EL MIKADO DE LA METEOROLOGÍA
Encontré a Fox en las honduras del disneylandia de Oregón. Estaba enfrascado en un plano proyectado en una gran mesa horizontal al pie de una máquina del tamaño de una nave interplanetaria de pasajeros, que según supe luego era el motor de arranque de una batería de máquinas que producía vientos del norte en Oregón. Máquinas de tamaño meramente elefantiásico rodeaban ese mastodonte inconcluso, algunas con operadores humanos, otras trabajando por su cuenta, y la habitual muchedumbre de peones de uniforme azul se apoyaba en sus palas, perfeccionando la técnica del escupitajo.
Fox me miró de arriba abajo cuando me acerqué, y siguió trabajando. Había un destello de interés en sus ojos, pero no pareció reconocerme. Entonces miró de nuevo, con mayor intensidad, y sonrió de pronto.
—¿Hildy? ¿Eres tú?
Me detuve y me di la vuelta, luciendo varios de los mejores rasgos patentados del Loco Bob y dos de las mejores piernas diseñadas por el Maestro, mientras mi falda ondeaba como en una estatuilla de Dresde. Fox arrojó una minilinterna contra la pantalla, se me acercó, me estrechó la mano. Entonces comprendió lo que hacía, se rió y me abrazó con fuerza.
—Ha pasado mucho tiempo —dijo—. El otro día te vi en el pad. —Gesticuló dando a entender que mi apariencia le resultaba inesperada. Me encogí de hombros: el cuerpo hablaba por sí mismo.
—¿ Ahora lees El Pezón ? No puedo creerlo.
—No había que leer El Pezón para ver tu número. Cada vez que cambiaba de canal, ahí estabas, matando a todo el mundo de aburrimiento.
No hice comentarios. Al principio Fox habría sentido tanto interés como Bob y como todos en Luna, ¿pero para qué molestarme en explicárselo? Conociendo a Fox, sabía que él no admitiría que una historia sensacionalista lo podía atrapar tanto como al resto de sus conciudadanos.
—Francamente, me alegra que ese idiota se haya ido. No sabes cuántos problemas causaban en mi profesión David Tierra y su pandilla.
—Es sábado —dije—, pero tu servicio me informó que estarías aquí.
—Demonios, ya casi es domingo. Son los típicos problemas de arranque. Mira, terminaré en pocos minutos. ¿Por qué no me esperas? Podemos salir a cenar, a desayunar o lo que fuere.
—Lo que fuere suena interesante.
—Magnífico. Si tienes sed, uno de estos remolones puede conseguirte una cerveza; dales algo para estimular el talento. —Volvió a su trabajo.
La breve sensación que había causado mi llegada se extinguió; las varias docenas de hombres y las pocas mujeres que habían desplazado su mirada desde la lontananza hasta mis piernas volvieron a contemplar el infinito.
Un supervisor que desconociera el ramo de la construcción se habría preguntado cómo se lograba hacer algo con tantos filósofos y tan poca gente que se ensuciara las manos. La respuesta era que Fox y tres o cuatro ingenieros más hacían todo el trabajo que no suponía alzar ni acarrear, y las máquinas hacían el resto. Aunque para completar Oregón había que desplazar y moldear cientos de kilómetros cúbicos de piedra y tierra, los afiliados al Sindicato de los Porteadores de Cubos no levantarían una sola cucharada, aunque eran tantos que cualquiera hubiera creído que podían lograrlo en pocas semanas. No, llevaban palas muy bruñidas que eran el emblema ceremonial de su oficio, tan inmaculadas como el día en que las habían fabricado, y cuya principal función era de seguridad. Si uno de esos profundos pensadores se dormía de pie, el mango de la pala se calzaba en un bolsillo invertido del traje sindical, impidiendo la caída del esforzado trabajador. Fox aseguraba que la mayoría de los accidentes laborales se debía a esta causa.
Tal vez exagero. La garantía laboral es un derecho civil elemental en nuestra sociedad, y lamentablemente muchos lunarianos sólo sirven para tareas que las máquinas realizan desde hace mucho tiempo. Por mucho que manipulemos los genes y eliminemos las taras, siempre tendremos gente lenta, obtusa, abúlica, desesperanzada. ¿Qué deberíamos hacer con ella? Hemos decidido, pues, que todos los que lo deseen tendrán trabajo y una especie de emblema del oficio para atestiguarlo, y que deben trabajar cuatro horas por día. Si no quieren trabajar, tampoco hay problema. Nadie se muere de hambre, y el aire ha sido gratis desde antes que yo naciera.
No siempre fue así. Antes de la Invasión, el que no pagaba el impuesto al aire era conducido a la cámara de presión sin su traje. Me gusta más el nuevo sistema.
