madre, por ejemplo, una vez soñó que veía a su primo caminando resueltamente hacia el cementerio; cuando lo llamó, no le contestó —sonrió—. Bueno, tres días después, recibieron una llamada telefónica de larga distancia. Su primo había muerto la noche anterior, y…

—¡Cuidado! —gritó Rebecca y se cubrió los ojos con las manos— ¡no los atropelles!

Donaldson, con el corazón latiéndole tan fuerte que parecía que iba salírsele por la garganta, apretó los frenos del Mazda y viró con tanta brusquedad que salió de la carretera. Las cubiertas giraron en la cuneta y el automóvil coleó violentamente, deteniéndose en el carril de la dirección contraria.

—¡Qué! —gritó examinando las marcas que habían dejado las cubiertas sobre el pavimento—. ¿Dónde? —trató de asir a Becki por el hombro.

Ella miró por entre los dedos de las manos.

—Oh, Dios mío —con los ojos desorbitados y la boca abierta, señaló el parabrisas—. ¡Oh, Dios mío, oh Dios mío!

Estás maldita.

—¡Qué, qué! ¡Qué! —Donaldson estaba al borde de la histeria—. ¡No hay nada ahí! —¡Oh!, Jesús, sigue con las alucinaciones. ¿Qué clase de drogas le habían dado? ¿Dónde estaba la siguiente salida?

—Una familia entera… —Rebecca estaba mortalmente pálida—. Dos hijas, cubiertas de sangre. La madre… con el cuello quebrado… el padre con el rostro destrozado… Oh, Dios, él puede vernos. Me está señalando. Sabe que puedo verlo. ¡Viene hacia aquí! —su rostro estaba desfigurado y se aferró de la mano de Scott.

—¡Arranca, maldita sea! ¡Gira esta cosa y arranca!

Se acercó y cogió la palanca de cambios. La palanca se deslizó bajo su mano. Donaldson le cogió las manos y se las inmovilizó intentado calmarla.

—Cálmate, Becki. No hay nadie ahí. Ninguna familia, no hay sangre. Estás todavía bajo los efectos de la conmoción. Tenemos que…

—¡Cállate y arranca! —se soltó y rápidamente colocó el cambio para avanzar.

La aparición del padre caminó arrastrando los pies hacia la parte delantera del automóvil; levantó los brazos, y las mangas hechas jirones se desprendieron, dejando al descubierto profundas laceraciones cubiertas de sangre. Tenía el cráneo partido y la frente hundida; algo viscoso le supuraba de los oídos y de los ojos.

Vendrán a ti para pedirte ayuda.

El Mazda giró sobre las ruedas, y se abalanzó describiendo un cerrado semicírculo.

Rebecca gritó de nuevo cuando el parachoques delantero embistió y atravesó al fantasma del padre. El brazo cubierto de sangre se balanceó e intentó aferraría. Con la mandíbula destrozada, abierta y colgando, la boca espectral emitió un lastimero grito de ayuda.

Farfulló:

—¡Ayúdenos! Por favor…

La mano se deslizó por el limpiaparabrisas, retorciendo los dedos magullados mientras intentaba alcanzar su rostro.

Rebecca cerró los ojos y gritó desaforadamente, gritó hasta que kilómetros más tarde, su voz se quebró anegada en lágrimas y estalló en histéricos y roncos sollozos.

♠ ♠ ♠

Despertó con el sonido del océano y el olor a comida china.

Las cortinas de las ventanas se ondeaban suavemente, atrapando los últimos rayos de sol y danzando la última canción del día. Estaba todavía vestida; no obstante, tiritaba. Por el resquicio de la puerta de su alcoba pudo escuchar el murmullo monótono del televisor de la planta baja. Sus guardaespaldas, Johnson y Myers, habían alquilado varias películas para pasar el tiempo.

Habían estado revisando el exterior de la casa cuando llegaron.

