Capítulo 3

Washington D. C., centro de la ciudad, 12:45 horas.

La puerta de madera tembló ante otro asalto del enfurecido padre de Jay. La cerradura se mantuvo firme y el marco de la cama colocado bajo el picaporte tembló suavemente con el impacto.

—¡Déjame entrar, pequeño renacuajo! —Se oyó otro golpe sordo contra la puerta—. ¡DÉJAME ENTRAR!

Jay Collins tembló abrazándose las rodillas, acurrucado en la esquina más alejada de la habitación. Una única y rajada bombilla de luz colgaba del techo atenuando fugazmente la opresión del cubículo. Las paredes marrones estaban llenas de agujeros y rajas; restos de pintura descascarada yacían en el suelo y otros amenazaban con desprenderse. El techo goteaba cuando se usaba la ducha del baño del piso superior o después de una tormenta, y en el invierno, las gotas formaban estalactitas que parecían salientes rocosas de una caverna. Un solo colchón y una mugrienta manta yacían arrumbados contra la pared en la esquina opuesta, escondiendo un agujero de un pie de largo en el piso a través del cual Jay podía observar qué sucedía en la habitación del piso inferior que los inquilinos usaban como cocina.

En la puerta contigua, el señor Harry Young levantó el tono de su cascada voz:

—Oigan, allá arriba, cállense, ¡hay que joderse!

El padre de Jay le contestó:

—¡Métase en sus cosas, o después del chaval, sigue usted!

Jay cerró los ojos y luchó contra las lágrimas ¿Cuántas veces se había repetido esta escena? Una y otra vez, semana tras semana. Otros niños, estaba seguro, lo pasaban mejor. A menudo se había preguntado qué habría pasado si hubiese sido un niño blanco, si hubiese nacido en un lindo hogar, en un lindo hogar como los del campo, si hubiese tenido un perro y una piscina, y una mamá agregó amargamente, seguramente, todo habría sido diferente. Lo único que conocía en su vida era la miseria de las infraviviendas del gueto. Bajo la sombra de un padre furibundo y amargado se había sentido acobardado durante nueve años, sin esperanza, sin amigos…

—¡Déjame entrar, tú, pequeño gilipollas!

Excepto uno. Excepto Susie.

Con un nuevo golpe a la puerta, se descascaró otro trozo de la capa de pintura del techo que flotó en el aire siguiendo el sentido de las agujas del reloj hasta posarse suavemente en el suelo sucio. El señor Young arrojó un plato contra la pared.

Jay pronunció el nombre de Susie y por un instante, se le iluminó el corazón. Sí, Susie era su amiga. Susie era una niña blanca que había empezado a visitarlo unas semanas atrás. Era de la altura de Jay, tenía el cabello rubio y suave, hoyuelos que parecían demasiado grandes para su rostro delgado y enormes ojos azules que rebosaban de entusiasmo infantil, pero otras muchas veces, no lograban ocultar una profunda congoja y confusión.

—¡Maldito seas, niño! ¡Tendrás que salir en algún momento! —otro golpe.

La primera vez que vio a Susie, estaba en el medio de la habitación, sentada en el piso con las piernas cruzadas y la cabeza entre las manos, sollozando. Su padre se había quedado dormido frente al pequeño televisor blanco y negro, sujetando aún la botella de cerveza barata llena hasta la mitad. Jay había aprovechado el momento para escurrirse escaleras arriba y encerrarse antes de que su padre despertase de la borrachera buscando algo para romper, preferentemente, la cabeza de su hijo.

Y allí estaba ella. Tan pronto como encendió la luz, giró la cabeza. Vestía un remilgado uniforme de colegio, una falda blanca y una blusa rosada bajo un jersey escote en V. Parpadeó con ojos llenos de lágrimas y siguió sollozando. Preocupado porque el llanto despertase a su padre, la empezó a calmar y se detuvo al pensar que bien podría estar en realidad soñando. ¡Podía ver a través de la niña! La pintura descascarada detrás de su cabeza, la raja en el piso bajo de sus piernas.

Atónito, con la boca abierta, alcanzó a cerrar la puerta rápidamente y echó el cerrojo. Con los ojos desorbitados y el corazón latiéndole con fuerza, se acercó a la niña. Permaneció de pie detrás de ella durante varios minutos observando su maravilloso cabello dorado, la delicadeza de su vestimenta, la inocencia pura de su apariencia. ¡Qué fuera de lugar parecía en ese mundo de dolor y peligro! Intentó enfocar la vista para captar mejor la forma, negándose a aceptar la transparencia de ese ser que por instantes parecía invisible.

