EL GENIO DEL CALLEJÓN DEL CAMBIO
—Los siguientes días fueron bastante agitados. Estaba tan ocupado que tenía poco tiempo para preocuparme por el OC o pensar en el suicidio. La sola idea me parecía totalmente ajena.
Como trabajo para un medio escrito, no suelo pensar en imágenes. Mis notas llegan a los abonados por medio de pads provistos con decodificadores, donde son seleccionadas y leídas por esa parte de la población que todavía lee. Walter emplea a otra gente para abreviar, simplificar y leer en voz alta las notas para el canal analfabeto del pad. Claro que hay servicios de noticias puramente visuales, y ahora existe la Interfaz Directa, pero la gente aún no usa la ID para relajación y entretenimiento. La lectura aún constituye el método favorito de información para una amplia minoría de lunarianos. Es más lenta que la ID pero más rápida y profunda que las noticias de televisión pura.
Pero El Pezón de las Noticias es un medio electrónico, y muchas notas vienen aderezadas con películas. Así el periódico se las apañaba para encontrar un nicho subsidiado y cada vez más incierto en la era de la televisión. Los expertos insisten en profetizar la muerte del pad, pero año tras año sobrevive, mantenido por personas que no quieren demasiados cambios en sus vidas.
Yo suelo olvidar la holocámara de mi ojo izquierdo. Su contenido se vuelca al mismo tiempo que mis notas en el ordenador editorial de El Pezón, y un montador revisa la cinta buscando una foto fija o unos segundos de imágenes móviles para respaldar mis palabras. Cuando me instalaron la cámara, me preocupaba que esos montadores vieran imágenes que yo prefería dejar en la intimidad; a fin de cuentas, esa cosa funciona todo el tiempo, y tiene memoria de seis horas. Pero el OC me aseguró que en el ordenador principal existía un programa de discriminación que borraba todas las imágenes irrelevantes antes que otro humano las viera. (Ahora pensaba en ello. Nunca me había molestado que el OC viera las cintas completas, pero nunca lo había considerado un fisgón.)
La holocámara es un dispositivo en parte mecánico y en parte biológico del tamaño de un recorte de uña, y está implantada dentro del ojo, a un costado, lejos de la visión periférica. Tiñe la pupila de rojo, y emite un fulgor tenue en la oscuridad. En medio del ojo cuelga un espejo semiazogado, cerca del punto focal, y refleja parte de la luz que entra en el ojo a la holocámara. Cuando está recién instalada, ese ojo sufre una leve disminución en fotosensibilidad, pero el cerebro pronto se adapta y a los pocos días deja de notarse.
La holocámara estaba operando cuando David Tierra se puso a arder. Yo no pensé en ella durante el episodio, hasta que recobraron el cuerpo de David y lo llevaron al cementerio de los terristas, si existe tal cosa. Entonces comprendí que contaba con lo que podía ser la mayor nota de mi carrera. Una primicia, además.
La muerte captada por la cámara siempre llega a la primera plana del padloide. La muerte de una celebridad daba forraje a los redactores segundones de Walter durante meses; cualquier pretexto era bueno para proyectar nuevamente la espléndida y espantosa imagen de la cabeza de David aureolada de llamas, y las aún más espantosas huellas que le había dejado un brontosaurio asustado.
Las filmaciones de noticias pertenecen exclusivamente al padloide que las tomó durante un período de veinticuatro horas. Después existe un período similar durante el cual se pueden alquilar por minutos u horas, o bien vender. Al cabo de veinticuatro horas más pasan al dominio público.
Un gran padloide metropolitano tiene que explotar al máximo esos dos períodos críticos. En el primer día, cuando podíamos explotar mi película con exclusividad, presentamos la muerte de Tierra como la mayor noticia desde la boda de Silvio y Marina (veinticinco años atrás) o su divorcio (un año después) o la invasión del Planeta Tierra. Se suele convenir que son las tres noticias más grandes de todos los tiempos, y la única diferencia de magnitud entre ellas es que dos tuvieron buena cobertura y la otra no. Esta noticia no tenía tanta importancia, desde luego, pero nadie lo hubiera creído así si leía nuestra prosa jadeante y escuchaba a nuestros frenéticos comentaristas.
Yo era el centro de gran parte de esa cobertura. Dormir era imposible. Como no soy una personalidad telegénica —es decir, soy un orador aburrido y la cámara no me ama— pasaba casi todo el tiempo frente a nuestro animador estrella, respondiendo a sus preguntas. La mayoría de estas notas salían en vivo, y abarcaban los primeros quince minutos de cada hora. Durante los quince minutos siguientes mostrábamos los informes enviados por los cámaras que bajaron a la hacienda de Callie y filmaron imágenes de la pata ensangrentada del brontosaurio que mató a David, cadáveres de tres criaturas que murieron en la estampida, la huella del cuerpo de David en el lodo y entrevistas con los peones de Callie, aunque ninguno había visto nada salvo el cadáver.
Pensé que Walter estallaría cuando supiera que Callie se negaba a conceder entrevistas y no había pretexto ni suma de dinero que la sedujera. Me envió a la hacienda para persuadirla. Fui, sabiendo que no serviría de nada. Amenazó con hacerla arrestar; en su cólera, parecía creer que negarse a colaborar con los medios —y sobre todo con él— era ilegal. Por su parte, Callie hizo varias llamadas malhumoradas exigiendo que dejáramos de usar su imagen, y alguien tuvo que leerle los incisos que estipulaban que ella nada podía hacer al respecto. Habló conmigo para llamarme Judas, entre otras cosas. No sé qué esperaba que hiciera con la mayor noticia de mi vida; olvidarla, tal vez. Yo le repliqué con otros apelativos igualmente hirientes. Creo que estaba preocupada por su posible responsabilidad en el episodio, pero ante todo detestaba la prensa popular, algo en lo cual yo no podía disentir del todo. A menudo me he preguntado si por eso mismo no me metí en este oficio. Un pensamiento perturbador.