Rebecca había estado demasiado confundida como para esforzarse en presentaciones. A pesar de las protestas de Scott, corrió escaleras arriba, se encerró en el baño del dormitorio, abrió la ducha y se metió bajo el agua aún vestida. Dejó caer el agua caliente con fuerzo sobre el rostro limpiándole las lágrimas que se perdieron en las cañerías de drenaje. Scott entró cuando el agua se había comenzado a enfriar. Suavemente la condujo aún aturdida y temblando hacia el dormitorio, le colocó ropa seca encima y le dijo que la enfermera subiría en un minuto.

No supo cuánto tiempo pasó así, chorreando agua sobra la alfombra afelpada, castañeando los dientes y con la mente en blanco hasta que la fornida mujer apareció y la desvistió. Le ayudó a vestirse con ropas secas sin destaparse y todo el tiempo pudo escuchar el ladrido feliz de un perro.

Lo que más recordó después fue ese detalle. En alguna parte de la playa un perro estaba ladrando juguetonamente. Ninguno de los vecinos tenía un perro. ¿Sería un perro callejero?

No pudo evitar una sonora risa. Allí estaba ella, volviendo de los umbrales de la muerte, inmersa en una pesadilla plagada de demonios reales y fantasmagóricos, y se preocupaba por un perro perdido.

Abajo, tanto Johnson como Myers reían con ganas y pudo distinguir la voz de Bill Murray.

Rebecca no pudo evitar reírse cuando, sorprendida, se dio cuenta de la película que habían alquilado.

—¿Cómo puedes decir que no hay un plan que va enhebrando tu vida, Becki? Si esto no te prueba la existencia del destino, estás ciega y no tienes esperanza.

Atontada, se incorporó y dejó las piernas colgando al borde de la cama. Murmuró:

—¿A quién ibas a llamar, Becki? —haciendo un guiño, sonrió y se tocó el vendaje del cuello recién cambiado.

—A quién ibas a llamar… —hizo una pausa y notó un fugaz movimiento fuera, cerca de la costa.

Con las últimas luces del día, el agua brillaba, deslumbrante en su belleza.

Pero algo se agitó rápidamente a lo largo del agua, como si corriese en respuesta a una llamada distante.

Y arrastrado por las ráfagas del viento salado, el alegre híbrido de un perro llegó hasta sus oídos.

Rebecca suspiró. Oh, estar ahí fuera, corriendo detrás de un perro, el aire estimulante llenándole los pulmones, los pies en la arena, la blanca espuma de las olas salpicándole las piernas…

Pasaría un tiempo hasta que pudiese salir a trotar, a correr descalza bajo las estrellas, con la luz del porche como única guía para regresar. Sin embargo, cómo lograban aclararle la mente esos paseos nocturnos. Siempre le habían brindado una increíble paz interior.

Una intensa nostalgia le brotó del corazón. Miró de nuevo la puerta. ¿Qué daño podría hacerle? Obviamente, no iba a correr, pero podía caminar por la costa, sentarse en un médano y contar las estrellas, enterrar los pies en la arena y arrojar palos al viento. Nadie podría verla. Además, a pesar de la protección reforzada que le habían asignado, tenía la sensación intranquilizante de sentirse más segura sola al aire libre. Un hombre de tantos recursos como Karl Holton no sería disuadido por dos hombres armados que estaban mirando películas y comiendo viandas de comida china.

Tomó la decisión, se puso un par de jeans, se quitó los calcetines y se colocó un abrigado jersey negro sobre la camiseta azul. Cuando las primeras estrellas aparecieron tímidamente, Rebecca trepó por la ventana del baño y se subió al lecho del garaje. De allí solo había un pequeño salto al techo de uno de los tres coches desconocidos que se encontraban en el sendero. Salvo por una efímera punzada de dolor en la herida de bala, se sorprendió por lo saludable que se sentía. Pero la facilidad de su huida la obligó a detenerse; un pequeño ejército podría treparse de la misma manera mientras durmiese y hacer un picnic alrededor de su cama.

