Capítulo 2

Virginia, lunes, 9 de julio, 22:35 horas.

Rebecca Evans estaba de pie en el porche con los codos apoyados en el borde de la baranda, la brisa del mar le silbaba en los oídos agitando su oscuro cabello. Lejos del resplandor de la ciudad, el cielo nocturno ofrecía una realmente admirable e inmaculada visión de la bóveda celestial. A menos de un kilómetro de su cabaña, el Atlántico lamía las arenas de la costa.

El viento solo estrangulaba el rugido de las olas, y la mortecina luz de la cocina apenas alcanzaba a iluminar débilmente el borde del agua. Pero Rebecca podía ver el oscuro contorno donde reinaba el océano. Pensó que hasta podía distinguir el reflejo de las estrellas en la superficie del agua.

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Al pensar en estrellas se retrotrajo diecisiete años, cuando siendo una precoz niña de ocho años, le había preguntado a su padre cómo podía saber si Sparky, su dachshund, había ido al cielo. El perro había estado enfermo durante semanas; ciego y tembloroso, no tenía otro destino posible que una última visita al veterinario. Su padre la colocó sobre los hombros y la llevo fuera, hasta el centro del maizal. Las estrellas refulgían en toda su gloria celestial, y las cañas parecían desprenderse de la faz de la tierra para rozar las constelaciones.

—Allá arriba —le susurró suavemente como si le estuviese contando un tremendo secreto que nadie más podía escuchar—. Allá arriba —repitió.

—Mira las estrellas, Becki. Míralas con cuidado.

Así lo hizo y observó con detenimiento cada una de ellas, notando con sorpresa que cuando parpadeaba se formaban delgados haces de luz bajo sus párpados. Los mosquitos zumbaban a su alrededor y los apartó molesta.

—Allí —casi gritó su padre y señaló haciendo un ángulo con el brazo—. ¿Lo has visto? —Giró y estiro el cuello y sus tupidas cejas quedaron a pulgadas de su frente—. ¿Has visto cómo titilaba aquella estrella, Becki?

Rebecca dijo que creía haberla visto.

—Bien jovencita —su padre siempre la llamaba jovencita cuando bromeaba con ella; era su única hija, y como tal, había recibido el beneficio de una tremenda atención, mucha de ella concretada en relatos semiverdaderos y cuentos de hadas—. Eso fue un alma yendo al cielo.

Rebecca había fruncido el entrecejo, poco convencida.

—Sí —había continuado su padre—. Las estrellas son las ventanas del cielo.

—El paraíso es una gran mansión, Becki. Cuando uno se muere, el alma tiene que elegir la ventana por la cual quiere entrar. Las ventanas tienen cortinas sobre el cielo, y cuando un alma sube hasta ella, tiene que correr las cortinas. En ese momento, la luz del paraíso brilla aún más, solo por un instante, mientras el alma entra; después la cortina se cierra otra vez.

Becki había quedado muy impresionada, y dos noches después se escabulló de la cama y se dirigió al maizal. Se sentó en un pequeño claro durante lo que parecieron horas. Por la mañana, sus pies estaban embarrados y su madre, enojada.

Pero la pena se había ido. Había visto la cortina abrirle, y sabía que Sparky estaba feliz.

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Dos años después, la noche siguiente al accidente que había costado la vida de sus padres, volvió al claro y esperó desde el crepúsculo hasta el amanecer por dos estrellas que centellearan al mismo tiempo.

Y quince años después estaba en la playa escudriñando otra vez las estrellas, preguntándose si Ronald Jacobs habría hecho ya su elección. El señor Jacobs había muerto la noche siguiente a que la Corte Suprema de Washington le había aplicado dos sentencias a cadena perpetua por los asesinatos de veintisiete personas durante seis años. Ese número incluía a los cinco policías que habían ido a su hogar con una orden judicial y habían volado en pedazos al estallar una bomba cuando abrieron la puerta del frente.

Rebecca había sido designada para cubrir la historia desde el momento en que se había descubierto el primer cuerpo, desenterrado de una pila de chatarra en un depósito situado en las afuera de la ciudad. Aunque nunca tuvo pruebas fehacientes, estaba convencida de la inocencia de Jacob, aun cuando el señor Jacobs finalmente había confesado.

Lo había entrevistado cuando era uno de los tantos sospechosos.