En cualquier caso, sería inútil pedirle consejos sobre esa parte de mi historia que no había alcanzado a contarle, al menos durante un año, tal vez cinco.
Pasamos el día siguiente vendiendo el material a la competencia, pero con nuestras condiciones. El precio era alto, pero lo pagaron con gusto. Sabían que la próxima vez ellos podían ser los vendedores, y nos extorsionarían de igual modo. Respetando el procedimiento normal, yo formaba parte del trato, así que podía mencionar a El Pezón con toda frecuencia y descaro mientras estuviera en vivo. Hablé hasta enronquecer junto a un sinfín de comentaristas, columnistas y otros sujetos de esa calaña, mientras la ya anticuada grabación se proyectaba una vez más.
La única persona que tuvo tantas apariciones como yo durante esos dos días fue Terra Lowe. Un movimiento tan radical como el de los terristas engendra grupos disidentes como una marrana engendra lechones. Es una ley de la naturaleza. Terra era la jefa del grupo más numeroso, también llamado terristas, sin duda para enloquecer a los pobres reporteros. Algunos los distinguían como terristas (David) y terristas (Lowe), otros intentaron introducir «tierristas». La mayoría hablábamos de terristas y neoterristas, lo cual siempre provocaba berrinches de Terra, pues no era necesario explicar quiénes eran los «neos».
David había muerto intestado. Su organización no contaba con un heredero. La gente cada vez tomaba menos medidas relacionadas con su muerte, porque no esperaba morir. Tal vez ello explique la mórbida fascinación por las imágenes violentas en los entretenimientos populares y la apetencia de más detalles sobre las muertes verdaderas. Aún no hemos alcanzado la inmortalidad, y tal vez nunca la alcancemos. La gente se tranquiliza al ver la muerte como algo que le sucede a otro, y que ni siquiera así es frecuente.
Terra Lowe daba discursos en cada barricada que pudiera aguantar su considerable peso, acogiendo en el rebaño a sus ovejas descarriadas. En su versión, era David quien se había separado. Claro que David se había llevado al noventa por ciento de la grey, pero este detalle no tenía importancia. Nos dijeron que Terra siempre había amado a David (era previsible, pues ambos manifestaban amor por todas las criaturas vivientes, aunque David había amado a Terra como un nemátodo o un virus, no como al perro de la familia) y David había pagado ese afecto con la misma moneda. Yo no comprendía todas las discrepancias doctrinarias. La más importante era que según Terra un buen terrista debía tener imagen femenina, ser un espejo de la Madre Tierra. O algo parecido.
Con mucho, fue el circo periodístico más desatado, payasesco, desfachatado y truculento que se había visto desde que alguien elevó a la categoría de noticia al abuelo que perdió los dientes postizos, y lamenté muchísimo haber participado en ello.
Cuando terminó ese purgatorio de dos días, me quedé en cama doce horas. Cuando desperté, pensé una vez más en renunciar a ese oficio. ¿Era una de las raíces de mis tendencias autodestructivas? Cualquiera diría que odiar mi actividad tenía que acrecentar mi sensación de indignidad, lo cual podía conducir a la idea de terminar con todo. Postergué el asunto por el momento. Debo admitir que aunque desdeñe lo que hacemos y el modo en que lo hacemos, el oficio de periodista ejerce una vertiginosa fascinación cuando suceden cosas. No siempre suceden cosas interesantes, ni siquiera en mi especialidad. La mayoría de las noticias pertenece a la especie «hoy no pasó demasiado», condimentadas con mentiras y picardías. Pero cuando pasa algo se siente euforia. Y existe un placer aún más culpable en hallarse en el centro de todo, en ser el primero en enterarse. El único otro oficio donde se puede estar tan cerca del centro de las cosas es la política, y ni siquiera yo me metería en eso. Aún tengo algunos principios.
Visitar a Callie no me había permitido obtener buenos consejos, aunque sí beneficios profesionales. Pero al buscar las causas de mi insatisfacción algo me resultaba cada vez más claro. Sentía mi cuerpo como un par de pantalones deformes que me apretaban en la ingle. Un año como mujer, por falsa que hubiera sido la experiencia, me había mostrado que era tiempo de Cambio. Un Cambio que quizá llevara algunos años de retraso.
¿Este era el origen de mi descontento? ¿Sería un factor agravante? Dudoso, y tal vez… Aunque no tuviera nada que ver con ello, no me perjudicaría hacerlo, con tal de sentirme cómodo de nuevo. Qué diablos, no era nada del otro mundo.
Cuando los ricos y famosos se aburren de sus viejos genitales, telefonean al chófer y hacen trasladar su vieja humanidad al Callejón del Cambio.