«No pienses en ello», se regañó. Quería mantener su mente libre tan solo unos momentos, hasta que pudiese absorber la belleza de la playa y la majestuosidad de los destellos de luz para que la ayudasen a disipar todo el horror y la futilidad que la amenazaba con tantos peligros, sin importar el derrotero de los pensamientos y recuerdos del campo de batalla en el que se había convertido su memoria llena de cicatrices.

La arena estaba fría y le resultaba agradable su contacto contra los pies. Se alejó de la cabaña, el brillo del televisor no podía compararse con la atracción de las olas. Con cada paso que daba se sentía más liviana y poco después, le pareció que estaba inmóvil y era el viento el que la llevaba sobre los pequeños médanos. Esa sensación le hizo recordar la que había sentido al volar desprendiéndose de su propio cuerpo, con la misma ingravidez de un globo que se había soltado de la rama de un árbol marchito. Con preocupación, se dio cuenta de que había sucedido solo unos días atrás.

Gradualmente, iba logrando controlar el peso de los recuerdos. Estaba de nuevo en su elemento, capaz de manejarlo.

Arriba, las constelaciones se desplegaban en toda su majestuosidad, ocupando sus respectivas y eternas posiciones. Varias estrellas de inmediato le hicieron guiños.

Sin aliento, Rebecca se detuvo en una altura a unos cuatrocientos metros del agua. Le empezó a doler el cuello por el esfuerzo al observar las estrellas, transfigurada por la visión celestial.

—Todas esas almas —susurró, el viento se apoderaba ávidamente de sus palabras—. Tantas… partiendo.

¿Por qué tú permaneciste, querida?

¿Por qué estás maldita, por qué eres especial?

Cautelosamente, se dejó caer de rodillas. «Lo estás haciendo otra vez», se regañó. Siempre buscando el significado de todo. ¿Cuántas veces se había dejado llevar en ese derrotero, solo para perder hasta la última pizca de optimismo?

No hay un significado. Nada. Todo esto, extendió una mano y señaló al océano, las estrellas, y abarcó todo lo que estaba detrás de ella.

Sin sentido.

Vivimos, luchamos, morimos. Suspiró intentando dominar un escalofrío. Si lo hacemos apropiadamente, paso a paso, aferrando la belleza de la vida dondequiera que la hallemos, porque belleza había. Sólo que había más fealdad. El truco era encontrar tu propia pequeña pradera, algún lugar en el que tu alma pueda afirmarse y hacer que la vida valiese la pena.

Por el contrario… por el contrario, pensó, si caes tan profundo como lo hice yo, volver a subir parecía casi imposible. Es demasiado fácil verse envuelta en la búsqueda de propósitos para adherir a los grandes valores en pos de la justificación de la conducta humana, y esperar que la naturaleza jugase con las mismas reglas.

Y ésa era la trampa en la que ciegamente había caído.

Le llevó muchos años de agonía e incontables ejemplos patéticos para convencerse de que la naturaleza no podía ser obligada, que a pesar de la gracia cósmica y la presunción de que alguien había creado todo acorde a un plan meditado, básicamente, estábamos solos. Encontramos nuestro camino bajando por las ramas de un árbol a cuyo pie hallamos una pizarra en blanco y una caja de tizas. Pero la tiza se partió y la pizarra se rajó, y terminamos dibujando en el árbol y sobre nosotros mismos, pero al menos el instrumento del destino estaba en nuestras propias manos.

Ytan pronto como Rebecca pudo aceptarlo, fue capaz de encaminar mejor su vida. Perdió mucho de su ánimo; nunca más deseó una estrella, ni arrojó peniques a la fuente de un centro comercial. Había sido golpeada ferozmente por la bestia llamada Realidad. Había dejado demasiadas flores sobre tumbas de novias que esperaron la llegada de caballeros montando blancos corceles.