La tocaría, podía ser que fuese tan solo un sueño, y así desaparecería cuando sus sentidos desestimaran su presencia, y regañaría a su mente por inventar tal ilusión. Extendió la mano, estiró los dedos para tocar el cabello sedoso… ¡y logró tocarla!

Le corrió un cálido cosquilleo por el brazo al sentir su contacto en los dedos, después lentamente atravesó la cabeza de la niña. Gritó y retiró la mano bruscamente.

La reacción de la niña no fue menos sorprendente. Lanzó un chillido, elevándose en el aire a tres pies del suelo. Se dio la vuelta y lo miró fijamente, masajeándose la cabeza con la mano.

—¿Tú… puedes verme? —quedó boquiabierta, incrédula—. ¿Tocarme?

Jay parpadeó y golpeó la cabeza contra la pared cuando le fallaron las piernas. Aturdido preguntó:

—¿Puedes volar?

La niña frunció el ceño y gimoteó nuevamente. La expresión de sorpresa se mezcló con una de profundo dolor. Esbozó una sonrisa, y por fin, rió.

—Sí, tonto —dijo elevándose aún más alto, girando, para después abatirse con la gracia de una gaviota en busca de un pez. Se colocó a su lado y flotó junto a él manteniendo los pies, cubiertos por calcetines, varias pulgadas sobre el suelo, justamente al lado de los temblorosos pies de Jay—. Puedo volar, puedo hablar, puedo cantar, puedo atravesar las paredes…

Con los ojos desorbitados, Jay comenzó a erguirse.

—¿Puedes hacerlo?

La niña asintió rápidamente, se dio la vuelta y caminó en el aire como si estuviese trepando una escalera. Tres cuartas partes de su cuerpo desaparecieron en la pared junto al colchón.

Jay parpadeó. Se había ido. Nunca había estado ahí, se dijo. Otro sueño, uno muy lindo por cierto…

—¿Y cuál es tu nombre? —preguntó la niña materializándose al salir de la pared que estaba detrás de él.

Se dio la vuelta, tropezó y se cayó de nuevo balbuceando:

—Jay… Jay C… Collins —dijo al desplomarse.

La niña sonrió, sus ojos azules irradiaban simpatía.

—Hola, Jay CaCollins.

—Encantada de conocerte. Soy Susie. Sus ojos se humedecieron otra vez.

—¿Quieres ser mi amigo? —imploró.

Jay estaba seguro de que iba a llorar.

—Por supuesto —dijo frotándose la nuca—. Pero… yo… —echó una mirada a la puerta, con temor a que su padre pudiese entrar—. No sé dónde vives. Mi padre no me dejaría ir de todas formas.

—Yo…

Susie colocó un dedo sobre sus labios instándolo a guardar silencio.

—No te preocupes —susurró con una pícara sonrisa—. Vendré a visitarte.

—Tu padre no puede verme —frunció el entrecejo y bajó los ojos—. Nadie más puede verme…

—¿Por qué no? —Jay se le acercó—. ¿Qué sucede contigo?

Se encogió de hombros y un suave suspiro escapó de sus labios.

—¿Qué sucede? —preguntó Jay.

Susie movió la cabeza.

—Debo irme ahora —lo miró a los ojos y Jay descubrió una profunda e incontrolable pena en el fondo de esos inmensos ojos azules.

—¿Adónde? —preguntó—. ¿Tienes que ir a tu casa? ¿Se enojará tu papá porque saliste? —Jay se preguntó si a pesar de su blanca piel y costosa vestimenta, la vida en su casa sería tan mala como la suya.

—No, yo… no puedo ir a casa. Yo…

Jay frunció el ceño y se le acercó tocándole la mano. No supo por qué lo hizo. Sólo sintió que tenía que hacerlo; sostener su mano, ofrecerle el consuelo que podía darle.