Normalmente, cuando llegaba un tiempo de Cambio, yo me operaba en un pequeño vecindario. A fin de cuentas todas las clínicas están avaladas por la junta, y todas son igualmente capaces de hacer los cortes y pliegues necesarios. Esta vez una confluencia de circunstancias me decidió a visitar la calle donde se reunía la élite. Una era que tenía los bolsillos abultados con el dinero que Walter me había dado como bonificación por la nota sobre Tierra En Llamas. La otra era que conocía a Darling Bobbie desde la época en que era sólo Robert Darling, de la Barbería Económica del Loco Bob, cuando realizaba modificaciones de sexo como rebusque para ganar unos pavos. Había tenido una pequeña tienda en el Leystrasse, un pasaje comercial decididamente proletario con un tercio de sus escaparates tapiados y empapelados con letreros, que atravesaba uno de los vecindarios menos elegantes de Ciudad Rey. Estaba entre un burdel y un puesto de tacos, y su letrero decía «Los mejores cambios de sexo de Leys-trasse-Créditos clase E-Z.» Lo cual no era novedad para cualquiera que supiese que era la única tienda de Cambio de la zona, y que allí no se podía ofrecer un servicio tan costoso sin financiarlo. Tampoco prestaba ese servicio a menudo. Los obreros no pueden costearse cambios de sexo frecuentes y en general no son tan propensos a cuestionar las decisiones de la Madre Naturaleza, y mucho menos a pasar de un sexo al otro. Le iba mucho mejor con los tatuajes, que eran baratos y gustaban a su clientela. Tenía clientes que se hacían tatuar el cuerpo entero cada pocas semanas.
Eso había sido más de veinticinco años atrás, cuando me sometí a mi anterior cambio de sexo. Loco Bob había ascendido en el mundo. Había inventado algún rasgo corporal exótico —ni siquiera recuerdo qué era, pues esas cosas van y vienen tan rápidamente que la vida de una mosca dura una eternidad por comparación— que fue «descubierto» por los ricachones que visitaban los barrios bajos. En un periquete Bob se convirtió en el nuevo gurú de los atributos sexuales secundarios. Los periodistas de la moda asistían a sus inauguraciones y escribían sesudas notas sobre el capricho de la temporada. Los estilistas de cuerpos nunca serían tan influyentes como los modistos, pero los que atendían a los más sofisticados se hacían un nicho en el mundo de la moda.
Y el Loco Bob se había pasado diez años procurando que la gente se olvidara de su tugurio contiguo a la tienda Cielo Jalapeño.
Callejón del Cambio es un nombre ridículo para ese lugar, pero nace en el desfiladero de cinco kilómetros de opulencia conocido como Hadleyplatz. Durante cincuenta años el Platz, como todos lo llamaban, había sido heredero de sitios tan prestigiosos como Saville Row, la Quinta Avenida, Kimberly Road y Chimki Prospekt. Era el sitio indicado para buscar alicates para uñas de oro macizo, no tanto para liquidaciones anuales de ropa de cama. En el Platz no ofrecían crédito, ni E-2 ni de ninguna otra categoría. La puerta no se abría si no tenía el código genético del cliente en sus bancos de memoria, junto con un análisis de su billetera actualizado al último milisegundo. No se veían letreros pintados, y casi no había holocarteles. En el Platz la publicidad se limitaba a pequeños logos en las esquinas inferiores de escaparates de vidrio cilindrado, o a placas de oro bruñido.
El Callejón se alejaba del paseo principal en un ángulo abrupto y terminaba a cien metros en un apiñamiento de restaurantes exclusivos. A lo largo había un puñado de pequeñas tiendas operadas por ese puñado de exquisitos que podían persuadir a sus clientes de pagar diez veces más por una refacción corporal con tal de lucir la leyenda «Cuerpo de Tal y Cual» grabada en la uña de su rosado índice.
En las tiendas del Callejón sí había hololetreros, y éstos mostraban las ideas de los diseñadores acerca de la moda actual. Los exquisitos alegaban que el Callejón salía del Platz pero nunca podría entrar en él, pero aun así estaba a gran distancia de las plantillas de tatuajes que llenaban los escaparates de la Barbería Económica.
Me pregunté si debía entrar. Me pregunté si podría entrar. Bob y yo solíamos beber juntos en un tiempo, pero habíamos perdido contacto cuando él se mudó. Apoyé la mano en la lámina de identificación, sentí la presión de la sonda que raspaba una cantidad minúscula de piel muerta. La máquina pareció titubear; tal vez me enviara a la entrada de periodistas. Al fin se abrió. Tendría que haberse oído música de trompetas, pensé, pero eso habría sido excesivamente demostrativo en el Callejón.
—¡Hildy! Mi encantador y viejo amigo. Qué gusto verte. —Bob acababa de salir de una trastienda y se me acercó en tres zancadas. Me estrechó la mano con entusiasmo, mirándome de arriba abajo con aire dubitativo—. Cielo santo, ¿yo soy responsable de eso? Has llegado a tiempo, amigo, te lo aseguro. Pero no te preocupes. Puedo arreglarlo. Bobbie se encargará de todo. Tan sólo ponte en mis manos.
De pronto me pregunté si quería ponerme en sus manos. Me pareció que exageraba un poco, pero era verdad que hacía tiempo que no lo veía, y debía mantener las apariencias. Los tajos y los cortes formaban parte de una tradición que era propia de su profesión, así como los abogados procuraban presentar una fachada impecable adecuada para los asuntos relevantes que trataban. Antes del Cambio, el mundo de la moda estaba dominado por homosexuales varones. Siendo tan complicada la sexualidad de hoy, con cientos de orientaciones identificadas —por no mencionar ULTRA-Sens—, era imposible conocer las preferencias ajenas sin hablar sobre ello con todas las letras. Bob, o tal vez Darling, era de orientación heterosexual, nacido varón y de inclinación masculina, lo cual significaba que, librado a su propia elección, habría sido varón casi siempre, con algunas excursiones a un cuerpo femenino, y fuera cual fuese su sexo actual prefería la compañía del opuesto.