Con lo decisión tomada, se dio cuenta de que en su vida ya no había lugar para luminosidad y milagros, pero se había vuelto más fuerte al llenar el vacío con responsabilidad y control. Rebecca Evans no iba a quedarse añorando cuentos de hadas. Y toda esa filosofía era solo eso; un cuento de hadas en busca de la varita mágica que lo une todo; la bola de cristal que muestra la gloriosa culminación de la aparente sinrazón de la vida.

No existía el destino. Sólo la mente del ser humano. Y según Rebecca, esta última podría darle al destino una buena enseñanza, si estaba preparada correctamente.

Una fuerte ráfaga de viento le soltó un mechón de cabello de la coleta y le fustigó el rostro.

Al mismo tiempo, también un pensamiento la fustigó.

¿Por qué tú?

Tembló y miró hacia el océano eterno en busca de ayuda.

¿Por qué yo? Pensó, y acalló la pregunta tan pronto como la había esbozado. Estás haciendo preguntas otra vez, Becki. La misma pregunta que te has hecho un millón, millones de veces antes. ¿Por qué? ¿Por qué sucedió esto, por qué el niño tomó una aspirina envenenada? ¿Por qué el avión cayó en esa línea de casas en particular? ¿Por qué a Ronald Jacobs lo fue destinada tal muerte?

Estaba enojada consigo misma, pero más con la vida por contrariar a tal punto sus creencias, cuando sus convicciones, como cemento secándose, casi había terminado de fraguarse y su superficie aún estaba alisándose. Justo cuando creía haber entendido la verdad del mundo, la vida le arrojaba un mendrugo de sus antiguos sueños, le daba una página de un libro de cuentos.

¿Qué podía hacer con ella? ¿Cómo podía explicar su estado?

Estaba muerta. Desde todo punto de vista, no debería estar allí; sus días de contemplación en busca del significado de las cosas deberían haber terminado.

Pero aun así, había sido enviada de regreso. Se estremeció, y por un momento creyó detectar abajo, en la playa, un rápido movimiento. Enviada de regreso. ¿Para qué? ¿Por qué tú?

Y si ella aceptase que había un plan para su presencia allí ¿qué pasaba con los otros?

¿Qué sucedía con las almas que jamás habían llegado a la luz? El viejo que deambulaba por las habitaciones de nuevos pacientes, las familias que vagaban por las carreteras. ¿Este esquema los incluiría a ellos? ¿Por qué no se les habría permitido entrar?

¿Por qué?

¿Por qué?

El viento silbó en su oído y un perro ladró.

Y quedo, apenas perceptible, la voz de un hombre lo llamó.

Levantó la cabeza abruptamente provocando una furiosa protesta de la herida del cuello. Escudriñó la playa iluminada por las estrellas.

♠ ♠ ♠

Allí, en la distancia, dos figuras.

Una pequeña, una figura gacha que se movía rápidamente, avanzando rítmicamente, en o cerca del agua. Y tras él, la otra figura de pie, avanzando a paso más lento, se detuvo varias veces y parecía darse la vuelta repetidamente, como si buscase algo en las olas.

Rebecca se puso de pie. En contra de su buen juicio, se dirigió hacia el agua.

Las figuras se agrandaron, y el ladrido se hizo más nítido. La figura del perro se dio la vuelta y corrió de nuevo hasta el hombre. Se detuvo, giró y salió corriendo otra vez.

Jugando a arrojar y buscar palos, se dio cuenta Rebecca. Juego en el que nunca se había destacado el viejo Sparky. El endemoniado perrillo siempre había dado vueltas alrededor del palo, renuente a cogerlo y no respondía cuando lo llamaba, por el contrario, se iba trotando a un cómodo lugar bajo la sombra y se quedaba masticando la corteza de la rama que le había arrojado.

Esbozó una amplia sonrisa. Los recuerdos de los que se habían ido pueden ser muy vividos, más agridulces que al tiempo de vivirlos.