Susie alzó su pequeña y borrosa mano para estrechar la de él. Las yemas de los dedos se rozaron, encontró una leve resistencia, después la atravesó, lentamente se fundieron, la pequeña mano negra se veía en el interior de la pálida piel. Una cálida sensación recorrió la mano de Jay como un flujo de energía conducida a través de sus huesos; le tembló el codo cuando el calor le recorrió el brazo hasta llegar al hombro. Cerró los ojos y exhaló profundamente. Sintió el temblor de Susie, y supo que ella experimentaba la misma sensación.

Pero ella se apartó bruscamente y el contacto se rompió. La niña se miró fijamente la mano, después lo miró a él.

—¿Cómo? —arqueó las cejas con una expresión de triste confusión—. ¡No puedo tocar a nadie más! ¿Por qué a ti sí?

Ella estaba a punto de llorar y elevó el tono de voz. Jay se encogió, pensó que el señor Young seguramente vociferaría o arrojaría algún artefacto de cocina contra la pared.

—He intentado tocar a otra gente, hablar con ellos. Los obreros ¡nunca me contestaron! —se cubrió el rostro con las manos—. Les rogué que me llevaran a casa. ¡Estaba perdida! ¿Por qué no pudieron ayudarme? Estaba arrepentida de haber ido a donde no debía. Pero me pareció que sería divertido, todas esas vigas y pilas de escombros, esas enormes maquinarias. Quería jugar… —dejó caer las manos, brillantes por las lágrimas. Y con ojos húmedos se miró los pies temblorosos bajo los calcetines blancos—. Perdí los zapatos. Se me cayeron cuando estaba trepando. Más tarde, uno de los sudorosos obreros los encontró. Le grité, le dije que eran míos; ¡míos! ¿Por qué no siguieron buscando?

Jay sintió una feroz punzada en la espalda; los escalofríos le sacudieron todo el cuerpo y sintió piel de gallina en la nuca. De repente, creyó entender.

—¿Por qué? —le imploró—. ¿Por qué no pudieron escucharme? Lo seguí, lo llamé a los gritos, le pateé la espinilla y mi pie solo lo atravesó. Grité y señalé, y cuando todo fue en vano, fui a hablar con su jefe, pero él tampoco pudo ayudarme.

Jay tragó con dificultad, se cogió por los codos y emitió un sonido lastimero.

Susie se enjugó las lágrimas, respiró profundamente y suspiró.

—La enorme máquina llenó el agujero con escombros, y supe que nunca recuperaría mis zapatos —se elevó lentamente hacia el techo que había comenzado a gotear.

—Están usando la ducha arriba —musitó Jay.

—Tengo que irme —suspiró la niña mientras su dorado cabello desaparecía.

Jay logró vencer su parálisis y se estiró.

Pero solo podían verse sus piernas, de la rodilla hacia abajo.

—Sólo quería jugar —escuchó su voz lastimera sobre él—. Sólo jugar…

La puerta gimió azotada por una andanada de golpes de puño y embestidas de hombros.

—Sal de ahí y recibirás lo que mereces, ¡tú, mierda!

Pero Jay estaba demasiado ensimismado en sus pensamientos como para oír a su padre. Después del primer encuentro, Susie había desaparecido durante seis días. En una solitaria noche de sábado, —su padre había salido y Jay estaba dibujando en hojas de periódicos con lapiceros rotos—, ella volvió, saltando felizmente a través de la pared.

—Hola, Jay CaCollins —exclamó, feliz de verlo.

Jay estaba tan contento que no se detuvo para corregir la pronunciación de su apellido. Casi había logrado convencerse de que ella era una increíble alucinación, y se abocó a dibujarla, o al menos, a intentarlo. Sólo tenía crayones verdes y amarillos y uno llamado «malva». Jamás había visto en la vida real algo color malva, y no comprendía por qué se preocupaban en incluir ese color en particular, pero ¿quién era él para decir que no existía el color malva más allá del gueto? Cualquiera de las imágenes que aparecían en el televisor blanco y negro podía ser de color malva. No lo sabía.

Susie, con repentina curiosidad, miró los bocetos antes de que pudiese esconderlos. Estaba emocionada y se acercó para coger uno.

Para asombro de Jay, el papel flotó y se elevó cuando ella lo asió. Lo levantó a dos pies de altura antes de atravesarle los dedos y descender al piso.

—¡Guau! —exclamó—. ¿Cómo has hecho eso? Pensé que no podías tocar nada.

Susie sonrió.

