Ciudad de México, jueves, 15 de julio, 12:55 horas.
Museo de Antropología.
Afortunadamente el guardia estaba dormido con la cabeza entre los brazos, sus ronquidos resonaban en el vestíbulo del museo. Con una última mirada hacia el exterior, Ramsey Mitchell abrió suavemente la puerta de cristal. Una fría ráfaga del aire acondicionado venció la opresiva pesadumbre del aire de México.
En el exterior, una espesa masa de densas nubes parecía querer asfixiar la vida que latía debajo de la límpida atmósfera. Las palmeras parecían centinelas inmóviles que bordeaban el estacionamiento. Bajo cuatro altos postes de luz goteaban plomizos conos de ámbar.
Ramsey se dijo que todo estaba bien. Respiró profundamente, implorando en su interior que su viejo corazón se calmara. Rezando una rápida plegaria a cualquiera de los dioses mexicanos que pudiese estar aún despierto, guardó las ganzúas en un bolsillo de cuero de su cinturón y pasó de puntillas frente al escritorio del personal de seguridad.
El corpulento mexicano gruñó e hipó en sueños.
Ramsey quedó petrificado. Tenía la pistola enfundada bajo el brazo pero los músculos le temblaban. Se había propuesto matar si fuese necesario, pero ahora que el momento había llegado, su cuerpo se resistía a hacerlo. Sentía un profundo dolor en la pierna que se había quebrado tres años atrás en un pozo, y se encogió sobre sí mismo a causa del dolor lacerante.
Calma, se dijo, debes mantener la calma. Ésa era la noche para la que se había preparado, que había planificado y soñado durante los últimos treinta y cinco años. Esta oportunidad no le sería arrebatada por un nativo excedido en peso que trabajaba por un salario miserable en un país empobrecido y endeudado. Y Ramsey no iba a dejarse atrapar, encarcelar o morir en ese resumidero. No después de haber prevalecido tanto tiempo.
♠ ♠ ♠
Había llegado a la ciudad cuatro días atrás, el último tramo de su año sabático en la Universidad de Georgetown. Los primeros siete meses los había pasado investigando en las secciones de referencias de bibliotecas de Estados Unidos y de América Latina. Se había reunido con historiadores de Nicaragua, Perú, El Salvador y Panamá. Había estado durante semanas en cada sitio arqueológico conocido, sin importar cuán intrascendentes fuesen los objetos, las ruinas, incluso las de Chichén Itzá, Tulum, Veracruz, Monte Albán, Cacaxtla y Cholula[1]. El final estaba a la vista.
Solo quedaba un sitio… el nexo de todas las leyendas, mitos y profecías. Tenochtitlán[2], el cetro del Imperio Azteca en el siglo XV. Tenochtitlán, cuyos magníficos templos y monumentos una vez gozaron en todo su esplendor evidenciado por las ofrendas al dios Sol Huitzilopochtli[3].
Tenochtitlán, cuyos monarcas ofrecieron miles de sacrificios humanos. La ciudad gobernada y expandida a una velocidad incomprensible hasta que Cortés y sus ejércitos llegaron con armas y la viruela, para derribar al imperio antes de que pudiese extenderse por completo.
Tenochtitlán. Ahora la ciudad de México. La antigua gloria desvanecida. Apenas quedaban vestigios del noble pasado que sobrevive en medio de una ciudad asfixiada por masivas deudas internas y externas; donde los descendientes de los aztecas venden baratijas a cándidos turistas por un puñado de moneda devaluada; donde las jóvenes, como perros que defienden su territorio, pelean por el privilegio de trabajar ciertas calles; donde los desesperanzados venden sus exiguas posesiones por un pasaje hacia el norte con la esperanza de cruzar la frontera y desaparecer en la tierra de las oportunidades. Ciudad de México, donde sus dirigentes no han heredado ninguna de las fortalezas de sus ancestros y se someten a los intereses de empresas extranjeras a los fines de mantener el frágil status quo.
Ciudad de México. Orgullosa sucesora del que otrora fuera uno de los imperios más colosales del hemisferio. Moctezuma seguramente se revuelve en su tumba, mientras Itzcóatl se pasea impaciente de un lado a otro en los pasillos de la eternidad. Los triunfos y tradiciones, los dioses, los ritos y creencias, todo se ha ido. Los pocos rastros yacen depositados en pedestales de madera identificados con escuetas descripciones en el Museo de Arqueología.