Pero su profesión le exigía Cambiar cuatro o cinco veces por año, así como los modistos debían lucir sus propios diseños. Ese día era varón, y no parecía muy diferente de cuando yo le había conocido. Al menos, no al principio. Cuando lo miré con más atención, vi que había mil alteraciones sutiles, ninguna de ellas tan drástica como para que sus amigos no le reconocieran por la calle.
—No te sientas culpable —le dije, mientras me cogía del hombro y me llevaba hacia lo que él llamaba su «sala de consulta»—. Tal vez no lo recuerdes, pero yo te presenté las especificaciones. Nunca tuviste la oportunidad de practicar tu oficio.
—Lo recuerdo muy bien, chico, y tal vez fue voluntad de Alá. Yo aún estaba aprendiendo mi arte (por favor, nota mi énfasis en esa palabra, Hildy) y probablemente habría echado todo a perder. Pero recuerdo que estaba muy enfadado.
—No, Darling, en esos días no te enfadabas, en esos días tenías rabietas.
Sonrió forzadamente, aceptando la ironía con desdeñosa impavidez. Eché una ojeada en torno, y tuve que contener una carcajada. Era el paraíso de las mujeres. Las paredes eran espejos que creaban una multitud de Hildys y Bobbies. Casi todo lo demás era rosado y tenía encaje. Hasta el encaje tenía encaje. Era fabulosamente exagerado, pero me agradaba. Estaba de ánimo para una cosa así. Me hundí con gratitud en un sofá rosado y blanco cubierto de encaje y me sentí más sereno. A fin de cuentas, había sido buena idea. Una asistente entró con un balde plateado de champán sobre hielo, lo puso cerca de mí, sirvió un sorbo en una copa. Presencié esas operaciones con total desinterés, lo cual era indicio de mi distanciamiento respecto de mi actual tipo somatológico. Una semana antes, o una semana antes de la isla de Scarpa, esa mujer me habría atraído. En ese momento era asexuado. Robert tampoco me interesaba. En realidad, quizá tampoco me interesara después del Cambio, pues no era mi «tipo», una palabra que desbordaba de connotaciones en la época de la elección del sexo.
Al igual que mi anfitrión, yo soy de orientación heterosexual. Lo cual no significa que jamás haya tenido relaciones con una pareja del mismo sexo que tuviera en ese momento. ¿Quién no? ¿Alguien puede permanecer puramente heteroísta cuando ha sido varón y mujer? Supongo que todo es posible, pero nunca he visto un ejemplo. Lo cierto es que para mí el sexo anda mejor cuando participan un hombre y una mujer. Dos veces en mi vida conocí personas con quienes deseaba tener una relación más profunda cuando ambos éramos del mismo sexo. En ambos casos, uno de los dos Cambió.
No sé cómo explicarlo. No creo que nadie pueda explicar el porqué de sus preferencias sexuales, a menos que se basen en el prejuicio: a saber, tal o cual práctica es contra natura, contra la ley de Dios, perversa, repugnante y demás. Esa actitud aún perdura, sobre todo en el viejo vecindario de Bobbie, donde un par de veces le destrozaron los vidrios y le pintaron consignas cristianas realmente repulsivas en sus letreros. Pero la preferencia sexual parece ser algo que sucede, no algo que se escoge. Lo cierto es que cuando soy varón me interesan las chicas, y muy poco los chicos, y cuando soy mujer viceversa. Tengo amigos que son precisamente lo contrario, y son de orientación homosexual en ambos sexos. También conozco gente que abarca todo el espectro entre estas dos posiciones, desde los varones y mujeres dedicados, hornos y hateros, hasta los pansexuales que sólo requieren que el otro sea cariñoso y en caso contrario igual lo aceptan, desde los problemáticos que son infelices con cualquiera de ambos sexos hasta los auténticos asexuados que no se identifican con ninguno de ambos y se hacen extirpar todos los atributos externos e internos para desembarazarse de esa cuestión confusa, inconveniente, superflua y desconcertante.
En cuanto al tipo, ni Robert ni Darling eran del mío. Cuando soy mujer, no me interesa la belleza física de mi pareja tanto como cuando soy varón, aunque es sólo una cuestión de grado, pues cuando la belleza se puede comprar a voluntad se convierte en una cualidad vulgar y prescindible. El físico esmirriado de Rob/Bobbie y su larga y angosta fisonomía no hacían palpitar mi corazón de mujer, pero eso no me habría disuadido si lo compensara con su personalidad. No lo compensaba. Era adecuado como amigo, pero habría sido demasiado ansioso como amante. Tenía inseguridades para las cuales la ciencia aún no había encontrado un nombre.
—¿Nos hemos acordado de traer las especificaciones, Hildy? —preguntó. Nos habíamos acordado, y se las entregamos. Echó un rápido vistazo a las páginas, frunció la nariz, pero sin altanería, sólo dando a entender que no le interesaban los tecnicismos. Entregó las especificaciones genéticas a su asistente y batió las palmas.