—He estado practicando. Tengo que concentrarme muuucho. Pero puedo mover cosas, cosas pequeñas, durante un segundo o dos —sonrió burlonamente.

—Y, mira esto…

Jay observó. Ella cerró los ojos, sobrevolando el piso. Tensó los músculos del rostro y Jay pestañeó cuando una suave brisa le golpeó los párpados; agitándole el cabello y ondulándole la camisa suelta.

—No me preguntes cómo lo hice —dijo Susie encogiéndose de hombros—. Sólo sucede. Un viento suave sopla cuando me concentro lo suficiente. No es muy útil, pero…

—Oye —dijo Jay— sería fabuloso para ayudar a un niño a remontar una cometa.

Después de ese comentario ambos estallaron en incontrolables risas que duraron tanto que Jay olvidó la pregunta que lo había acosado durante toda la semana. Y cuando ella se fue prometiendo que volvería pronto, se dio cuenta de que no había aprovechado la oportunidad para preguntarle si su sospecha era verdad… que ella era en realidad, un fantasma.

Lo visitó en tres ocasiones más. Y aquéllos fueron días de felicidad para Jay. Cuando ella se iba, él regresaba sonriendo a la pocilga miserable donde vivía. Su padre siempre le decía que borrase esa sonrisa de mierda del rostro si no se la borraría él con gusto. Jay siempre se daba la vuelta simulando dolor, pero en su interior, rebosaba de alegría. Tenía una amiga, alguien con quien conversar, alguien con quien compartir risas y problemas.

Se descubrió contándole todo: lo peor de todo, los detalles más vergonzosos de su vida, cosas que ella encontró difíciles de creer, cosas que jamás le habían sucedido durante su plácida y protegida vida. Le contó sobre las palizas, de las veces en que hombres adinerados venían a su casa y su padre lo encerraba con llave en el baño amenazándolo para que no dijese una palabra, del día en que se había escabullido y había llegado hasta el campo de juegos del colegio y se había escondido detrás de un automóvil, observándolo demasiado asustado como para dejar que notaran su presencia, y finalmente había deambulado por la ciudad hasta que el oxidado camión de su padre casi lo atropello, las magulladuras negras y azules y la nariz sangrante le había durado días. Le había dicho que jamás había conocido a su madre y que si se hubiese atrevido a preguntarle a su padre por ella, recibiría tantos garrotazos lo suficientemente duros como para dejarlo inmóvil durante semanas.

En la última visita de Susie, había sabido que ella era un fantasma, pero no parecía complacida al admitirlo. Sólo cuando Jay comparó su condición con Casper, el fantasma amistoso, ella sonrió y asintió con un movimiento de cabeza, y gran parte de la frustración en su expresión pareció borrarse.

Sin embargo, durante todos sus encuentros, no volvieron a tocarse. Ese asunto molestaba a Jay e intentó lograr que su amiga hablara de ello. Susie recelaba del contacto, especialmente porque era algo que no entendía; pero le había reconocido que mientras había durado el contacto con él, se había producido algo en ella. Y si la conexión hubiese seguido…

—¿Qué? —había preguntado—. ¿Qué habría sucedido?

Él quería sentirla otra vez, quería ofrecerle esa felicidad que estaba seguro ella había experimentado cuando sus dedos se habían posado en su cabello.

Susie negó con la cabeza.

—No sé…, sentí como… —se masajeó la sien como si le doliese la cabeza— sentí que algo me obligaría a abandonarte para siempre si no me apartaba. Vi toda clase de cosas extrañas. Cosas felices. Cosas realmente felices. Y las deseé. Supe que sería libre con solo aferrarme a ti…

Jay no podía entender lo que ella decía. No comprendió.

Susie lo miró a los ojos, y se tocaron mentalmente.

—Pero no lo hice… No quiero dejarte todavía. Quiero ayudarte, como tú me has ayudado a mí.

Jay frunció el ceño.

—¿Pero cómo puedes ayudarme? —preguntó, repentinamente amargo y cínico—. ¿Vas a lanzarle aviones de papel a mi papá para que sea bueno conmigo? —se arrepintió inmediatamente de haber pronunciado esas palabras al ver el dolor en sus ojos.