Había sido un hombre de familia pero su esposa y su hija lo había abandonado dos años atrás. A pesar de sus protestas, la esposa lo había acusado de infidelidad, reprochándole tener fotos que lo demostraban, asegurándole que no valía la pena que lo negara. Rebecca profundizó su investigación y descubrió algunas inconsistencias evidentes. Jacobs había sido incapaz de identificar a la mujer de una fotografía, ni tenía la reputación entre sus amigos de alguna vez siquiera haber mirado a otra mujer, mucho menos de pensar en serle infiel a su esposa. Rebecca estaba segura de que las fotos habían sido trucadas.

Quizás solo quería conseguir la historia de historias: «Hombre imputado por 27 asesinatos». ¡Por Dios, algo así impulsaría su carrera! Pero, lo más importante para Rebecca, revelaría un propósito. Un hombre que asesina a veintisiete personas que no conoce, no tenía sentido alguno. Era uno más de los incontables ejemplos de un mundo sin significado.

En principio, su opinión, una vez que fue expresada, parecía racional. Siguió el caso hasta que éste se convirtió en una obsesión. Trabajó arduamente mientras el juicio se extendió durante meses.

Investigó tanto a los amigos como a los enemigos de Jacobs, hurgó en su legajo militar. No quedó piedra sin levantar. Se mantuvo en contacto con Jacobs tanto tiempo como el fiscal lo permitió. Pero tan pronto como surgieron nuevas pruebas, plantadas según las sospechas, cada vez más fuertes de Rebecca, y sus privilegios, y los de Jacob, disminuyeron. Después, envió cartas detallando el progreso de sus investigaciones y preguntó acerca de ciertas personas.

Jacobs había trabajado en tareas administrativas para la CIA desde 1981 hasta la Navidad de 1984. Renunció por propia voluntad para llevar a cabo un proyecto de seguros junto con excompañeros de Vietnam. Le había reconocido que había tenido acceso a documentos y grabaciones conteniendo información altamente clasificada, información muy sensible. Y que sus superiores habían sido reacios a dejarlo ir. Le aseguró que no se había llevado grabaciones ni copia de fotos.

Rebecca le creyó, pero se preguntó qué medidas podrían haber tomado sus jefes en caso de no haberle creído. Le preguntó los nombres y renuentemente le dio tres. Jacobs le había provisto la información con actitud desesperanzada; a esas alturas, parecía haber aceptado su destino. No podía enfrentarse a la Agencia.

Pero Rebecca lo hizo. Dos de los tres nombres de la lista pertenecían a personas que habían fallecido.

Lo que solo sirvió para confirmar sus sospechas. El tercero, Karl Holton, estaba todavía en la CIA, pero había sido ascendido. Raramente se encontraba en el país, especialmente en los últimos meses. Sus esfuerzos denodados para localizar a ese hombre solo encontraron una fría respuesta. Karl Holton estaba asignado a una misión en el exterior y no se sabía cuándo regresaría. Ni tampoco le suministraron un teléfono para contactar con él.

¡Demonios! Rebecca sacudió la baranda de madera. ¡Si solamente el cobarde se hubiese quedado en Washington, Jacobs habría tenido una oportunidad para luchar!

Ella había estado en el recinto del tribunal la tarde que pronunciaron la sentencia. Antes de que se leyera el veredicto del jurado, Jacobs se había dado la vuelta con ojos interrogantes para buscarla en la quinta fila donde se hallaba sentada, acodada y temblando. Lo único que atinó a hacer fue negar con la cabeza y bajar los ojos.

Antes de que terminaran de leer la sentencia, Jacobs había saltado sobre la mesa con repentina energía, extrajo un pequeño cuchillo que brilló bajo las luces del recinto y empuñándolo con ambas manos, se lo clavó en la frente.

Más tarde el abogado defensor confesó haberle suministrado el arma; había llegado a simpatizar profundamente con su cliente. Convencido de la inocencia de Jacobs, pero incapaz de probar su caso, fue lo único que había podido hacer para evitarle las décadas de sufrimiento que le aguardaban.

El viento cesó y el cabello le cubrió los bronceados hombros desnudos. Rebecca se estremeció y cruzó los brazos bajo el pequeño busto.