Pero confieso que parece terriblemente ineficiente. Soy ignorante en materia de economía, pero cuando me molesto en pensar en esas cosas me da la impresión de que tiene que existir un modo menos derrochen. Entonces me pregunto qué haría esta gente para llenar sus vidas, ya vacías desde mi punto de vista, y dejo de hacerme preguntas. A fin de cuentas, ¿cuál es el gran problema? Sospecho que había gente de pie apoyada en sus palas cuando se firmó el contrato para la primera pirámide.
¿Parezco muy intolerante al decir que no entiendo cómo lo hacen? Tal vez ellos pensarían lo mismo de mí, que trabajo en un puesto «creativo» para una organización que detesto, en una profesión cuyas credenciales de integridad son a lo sumo dudosas. Tal vez estos peones me considerarían una prostituta. Tal vez yo sea una prostituta literaria. Pero en mi defensa puedo alegar que el periodismo, si se me permite usar ese término, no ha sido mi única ocupación. He hecho otras cosas, y en ese momento tenía la fuerte sensación de que pronto me iría de El Pezón.
La mayoría de los hombres y mujeres que me rodeaban mientras aguardaba a Fox nunca había tenido otro empleo. No eran aptos para nada más. La mayoría eran analfabetos, y para esas personas hay pocas oportunidades de trabajo satisfactorio. Si tuvieran un talento artístico, lo estarían usando.
¿Cómo pasaban el día? ¿Eran éstas las personas que contribuían a la alarmante tasa de suicidios que mencionaba el OC? ¿Se levantaban una mañana, cogían la pala, decidían mandar todo al cuerno y se volaban los sesos? Pensé en preguntárselo al OC cuando le hablara de nuevo.
Me parecía deprimente. Estudié a un hombre, un capataz según una de las muchas placas que llevaba pinchada al mono, un «centenario» cuya identificación de la solapa proclamaba que había pasado cien años apoyado en esa pala. Estaba cerca de Fox, mirando hacia la mesa del plano con una expresión que yo había visto por última vez en un animal que rumiaba su bolo. ¿Tenía esperanzas, sueños y temores, o los había agotado todos? Hemos prolongado la vida al extremo de que ya no tenemos una idea clara de cuándo terminará, pero no hemos logrado ofrecer ocupaciones nuevas e interesantes para llenar esos años.
Fox me apoyó la mano en el hombro y comprendí, con alarma y una perversa sensación de tranquilidad, que debía parecerles como una rumiante mientras estaba sumida en mis pensamientos profundos y penetrantes. Tal vez ese capataz fuera un tío agradable para sentarse a charlar de tonterías. Apuesto a que era magnífico para contar chistes y muy diestro para arrojar dardos. ¿Acaso todos teníamos que ser ingenieros de cohetes, como solía decirse? De hecho, conozco a un ingeniero de cohetes, y nunca he visto a un granuja más dañino.
—Te veo bien —dijo Fox.
—Gracias. ¿Has terminado aquí?
—Hasta el lunes. Odio ser una de esas personas obsesionadas por el trabajo, pero si nadie se preocupa este lugar no alcanzará todo su potencial.
—Siempre el mismo.
Le rodeé la cintura con el brazo mientras nos dirigíamos a su remolque, aparcado en medio de una multitud de máquinas ociosas. Me apoyó la mano en el hombro, y comprendí que aún seguía pensando en el plano.
—Supongo que sí. Pero éste será el mejor disneylandia de todos, Hildy. El monte Hood está terminado; sólo necesitamos algo de nieve. Es una escala de un cuarto, pero engaña la vista desde casi todos los ángulos. El Columbia está lleno y a punto. El desfiladero será magnífico. Tendremos un auténtico criadero de salmón. Tengo abetos de veinte metros de altura. Aun con crecimiento inducido, esos bebés tardan su tiempo. Venados, osos… será sensacional.
—¿Cuánto falta para terminar?
Pasamos frente a corrales con osos. Los internos nos miraron con sus perezosos ojos de depredador.
—Cinco años, si todo anda bien. Tal vez siete, con mayor realismo. —Abrió la puerta del remolque y me invitó a pasar. Era utilitario, y estaba abarrotado de papeles. El único toque personal que vi fue una antigua regla de cálculo montada sobre el hogar de gas—. ¿Quieres que nos hagamos traer algo? Hay un buen restaurante japonés con reparto a domicilio. Tuve que entrenarlos, porque el lugar no es fácil de encontrar. También podemos ir a comer fuera si prefieres otra cosa.
Yo sabía exactamente lo que quería, y no era necesario pedirlo fuera. Lo rodeé con los brazos y lo besé con una intensidad que compensaba los cuarenta años en que no habíamos compartido la cama. Cuando descansé para recobrar el aliento, él sonrió.
—¿Este vestido es tu favorito? —preguntó, acariciando la tela con la mano.