Cuando finalmente el suave golpe de las olas se impuso al agudo silbido del viento, llegó hasta la última duna donde la playa bajaba hasta la costa. Más allá, a su derecha, un palo cayó y rodó; el perro llegó corriendo tras él. En la oscuridad no pudo distinguir su raza, pero no había muchas posibilidades. Quizás Golden retriever o Collie. Aullando, con la lengua colgando, descendió en busca del palo, lo levantó, y corrió en círculos.

Rebecca estaba sorprendida. Apenas había podido localizar dónde estaba el palo y el perro lo encontró sin tener que buscarlo. Observó cómo agitaba la cola mientras se alejaba hacia las penumbras donde su dueño lo aguardaba. Más distante, por donde caminaba el hombre, la oscuridad era más profunda, insondable.

Sintió un cosquilleo en el cuello y, de repente, la sobrecogió una sensación de temor que le estremeció la espalda.

¿Un perro que encontraba palos en la oscuridad?

Algo silbó en el aire y el palo cayó frente a su pie, amortiguado el golpe por la arena húmeda.

De inmediato, se oyó un aullido ansioso y, poco después, el perro apareció entre las sombras, incansable y dispuesto a continuar el juego.

Seguramente, el perro la vería y… ¿si se asustaba? ¿O era peligroso?

Se inclinó y levantó el palo. Estaba seco, lo que le pareció curioso, pero antes de que pudiese detenerse a pensar por qué, el perro apareció desde la penumbra. Era un Golden retriever, peludo, con el hocico sarnoso y una larga lengua. Resbaló y se detuvo a unos pocos metros.

Olfateó el aire y levantó la pata delantera.

El hombre lo llamó desde lejos. El Golden retriever miró hacia atrás, después se adelantó olfateando.

Rebecca estaba a punto de llamarlo cuando se le ocurrió echar una mirada a las patas del perro. No estaban mojadas ni tenían arena, ¡y estaban a casi quince centímetros de altura de la superficie!

No había huellas a la vista, ni siquiera había marcado la arena.

El retriever levantó el hocico, señalando la mano de Rebecca.

El corazón le latía con fuerza, retrocedió unos pasos y arrojó el palo débilmente hacia adelante.

Desde la oscuridad, la voz gritó algo como:

—¡Caesar!

El perro se arrastró hasta el palo, caminando por el agua sin provocar ningún sonido. Levantó el hocico que sujetaba el empapado premio y trotó de vuelta hasta la playa. Se detuvo antes de alcanzar a su amo, se dio la vuelta y pareció estudiar a Rebecca.

Una estrella titiló en silencio y una ola le cubrió con agua salada los pies desnudos salpicándole los jeans.

El retriever bufó debatiéndose indeciso. Finalmente la olfateó, lanzó un ahogado ladrido y corrió enérgicamente hacia adelante soltando el palo babeado a sus pies cuando la ola retrocedía.

El retriever se sentó moviendo la cola, parecía estar dentro de la playa, fuera del alcance de la vista. Ladró una vez más, desafiando a Rebecca quien dio un salto hacia atrás.

Tan solo un fantasma, se dijo a sí misma. No puede tocarte. Ya lo sabes.

No puede…

—¡Caesar! ¿Qué estás haciendo?

Entornó los ojos para divisar a la figura que se acercaba. Algo largo y negro lo envolvía como una nube impidiéndole verlo bien. Aunque la camisa era blanca, estaba segura. Y tenía un tipo de fruncido en el pecho. Cabello oscuro, largo, sujeto en la frente por medio con un retazo de tela negra que caía a un lado del rostro, sobre la oreja. Sin rasurar, aun así, era bastante apuesto. De anchas espaldas, mediana estatura. También se negaba a caminar convencionalmente, sus pies calzaban botas de cuero pero no se movían cuando propulsaba el cuerpo hacia adelante, y estaban hundidas en la arena.

Una vaina larga colgaba de la faja que llevaba en la cintura, y sus holgados pantalones eran de color índigo oscuro.