Vestía tan solo un camisón sin mangas. En noches como ésa, dormía desnuda con las ventanas abiertas para que la fresca brisa del océano le acariciase la tersa piel. Disfrutaba de estar allí, del paisaje tan cercano A la perfección, el límpido cielo en lo alto, las interminables aguas debajo. Nada podía superarlos en belleza.

Aunque otra vez, tenía que maravillarse por la inconsistencia de la naturaleza. Aquí estaba ella, rodeada de tal majestuosidad, de semejante tranquilidad. Pero a tan solo diez minutos de distancia podía estar en la ciudad, sumergida en el corazón del peligro y de la decadencia.

Observó las estrellas nuevamente y las palabras de su padre recalaron en su mente.

Cerró los ojos y escuchó el susurro de las cañas, la melodía de los grillos… ¡y el ruido del cristal de una ventana haciéndose trizas!

El corazón le latió con fuerza al darse la vuelta y mirar hacia la cocina. Un insidioso temor le sobrecogió el alma, y le corrió por la espalda. De repente, hubiese deseado vestir un jersey, un par de jeans, o haber llevado un revólver…

En el pasillo, detrás de un aparador apareció una sombra, se detuvo y después continuó.

Con una urgencia, incrementada por la exasperación de los meses pasados, se dio la vuelta, trepó la baranda para saltar a la arena, y corrió.

Sintió el impacto en la parte inferior de la espalda casi antes de escuchar el disparo.

El impacto la derrumbó sobre la terraza de madera y la hizo retorcerse en el aire.

Cayó sobre la fría arena mirando fijamente el cielo sereno.

Demasiado conmocionada para gritar, apenas pudo permanecer inmóvil mientras escuchaba el ruido sordo de pesados pasos en la madera hasta que pudo divisar la silueta del asesino.

Con un movimiento rápido y ágil saltó la baranda y se colocó junto al cuerpo que yacía inerte boca abajo. Ocultó el arma y un destello plateado apareció en las manos del atacante. La asió del cabello y le levantó la cabeza.

Con voz cortante consumida por la furia, el atacante dijo: —Hola, cariño. Supe que querías verme.

Ella luchó e intentó gritar, pero tenía las manos aplastadas por las rodillas del hombre. Quiso llamar a Sparky pero recordó que había pasado la ventana, y no tenía sentido llamar a mamá o a papá, habían saltado después del perro.

El cuchillo subió y bajó describiendo un suave arco.

Rebecca apartó el cuello, pero no lo suficiente. Cortada la piel, los músculos y las arterias, la sangre brotó salpicando a su atacante.

Le arrojó la cabeza contra la arena y le soltó las muñecas.

El cuchillo en alto de nuevo, quedó suspendido en el aire.

Se sintió el ruido de una puerta de un automóvil al cerrarse.

—La historia muere contigo, querida —le susurró la sombra al oído.

Le entró arena en los ojos. El dolor mermaba, se hacía borroso.

Antes de perder la visión, notó con preocupación que las nubes estaban cubriendo el telón de fondo de las estrellas.

«Apúrate», le dijo a su cuerpo. «Muere. Me tengo que ir de aquí. Tengo que elegir mi estrella…».

Alguien en la casa la llamaba apremiantemente.

«Estoy aquí», pensó. «Buscando mi ventana en el cielo».

«No… las nubes… tengo que…».

«Tengo que…».

Lo hizo.

Comenzó como un punto luminoso que crecía mientras ella se elevaba. Una mirada hacia atrás le mostró su cuerpo boca abajo extendido en la arena. Una oscura figura corría a saltos en las sombras hacia una moto escondida detrás de los árboles. Se emocionó al darse cuenta de que también podía ver a través del techo de su casa. Scott Donaldson, quien compartía la oficina con ella algunas veces, estaba gritando frenéticamente al teléfono.

No te preocupes, intentó advertirle, pero su cuerpo y su hogar se redujeron a la nada mientras continuaba acercándose a la, siempre creciente, orbe de luz. Estiró los brazos mientras volaba, subiendo alegremente, dejando atrás los dolores, las penas, el cansancio, la tristeza y la frustración.

Allí había solo luz. Olas de amor y comprensión latían desde el resplandor deslumbrante. Aminoró la velocidad al aparecer la ventana frente a sus dedos. Quería saborear el momento final antes de encontrar la eternidad. Extraño, pensó. La ventana parecía no tener cortinas.