—¿Me serviría de algo decir que sí?
Sacudió la cabeza y lo rasgó.
Los amantes de la moda sentirán alivio ante dos observaciones: el vestido tenía treinta años y no era de los que habían vuelto a estar en boga, aunque yo lo había escogido porque era halagüeño para mi nuevo yo. Bobbie se habría atragantado al verlo, pero Fox era más directo. Segundo, yo sabía que Fox lo destruiría, aunque no como policía de la moda. Varón o mujer, Fox no daba importancia a esas cosas. A Fox —varón o mujer— le gustaba dominar. Le gustaba el amor rudo, urgente y brutal, que era precisamente lo que yo necesitaba. Mientras me daba uno de los zamarreos más intensos de mi vida, agradecí a los dioses haberle encontrado en una fase masculina.
Había pensado en Fox mientras vacilaba nerviosamente al borde del Cambio, y tenía mucho sentido que fuera así. Él y yo (por un tiempo habíamos sido ella y yo, luego él y yo) habíamos sido amantes durante diez años. No sé por qué rompimos, o tal vez lo he olvidado, pero seguimos siendo buenos amigos después de la despedida. Tal vez cada cual creció siguiendo rumbos distintos, como suele decirse, aunque esa explicación siempre parece facilona. ¿Cuánto más se puede crecer cuando uno tiene sesenta y el otro cincuenta y cinco? Pero había sido una época cómoda de mi vida.
La necesidad de verlo había sido tan urgente que yo había alterado mis planes de hacer compras en el Platz, con lo cual había hecho un gran favor a mi cuenta bancaria. Me fui corriendo a casa, me puse ese vestido negro, satinado y largo que ahora yacía rasgado, arrugado y cada vez más sudado bajo mi espalda desnuda, me cambié el color del pelo para adecuarlo a la ropa, me maquillé los ojos y la boca, me pinté las uñas, me rocié con el perfume favorito de Fox y a los tres minutos salí por la puerta. Cogí un taxi hasta Oregón, ejercí mi magia femenina sobre mi inocente víctima, y a los quince minutos tenía las rodillas en el aire y las manos clavadas en su espalda desnuda, ladrando como una perra y procurando que me taladrara hasta el suelo donde estábamos acostados.
¿Entendéis por qué ULTRA-Sens tiene problemas económicos?
Fox habitualmente me surtía ese efecto. No siempre tan intenso, es verdad. Yo experimentaba algo que cortésmente se llama shock hormonal o Cambiomanía, pero más a menudo se conoce como locura del cono. No se pueden inducir alteraciones corporales tan drásticas sin desequilibrar un poco la psique. En mi caso siempre hay una agudización del apetito sexual. Algunos simplemente se vuelven irresponsables. Tengo un amigo que debe pedir a su banco que le corte su línea de crédito durante cinco días después de un Cambio, pues de lo contrario gastaría hasta el último céntimo. Lo que yo gastaba no se puede depositar en el banco, y en todo caso no tiene sentido ahorrarlo.
Después Fox pidió una montaña de sushi y tempura. Cuando nos entregaron el pedido, puso en marcha el remolque y atravesó un largo y oscuro conducto para internarse en Oregón.
Como todos los disneylandias, era una enorme burbuja semiesférica, más o menos chata en el fondo, con un techo curvo pintado de azul. Los primeros sólo tenían un par de kilómetros de diámetro, pero los más nuevos parecían ilimitados a medida que los ingenieros descubrían mejores modos de sustentarlos. Oregón era uno de los más grandes, junto con los otros dos que estaban en construcción: Kansas y Borneo. Fox procuró no aburrirme con estadísticas; yo las olvido al cabo de unos minutos. Baste con decir que el lugar era muy grande.
El suelo consistía principalmente en rocas y tierra conformados como cerros, y dos montañas. La que él había llamado monte Hood era alta y puntiaguda. La otra estaba truncada y parecía inconclusa.
—Será un volcán —dijo Fox—. O al menos una buena imitación de un volcán activo. En tiempos históricos hubo una erupción en esta zona.
—; Habrá lava, fuego y humo?
—Ojalá pudiéramos. Pero los requerimientos energéticos para derretir la roca necesaria para una erupción convincente nos descalabrarían el presupuesto, además de que el humo sería nocivo para la fauna y la flora. Nos limitaremos a lanzar vapor tres o cuatro veces por día y a disparar chispas por la noche. Será realmente bonito. El gerente de proyectos está tratando de convencer a los inversores de subsidiar un penacho anual de cenizas, nada catastrófico. Al contrario, es bueno para los árboles. Y estoy seguro de que podremos contar con un modesto flujo de lava cada diez o veinte años.
—Ojalá pudiera verlo mejor. Aquí está bastante oscuro.