»Bien, quitémonos esos encantadores trapos, pues no puedo crear sin la silueta al desnudo. —Me desnudó y cogió la ropa como si deseara tener fórceps esterilizados—. ¿Dónde conseguiste estas cosas? Vaya, hace años… Bien, hazlas limpiar y plegar, por supuesto.
—Las encontré en mi guardarropa, y puedes donarlas a los pobres.
—Hildy, creo que ya no hay pobres.
—Entonces tíralas a la basura.
—Oh, gracias. —Entregó la ropa a la mujer, quien se las llevó de la sala—. Un gesto auténticamente humanitario, viejo amigo, un acto que revela un sano respeto por el mundo de la indumentaria.
—Si estás agradecido, deja de hacer tanta alharaca. Ahora estamos a solas. Soy Hildy, Darling.
Él miró en derredor con aire conspiratorio. Yo sólo veía miles de Hildys y un número similar de Darhngs. Se sentó frente a mí y se distendió un poco.
—¿Por qué no me llamas Bobbie? Es menos pretencioso que Darling, y no tan espantoso ni recordatorio como Robert. Y a decir verdad, Hildy, cada día me cuesta más abandonar la pose. Empiezo a dudar que sea una pose. Hace años que no tengo rabietas, pero me enfado casi siempre. Y hay una gran diferencia, como tú me has recordado.
—Todos tenemos poses, Bobbie. Tal vez la vieja pose no era adecuada para ti.
—Todavía soy hétero, por si dudabas.
—No lo dudaba, pero me asombraría que no lo fueras. Los cambios de polaridad son bastante raros, por lo que he leído.
—Ocurren. Hay muy pocas cosas que no vea en este oficio. ¿Y cómo andas? ¿Todavía escribes bazofia?
Sin darme tiempo a responder, se fue por la tangente. Me agradeció efusivamente los elogios que siempre recibía en El Pezón de las Notadas. Debía saber que yo no trabajaba en la sección de modas, pero tal vez creía que deslizaría un comentario favorable para él. Viendo que estaba por diseñarme un nuevo cuerpo, no vi motivos para desilusionarlo.
Hablamos de muchos otros temas, bebimos varias copas de champaña, inhalamos bocanadas de humo aromático y vagamente embriagador. Pero el Tópico A era recurrente: ¿cuándo descubrirían «todos» que él era un farsante?
Yo comprendía esa sensación. Era común entre las personas que tenían talento para algo que no los apasionaba. De hecho, es común entre todos salvo los más seguros de sí, como Callie. Bobbie lo sufría en forma aguda, y no podía culparlo. No porque lo considerase un mero charlatán. Aunque no tengo mucho ojo para esas cosas, entendía que él tenía mucho talento. Pero en el mundo donde él vivía, el talento no siempre servía de mucho. El gusto es inconstante. En el ámbito del diseño, el último grito tiene la palabra. Las callejas y los bares de Lecho de Roca están atestados de los cadáveres vivientes de gente que ayer era alguien. Algunos tenían tiendas en pleno Callejón.
Al cabo de un rato empecé a alarmarme. Conocía a Bobbie, y sabía que siempre viviría así, temiendo que le arrebataran un éxito al cual nunca se adaptaba del todo, pues nunca lo comprendía del todo. Así era él. Pero a juzgar por el tiempo que me dedicaba, o bien él estaba en apuros o bien yo debía sentirme muy halagado. Yo había contado con pasar diez o quince minutos con el Maestro mientras él trazaba los rasgos generales y me entregaba a sus asistentes para que completaran los detalles. ¿Acaso no le esperaban clientes más importantes?
—Te vi en la tele —dijo, haciendo una pausa en su ristra de lamentaciones—. Con esa horrenda… ¿cómo se llama? No recuerdo. Por esa increíblemente aburrida noticia sobre David Tierra. Me temo que la apagué. No quiero volver a oír su nombre.
—Así me sentí yo a las tres horas del primer día. Pero tú estuviste fascinado al menos veinticuatro horas, no te hartabas de ver las noticias.
—Lamento defraudarte. Era aburrido.
—Lo dudo. Recuerda la primera vez que leíste sobre el asunto. Te morías por saber más. Fue aburrido después, cuando viste la grabación tres o cuatro veces.
Frunció el entrecejo, cabeceó.
—Tienes razón. Tenía los ojos pegados al padloide. ¿Cómo lo supiste?
—Ocurre con casi todos. Contigo en especial. Si alguien habla de algo, no puedes dejar de emitir una opinión, un comentario hiriente, un suspiro mundano… algo. Habría sido impensable que no estuvieras al corriente.
—Estamos en el mismo negocio, ¿verdad?
—Somos primos, al menos. Sólo que en mi negocio podemos tomarnos un respiro. Exprimimos las noticias hasta agotarlas. Cuando terminamos con ellas, no hay nada tan tedioso como aquello que te fascinaba veinticuatro horas antes. Luego pasamos a la próxima sensación.
—Mientras que yo debo buscar el momento mágico segundos antes que algo se vuelva tan obsoleto como tu gusto en el vestir.
—Exacto.
Bobbie suspiró.
—Me está desgastando, Hildy.
—No te envidio… excepto por el dinero.
—El cual invierto con suma sensatez. No me tomo vacaciones de lujo en las lunas de Urano. No tengo residencias de verano en Mercurio. Sólo acciones de primera. Nunca tendré que mendigar para pagarme el aire. Sólo me pregunto si el apetito de prestigio perdido me avejentará el alma. —Enarcó las cejas y me miró con melancolía—. Supongo que las especificaciones que le diste a Kiki detallan un corpachón tan fornido como tu actual vehículo ambulatorio.