Ese museo es lo que oportunamente había atraído la atención de Ramsey.
Todos los días durante un mes y medio había enviado detalladas cartas a su curador[4], un tal Manuel Díaz, solicitándole información referente a reliquias desenterradas en Tenochtitlán. Después de dos vehementes negativas a sus requerimientos, las sucesivas cartas habían sido completamente ignoradas.
Esta negativa solo sirvió para convencer a Ramsey de que estaba en el camino correcto, y que la luz al final del largo y tortuoso túnel estaba a la vista. El premio, los antiguos secretos, el infierno, la vasija de oro, estaban al alcance. Lo que había comenzado como un año de evasión a la rutina de exposiciones y conferencias, de aburridas clases nocturnas de apoyo, había desencadenado en un arrebato de decisión. La expectativa casi lo había vuelto loco. Había concluido aceleradamente los cabos sueltos en Orlando. Había grabado una síntesis de sus teorías en una cinta que había enviado a su oficina en Georgetown, con instrucciones para ser abiertas por su colega y mentor, Edwin Bergman, en caso de que él muriese o desapareciese.
El Museo cerró a las nueve y media. Además del hombre frente al escritorio, otro guardia recorría los tres niveles del interior del edificio. Si Ramsey tuviese que matar al guardia de la puerta de entrada, sus posibilidades de éxito mermarían considerablemente. Suponía que tendrían consignas determinadas para comunicarse por walkie-talkies. Y según los cálculos de Ramsey, necesitaba por lo menos una hora.
El guardia se desperezó y carraspeó otra vez. Ramsey fue incapaz de hacer un movimiento hacia la pistola 45. Contuvo la respiración y esperó, y las imágenes en blanco y negro de las pequeñas pantallas que estaban en la pared detrás del escritorio, capturaron su atención. Se notó movimiento en la pantalla que estaba más a la izquierda. El otro guardia recorría uno de los corredores del piso principal, su linterna se balanceaba a medida que avanzaba a lo largo del pasado histórico del país.
Un largo suspiro escapó de la garganta del guardia dormido. Cuando su respiración recobró un ritmo acompasado, Ramsey se encaminó de puntillas hacia un angosto corredor en sombras, hacia una puerta alejada donde un cartel de luces de neón indicaba una salida de escaleras.
Desembocó en la quietud de un piso inferior y respiró profundamente. Con el crujido de la puerta al cerrarse, todo el mundo exterior se entremezcló. Las aburridas clases de los últimos treinta y cinco años, las bulliciosas reuniones de la facultad y sus pequeñas preocupaciones ideológicas, ninguna de ellas existían ya, o habían existido, para Ramsey Mitchell.
Había dado un gigantesco salto hacia el pasado. Había retrocedido velozmente hasta 1490, apogeo de la gloria azteca. La recámara era amplia y de techo abovedado con frescos que representaban dioses y batallas, jaguares y águilas, soles y lunas. La ciudad de Tenochtitlán se extendía frente a sus ojos. Se acercó al modelo por detrás, hasta la representación de la fundación, buscó apoyo sobre uno de los soportes que le presionó el estómago. Todo estaba allí. El templo redondo dedicado a Quetzalcóatl[5]. El sagrado precinto de la Gran Pirámide con los templos gemelos dedicados a Tláloc[6], dios de la lluvia y a Huitzilopochtli, dios del sol.
Ramsey sintió un hormigueo recorrerle la piel. Se olvidó del dolor en la pierna, rodeó el modelo sin apartar los ojos de la escalera de la Gran Pirámide, los escalones sobre los cuales se habían derramado ríos de sangre de miles de personas en los grandes sacrificios durante el reinado de Ahuítzotl[7], el octavo monarca. Ramsey pensó en los anaqueles que Ahuítzotl había hecho construir para exponer las calaveras después de la Dedicación de Sacrificio para la Gran Pirámide, y tembló sobrecogido por una aprensión vertiginosa.