Oh, bueno. Papá pudo haber exagerado esa parte. Pero hombre, ¡su estrella brillaría cuando entrase!

Estiró la mano.

… y se detuvo alarmada.

Sintió dolor. Un dolor sordo regresaba gradualmente. No pudo precisar dónde exactamente, se preparó para atravesar la ventana.

Pero cuando lo intentó, el marco se encogió a la mitad de su tamaño. Y continuó reduciéndose.

Rebecca gritó y rogó mientras tiraban de ella con fuerza. Justo antes de que la luz se extinguiese y la oscuridad envolviera todo, creyó descubrir varias figuras en una esquina del círculo de luz.

Con lentos movimientos que denotaban paciencia, parecían estar… saludándola con la mano.

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Y con una explosión de sensaciones, Rebecca gritó y se sentó, la sábana que le acababan de colocar sobre la cabeza se deslizó hasta su cintura. Tres enfermeras corrieron histéricas hasta su casa y el cuerpo completo de médicos la sometió a todo tipo de análisis durante los tres días y noches siguientes, un periodo durante el cual se debatió entre la vida y la muerte, en estado semicomatoso.

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Hospital General de Washington D. C., jueves, 22 de julio, 1:35 horas.

Despertó con un alarido. Tenía algo introducido en la nariz que le hacía cosquillas en la parte de atrás de la garganta. Un dolor agudo le punzó en el cuello cuando intentó sentarse, y una quemazón le abrasó el costado del cuerpo.

Una sombra blanca surgió de repente frente a su vista nublada. Unas manos gentiles la obligaron a recostarse. Las difusas palabras eran pronunciadas meticulosamente en una jerga incomprensible, y poco después, se sumaron otras figuras brumosas que la rodearon bloqueándole la luz brillante.

Luz… segmentos de su sueño revoloteaban a su alrededor. Una hermosa luz cegadora… tan brillante; había querido alejarse, pero no pudo. Sorprendentemente, el resplandor deslumbrante no le había dañado los ojos. La había llamado, le había ofrecido consuelo y paz; pero por sobre todo, le había prometido respuestas. Finalmente las respuestas a interminables interrogantes, un final feliz para su existencia en un mundo en donde el escritor parecía no haber encontrado jamás su pluma; y sin argumento a seguir, el mundo había girado por sí mismo.

Rebecca recordó cuán denodadamente había luchado en su sueño para entrar en la luz, para que le confiaran el secreto que el guión finalmente había develado. Había un propósito en todo, desde la existencia de los molestos mosquitos y de la hiedra venenosa hasta la muerte de sus padres.

Se había recuperado del fallecimiento de sus padres solamente después de que un sacerdote le había asegurado que «los designios de Dios eran misteriosos y maravillosos, y que algún día comprendería que las muertes, tan difíciles de sobrellevar en ese momento, habían sido para mejor». Con el transcurso de los años, Rebecca intentó desesperadamente creer las palabras del sacerdote. Si se hubiera quedado en Kentucky y vivido de la tierra, posiblemente se hubiese casado con un honesto granjero y formado una encantadora familia, llegando a resignarse con esa creencia. Pero había renunciado a la vida tranquila; se había negado a vivir aislada.

En vez de ello, se había mudado a Washington y sumergido en el centro mismo de la acción. Y si allí fuese donde se cumpliría el gran designio del mundo; donde los peones eran movidos estratégicamente por una mano invisible, solo podría verse reflejada en las acciones de reyes y reinas.

Había trabajado como escritora freelance para varios periódicos y revistas durante todo un año antes de que su talento fuera notado y reconocido por un editor del Washington Post. Como periodista, se abocó vigorosamente a cada tópico, hincó los dientes en cada noticia. En su tiempo libre, además de estudiar historia y las civilizaciones antiguas como especialización en la universidad, investigó la vida de muchos personajes una vez que ya no eran noticia.

Y para donde mirara, el Plan estaba ausente. Nada tenía sentido, nada encajaba. Nada era para mejor cuando el flagelo de enfermedades mortales castigaba a los receptores de sangre, cuando incontables vidas de niños eran cegadas por conductores ebrios, cuando el medio ambiente era devastado por derrames de petróleo; no había razón ni propósito.