Las únicas fuentes de luz se encontraban en las desperdigadas granjas, puntos verdes y brillantes en el paisaje arrasado.
—Permíteme encender el sol. —Fox cogió un micrófono y habló con la sección de energía. Minutos después el «sol» se activó con un parpadeo y ardió en ¡o alto del «cielo»—. Todo esto quedará cubierto por bosques vírgenes, verdes hasta el horizonte. No como tu choza de Tejas. Este clima es fresco y húmedo, y hay mucha nieve en las mayores elevaciones. En general coníferas. Incluso plantaremos un bosquecillo de secuoias en la parte sur, aunque esto supone cierta infidelidad geográfica.
—Con verde quedará mucho mejor —dije.
—Nunca lograrás echar raíces en Tejas Oeste, Hildy —me dijo Fox, sonriendo.
Bajamos al río Columbia, en la desembocadura del desfiladero, donde era más ancho y más lento, y aterrizamos en una isla chata como un banco de arena que estaba en el centro de lo que Fox denominó un ensayo ecológico. Trazos ondulantes recorrían la playa ancha y apisonada. En la otra margen del río se erguían los publicitados pinos, pero cerca de nosotros sólo había vegetación ribereña, plantas a las que no afectaba una anegación periódica. Había hierbas altas y raquíticas y arbustos bajos y resistentes, pocos de ellos más altos que yo. Había unos troncos enormes semienterrados en la arena, blanqueados, alisados y redondeados por el sol, el viento y el agua. Comprendí que eran artificiales, pero su propósito era impresionar a los visitantes, a quienes siempre llevaban allí.
Tendimos una manta en la arena y nos sentamos a disfrutar de la comida. Fox se dedicó principalmente a los tempura, semejantes a camarones, mientras yo me concentraba en los maguro, uní, hamachi, toro, tako y las delgadísimas tajadas defugu. Rociaba cada bocado con ese maravilloso rábano verde que me hacía moquear la nariz y enrojecer las orejas. Luego hicimos el amor de nuevo, despacio y tiernamente la primera hora, algo raro en Fox, que sólo se volvió apasionado hacia el final. Nos tendimos al sol como reptiles saciados, hasta que Fox me despertó, me tendió de bruces y me penetró sin advertencia. (No, no tal como suena. A Fox le gusta tener la iniciativa y le gusta ser rudo, pero no le interesa infligir dolor, ni a mí me interesa recibirlo.) De cualquier modo, estas cosas se compensan. Cuando Fox era una chica habitualmente acometía antes de estar lista. Tal vez pensaba que a todas las chicas les gustaba así. Yo no lo saqué de su error, porque no me importaba demasiado y porque lo que venía después siempre era de calidad olímpica.
Y después…
Siempre hay un después. Tal vez por eso mis diez años con Fox eran la relación más larga que yo había tenido. Después del sexo casi todos quieren hablar, y siempre me costaba encontrar gente con quien me interesara la charla además del sexo. Fox era la excepción. Así que después…
Me puse los restos de mi ropa. El vestido estaba totalmente roto. No lograba taparme el seno izquierdo, y había agujeros aquí y allá. Congeniaba con mi estado de ánimo. Caminamos a orillas del río sin que el agua nunca nos tapara los pies. Yo jugaba el juego del naufragio. Esta vez podía fingir que era una rica aristócrata con los jirones de su vestido de fiesta, buscando desesperadamente la ayuda de los nativos. Arrastraba la punta de los pies por el agua mientras caminaba.
Este lugar era atemporal e irreal de un modo en que la isla de Scarpa jamás lo fue. El sol aún colgaba en el cielo en pleno mediodía. Cogí un puñado de arena y lo examiné, y era tan detallada como la arena imaginaria de ese ámbito donde había pasado un año mental. Tenía otro olor. Era arena de río, no coral blanco, y el agua era dulce en vez de salada, con otro tipo de vida microscópica. Era más tibia que las aguas del Pacífico. Demonios, hacía calor en Oregón, alrededor de cuarenta grados. Se relacionaba con la construcción. Ambos habíamos sudado todo el día. Yo le había lamido el cuerpo y lo había encontrado muy sabroso. No tanto el sudor como el cuerpo del cual lo lamía.
La atmósfera no podría haber sido más perfecta aunque la hubiera escogido. ¿Pero qué decir? Oye, Fox, este lugar me recuerda una aventurilla que tuve hace una semana, entre las 15:30:0002 y las 15:30:0009. El tiempo vuela cuando lo pasas bien.
Decidí decir algo menos desconcertante, y poco a poco le conté la historia. Hasta la línea del final, en cuyo punto me atraganté.
Fox no fue tan reticente como Callie.
—He oído mencionar esa técnica, por cierto —dijo—. Me sorprende que la desconocieras, aunque supongo que aún tienes reservas con la tecnología, igual que antes.