Ella sollozó y sacudió la cabeza mientras volaba hasta la pared más distante. Se detuvo por un momento antes de desaparecer. Con voz quebrada dijo:

—No sé cómo, pero te ayudaré. Encontraré a alguien que te ayude. Encontraré apoyo. Lo quieras o no —lo paralizó con la mirada—. Y lo sepas o no, tú eres especial. Mi amigo especial, mi único amigo especial.

Jay quedó atónito y miró hacia arriba.

—¡Abre la maldita puerta!

—¡Dios mío! —exclamó Susie con las manos etéreas en las mejillas—. Hoy está de mal humor ¿no es cierto?

—¡Susie! —Jay saltó e intentó alcanzarla.

Ella flotó hacia atrás.

—No…

Jay bajó la vista hacia sus deterioradas zapatillas.

—Lo siento. Sólo quería…

Se le acercó, con los azules ojos sonrientes.

—Lo sé. Confía en mí, Jay CaCollins. No te dejaré hasta que sepa que estarás bien. No puedo dirigirme hacia la felicidad y la libertad mientras tú sufras aquí.

Una lágrima brotó de los ojos de Jay. Se cubrió el rostro, avergonzado. Nunca había llorado delante de nadie excepto de su papá. Se sintió estúpido al demostrar sus sentimientos frente a ella.

Sintió un hormigueo en la mano y calor en el cuerpo. Con un dedo tiró de su mano.

—No tengas miedo —susurró—. He encontrado a alguien que puede ayudarnos.

Jay parpadeó, sus lágrimas desaparecieron.

—¿Sí?

—¡¿Con quién demonios estás hablando allí, niño?! —la puerta se sacudió nuevamente—. ¡Sal de ahí, maldito bastardo!

Susie asintió rápidamente.

—Ella puede vernos igual que tú, pero no puede tocarnos. Sólo tú eres especial como para hacerlo.

El entusiasmo en el rostro de Jay se opacó. Con ojos abatidos miró hacia el piso.

—Será mejor que te prepares para quedarte ahí para siempre, enano. Porque si sales…

—¿Pero cómo me puede ayudar? ¿Cómo me encontrará? ¿Cómo saldremos de aquí?

—¡No puedes salir! —gritó su padre.

Algo se hizo trizas contra la pared en el apartamento del señor Young.

—¡Estoy llamando a la policía, majadero!

La expresión de Susie se animó y le rozó los dedos en la mejilla.

—No te preocupes. No tengo todas las respuestas aún, pero las encontraré —sonrió elevándose hacia el techo—. Tú eres especial. Mi mamá —se detuvo, luchó para contener el llanto, después continuó lentamente—… dijo que la gente que era especial, la que tiene el don, algo para ofrecer al mundo, lo logrará, sobrevivirá a las desventuras porque es especial y que fue hecha así para usar sus dones.

—Maldito casero, deja el teléfono ¡pedazo de mierda! —su padre gritó y arrojó una silla contra la pared del señor Young—. No llamarás a nadie.

Jay estaba casi convencido, pero la hostilidad de su padre arrasaba todo optimismo.

—No —respondió pesimista—. No soy especial. Creo que voy a morir aquí. Puede ser que —agregó optimista— mi espíritu se quede aquí y atravesemos las paredes y volemos juntos.

Susie negó desafiantemente con la cabeza.

—Conseguiré ayuda. Sobrevivirás. Usarás tu don —su forma etérea descendió mientras hablaba. Los pies, poco después las pantorrillas desaparecieron en el suelo—. Pero primero —afirmó sonriendo—, creo que voy a romper algunas de las botellas de cerveza de tu padre. Puede que se asuste lo suficiente y te deje solo esta noche.

—¡Espera…!

—¡Los de arriba! —chilló el señor Young.

Susie le guiñó un ojo.

—Te veré pronto, amigo.

Suspirando, Jay se derrumbó sobre el piso y se cubrió la cabeza. Soñó con volar y hacer acrobacias en el aire siguiendo suaves corrientes de viento; con planear entre edificios y caer en picado desde lo alto. Se preguntaba si podrían siquiera encontrar a la mujer que había mencionado Susie. Se preguntaba si sería buena y lo llevaría a algún lugar donde hubiese una cama blanda y una televisión que brillase con deslumbrantes tonos de malva. Se preguntaba…, y como si sus fantasías del mundo exterior hubiesen tomado el control, creyó escuchar los gritos de pánico y pavor de su padre sobre el ruido del cristal rompiéndose.