Los mosquitos te absorbían la sangre hasta dejar ronchas que dolían durante días. Los defectos congénitos se manifestaban al azar. Los desastres naturales destruían tanto a los buenos como a los malos por igual.

La muerte y el dolor, socios en el caos, paseaban por el mundo sin guía de viaje, deteniéndose al albur en diferentes localidades.

Los inocentes sufrían y morían…

Ese punto la trajo de vuelta mientras luchaba contra las sombras blancas, la luz deslumbrante, las parsimoniosas figuras, el tubo en la nariz…

Sintió un pinchazo en el brazo pero no reaccionó. Repentinamente, recuperó la memoria en un caleidoscopio de imágenes, fragmentos de visiones que convergían en una forma sólida, un sueño del pasado que la recibía mientras se deslizaba hacia el olvido.

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Cuando despertó nuevamente se hallaba sentada en la cama con la cabeza apoyada en varias almohadas. Lo primero que vio fue al hombre mayor vestido con un pijama floreado paseándose de un lado a otro a los pies de su cama.

Inmediatamente, sintió un latido en el cuello. Levantó la mano lentamente para tocarse el vendaje que tenía bajo el mentón. El movimiento le causó una molestia en la espalda. Hizo una mueca de dolor, pero se maravilló del poder de la medicina moderna. Preguntándose si le permitirían conservar la bala, el viejo atrajo su atención.

Pensó que había algo extraño en él. Al principio supuso que sería el ocupante de la otra cama de la habitación que estaba dividida por una cortina.

Pero después escuchó toser y salivar del otro lado. Y de repente, se encendió el televisor. El viejo no prestó atención al sonido. Continuó paseándose desde la cortina hasta la cama, se dio la vuelta y se dirigió hacia la ventana sin siquiera detenerse a observar la luz del sol, miró hacia abajo como si estuviese midiendo la distancia. Levantó la mano hacia el cerrojo superior de la ventana, después se alejó murmurando y moviendo la cabeza. Miró hacia fuera una vez más, se dio la vuelta y se dirigió a la cortina divisoria.

Rebecca parpadeó. Debía estar todavía recuperándose. Quizás estaba sufriendo el efecto de los calmantes, pero cuando el hombre levantó la mano nudosa, Rebecca pudo ver el marco de la ventana a través de la piel. Entornó los ojos para poder ver mejor, intentó enfocar más precisamente.

El hombre llegó hasta la cortina divisoria, se dio la vuelta rápidamente, se dirigió al cerrojo de la ventana solo para repetir su anterior movimiento de duda, miró a través de la ventana y repitió su recorrido. Esta vez, Rebecca quedó boquiabierta. Se sentó derecha, mirando fijamente al hombre mientras caminaba.

¡Por Dios! Podía ver la pared, el espejo, la silla. Cuando el hombre pasó junto al borde de su cama, miró hacia abajo y pudo ver… ¡que caminaba a tres pulgadas del suelo!

Fue entonces cuando gritó. Y gritó y gritó.

La televisión se oscureció y los botones fueron rápidamente pulsados.

Con los ojos desmesuradamente abiertos, Rebecca cesó de gritar cuando el hombre de cabello canoso detuvo su caminata. Su rostro arrugado se contrajo frunciendo contrariado el entrecejo, como si estuviese molesto al ser interrumpido en su concentración. Después siguió paseándose. Hacia delante, hasta la ventana, giraba y volvía atrás.

Se escucharon apresurados pasos en el pasillo.

El viejo se detuvo a los pies de la cama. Levantó la cabeza lentamente.

Rebecca notó las sombras del marco de la ventana y de la silla. Como así también la ausencia de proyección de sombra del viejo. Incluso su marchito rostro no reflejaba sombras. Ningún brillo se manifestaba en sus ojos grises, ojos que la miraron fugaz y lentamente, y se agrandaron.

—¿Quién es usted? —logró susurrar.

Los ojos grises parpadearon, y quedó con la desdentada boca abierta.

Dos enfermeras irrumpieron en la habitación mientras el hombre flotaba hacia delante, deslizándose a través de la cama hasta que colocó sus nudosas manos a escasas pulgadas del rostro de Rebecca, acercando la huesuda frente a la de ella, sus traslúcidos ojos escudriñaron los suyos siguiendo su movimiento al acercarse.