Casi pudo vislumbrar las multitudes que atestaban la ciudad, portando ofrendas en homenaje al Gran Conquistador, pudo imaginar las dos líneas de prisioneros, más de veinte mil, según algunas fuentes, subiendo los escalones de la Pirámide, resbalándose en la sangre de sus hermanos camino a su propio sacrificio.
Un rápido sonido proveniente de una habitación próxima atrajo su atención. Iluminada por una tenue luz anaranjada, Ramsey pudo descubrir una habitación en forma de T que recordó de visitas anteriores.
Dos pasillos iguales, que exhibían muestras del arte azteca de carpintería y alfarería, conducían hacia la habitación. En la pared Norte estaban colgados primitivos dibujos de las primeras conquistas de Chiapa y Xiuhuac. Había lanzas y espadas prolijamente alineadas en una vitrina. Y en una mesa ubicada al Este había varios garrotes del tipo que los sacerdotes de Ahuítzotl utilizaban para arrancar los corazones como sacrificio para el dios Huitzilopochtli[8]. Ramsey tembló de nuevo, recordando que el Gran Conquistador utilizaba tan solo sus manos…
En el centro de la habitación, rodeada por una cadena, se encontraba la Piedra del Sol. El calendario de Piedra de los Aztecas era el núcleo de la mitología azteca. En el centro, el rostro del dios Sol estaba representado con las garras que aferraban a ambos lados sendos corazones humanos. Y alrededor del dios Sol, en relieve, la creación y destrucción de los cuatro mundos previos. A su alrededor, estaban esculpidos los símbolos del calendario azteca. La Piedra, recordó Ramsey, había sido desenterrada en 1790, y junto a otros hallazgos, fue arrumbada hasta 1885, cuando el general Porfirio Díaz la había enviado al museo de la Calle Moneda donde permaneció hasta ser trasladada allí en 1964.
Nuevamente, un ruido de pasos cortos y rápidos. Ramsey espió el pasillo que daba al oeste. Nada. ¿Podría haber llegado tan rápido el guardia en su recorrido?
Esta vez no tenía alternativa. Extrajo la pistola 45, le colocó el silenciador y la empuñó ferozmente.
Estaba tan cerca. Tenía que encontrarlo. Tenía que…
Significaba todo. Nada en esta vida; en la era de los discos compactos y de los procesadores de texto, del mundo de los tratamientos radiológicos y de los trasplantes de corazón, tenía algún tipo de atractivo para el historiador de cincuenta y siete años. Era un errante en el polvo, en los vestigios de glorias pasadas, cuando el mundo era más joven y misterioso, cuando los dioses prodigaban sus bendiciones o manifestaban su desaprobación. Cuando los guerreros se demostraban a sí mismos su valor capturando prisioneros en el fragor de la batalla, cuando los hombres buscaban apaciguar la naturaleza más que controlarla. Oh, ¿por qué habría sido maldecido al serle deparada una existencia en la última mitad del milenio, rodeado por recuerdos de la atracción del pasado?
Sin embargo, todavía quedaba una oportunidad. Su investigación, que había comenzado a partir de indicios y vagas sugerencias, había culminado en un descubrimiento abrumador, una fantástica posibilidad y una profética oportunidad.
La Urna. ¿Dónde estaría la urna que debería haber sido desenterrado junto con la Piedra del Sol? Tenía que estar allí, en algún lugar bajo llave. Escandida para que nadie la viese, o al menos, pudiera adivinar la verdad.
Más fuerte esta vez, se oyó un sonido distante en las sombras. Inmediatamente después, su corazón pareció detenerse ante el temor de llamar la atención con sus rítmicas pulsaciones, Ramsey pudo escuchar el monótono zumbido de las lamparillas eléctricas, soles sustitutos que bañaban con luz mortecina las reliquias antes acostumbradas a una refulgente brillantez. La suave vibración del aire acondicionado expelía corrientes de aire templado alrededor de los elementos que habían sido empuñados bajo un calor agobiante.
Concentrado, enfocado en su misión, Ramsey apuntó la pistola hacia las sombras y se adelantó unos pasos.
Sonidos confusos. Alejándose.
Ramsey apuntó por arriba de la cintura. Podía arriesgarse ¿por qué no?, pensó, y se dio cuenta de que en los últimos minutos había abandonado todo sentido de precaución, la cámara situada al norte captaba un ángulo perfecto de él. Si el guardia se había despertado y se le ocurría echar una mirada a la pantalla correcta, estaba perdido.