—No es muy relevante para mi trabajo. Ni para mi vida.
—Eso pensabas. Ahora debe parecerte más relevante.
—Concedido. Antes nunca se abalanzó sobre mí para morderme.
—Eso es lo que no entiendo. Lo que describes es un tratamiento radical para trastornos mentales. No entiendo por qué el OC lo usó contigo sin consentimiento, a menos que tuvieras un problema grave.
Hizo una pausa, y yo me callé una vez más. Fox es un monumento a la franqueza; no permitió que un pequeño detalle como mi obvia humillación lo intimidara.
—¿Cuál es tu problema? —preguntó, con tanta sutileza como un crío de tres años.
—¿Cuál es la pena por arrojar basura en este lugar? —pregunté.
—No te preocupes. Toda la zona será reconstruida antes que el público pueda encontrar cosas con sus pies lodosos.
Me quité el vestido estropeado, hice un bollo y lo arrojé al agua. Se infló, cayó en la suave corriente. Flotó un trecho, absorbió agua, se atascó en el fondo. Fox comentó que uno podía alejarse cien metros de la orilla sin que el agua le llegara a las rodillas. Después de eso se ahondaba abruptamente. Habíamos llegado al extremo de la isla, y desde allí vimos cómo la corriente arrastraba lentamente el vestido. Suspiré, sentí una lágrima en la mejilla.
—Si hubiera sabido que el vestido te importaba tanto, no lo hubiera roto —murmuró Fox. Tomó la lágrima con la yema del dedo y se lamió el dedo con la lengua. Sonreí lánguidamente. Me metí en el agua, caminando corriente arriba, y oí que él me seguía.
En parte era el shock hormonal, sin duda. No lloro demasiado, y no mucho más cuando soy mujer que cuando soy varón. El Cambio me había liberado, y me hizo bien; era momento de llorar. Era momento de admitir que estaba asustada por toda la situación.
Me senté en el agua tibia. No me cubrí las piernas. Hundí las manos en la arena.
—Parece que trato de matarme una y otra vez —dije.
Él estaba de pie junto a mí. Lo miré, enjugué otra lágrima. Quería acercarme a él, prepararlo de nuevo con la boca, reclinarme en ese cauce acuoso y dejar que él se moviera dentro de mí con los ritmos lentos y suaves del río. ¿Era una afirmación de la vida o un deseo de muerte, metafóricamente hablando? ¿Estaba en el río de la vida, o estaba fantaseando con volverme parte del detrito que los ríos arrastran eternamente hacia el mar? No había mar al final de ese río, sólo un bioma más profundo y salado para los salmones que pronto pulularían allí, nadando corriente arriba para morir. El cielo donde se pondría el sol era un telón pintado. ¿Las figuras de lenguaje de Vieja Tierra eran aplicables aquí?
Tenía que ser una imagen de la vida. Yo no estaba cansada de vivir, y tenía miedo de morir. El río no cesa de rodar, ¿verdad? ¿Acaso la vida no consiste en eso?
Sea como fuere, Fox no era el hombre adecuado para los suaves ritmos del río, no dos veces en el mismo día. Se dejaría llevar por el entusiasmo y en mi estado de ánimo yo le lanzaría una dentellada. Así que le besé la pierna y seguí escarbando la arena.
Se sentó detrás de mí, puso las piernas a mis costados y me empezó a masajear los hombros. Creo que nunca lo amé más que en ese momento. Era exactamente lo que yo necesitaba. Bajé la cabeza, me aflojé como una anguila, le dejé hundir sus fuertes dedos en cada nudo.
—¿Puedo decir…? No quiero lastimarte, pero no sé cómo decirlo. Yo debería haberme sorprendido. Es decir, es espantoso, es inesperado, no es lo que uno quiere oír de una persona amiga. Quisiera decirte: «¡No, Hildy, no puede ser verdad!» Pero me sorprendió descubrir que… no me sorprendía. Es terrible decirlo.
—Pues dilo —murmuré. Ahora me masajeaba la cabeza. Con un poco más de presión me partiría el cráneo, y enhorabuena. Tal vez algunos demonios echaran a volar por las fisuras.
—En ciertos sentidos, Hildy, siempre has sido la persona más desdichada que conozco.
Acepté el comentario con la misma resignación con que mi pasivo cuerpo se hundía en la arena. Yo era un montículo de arena parda que él modelaba con los dedos. No veía nada de malo en esta sensación.
—Creo que es tu trabajo —dijo.
—¿De veras?
—Ya lo debes haber pensado. Dime que amas tu trabajo y cerraré el pico.
No tenía sentido replicar.
—¿Que no digo nada sobre tu capacidad profesional? ¿Ningún comentario sobre lo emocionante que es? Sabes que tienes talento. Demasiado talento, a mi juicio. ¿Has continuado con esa novela?