—¿Por qué lo supones? ¿Vendría aquí si quisiera algo que se consigue en la barbería del barrio? Quiero un cuerpo con tu firma.
—Pero pensé…
—Eso era para pasar de hembra a hombre. Lo inverso es una zorra de muy distinto color.
Envía flores a la encargada de modas de El Pezón, pensé. No había otro modo de explicar el regio tratamiento que Bobbie me prodigó en las cuatro horas siguientes. Claro que mi dinero valía tanto como el de cualquiera, y yo no quería pensar demasiado a cuánto ascendería la cuenta. Pero ni la amistad ni el ocio podían explicar la conducta de Bobbie. Llegué a la conclusión de que buscaba una buena reseña.
¿Se puede decir que algo es una extravagancia cuando se comparte con la gran mayoría de nuestros conciudadanos ? No lo sé, tal vez sí. Nunca he comprendido las raíces de esta peculiaridad, así como no entiendo por qué no me gusta acostarme con hombres cuando soy hombre. Pero lo cierto es que como hombre soy bastante indiferente a mi apariencia. Pulcro, desde luego, y no puedo prescindir de la fealdad. Pero las modas no me interesan. Mi guardarropa consiste en las prendas que Bobbie tiró cuando llegué, o cosas peores. Habitual-mente uso calzoncillos, una camisa cómoda, calzado blando, una cartera; ropa masculina estándar, adecuada para todas las ocasiones salvo las formales. No presto mucha atención a los colores ni al corte. Ignoro por completo el maquillaje y me pongo un perfume desabrido. Cuando me siento de ánimo festivo puedo usar una camisa colorida, algo más parecido a un sarong, y nunca me preocupo por el ruedo. Pero mi indumentaria habría causado pasmo si hubiera retrocedido en el tiempo para recorrer las calles en los años anteriores al cambio de sexo.
Lo cierto es que considero que una mujer puede usar cualquier cosa, mientras que hay prendas que ponen en ridículo a un hombre.
Por ejemplo, la túnica ceñida, larga hasta los tobillos, con un corte a un costado. En un cuerpo de hombre, el pene afecta la caída a menos que esté bien sujeto, y el propósito de semejante indumentaria es sentirse suelto, no atado. Esa prenda se diseñó para mostrar las líneas de un cuerpo femenino, curvas en vez de ángulos. Otra es el cuello en caída, tanto el que esconde el busto como el que lo yergue y lo exhibe. Un hombre puede usar un cuello profundo, pero el propósito y el diseño son diferentes.
Antes de que alguien le escriba una carta al periódico, sé que no se trata de leyes naturales. Un hombre puede tener piernas femeninas, por ejemplo, o pechos, si los desea. Entonces esa ropa le sentaría bien, a mi juicio, pero precisamente porque tiene atributos femeninos. Yo soy mucho más tradicionalista en lo concerniente a los tipos somáticos. Si tengo el busto, las caderas y las piernas, quiero el paquete entero. No me gusta mezclar. Entiendo que hay cosas de hembra y cosas de hombre. Las diferencias básicas de los tipos somáticos son fáciles de definir. Las diferencias en tipos de indumentaria son más difíciles, y la frontera es elusiva, pero se puede sintetizar diciendo que la ropa femenina suele enfatizar y definir características sexuales secundarias, y ser más colorida y variada.
Y puedo nombrar mil excepciones históricas, desde la corte de Luis el Rey Sol hasta el chador de las mujeres musulmanas. Sé que las mujeres occidentales no usaron pantalones hasta el siglo veinte, y los hombres no usaron falda —a pesar de Escocia y los mares del Sur— hasta el siglo veintiuno. Sé algo sobre pavos reales, pericos y mandriles. Cuando nos ponemos a hablar del sexo y de cómo debería ser, nos metemos en un brete. Se pueden hacer muy pocas afirmaciones que no tengan una excepción.
Para mí es como una consigna personal. Es una reacción contra los unisexistas militantes que creen que se debe eliminar toda ropa que se identifique con un sexo, que debemos escoger las prendas al azar, y se burlan públicamente de los que usan un atuendo demasiado femenino o masculino. O peor aún, los uniformistas, según quienes todos debemos usar una indumentaria formal que identifique nuestro trabajo en toda ocasión, o trajes estándar, habitualmente monos espantosamente prácticos con cuello alto y muchos bolsillos, preferiblemente en tres colores biliosos. Esa gente quisiera que todos luciéramos como en esas horrendas películas «futuristas» del siglo veinte, cuando pensaban que la gente de 1960 o del 2000 se vestiría igual, con hombreras de un metro de ancho, burbujas plásticas en la cabeza, togas o monos sin cierre de cremallera visible que nos plantean el interrogante de cómo hacía esa gente para orinar. Esos sujetos serían divertidos si todos los años no introdujeran una legislación destinada a lograr que todos se comporten como ellos.
¡O la ropa interior! ¿Qué hay de la ropa interior? El travestismo no murió con el cambio de sexo —muy pocas cosas murieron, porque la sexualidad humana se relaciona con lo que nos estimula, no con lo que tiene sentido— y algunos sujetos de cuerpo masculino prefieren usar cinturones con ligas, sostenes rellenos y batas cortas y transparentes. Si lo disfrutan, yo no me opongo. Pero siempre he pensado que resulta espantoso, porque choca. Alguien puede alegar que sólo choca con mis prejuicios culturales, y estoy de acuerdo. ¿Y qué otra cosa es la moda? Bobbie os diría que manipular un cono cultural es una empresa arriesgada que se acomete con un par de tragos fuertes, una sonrisa valerosa y una premonición del desastre, porque nueve veces de cada diez no se vende bien.