Apretó el dedo en el gatillo.
—Señor Mitchell —una voz escabrosa lo llamó desde atrás, desde las sombras que cubrían la antesala del ala este.
Ramsey dio un respingo, apuntó frenéticamente.
—Ramsey —repitieron su nombre, la voz provino esta vez del oeste.
Una puerta se abrió en algún lado provocando un chirrido.
—¡Oh, Dios! —suspiró. Le falló la rodilla cuando intentó darse la vuelta hacia el pasillo oeste. Con un grito de dolor, cayó golpeando con fuerza el piso lustrado.
Un par de zapatos negros aparecieron de las sombras.
Ramsey levantó la 45 y efectuó tres disparos antes de que alguien saltara desde las sombras y le sacara el arma de la mano de una patada. El corpulento guardia que había fingido estar dormido le sujetó el brazo detrás de la espalda y lo inmovilizó aplicándole una llave en la cabeza. El guardia miró hacia el corredor este, después asintió a alguien que permanecía en las sombras.
Luchando por no desmayarse a causa del dolor agónico en la rodilla, Ramsey intentó darse la vuelta para mirar a la persona que le había hablado primero.
Una sombra oscura surgió amenazadoramente por detrás de él y sintió un pinchazo en el cuello.
Temblando, intentó liberarse, pero el guardia le aferró con más fuerza, y la lesión le impidió levantarse.
La aguja penetro más el cuello. El aire se tornó terriblemente frío. Muy frío, pensó Ramsey. Entumeciéndose… ¿Qué habría en la jeringa?
—Quién…
—Bienvenido a mi humilde museo, señor Mitchell —susurró el hombre a su espalda. Le extrajo la jeringa mientras u contenido entraba en su torrente sanguíneo. Sintió que las manos se le congelaban. Se oyeron pisadas de zapatos con gruesa suela mientras el que hablaba se desplazó alrededor de Ramsey. El hombre, con la jeringa en la mano, le murmuró algo al guardia quien rápidamente liberó a Ramsey.
—¿Qu…? —Ramsey intentó hablar pero se derrumbó hacia adelante. Fue sujetado en el último momento quedándole el rostro a escasas pulgadas del duro suelo, los ojos anegados en lágrimas que brotaban sin control. Los temblores le agitaban todo el cuerpo mientras perdía el sentido rápidamente.
—Permítame presentarme —finos zapatos de gamuza negra, pensó Ramsey.
Alguien profirió una risilla produciendo un sonido extraño.
Babeándose, se dio cuenta de que esa risa extraña brotaba de su propia garganta.
—Soy Manuel Díaz, curador de este museo durante los últimos veintiséis años —la voz tenía un marcado acento español—. Me gustaría aprovechar la oportunidad para agradecerle la significativa cantidad de cartas que me ha enviado durante el último mes y medio. Es un escritor muy prolífico.
Ramsey tembló luchando contra la ola helada que amenazaba entumecerlo por completo. No debía desmayarse… había llegado tan lejos… estaba tan cerca…
—Lo estábamos esperando, señor Mitchell. La mantuvimos escondida hasta que pudiese ser usada —Díaz se arrodilló quedando junto a la cabeza de Ramsey—. Escondida… hasta ahora.
Sostenía reverentemente un cáliz de peltre como si su contenido fuera el elixir de la vida misma. Gentilmente, el curador giró a Ramsey de espaldas. El profesor se acurrucó en posición fetal con los ojos desprovistos de vivacidad y fijos en la Piedra del Sol, en los corazones atrapados entre las garras del dios.
Marchando hacia su propio sacrificio… resbalándose en la sangre de sus hermanos.
El curador murmuraba algo mientras esperaba. Ramsey intentó captar el significado de lo que decía para entender por qué sus planes se habían arruinado de semejante manera.
—… nos dio instrucciones, creía en su llegada… Tlatoani ha esperado… mantener que usted buscaba… la seguridad de la urna… han llegado señales… su cuerpo es el recipiente… para encontrar a la Paloma.