—Sólo unas frases.
—¿Por qué no trabajas para otro pad? Uno que se interese menos en los matrimonios de las estrellas y las muertes violentas.
—No creo que ayudara en nada. Nunca he tenido mucho respeto por el periodismo como profesión. Al menos El Pezón no finge ser otra cosa.
—Pura carroña.
—Exacto. Sé que tienes razón. No siempre soy feliz en mi trabajo. Estoy segura de que renunciaré pronto. Pero no sabría a qué dedicarme.
—He oído que hay vacantes en el Sindicato de los Culis. Ganaron el contrato para Borneo. Los Porteadores de Cubos están enfurruñados.
—Me alegra saber que se interesan en algo. Tal vez debería inscribirme —dije, no del todo en broma—. Menos desgaste para los nervios.
—No daría resultado. Te diré cuál es tu problema, Hildy. Siempre has querido ser útil. Querías hacer algo importante.
—¿Mejorar las cosas? ¿Cambiar el mundo? No lo creo.
—Creo que renunciaste antes que yo te conociera. Siempre te causó cierta amargura. Fue uno de los motivos por los que rompimos.
—¿De veras? ¿Por qué no me lo dijiste?
—Creo que en el momento no lo sabía.
Ambos callamos un rato, sumiéndonos en nuestros recuerdos. Me agradó notar que, a pesar de esta revelación, los recuerdos eran agradables. Fox siguió masajeándome, inclinándome hacia delante para llegar a la parte inferior de mi espalda. No opuse resistencia, bajé la cabeza. Vi mi cabello ondeando en el agua. ¿Por qué no podremos ronronear como gatos? De haber podido, habría ronroneado en ese momento. Debería hacerle la propuesta al OC. Tal vez él encontraría un modo de lograrlo.
Fox comenzó a masajearme más despacio. La sensación era deliciosa, pero noté que se le estaban cansando las manos. Me recosté contra él y él me rodeó con los brazos. Le apoyé las manos en las rodillas.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —dije.
—Sabes que sí.
—¿Qué hace que la vida valga la pena para ti?
No me dio la respuesta socarrona que yo esperaba. Reflexionó, suspiró, me apoyó la barbilla en el hombro.
—No sé si hay respuesta para esa pregunta. Hay motivos superficiales. El más obvio es que mi trabajo me satisface.
—Pues te envidio. Tu trabajo no se borra tras una lectura de diez segundos.
—También siento cierta desilusión. Yo hubiera querido construir estas cosas. —Señaló con el brazo la inconclusa vastedad de Oregón—. Resulta que mi talento seguía otro rumbo. Eso me daría satisfacción, dejar construido algo como esto.
—¿Ésa es la clave? ¿Dejar algo? ¿Para la «posteridad»?
—Hace cincuenta años habría respondido que sí. Y es una buena razón. Creo que es la mejor razón para la mayoría de las personas que tienen los sesos para preguntarse qué es la vida. No sé si es razón suficiente para mí. No soy infeliz. Amo mi trabajo, ansio llegar aquí todas las mañanas, trabajo hasta tarde, vengo los fines de semana. Pero en cuanto a legar algo que haya creado, mi obra es aún más efímera que la tuya.
—Tienes razón —dije con asombro—. No había creído que fuera posible.
—¿Ves? —rió Fox—. Todos los días se aprende algo nuevo. Ésa es una razón para vivir. Tal vez sea trivial. Pero me satisface el acto de la creación. No tiene por qué durar. No tiene por qué significar algo.
—El arte.
—He comenzado a pensar en esos términos. Tal vez sea presuntuoso, pero los meteorólogos estamos despertando interés en nuestra actividad. Quién sabe adonde puede conducir. Pero crear algo es importante para mí. —Titubeó, siguió adelante—. También hay otra clase de creación.
Sabía muy bien a qué se refería. A fin de cuentas, y a pesar de todo, había sido la razón principal de nuestra despedida. El había tenido un hijo poco después. Yo le había pedido que no me contara si yo era el padre. Él había pensado que yo también debía tener uno, y yo le había respondido abruptamente que no era cosa suya.
—Lo lamento. No debí mencionar el tema.
—No lo lamentes. Yo pregunté. Debo afrontar las respuestas, aunque no esté de acuerdo con ellas.
—¿Y no estás de acuerdo?
—No sé. No he pensado en ello. Como habrás adivinado, he estado pensando sobre muchas cosas.
—Entonces habrás pensado en la razón negativa para desear vivir. A veces creo que es la principal. Tengo miedo de la muerte. No sé qué es, y no quiero averiguarlo hasta el último momento posible.
—¿No esperas oír arpas celestiales?
—No hablarás en serio. Lógicamente, hay que imaginarse que uno deja de existir, que se apaga como una vela. Pero desafío a cualquiera a imaginarlo de veras.