Se echó la capa sobre el hombro derecho al hablar:

—Caesar, no aterrorices a la pobre señorita. No creo que le guste ver palos flotando por allí. Ven, amigo, encontraremos algún otro objeto que buscar.

Caesar ladró para demostrar su oposición a la propuesta.

La elegante aparición ladeó la cabeza y mantuvo una inusual conversación con el perro.

—¿No quieres hacerme caso? ¿Me desobedeces a mí? ¿A MÍ?

Sobrecogida, Rebecca luchó contra el gusto amargo que sintió en la garganta. El viento le azotaba el jersey y el cabello, pero notó, sin gran sorpresa, que no lograba mover la capa del fantasma.

—Yo, que juego contigo, camino contigo, te rasco la panza, ¿eres capaz de negarte a una simple petición después de todo lo que he hecho por ti?

Caesar ladró otra vez y levantó la pata hacia Rebecca.

—¿Qué clase de mejor amigo eres?, ¡fregona sarnosa! ¿Dónde estarías si no fuera por mí? Todavía intentando morder tu propio rabo como a un kilómetro de aquí, supongo.

El perro gruñó y Rebecca se cayó.

—¡Vaya! —el fantasma cruzó las piernas y se inclinó hacia atrás, como si se reclinase en un carruaje invisible—. Caesar, obviamente la joven ha estado bebiendo esta noche, quizá un poco de más, del precioso fluido ámbar. Por la mañana alardeará con los invitados de la fiesta que vio palos volando y balanceándose de arriba abajo, y que volvían hacia ella al arrojarlos. ¡Será el centro de la reunión!

Se levantó y se deslizó sobre el perro.

—Ahora, Caesar, debemos irnos. Sé que te aburro, pero eso no es razón suficiente para que te quedes con la primera… hermosa extraña que juega contigo.

El perro aulló, y Rebecca miró a uno y otro, boquiabierta.

—No puede verte, —le aseguró al perro y señaló—. Observa esto…

Giró la capa y blandió en alto una brillante espada.

—¡Buuu! —gritó. La hoja le pasó rozando la cabeza.

Rebecca lanzó un chillido y levantó las manos cubriéndose la cabeza.

La espada le atravesó las manos, el cráneo, el cuerpo, y describió un amplio arco antes de alcanzarle el hombro; en ese punto, el fantasma reaccionó y atónito, soltó el arma que se perdió en la distancia.

Caesar ladró insistentemente, a su dueño, y a Rebecca.

—Oh, por las estrellas del cielo… —el fantasma cayó de rodillas en la arena. Con los ojos desorbitados, miró fijamente a Rebecca mientras ella se ponía de pie, se dio la vuelta y echó a correr cojeando y tambaleándose como si estuviese drogada.

Finalmente el fantasma parpadeó.

—¡Espere! —intentó gritar por sobre el sonoro y juguetón ladrido del perro. Caesar aulló nuevamente y se echó a correr tras ella, disfrutando del nuevo juego.

—¡No, Caesar! —el hombre voló hacia adelante, se estiró y alcanzó las patas del perro antes de que tomase carrera—. Atrás, Caesar, atrás.

El perro gimió y ladró furioso, retorciéndose para desaferrarse de los brazos de su amo.

—Déjala ir —dijo, y con profundos y sombríos ojos azules la observó alejarse con un sentimiento de pérdida mezclado con un destello de esperanza—. Volverá. —Palmeó la cabeza del perro y le acarició la oreja—. Volverá a jugar, ya lo verás.

Relegada la diversión, Caesar rápidamente se soltó y empezó a rondar por todas partes en busca de la espada.

El hombre flotó en el aire quedando suspendido a unos centímetros de la arena. Una ola rompió bajo la suela de sus bolas, se sujetó con firmeza la capa alrededor del cuerpo y observó con ojos atentos a la mujer que se alejaba.

Y por primera vez en casi tres centurias, realmente sintió un vacío donde solía estar su corazón.