Tlatoani. Ramsey intentó ubicar eso nombre. ¿Dónde…? Procuró alejar las garras heladas, y se retrotrajo a si mismo a un año de trabajo. Tlatoani. «El que habla». El Soberano, ¿qué significaba? Intentó comprender, hizo un esfuerzo por entender las palabras. No lo había creído realmente hasta ese momento, cuando la magnitud de su investigación le sacudía la conciencia con toda la fuerza de sus implicaciones. ¿Era verdad? ¿Todo?
Ramsey luchó por hablar, pero solo logró farfullar incoherencias.
—Evite hablar —demandó Díaz con voz sosegada y distante. De repente, Ramsey pensó que lo lograba comprender, y deseó con desesperación poder decirle a ese hombre que aceptaba voluntariamente el don. Era la razón por la que se hallaba allí. No era necesario que lo drogaran.
—… fin de la Quinta Era… Gorrión… búsqueda de la Paloma… profetizado… en América —Díaz continuó mientras alzaba el cáliz ceremoniosamente. Ambos guardias, que permanecían juntos agazapados en las sombras, miraron fijamente hacia el aire, encima de Ramsey. Díaz inclinó la cabeza, se detuvo como si escuchase la voz de un fantasma, después asintió.
Inclinó el cáliz y vertió un fluido negro y viscoso en la boca de Ramsey que pasó de la lengua a la garganta. Le produjo alivio y sintió un calor placentero en el pecho.
Y algo se metió en su cuerpo, mezclándose con su esencia, deslizándose como dentro de un guante.
Todo dolor pareció desaparecer, expelido por los poros de su piel. Ramsey percibió que sonreía, pero no era su mente la que le movía los músculos faciales. Ni la que le instó a mover las piernas, ni la que indujo a sus manos a buscar el equilibrio para levantarse.
Ramsey quería decirle que era bienvenido, pera sabía que sus sentimientos eran sabidos y entendidos. Su voluntad fue rápidamente dominada y aplastada.
Igual que en Chiapa y Xiuhuac, el imperio de Tlatoani se estaba expandiendo cada vez más.
El cuerpo de Ramsey Mitchell se irguió en toda su altura, estirando los brazos a lo ancho, moviendo los dedos, respirando profundamente el aire frío.
♠ ♠ ♠
Díaz, maravillado, se tocó la frente, y su gesto fue imitado rápidamente por los guardias. Se les había prometido la última bendición suprema, y cuando se levantaron, incluso el oficial herido se abrió la camisa dejando el pecho al descubierto.
Díaz había desactivado personalmente las alarmas horas atrás. Nadie los encontraría hasta el día siguiente. Sonrió al pensar en ello. El encargado de la limpieza llegaría a la habitación acarreando el balde y el cepillo, para ser recibido por tres cuerpos decapitados y ensangrentados, las cabezas y los corazones estarían en los triángulos de la Piedra del Sol. La recompensa de Díaz… un acelerado rito que conducía a los brazos de dios, para reinar junto a él, y perdurar en la gloria celestial para siempre en el camino del Sol.
♠ ♠ ♠
Los últimos vestigios de la esencia de Ramsey persistían en un poderoso torbellino de extraña energía; aun así, se sentía satisfecho por el resultado. Su investigación estaba completa. El conocimiento, el secreto, el premio, todo suyo. Quería agradecérselo al Tlatoani. Quería expresar su conformidad.
Hasta el último ápice de su conciencia estaba sometida, sojuzgada por el invasor, Ramsey sabía que el Tlatoani era agradecido.
Mientras caminaba hacia delante en la luminiscencia ámbar, con los puños cerrados preparado para el golpe, se detuvo para recordar.
Día de la Dedicación en la gran Pirámide. Enemigos y aliados tan lejos como sus mensajeros podían llegar, todos habían ido a rendir homenaje. El rey Sol confiriendo inconmensurable poder y prestigio. Esta ofrenda sería la mayor. Las dos hileras de prisioneros serpenteando hasta perderse de vista, los brazos fatigados, la piel y la vestimenta empapadas con la sangre del sacrificio, y las escaleras refulgiendo con un rojo brillante.
El dios Sol concedió su bendición y lo bañó de gloria. La Quinta Creación era suya para preservarla, o terminarla, según considerase apropiado. El Imperio le pertenecía.
Y lo sería otra vez.
Sí, Ahuítzotl era el más agradecido por cierto.