Una enfermera le palmeó el brazo mientras la otra rodeó la cama haciéndole preguntas.

Rebecca desvió los ojos de la aparición, pateó bajo las sábanas, manoteó el aire clavando los brazos sin esfuerzo en el pijama floreado, azotó sin éxito la piel arrugada.

—¡Ayúdenme! —Gritó y cerró los ojos con fuerza—. ¡Aléjenlo de mí!

—Está alucinando —dijo tranquilamente una de las enfermeras—. Aplíquele rápido un tranquilizante. Buscaré al doctor Harris.

—¿Por qué…? —escuchó la voz del viejo, cargada de sensación de muerte, horadando en su mente, forzándole a abrir los ojos.

—¿Por qué…? —repitió con un áspero tono de resentimiento. Elevándose y flotando hacia atrás, las piernas aparecían desde dentro del colchón. Cuando llegó al techo, con la mitad de la frente encima del yeso, se detuvo.

—¿Por qué se le otorgó una segunda oportunidad?

Se le contrajo la garganta impidiéndole contestar en caso de haber tenido una respuesta que ofrecer. No se percató de la inyección que le administraron en el brazo, ni de la advertencia del dolor en la espalda cuando se esforzó para inclinarse hacia delante.

—¡Vi partir su alma! —le gritó el hombre, con las venas del carnoso cuello dilatadas—. Que fuese llevada, fue suficientemente malo. Pero ¡logró regresar! ¿Por qué es tan especial?

Meneó la cabeza.

—Yo… yo no soy… —en un esfuerzo susurró.

—Silencio —dijo la enfermera mientras retiraba la aguja—. Recuéstese ahora. Duerma.

—Estoy destinado a deambular en esta habitación para siempre y a usted… se la autoriza a regresar a la libertad.

Su furia era evidente e intensa.

—¿Quién… es usted? —preguntó con voz temblorosa.

—Soy Martha —contestó la enfermera suavemente—. Llámeme si necesita algo.

—Pregúntele a esas perras —recriminó el viejo. Después sonrió de repente, con una sonrisa desdentada.

—¿Qué es tan gracioso? —la droga estaba anestesiando sus sentidos, el cuerpo se le aletargaba nuevamente. La posibilidad de estar discutiendo con un ser intangible, transparente, le parecía totalmente natural.

—No me estoy riendo —contestó la enfermera sorprendida.

El viejo se abatió en retirada, desapareció tras la cama, después se deslizó a través de la pared sobre la cabeza de Rebecca, le acarició el rostro y el cuello con sus manos huesudas, los dedos desaparecieron en su carne.

—Quizás —dijo—, su condición sea mucho peor.

Parpadeó, sin poder mantener los ojos abiertos. Apoyó la cabeza en la almohada. —¿Por qué cree eso?— preguntó con voz adormilada.

—Duerma —ordenó Martha—. No más charla. La revisaremos esta noche.

—Usted —susurró la criatura—, está maldita. Es capaz de ver y oír lo que para otros es invisible. Oh, sí. Sufrirá terriblemente. Los horrores que la aguardan… Y cuando los otros se den cuenta de que los puede ver, acudirán a usted por ser el único contacto que tienen con el mundo anterior —rió por lo bajo—. Dígale a mi hijo que lo lamento. Que venda mis acciones. Que cuide a mi perro que todavía está atado en el sótano. Que alimente a mi pez… Oh, cómo la agobiarán y acosarán.

—¿Quiénes? —le preguntó Rebecca mientras cerraba los ojos. La habitación le daba vueltas tan rápido que no pudo mantener nítidas las imágenes que giraban atravesando a la aparición.

—Los muertos, señorita. Los muertos.

Mientras perdía el sentido, Rebecca solo logró escuchar el final de lo que Martha le dijo al otro paciente —… uno el mes pasado, también. Sí, el pobre hombre solo se levantó y saltó por la ventana. Dejó una nota diciendo que los gastos médicos eran demasiado onerosos para su familia, que se había mantenido solo durante toda su vida y que no se convertiría en una carga para nadie. Sí, se debatió en esa idea durante algún tiempo. El otro paciente que estaba con él dijo que lo escuchó caminar de un lado a otro, una y otra vez…

La envolvió la oscuridad, y tuvo un sueño extraño sobre una bella joven atrapada e indefensa en un profundo pozo de oscuridad.