Sabes que no soy místico, pero una larga vida me ha inducido a creer, a pesar de todo, que existe algo después de la muerte. No puedo demostrarlo, pero tampoco puedes disuadirme.
—Ni lo intentaría. En mis mejores días siento lo mismo. —Di uno de los suspiros más melancólicos de que tenga memoria. Últimamente suspiraba a menudo, cada vez con mayor fatiga. ¿Dónde terminaría? Más vale no responder—. Bien, tenemos la insatisfacción laboral. Creo que eso no es suficiente. Hay soluciones más sencillas para ese problema. El inquieto afán de crear. La falta de hijos. —Me puse a contar con los dedos, en una actitud irónica que él no se merecía, pues había hecho lo posible. Pero yo había buscado una nueva perspectiva, y me sentía frustrada por no encontrarla—. Y el temor a la muerte. Ninguno me parece del todo satisfactorio.
—No debería decirlo, pero sabía que no lo serían. Por favor, Hildy, consulta a un profesional. Ahí tienes, ya lo he dicho. Tenía que decirlo, pero te conozco desde hace tiempo y no me gusta mentirte, así que añadiré que tampoco creo que eso te ayude. Nunca has aceptado las respuestas ni los consejos ajenos. Algo me dice que tienes que resolverlo por tu cuenta.
—O no resolverlo. Y no te disculpes, tienes toda la razón.
El río continuó rodando, el sol quedó colgado en el cielo pintado. El tiempo se arrastraba parsimoniosamente. Ninguno de los dos sentía urgencia de hablar. Me habría agradado pasar allí una década entera, mientras no tuviera que pensar. Pero sabía que Fox se pondría ansioso al fin. Qué diablos, y yo también.
—¿Puedo pedirte algo más?
Fox me mordisqueó la oreja.
—No, eso no. No todavía, al menos. —Recliné la cabeza para mirarlo—. ¿Estás viviendo con alguien?
—No.
—¿Puedo quedarme contigo por un tiempo? ¿Una semana? Estoy asustada y me siento muy sola, Fox. Tengo miedo de estar sola.
Fox guardó silencio.
—Sólo quiero dormir con alguien por un tiempo. No quiero rogar.
—Déjame pensarlo.
—Claro. —Debió haberme dolido, pero curiosamente no me dolió. Sabía que yo habría dicho lo mismo, aunque ignoraba qué decisión habría tomado. La cruda verdad era que le pedía ayuda para salvar mi vida, y ambos sabíamos que él podía hacer poco salvo abrazarme. Y si él trataba de ayudarme y yo terminaba por matarme… nadie se expondría a cargar con semejante culpa sin pensarlo un poco. Yo podía decirle que no había compromisos, que no tenía por qué culparse si sucedía lo peor, pero sabía que él se culparía y él sabía que yo lo sabía, así que no lo insulté con una mentira ni lo incomodé con un ruego. Me acurruqué en sus brazos para mirar el paso lento e incesante del Columbia.
Regresamos al remolque. Durante la marcha notarnos que el río ya no fluía. Se volvió liso y quieto, plácido como un lago largo. Reflejaba los árboles de la otra orilla con la fidelidad de un espejo. Fox comentó que habían tenido problemas de bombeo.
—No es mi campo —dijo con alivio. Aunque en cierto modo era bonito, también me daba escalofríos, pues me recordaba el mar petrificado de la isla de Scarpa.
Fox cogió un control remoto del remolque y dijo que tenía algo para mostrarme. Tecleó unos códigos y mi sombra comenzó a moverse.
El sol surcó el cielo como un gran pájaro de plata. Las sombras de los árboles, arbustos y briznas de hierba reflejaban su tránsito como mil relojes de arena. Es un
recurso ideal para experimentar desorientación. Comencé a marearme y a hamacarme, y separé las piernas. Descubrí que el fenómeno era más interesante si lo miraba sentada. A los pocos minutos el sol se hundió en el horizonte del oeste. No era eso lo que Fox quería mostrarme. Se levantaban nubes deshilachadas en esa dirección, que parecían cirros o pretendían serlo. El invisible sol los pintó de varios tonos de rojo y azul.
—Muy bonito —dije.
—No es eso.
Hubo un estruendo distante y un enorme anillo de humo se elevó despacio en el cielo, teñido de luz dorada. Fox trabajaba concentradamente. Oí un silbido distante, y el anillo de humo comenzó a cambiar de forma. La cima se acható, el fondo se estiró. No atinaba a comprender adonde iba todo esto, hasta que al fin lo vi. El anillo había formado un corazón. Me eché a reír y lo abracé.
—Fox, eres un tonto romántico a pesar de todo.