Lo cual significa que la mitad de mis conciudadanos comparte mis ideas sobre el atuendo, y si muchos se sienten así, ¿cuan malo puede ser?
No más preguntas, señoría.
Pasé un momento agradable cumpliendo con un estereotipo de conducta sexual: las compras. Lo disfruté inmensamente.
Cuando Bobbie nos da su tratamiento completo, ningún detalle corporal carece de importancia. Los elementos grandes, gárrulos y obvios se eliminaron de inmediato. ¿Senos? ¿Qué se usa este año, Bobbie? ¿Tan pequeños? No seamos ridículos, muñeco, me gustaría sentir un poco de bamboleo. ¿Piernas? Bien largas. Largas hasta el suelo. Sin nudos en las rodillas, por favor. Tobillos finos. ¿Brazos? ¿Qué se puede decir de los brazos? Usa tu magia, Bobbie. Me gustan los zapatos chicos y mis mejores vestidos son menudos. Además hace treinta años que han pasado de moda, lo suficiente para que estén en boga otra vez, así que trabaja sobre eso. Además, me siento cómodo (cómoda) con un cuerpo de ese tamaño, y la reducción de talla cuesta casi dos mil por centímetro.
Algunos dedican casi todo su tiempo al rostro. Yo no. Siempre he preferido realizar los cambios faciales gradualmente, un rasgo por vez, para que la gente pueda reconocerme. Opté por mis rasgos básicos hace cincuenta años, y no deseo cambiar por deferencia a la moda, con excepción de algunos detalles. Le dije a Bobbie que no cambiara la estructura ósea; la considero adecuada para un rostro masculino o femenino. Me sugirió labios más carnosos y me mostró una nariz que me agradó, y decidí respetar la moda con las orejas, permitiéndole usar su diseño más reciente. Pero cuando me presentara a trabajar después del Cambio, todos sabrían que era Hildy.
Pensé que había terminado… ¿pero qué había de los dedos de los pies? Los pies descalzos son muy prácticos en Luna, y estaban nuevamente de moda, así que la gente se fijaba en los dedos de los pies. El furor ahora consistía en eliminarlos como un atavismo evolutivo. Bobbie trató de persuadirme de usar pies lisos, pero me gustan los pies con dedos. Gustos de Cromagnon, según Bobbie. Dediqué media hora a elegir los pies, y otro tanto a las manos. Odio las manos sudorosas.
Me tomé mi tiempo para decidir sobre el ombligo. Con los pezones y la vulva, el ombligo es la única puntuación entre la barbilla y las uñas de los pies, los únicos lugares donde el ojo podía hacer una pausa en la estilizada silueta femenina que estaba diseñando. No lo descuidé. Hablando de la vulva, demostré una vez más que era un reaccionario sin remedio. Últimamente, aun las mujeres más discretas se habían entregado a alocadas fantasías en lo concerniente a la arquitectura de los labios, al extremo de que a veces costaba distinguir qué sexo era sin un segundo vistazo. Yo prefería una configuración más discreta y compacta. En mi caso, no es para exhibición pública, de todos modos. Normalmente uso algo bajo la cintura, falda o pantalones, y no quería ahuyentar a un amante cuando me lo quitara.
—No asustarás a nadie con eso, Hildy —dijo Bobbie, mirando con mal ceño la simulación de los genitales que yo había tardado tanto en escoger—. Yo diría que tu principal problema será el aburrimiento.
—A Eva le sirvió.
—Debo haberme perdido su última presentación. No sé por qué. Sin duda te resultará útil en los círculos donde te mueves, ¿pero no lograré interesarte en…?
—Soy yo quien debe usarla, y eso es lo que quiero. Ten piedad, Bobbie. Soy chapado a la antigua. ¿No te dejé actuar a tu antojo con los tonos de piel, los pezones, las orejas, los hombros, el cuello, el trasero y esos dos encantadores hoyuelos de la espalda? —Me agaché para mirar la simulación de tamaño natural que había reemplazado uno de los espejos. Me mordisqueé un nudillo—. Tal vez debiéramos echar otro vistazo a esos hoyuelos…
Me disuadió de cambiarlos, y me persuadió de alterar un poco las manos, y rezongó un poco más, gesticulando con disgusto en cada oportunidad, pero noté que básicamente estaba complacido. Y también yo. Me moví de aquí para allá, mirando con agrado cómo la mujer en que iba a convertirme repetía cada uno de mis movimientos. Era la hora séptima: hora de descansar.
Entonces me sucedió algo extraño. Me llevaron a la sala de preparación, donde los técnicos preparaban sus místicos elixires, y tuve un ataque de pánico. Miré los mil y un brebajes humeantes que goteaban de los sintetizadores a las retortas, y el corazón me palpitó salvajemente y empecé a agitarme. Me encolericé.
Sabía cuál era mi temor, y cualquiera se hubiera encolerizado.