Sintió vergüenza. No quería que yo lo interpretara así, y yo lo sabía, pero es tan vulnerable a las bromas que nunca puedo resistirme. Fox carraspeó y procuró refugiarse en una explicación técnica.
—Descubrí que podía lograr una especie de efecto de contragolpe con esa máquina de vientos —dijo mientras el anillo se disolvía—. Es fácil usar toberas concentradas para modelarlo, dentro de ciertos límites. Regresa aquí cuando inauguremos, y podré escribir tu nombre en el ocaso.
Nos duchamos para limpiarnos la arena y Fox me preguntó si deseaba ver una explosión planificada en Kansas. Yo nunca había visto una explosión nuclear, así que acepté. Condujo el remolque hasta una salida y salimos a la superficie, donde pasó a piloto automático y me contó algunas cosas que había hecho en otros disneylandias mientras contemplábamos la árida belleza que se extendía allá abajo.
Tal vez haya que estar allí para apreciar las esculturas climáticas de Fox. Él peroraba sobre las tormentas de hielo y los huracanes que había creado, y para mí no significaba nada, aunque logró despertar mi interés. Le dije que asistiría a su próxima exhibición. Me pregunté si querría una nota en El Pezón. Bien, soy suspicaz y a menudo había acertado en cosas como ésta. No podía imaginar un modo de interesar a mis lectores en el tema, a menos que asistiera algún famoso o sucediera una catástrofe violenta.
Oregón era un espectáculo en comparación con Kansas. Me habría gustado tener una parte de esa concesión de polvo.
Aún estaban realizando las operaciones de excavación. La sernicúpula estaba casi concluida, y sólo faltaba volar algunas zonas relativamente pequeñas cerca del linde norte. Fox dijo que el mejor punto de observación se encontraría en el linde oeste; si hubiéramos ido hasta el sur, el polvo habría oscurecido excesivamente la explosión para que el viaje valiera la pena. Aterrizamos cerca de un caótico apiñamiento de casas móviles modulares y nos reunimos con un grupo de otros aficionados a los juegos artificiales.
Esta exhibición era estrictamente «para profesionales». Todos eran ingenieros de la construcción, excepto yo. No era una espectáculo público, aunque tampoco era una rareza. Kansas había requerido miles de explosiones de este tipo, y requeriría varias más antes de su finalización. Fox lo describió como el secreto mejor guardado de Luna.
—No es una explosión tan potente —explicó—. Las más grandes sacudirían demasiado la estructura. Pero cuando comenzamos, utilizamos cargas diez veces mayores.
Reparé en el uso del plural. De veras ansiaba construir esos lugares en vez de limitarse a instalar y controlar las máquinas climáticas.
—¿Es peligroso?
—Es una pregunta relativa. No es tan seguro como dormir en la cama. Pero estas cosas están calculadas hasta el último detalle. Hace treinta años que no tenemos un accidente. —Me explicó más de lo que me interesaba saber sobre las minuciosas precauciones, que incluían radares para detectar grandes trozos de roca que volaran hacia nosotros, y rayos láser para pulverizarlos. Me había tranquilizado por completo, pero enseguida lo arruinó.
—Si te digo «corre» —añadió con seriedad—, métete en el remolque sin hacer preguntas.
—¿Debo protegerme los ojos?
—Un vidrio claro y emplomado bastará. Lo que quema es el ultravioleta. Al principio habrá cierto encandilamiento. Demonios, Hildy, si te ciega, el seguro de la compañía te pagará ojos nuevos.
Yo estaba muy conforme con los ojos que tenía. Empecé a dudar que fuera tan buena idea ir allí. Resolví desviar la mirada los primeros segundos. La tradición nos había legado muchas anécdotas sobre lo que sucedía en una explosión nuclear; databan de Vieja Tierra, donde habían usado algunas para freír unos millones de congéneres.
La tradicional cuenta regresiva comenzó en el número de diez. Me calé las gafas de seguridad y cerré los ojos a la cuenta de dos. Los abrí cuando el resplandor me penetró los párpados. Hubo encandilamiento, como Fox había dicho, pero mis ojos pronto se recobraron. ¿Cómo describir ese fulgor? Si encendiéramos miles de lámparas brillantes en un solo lugar, ni siquiera insinuarían la intensidad de esa luz. Luego llegó la gran sacudida del suelo, y la del aire, y al fin, mucho más tarde, el sonido. Es decir, yo creí que oía el sonido, pero eran las ondas de choque que brotaban del suelo.
El sonido del aire fue mucho más estremecedor. Luego el viento. Y la arremolinada nube. Tardó varios minutos en desplegarse. Cuando se extinguieron las llamas hubo aplausos y gritos. Le sonreí a Fox, quien también sonreía.
A veinte kilómetros de distancia, mil personas acababan de morir en lo que pronto se llamaría el Colapso de Kansas.