A menos que uno opte por una configuración muy radical, la mutación sexual moderna supone poca cirugía. En mi caso, casi todos los cortes implicaban la extirpación y almacenaje de los genitales masculinos, para reemplazarlos por una vagina, una cervical, un útero y un par de trompas de Falopio y ovarios que ya se estaban despachando por el banco de órganos, donde reposaban desde mi último Cambio. Habría un poco de escultura corporal, pero no demasiada. La mayoría de las alteraciones que estaba por afrontar serían obra de las pociones que elaboraban en la sala de preparación. Esos brebajes contenían dos elementos: una solución salina, y billones de nanobots.
Algunos de esos ingeniosos chismes eran estándar y estaban fabricados con plantillas que se utilizaban en todas las transformaciones hombre-mujer. Algunos eran personalizados y estaban configurados con elementos tomados de microbios y virus o de componentes manufacturados, y Bobbie los ensamblaba y era propietario del diseño; les asignaban una tarea específica y a menudo ínfima, y luego les daban trozos de mi código genético tal como a un sabueso se le da un zapato viejo para que identifique un olor. Todos eran demasiado pequeños para ser captados por el ojo humano. Algunos apenas eran visibles en un buen microscopio. Muchos eran aún más pequeños.
Eran ensamblados por otros nanobots a la velocidad de una reacción química, y producidos en grupos que rara vez eran menores a un millón de unidades. Se inyectaban en la corriente sanguínea, respondían a las condiciones locales, se dirigían a sus lugares de trabajo usando los mismos procesos por los cuales las hormonas y enzimas se desplazaban por el cuerpo, identificaban los sitios apropiados usando fragmentos de esos mismos reguladores corporales como mapas y agarraderas, se adherían y comenzaban su tarea. Los más pequeños penetraban en las paredes celulares y entraban en el ADN, leyendo los aminoácidos como cuentas de rosario, haciendo cortes e injertos cuidadosamente planificados. Los más grandes —los que tenían motores, manipuladores y transistores, tornillos, escarbadores, memoria, brazos, los que se denominaban microbots cuando se fabricaron con las mismas tecnologías que producían los primitivos circuitos integrados de micro-pastillas— se congregaban en un lugar específico y realizaban tareas más toscas. Los microbots recibían un fragmento de mi código genético y otro fragmento sintetizado por Bobbie, que funcionaban como cámaras excéntricas para inducir a las diminutas máquinas a cumplir su función específica. Algunas iban a mi nariz, por ejemplo, y se ponían a tallar, a construir, usando mi propio cuerpo y nutrientes suplementarios transportados por microbots de carga. Él material de desecho se recogía de la misma manera y se trasladaba fuera del cuerpo. Así se podía ganar o perder peso rápidamente. Yo pensaba salir del Cambio con quince kilos menos.
Los nanobots trabajaban con diligencia para que el terreno concordara con el mapa. Cuando lo consiguieran, cuando mi nariz cobrase la forma que Bobbie había diseñado, se separarían, se marcharían, serían desprogramados y embotellados para aguardar al próximo cliente.
En eso no había nada nuevo ni temible. Era el mismo principio que se usa en esas píldoras de venta libre que sirven para cambiarse el color de los ojos o la textura del cabello mientras dormimos. La única diferencia sería que los nanobots de las píldoras eran demasiado baratos para rescatarlos; cuando terminaban su trabajo, se apagaban en los riñones y después se eliminaban con la orina. La mayor parte de esa tecnología tenía un siglo, y otra era más antigua. Los riesgos eran ínfimos, conocidos, controlables.
Pero ahora yo sentía aprensión por los nanobots. Teniendo en cuenta lo que el OC me había contado sobre ellos, ese temor no carecía de fundamento.
El otro temor que sentía era aún peor. Tenía miedo de dormirme.
No tanto de dormirme en el sentido normal. Había dormido bien la noche anterior, en realidad mejor que de costumbre, teniendo en cuenta mi agotamiento después de mis dos días de celebridad. Pero la devastadora epidemia de nanobots que estaba por experimentar causa estragos en el cuerpo y en la mente. No era algo para lo cual querría estar despierto.
Bobbie notó que algo andaba mal cuando me llevó al tanque de suspensión. Era todo lo que yo podía hacer para mantenerme quieto mientras los técnicos insertaban mangueras y cables en las incisiones recién abiertas en mis brazos, mis piernas y mi vientre. Cuando me invitaron a acostarme en esa batea de líquido fresco y azul, perdí la compostura y aferré los flancos de ese recipiente con tamaño de ataúd, los nudillos blancos, un pie adentro y el otro pegado al suelo.
—¿Sucede algo? —preguntó Bobbie en voz baja.
Los asistentes trataban de no mirarme.
—Nada que puedas solucionar.
—¿Quieres contarme? Saquemos a esta gente de la sala.
¿ Si quería contarle ? Me desvivía por contarle. Nunca le había podido contar a Callie, y la necesidad de confiarme a alguien era abrumadora.
Pero no era el lugar, y mucho menos el momento, y Bobbie no era la persona indicada. Simplemente hallaría un modo de incorporarlo a su ininterrumpida novela gótica La Vida de Robert Darling, siendo él mismo la heroína en peligro. Tenía que afrontar esto y hablarlo con otra persona.
De pronto supe quién sería ese alguien. Termina de una ve?… Hildy, aprieta los dientes, húndete en la bañera y deja que los fluidos te suman en un sueño no más peligroso del que has tenido todas las noches durante treinta y seis mil quinientas noches.
El agua me tapó el rostro. La tragué hasta llenarme los pulmones —siempre es un poco desagradable, hasta que se ha ido todo el aire— y miré el rostro tembloroso de mi recreador, sin saber cuándo y dónde despertaría de nuevo.